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Michael T. Klare

La tercera era del carbono

En todo lo referente a la energía y la economía en la era del cambio climático, nada es lo que parece. La mayoría de nosotros creemos (o queremos creer) que la segunda era del carbono, la Era del Petróleo, será pronto reemplazada por la Era de las Renovables, al igual que el petróleo lleva sustituyendo desde hace mucho tiempo la Era del Carbón. El presidente Obama ofreció exactamente esta visión en un muy alabado discurso sobre el cambio climático el pasado mes de junio. Es verdad, necesitaremos de los combustibles fósiles un poco más, señalaba, pero muy pronto serán superados por energías renovables.

Muchos otros expertos comparten este punto de vista, que nos asegura que la creciente dependencia del gas natural “limpio” combinado con ampliadas inversiones en energía solar y eólica permitirá una transición suave hacia un futuro de energía verde en el que la humanidad ya no arrojará dióxido de carbón y otros gases invernadero a la atmósfera. Todo esto suena en efecto prometedor. Solo hay un pequeño inconveniente: que no es, de hecho, el camino por el que avanzamos. La industria de la energía no está invirtiendo de forma significativa en energías renovables. En cambio, está dedicando sus beneficios históricos a nuevos proyectos de combustibles fósiles que implican ante todo la explotación de las denominadas reservas “no convencionales” de gas y petróleo.

El resultado es indiscutible: la humanidad no está entrando en un período que estará dominado por las energías renovables, sino que está iniciando la tercera gran era del carbono: la Era del Petróleo y el Gas No Convencionales.

Que nos estamos embarcando en una nueva era del carbono es cada vez más evidente y debería perturbarnos a todos. En cada vez más regiones de EE.UU., y en un creciente número de otros países, se está utilizando la fracturación hidráulica (el uso de columnas de agua a alta presión para desmenuzar las formaciones subterráneas de esquisto y liberar las reservas de petróleo y gas natural atrapadas en su interior). Mientras tanto, en Canadá, Venezuela y otros lugares se está acelerando la explotación de petróleos pesados a partir de carbón sucio y de las formaciones de arenas bituminosas.

Es cierto que cada vez se construyen más variedades de parques eólicos y solares, pero, aunque parezca mentira, se espera que en las próximas décadas la inversión en extracción y distribución de combustibles fósiles no convencionales supere, y mucho, al gasto en renovables, al menos en una ratio de tres a uno.

Según la Agencia Internacional de la Energía, una organización intergubernamental dedicada a la investigación, que tiene su sede en París, la inversión acumulada en el mundo en extracción y procesamiento de nuevos combustibles fósiles alcanzará un total de alrededor de 22,87 billones de dólares entre 2012 y 2035, mientras que la inversión en renovables, energía hidráulica y energía nuclear supondrá una cifra de unos 7,32 billones de dólares. Para esos años, se espera que solo las inversiones en petróleo, estimadas en 10,32 billones de dólares, superen el gasto dedicado a la energía eólica, solar, geotérmica, biocombustibles, hidráulica, nuclear y cualquier otra forma de energía renovable combinadas.

Además, como explica la AIE, una parte cada vez mayor de esa asombrosa inversión en combustibles fósiles se dedicará a formas no convencionales de petróleo y gas: arenas bituminosas canadienses, crudo extrapesado venezolano, petróleo y gas de esquistos bituminosos, depósitos energéticos situados en el Ártico y en las profundidades oceánicas, y otros hidrocarburos derivados de reservas energéticas anteriormente inaccesibles. La explicación de lo anterior es bastante simple. Los suministros mundiales de petróleo y gas convencional —combustibles derivados de reservas de fácil acceso que requieren de un procesamiento mínimo— están desapareciendo rápidamente. Como se espera que la demanda mundial de combustibles fósiles aumente en un 26% de aquí a 2035, los combustibles no convencionales tendrán que proporcionar una gran parte de la energía mundial.

En un mundo así, una cosa es segura: las emisiones globales de carbono se dispararán más allá de nuestras más desfavorables previsiones, lo que significa que las intensas oleadas de calor serán habituales y que las escasas zonas vírgenes que nos quedan quedarán aniquiladas. El planeta Tierra será un lugar mucho más duro y abrasador, posiblemente a niveles inimaginables. Desde esta perspectiva, merece la pena explorar con más profundidad cómo es que hemos acabado en este atolladero, en otra era del carbono.

La primera era del carbono

La primera era del carbono empezó a finales del siglo XVIII, con la introducción de la máquina de vapor alimentada con carbón y su aplicación generalizada a toda clase de empresas industriales. El carbón, inicialmente utilizado para las fábricas textiles y las plantas industriales, se empleó también para el transporte (barcos y ferrocarriles de vapor), la minería y la producción de hierro a gran escala. En efecto, lo que llamamos ahora Revolución Industrial se vio en gran medida posibilitada por la creciente aplicación del carbón y la máquina de vapor a las actividades productivas. Finalmente, el carbón se utilizaría para generar también electricidad, un campo en el que sigue siendo dominante en la actualidad.

Esa fue la época en la que enormes ejércitos de infortunados trabajadores construyeron los ferrocarriles continentales y enormes fábricas textiles mientras proliferaban y crecían las grandes ciudades industriales. Fue la era, sobre todo, de la expansión del Imperio británico. Durante un tiempo, Gran Bretaña fue el mayor productor y consumidor de carbón, el principal fabricante del mundo, su primer innovador industrial y la potencia dominante, y todos esos atributos estaban inextricablemente conectados. A través del dominio de la tecnología del carbón, una pequeña isla frente a las costas de Europa pudo acumular inmensas riquezas, desarrollar el armamento más avanzado del mundo y controlar las rutas marítimas del planeta.

La misma tecnología del carbón que dio a los británicos esas ventajas globales también provocó a su paso una miseria inmensa. Como señalaba el analista de la energía Paul Roberts en su obra The End of Oil, el carbón que se consumía entonces en Inglaterra era de la variedad lignito pardo “plagado de azufre y otras impurezas”. Cuando se quemaba, “producía un humo acre y asfixiante que hacía que escocieran los ojos y los pulmones, y ennegrecía paredes y ropas”. A finales del siglo XIX, el aire de Londres y de otras ciudades alimentadas con carbón estaba tan contaminado que “los árboles se morían, las fachadas de mármol se deshacían y las enfermedades respiratorias se volvían epidémicas”.

Para Gran Bretaña y otras primeras potencias industriales, la sustitución del carbón por el petróleo y el gas fue una bendición que permitió mejorar la calidad del aire, restaurar las ciudades y reducir las enfermedades respiratorias. Desde luego, la Era del Carbón no ha terminado en muchas partes del mundo. En China y en la India, entre otros lugares, el carbón sigue siendo la principal fuente de energía, condenando a sus ciudades y poblaciones a una versión siglo XXI del Londres y Manchester del siglo XIX.

La segunda era del carbono

La Era del Petróleo empezó en 1859 con la producción comercial iniciada en el oeste de Pensilvania, pero solo despegó tras la Segunda Guerra Mundial con el explosivo crecimiento de la propiedad del automóvil. Antes de 1940, el petróleo jugaba un papel importante en la iluminación y lubricación, entre otras aplicaciones, pero seguía estando subordinado al carbón; después de la guerra, el petróleo se convirtió en la principal fuente de energía del mundo. De 10 millones de barriles al día en 1950, el consumo global se disparó a 77 millones en 2000, una bacanal de medio siglo quemando combustibles fósiles.

Un elemento fundamental en el predominio mundial del petróleo era su estrecha asociación con el motor de combustión interna (MCI). Debido a la superior portabilidad del petróleo y a su intensidad energética (es decir, la cantidad de energía que libera por unidad de volumen), lo convierte en el combustible ideal para MCI versátiles. Al igual que el carbón alcanzó su importancia al alimentar los motores de vapor, lo mismo sucedió con el petróleo al alimentar las crecientes flotas de coches, camiones, aviones, trenes y buques del mundo. Actualmente, el petróleo proporciona el 97% de toda la energía utilizada en el transporte mundial.

La prominencia del petróleo se aseguró también por su creciente utilización en la agricultura y en la guerra. En un período relativamente corto de tiempo, los tractores alimentados con petróleo y otras maquinarias agrícolas sustituyeron a los animales como fuente energética fundamental en las granjas de todo el mundo. Una transición parecida se produjo en el moderno campo de batalla, con tanques y aviones accionados con petróleo sustituyendo a la caballería como principal fuente de potencia ofensiva.

Esos fueron los años de la propiedad masiva de automóviles, autopistas continentales, suburbios interminables, centros comerciales gigantes, vuelos baratos, agricultura mecanizada, fibras artificiales y, por encima de todo, de la expansión global del poder estadounidense. Como EE.UU. poseía reservas inmensas de petróleo, fue el primero en dominar la tecnología de la extracción y refinamiento del petróleo y el que más éxito tuvo a la hora de utilizar el petróleo en el transporte, la industria manufacturera, la agricultura y la guerra, destacando como el país más rico y más poderoso del siglo XXI, una saga contada con gran deleite por el historiador energético Daniel Yergin en The Prize. Gracias a la tecnología del petróleo, EE.UU. pudo acumular niveles asombrosos de riquezas, desplegar ejércitos y bases militares por todos los continentes, y controlar las rutas marítimas y aéreas del mundo, extendiendo su poder a cada rincón del planeta.

Sin embargo, al igual que Gran Bretaña experimentó las consecuencias negativas de su excesiva dependencia del carbón, EE.UU. —y el resto del mundo— ha sufrido ya de diversas formas su dependencia del petróleo. Para garantizar la seguridad de sus fuentes de suministro en el exterior, Washington ha establecido tortuosas relaciones con proveedores extranjeros de petróleo y ha combatido varias costosas y debilitantes guerras en la región del golfo Pérsico, una sórdida historia que expongo en Blood and Oil. La exagerada dependencia de los vehículos de motor para el transporte personal y comercial ha dejado el país mal equipado para lidiar con las periódicas interrupciones de suministros y los repuntes en los precios. Pero, sobre todo, el inmenso incremento del consumo de petróleo —aquí y en todas partes— ha producido el correspondiente aumento de las emisiones de dióxido de carbono, acelerando el calentamiento planetario (un proceso que empezó durante la primera era del carbón) y exponiendo al país a los cada vez más devastadores efectos del cambio climático.

La Edad del Petróleo y el Gas No Convencionales

El crecimiento explosivo de la automoción y los viajes en avión, la suburbanización de partes importantes del planeta, la mecanización de la agricultura y la guerra, la supremacía global de EE.UU. y el comienzo del cambio climático: estos han sido los distintivos de la explotación del petróleo convencional. En el momento presente, la mayor parte del petróleo del mundo se produce aún en unos pocos cientos de gigantescos campos petrolíferos en Irán, Irak, Kuwait, Rusia, Arabia Saudí, los EAU, EE.UU. y Venezuela, entre otros países; algún petróleo más se obtiene aún en campos alejados de la costa en el mar del Norte, el golfo de Guinea y el golfo de México. Este petróleo sale del suelo en forma líquida y necesita relativamente de escaso procesamiento antes de refinarlo para convertirlo en combustibles comerciales.

Pero ese petróleo convencional está desapareciendo. Según la AIE, los principales campos que actualmente proporcionan la parte del león del petróleo mundial perderán las dos terceras partes de su producción en los próximos veinticinco años, con un resultado neto que se hunde desde 68 millones de barriles al día en 2009 a solo 26 millones de barriles en 2035. La AIE nos asegura que el nuevo petróleo que se encuentre sustituirá esa pérdida de suministros, pero que la mayor parte provendrá de fuentes no convencionales. En las próximas décadas, los petróleos no convencionales representarán una porción creciente de las existencias de petróleo mundial, convirtiéndose finalmente en nuestra principal fuente de suministros.

Lo mismo sucede con el gas natural, la segunda fuente más importante de energía del mundo. La oferta global de gas convencional, al igual que la de petróleo convencional, está reduciéndose y cada vez dependemos más de fuentes no convencionales de energía, especialmente de la proveniente del Ártico, los profundos océanos y las rocas de esquisto, obtenidos mediante la fracturación hidráulica.

En cierto modo, los hidrocarburos no convencionales son similares a los combustibles convencionales. Ambos están en gran medida compuestos de hidrógeno y carbono, y al quemarse producen gran calor y energía. Pero, a la larga, las diferencias entre ellos supondrán para nosotros diferencias cada vez mayores. Los combustibles no convencionales —especialmente los petróleos pesados y las arenas bituminosas— tienden a tener una proporción más alta de carbono e hidrógeno que el petróleo convencional, y por eso liberan más dióxido de carbono cuando se queman. El petróleo del Ártico y de las profundidades del mar necesita mayor energía para su extracción y, en consecuencia, provoca emisiones de carbono más altas en su propia producción.

“Muchas de las nuevas variedades de combustibles derivados del petróleo no se parecen en absoluto al petróleo convencional —escribió en 2012 Deborah Gordon, especialista en el tema en el Carnegie Endowment for International Peace—. Los petróleos no convencionales tienden a ser pesados, complejos, cargados de carbono y están encerrados en lo más profundo de la Tierra, estrechamente atrapados o unidos a la arena, el alquitrán y las rocas.”

Con mucho, la consecuencia más preocupante de la naturaleza distintiva de los combustibles no convencionales es su extremado impacto en el medio ambiente. Como a menudo se caracterizan por ratios más altas de carbono y de hidrógeno, y por lo general necesitan mucha más energía para poder extraerlos y convertirlos en materiales utilizables, producen más emisiones de dióxido de carbono por unidad de energía liberada. Además, muchos científicos creen que el proceso que produce gas de esquisto, saludado como combustible fósil “limpio”, causa amplias liberaciones de metano, un gas invernadero especialmente potente.

Todo esto significa que mientras siga creciendo el consumo de combustibles fósiles, se estarán arrojando a la atmósfera grandes cantidades de CO2 y metano que, en vez de reducir, acelerarán el calentamiento global.

Y hay otro problema asociado con la tercera era del carbono: la producción de petróleo y gas no convencional requiere de inmensas cantidades de agua para las operaciones de fracturación, a fin de extraer las arenas bituminosas y los petróleos muy pesados y para facilitar el transporte y refinamiento de esos combustibles. Esto provoca una creciente amenaza de contaminación del agua, especialmente en las zonas de producción con intensas fracturaciones y arenas bituminosas, además de una alta competitividad y lucha por el acceso a los suministros de agua entre perforadores, campesinos, autoridades municipales y otros. Cuando el cambio climático se intensifique, la sequía será la norma en muchas áreas y, por ello, la competición cada vez más feroz.

Junto con estos y otros impactos medioambientales, la transición de los combustibles convencionales a los no convencionales tendrá consecuencias económicas y geopolíticas difíciles de valorar en este momento. Para empezar, la explotación de las reservas de petróleo y gas no convencionales en regiones anteriormente inaccesibles implica la introducción de tecnologías productivas de última generación, incluyendo las perforaciones en el Ártico y en mares profundos, la fracturación hidráulica (hydro-fracking) y el tratamiento de arenas bituminosas. Una de las consecuencias es que alterará la industria global energética al hacer aparecer compañías innovadoras que posean las tecnologías y determinación para explotar los nuevos recursos no convencionales; al igual que sucedió durante los primeros años de la era del petróleo, cuando surgieron nuevas compañías para explotar las reservas petrolíferas del mundo.

Esto ha quedado muy evidenciado en el desarrollo del gas y el esquisto bituminoso. En muchos casos, firmas más pequeñas y arriesgadas, como Cabot Oil and Gas, Devon Energy Corporation, Mitchell Energy y Development Corporation, concibieron y desarrollaron rompedoras tecnologías. Estas y otras compañías similares fueron pioneras en el uso de la fracturación hidráulica para extraer petróleo y gas de formaciones de esquisto en Arkansas, Dakota del Norte, Pensilvania y Texas, desatando después una estampida de las compañías energéticas más grandes para hacerse también con su propio trozo del pastel en esas zonas. Para aumentar su participación, las firmas gigantes están devorando a las de tamaño pequeño y mediano. Entre las absorciones más destacadas tenemos la compra por ExxonMovil en 2009 de XTO por 41.000 millones de dólares.

Esa transacciones ponen de manifiesto un rasgo especialmente preocupante de esta nueva era: el despliegue de fondos masivos por parte de las grandes de la energía y sus patrocinadores financieros para adquirir participaciones en la producción de formas no convencionales de petróleo y gas, con sumas que exceden enormemente las de inversiones comparables, tanto en el campo de los hidrocarburos como en el de las energías renovables. Para estas compañías está claro que la energía no convencional es el próximo boom y, al igual que las firmas más rentables de la historia, están dispuestas a gastar sumas astronómicas para asegurar que continúan siendo rentables. Si esto significa empezar a pensar que invertir en energías renovables es un timo, amén. “Sin un esfuerzo que diseñe políticas concertadas” que favorezcan el desarrollo de las renovables, advierte Gordon en el Carnegie, las inversiones futuras en el campo energético “probablemente seguirán fluyendo de forma desproporcionada hacia el petróleo no convencional”.

Es decir, habrá una preferencia institucional cada vez más pronunciada entre las empresas energéticas, los bancos, las agencias crediticias y los gobiernos por la producción de combustibles fósiles de próxima generación, lo que aumentará la dificultad para establecer frenos nacionales e internacionales a las emisiones de carbono. Esto se hace evidente, por ejemplo, en el constante apoyo de la administración Obama a las perforaciones en mares profundos y al desarrollo del gas pizarra, a pesar de su pretendido compromiso con la reducción de las emisiones de carbono. Es igualmente evidente en el creciente interés internacional por el desarrollo de las reservas de petróleos pesados y esquistos bituminosos mientras van recortándose las inversiones en energías renovables.

Al igual que en los campos económico y medioambiental, la transición del petróleo y el gas convencionales a los no convencionales tendrá un impacto considerable, en gran medida todavía por definir, en los asuntos políticos y militares.

Las compañías estadounidenses y canadienses están jugando un papel decisivo en el desarrollo de muchas de las nuevas tecnologías a aplicar a los combustibles no convencionales; además, algunas de las reservas de gas y petróleo no convencionales del mundo están situadas en América del Norte. Todo esto sirve para reforzar el poder global de EE.UU. a expensas de otros productores energéticos mundiales como Rusia y Venezuela, que se enfrentan a la creciente competición de las compañías norteamericanas y de estados importadores de energía como China y la India, que carecen de recursos y tecnología para producir combustibles no convencionales.

Al mismo tiempo, Washington parece inclinarse más por contrarrestar el ascenso de China a través del dominio sobre las rutas marítimas globales y de reforzar sus lazos militares con aliados regionales como Australia, India, Japón, Filipinas y Corea del Sur. Muchos factores son los que están contribuyendo a este cambio estratégico, pero, por sus declaraciones, está bastante claro que los altos funcionarios estadounidenses lo consideran en gran medida una consecuencia de la creciente autosuficiencia de EE.UU. en la producción energética y su precoz dominio de las tecnologías de última generación.

“La nueva postura energética de EE.UU. nos permite afrontar [el mundo] desde una posición de mayor fortaleza —afirmó el asesor de seguridad nacional Tom Donilon en un discurso pronunciado en abril en la Universidad de Columbia—. Aumentar los suministros de energía estadounidense sirve de amortiguador para reducir nuestra vulnerabilidad ante las interrupciones del suministro global y nos permite presentar un pulso más firme en la búsqueda e implementación de nuestros objetivos internacionales de seguridad.”

Mientras tanto, los dirigentes de EE.UU. pueden permitirse alardear de su “pulso más firme” en los asuntos mundiales porque ningún otro país posee las capacidades para explotar recursos no convencionales a tan gran escala. Sin embargo, al tratar de obtener beneficios geopolíticos de la creciente dependencia mundial de esos combustibles, Washington está invitando inevitablemente a que los demás contraataquen de diversas formas. Las potencias rivales, temerosas y resentidas por su asertividad geopolítica, incrementarán sus capacidades para resistir frente al poder estadounidense; una tendencia ya evidente en la acelerada construcción naval y de misiles de China.

Al mismo tiempo, otros estados tratarán de desarrollar su propia capacidad para explotar recursos no convencionales mediante lo que podría considerarse una versión de la carrera armamentística en el terreno de los combustibles fósiles. Esto necesitará de considerables esfuerzos, pero esos recursos están ampliamente distribuidos por el planeta y, con el tiempo, aparecerán seguro otros productores importantes de combustibles no convencionales que desafiarán la ventaja de EE.UU. en este campo (incluso aumentando la resistencia y destructividad global de la tercera era del carbono). Tarde o temprano, gran parte de las relaciones internacionales girarán alrededor de estas cuestiones.

Sobreviviendo a la tercera era del carbono

A menos que se produzcan cambios inesperados en las políticas y conductas globales, el mundo va a depender cada vez más de la explotación de energías no convencionales. Esto, a su vez, implica el incremento en la acumulación de gases invernadero y muy pocas posibilidades de evitar el comienzo de catastróficos efectos climáticos. Sí, también seremos testigos del progreso en el desarrollo e instalación de formas renovables de energía, pero estás jugarán un papel subordinado frente al desarrollo del petróleo y gas no convencionales.

La vida no va a ser muy satisfactoria en la tercera era del carbono. Quienes confían en los combustibles fósiles para el transporte, la calefacción y usos similares quizá puedan consolarse con el hecho de que el petróleo y el gas natural no se van a agotar pronto, como muchos analistas de la energía predijeron en los primeros años de este siglo. Los bancos, las corporaciones de la energía y otros intereses económicos amasarán sin duda asombrosos beneficios de la explosiva expansión de las empresas dedicadas al petróleo no convencional y de los aumentos globales en el consumo de esos combustibles. Pero la mayoría de nosotros no vamos a sentir recompensa alguna. Bien al contrario. Tendremos que experimentar el malestar y sufrimiento que acompañan al calentamiento del planeta, la escasez de los disputados suministros del agua en muchas regiones y el destripamiento del paisaje natural.

¿Qué puede hacerse para acortar la tercera era del carbono y evitar lo peor de sus consecuencias? Exigir mayores inversiones en energía renovable es esencial pero insuficiente en un momento en que las potencias mundiales actuales están haciendo hincapié en el desarrollo de los combustibles no convencionales. Hacer campaña para frenar las emisiones de carbono es necesario, pero será indudablemente problemático, dada la inclinación cada vez más profunda de las instituciones hacia la energía no convencional.

Además de esos esfuerzos, es necesario impulsar la divulgación de las peculiaridades y peligros de la energía no convencional y demonizar a quienes deciden invertir en esos combustibles en vez de en energías alternativas. En ese sentido, ya están en marcha diversos esfuerzos, incluidas las campañas iniciadas por los estudiantes para persuadir u obligar a los administradores universitarios a que desinviertan cualquier aportación a las empresas de combustibles fósiles. Sin embargo, esos esfuerzos son muy poca cosa aún para identificar y resistir frente a los responsables de nuestra creciente dependencia de los combustibles no convencionales.

A pesar de toda la charla del presidente Obama sobre la revolución de la tecnología verde, seguimos profundamente atrincherados en un mundo dominado por los combustibles fósiles, y la única revolución verdadera que hay ahora en marcha implica el cambio de un tipo de esos combustibles fósiles a otro. Sin duda que es la fórmula ideal para la catástrofe global. Para poder sobrevivir a esta era, la humanidad debe ser muy consciente de las implicaciones de este nuevo tipo de energía y después dar los pasos necesarios para comprimir la tercera era del carbono y acelerar la Era de las Renovables antes de que nos extingamos a nosotros mismos de este planeta.

 

[Fuente: Rebelión (trad. del inglés de Sinfo Fernández). Michael T. Klare es profesor de Estudios por la Paz y la Seguridad Mundial en el Hampshire College y colaborador habitual de TomDispatch.com. Es autor de The Race for What’s Left: The Global Scramble for the World’s Last Resources, Metropolitan Books, 2012]

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