La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Cuaderno de depresión: 22
Salarios, contrato único y dualismo laboral
I
Si en algo han tenido un enorme éxito los políticos neoliberales —y los economistas neoclásicos que legitiman sus propuestas— es en saber elegir el espacio en el que se analizan y se discuten los problemas económicos. Ocurre en el caso de las pensiones, y especialmente en el del paro. Como parten del supuesto de que el mercado capitalista es una máquina que funciona sin fricciones, si existe desempleo éste debe ser consecuencia del mal hacer del mercado laboral, un mercado en el que es evidente el peso que tienen instituciones supuestamente no mercantiles: los sindicatos y la intervención pública. De aquí que su receta frente al paro sea siempre la de las “reformas estructurales”. Un eufemismo para no decir claramente que se quiere un mercado sin sindicatos ni derechos laborales, o, como mínimo, donde ambos desempeñen un papel marginal, de comparsas.
II
En España, donde el paro ha sido un problema persistente y son recurrentes los períodos de desempleo masivo, la respuesta habitual ha sido ir aplicando una tras otra reformas laborales. Pero éstas siempre parecen insuficientes a los ojos de la patronal, los economistas más influyentes (sobre todo los ligados a Fedea) y las grandes organizaciones internacionales (FMI, OCDE, UE). Aunque el argumento no ha dejado de variar, siempre se ha esgrimido el telón de fondo de que en España quedan demasiados restos del paternalismo franquista, que explicarían este anquilosamiento del mercado laboral. (Olvidan que el susodicho paternalismo era en la práctica un modelo autoritario con pocos derechos, salarios bajos, jornadas laborales extenuantes, represión y grandes dosis de informalidad.)
En la crisis de los años setenta el argumento era la ausencia de formas precarias de contratación. Cuando aparecieron las primeras estadísticas sobre empleo temporal (1987), resultó evidente que el peso del mismo era mucho mayor en España que en cualquier otra parte (si no se tiene en cuenta la importancia del empleo informal en muchos países). Entonces tuvieron que rectificar su argumento y descubrieron ideas procedentes de la tradición heterodoxa, como las de “segmentación” y “dualidad”. El argumento era que las reformas habían provocado la aparición de un mercado dual integrado por unos trabajadores muy protegidos (mediante elevados costes de indemnización) y otros totalmente desprotegidos, con contratos temporales que permitían prescindir de ellos a la menor contrariedad. Estas diferencias se traducían en una completa dualidad, entre un sector laboral con empleo estable y capacidad de imponer alzas salariales sustanciales, y otro sector siempre precario, con empleo inestable y forzado a los salarios bajos.
Si uno se entretiene en analizar pormenorizadamente el funcionamiento real del mercado laboral obtiene una pintura mucho más compleja, pero los amantes de este enfoque siempre la niegan. Por ejemplo, si analizamos la distribución de temporales y fijos en las diferentes ramas de actividad, observamos que existen enormes diferencias sectoriales, en gran parte fruto de las condiciones específicas de cada sector. Si analizamos la evolución de los salarios, no hay evidencias de que tener un elevado nivel de temporales en el sector permita a los fijos mejorar ostensiblemente su situación, sino más bien al contrario. Cuando analizamos lo ocurrido en las diferentes coyunturas, podemos observar que en la crisis de 1991-1994 se destruyó más empleo fijo que temporal (lo contrario de lo previsto por su teoría), y podemos observar también que, en el largo período de crecimiento de 1996-2007, en muchos sectores la temporalidad descendió (por efecto de la negociación colectiva y las propias estrategias empresariales), pero en conjunto se mantuvo elevada por dos razones básicas: el fuerte crecimiento del empleo en la construcción (el sector con mayor tasa de temporalidad) y el creciente uso del empleo temporal por parte de la Administración Pública. El desplome de la construcción y los recortes públicos están detrás de la fuerte caída del porcentaje de empleo temporal en la crisis actual, aunque ello no ha servido para proteger realmente a los empleados fijos (de los más de 3 millones de empleos destruidos, una tercera parte son fijos). Cuando estudiamos los datos que ofrecen los estudios basados en la “Muestra de vidas laborales” que proporciona la Seguridad Social, observamos una situación mucho más compleja que la sugerida por este enfoque dual: algunos empleos, como los de la construcción, se caracterizaban por una enorme profusión de contratos temporales, pero, en cambio, daban lugar a mayores salarios y a una cierta carrera profesional que no se encontraba en otros sectores —empleos de servicios personales— donde el empleo era más estable pero las personas recibían salarios muy bajos y no experimentaban ningún tipo de progresión profesional. Al realizar estudios sectoriales, como en la industria de la automoción, hemos podido observar que se generan enormes desigualdades en condiciones de empleo a través de las redes de subcontratación que permiten que personas que realizan actividades de parecida dificultad gocen de condiciones laborales muy diferentes (salario, estabilidad, etc.) en función de la empresa en la que trabajan y del convenio colectivo al que están adscritos. Más que de un mercado dual, con unos “privilegiados” y otros “precarios”, lo que tenemos es un mercado enormemente segmentado, con una gran diversidad de condiciones laborales en función del sector, la empresa, el convenio colectivo, el tipo de contrato y otros factores (como el género o la nacionalidad) que sitúan a las personas en planos desiguales.
III
Pero todo esto suele ser ignorado, minusvalorado o cuestionado por los defensores de la eficiencia del mercado. Como otros dogmáticos, esgrimen una propuesta sencilla que debería bastar para resolver la grave situación de empleo en la que nos han metido: el contrato único. Es decir, un solo contrato laboral —“todos fijos”—, pero con un nivel de indemnización por despido creciente en función de la antigüedad (la indemnización inicial se situaría entre 8 y 12 días por año trabajado y la final, entre los 20 y los 33); un contrato único que iría asociado al derecho irrestricto de las empresas a despedir a un coste previamente conocido. A tenor de esta propuesta, el contrato único sería la llave para resolver dos graves problemas de nuestro mercado laboral: el elevado desempleo y su dualidad. Hay que advertir que, de todas formas, la cosa empieza a no estar clara ni para ellos, puesto que en su última propuesta el contrato laboral se traduce en cuatro formas contractuales: dos de contrato “único” (dos escalas de indemnización según el despido sea o no procedente), un contrato de formación para jóvenes y el recurso a las ETT para los empleos temporales.
Aun aceptando su premisa de partida, que la dualidad es la principal causa de los problemas del mercado laboral, no está claro que su receta vaya a acabar con ello. De hecho, lo que proponen es una completa libertad de despido con costes moderados y crecientes según la antigüedad. En este contexto, despedir a los que llevan poco tiempo será muy fácil y barato, casi igual que ahora. Y no hay que ser un gran experto para ver que si la empresa tiene algún problema no dudará en despedir a los que lleven menos tiempo, que habitualmente ocupan puestos de trabajo menos estructurales y tienen menos experiencia. Si de lo que se trata es de penalizar el excesivo uso de la temporalidad, lo racional sería lo contrario, encarecer el contrato de temporales (con primas salariales o elevados costes de indemnización), algo que sugería un liberal como Adam Smith al considerar que el salario debería compensar las desigualdades laborales en otros aspectos. Curiosamente nunca se les ha ocurrido esta solución, porque el objetivo real del contrato único es otro.
Por una parte, la batalla del contrato único tiene que ver con la vieja demanda patronal del despido libre. De hecho, en España la figura del despido improcedente es una forma de despido libre, pero demasiado onerosa a ojos de los empresarios. Y los estudios comparativos han mostrado que aquí siempre ha sido más fácil, pero no más barato, despedir que en muchos otros países. Al abaratar paulatinamente la indemnización mientras se mantienen los mismos requisitos de procedimiento, simplemente lo que se hace es aproximarnos al despido libre a bajo coste. Como nos recordó la economista británica Jill Rubery en un simposio de economistas heterodoxos, en el mundo anglosajón todos los empleos son, en la práctica, temporales. Nuestros aguerridos economistas puede que tengan, además, una preocupación “estética”: su argumento sobre la rigidez del mercado laboral español contrasta con la evidencia del elevado nivel de contratos temporales, pero si desaparece la diferenciación formal entre ambos, desaparece también la pista estadística que permite afirmar que la precariedad es un rasgo inherente de nuestro mercado laboral. Es cierto que, con la información que se obtiene de la Encuesta de Población Activa, seguiría siendo posible aportar pruebas de las malas condiciones de empleo, pero exigiría un trabajo de especialistas que ahora evita la rotundidad del porcentaje de empleo temporal. La forma de presentar los datos tampoco es neutra, puesto que contribuye a la generación de percepciones sociales. El contrato único es no sólo una forma de avanzar hacia el despido libre, sino también una medida orientada a hacernos creer que nuestro mercado laboral es socialmente aceptable. Algo parecido al hecho de que, al presentar como “ocupada” a cualquier persona que haya trabajado, de forma retribuida, un mínimo de una hora a la semana, se pueda camuflar la proliferación de subocupación y de situaciones laborales que no garantizan la subsistencia.
IV
Para las élites internacionales, el modelo de mercado laboral que hay que propugnar es el de tipo anglosajón, con pocas regulaciones, pocos derechos (una de las condiciones que explican las enormes desigualdades sociales del mundo anglosajón). Desde esta perspectiva es coherente que, junto con el contrato único, se promuevan la limitación de la negociación colectiva a nivel de empresa (o sea, la inexistencia de la negociación colectiva en la mayoría de los empleos) y una política de empleo orientada a forzar a los desempleados a aceptar cualquier trabajo. Lo paradójico es que nos presenten este modelo como el paradigma de un mercado laboral sin diferencias, unitario, cuando la mejor investigación empírica ha mostrado que se trata de un mundo laboral donde la segmentación, la desigualdad (incluso entre personas con un nivel profesional semejante), la inseguridad económica y la proliferación de “working poors” son habituales. Todos los que hemos trabajado en el estudio de la segmentación laboral empezamos aprendiendo del modelo estadounidense y sabemos que, desde la década de los setenta, las cosas han ido a peor.
Sin embargo, para oponerse a lo que significan este contrato único y esta orientación política que plantea el chantaje de o empleo degradado o paro hay que contar con una sólida alternativa, algo que hasta ahora está lejos de haber sido construida a pesar de que existen ideas a desarrollar. Una línea de oposición exige desarrollar un marco analítico diferente, en el que el empleo se sitúe como una resultante del funcionamiento global de la economía, en el que las formas de empleo deben ponerse en relación con el modelo de distribución de la renta, con la lógica de las necesidades sociales.
El keynesianismo fue un intento de tratar de compatibilizar el capitalismo con unas condiciones económicas decentes para todo el mundo. La crisis de los años setenta significó la liquidación de este intento tanto en el plano real como en el intelectual. Buena parte de la izquierda ha seguido apegada a la idea del retorno al keynesianismo (y en la práctica ha acabado llevando a cabo una política de adaptación a las exigencias neoliberales). La crisis actual, con el fracaso palpable de las políticas neoliberales, ha puesto de manifiesto que, sin embargo, las élites perseveran en sus visiones y no muestran ninguna intención de retorno al capitalismo de pacto social. No nos queda otra que construir un marco analítico alternativo, orientado a promover un modelo económico universal, a superar los problemas que contribuyeron al naufragio de las políticas keynesianas de pleno empleo y a dotar a la mayoría de la población de propuestas sólidas en las que basar sus justas luchas sociales.
Pensiones: una propuesta criminal
Puesto que en el cuaderno anterior ya dediqué espacio al tema de las pensiones, aquí simplemente añadiré algunos comentarios a la propuesta realizada por el “Comité de expertos”. Como ya es habitual, su propuesta es la de cargarse derechos sociales con el argumento de “salvar el estado de bienestar”. Su propuesta es tan obscena que no parece que esta vez el argumento vaya a colar.
La fórmula que proponen para las nuevas pensiones es la del contable al que se le proporcionan unos datos y se le dice que los cuadre. En la propuesta se dejan fuera del debate otros argumentos que deberían incluirse en cualquier planteamiento global. Los supuestos implícitos son: a) que las pensiones deben seguir pagándose sólo con rentas salariales; b) que éstas no deben crecer y que posiblemente disminuirán por el doble efecto de la “moderación salarial” y la reducción del empleo, y c) que cada vez la gente vivirá más y por tanto el gasto tenderá a aumentar, también porque las próximas oleadas de jubilados tendrán pensiones más elevadas. Con estos supuestos se ha elaborado una fórmula pensada para reducir las pensiones per cápita; de hecho, una formula que incluso prevé una reducción automática de las pensiones cuando el empleo (y las cotizaciones) disminuyan a causa de una recesión.
Una respuesta seria exige discutir sobre todo las dos primeras: que las pensiones deban financiarse sólo con rentas salariales y que la participación de los salarios en la renta sea la que es. En un mundo de “empleo flexible” y de “beneficios empresariales basados en la externalización de costes sociales”, hay buenos argumentos para justificar que las pensiones dependan de mecanismos generales de tipo impositivo (por lo menos una parte de los mismos), de la misma forma que no es de recibo que el sistema de pensiones sea diseñado de forma procíclica (es decir, que suban y bajen en función de la coyuntura), agravando con ello el impacto de las recesiones.
Los “expertos contables” que han elaborado esta propuesta han dado una nueva muestra de cortedad de miras y de sumisión al poder (o quizás ellos mismos sean parte del poder). De cerrazón porque se han limitado a elaborar una fórmula de ajuste sin abrir el debate en toda su complejidad, y de sumisión porque resulta evidente que su propuesta incluye, aunque no la cita, la introducción masiva de los planes privados de pensiones como complemento. Aunque también en ello muestran una cortedad de miras notable. Primero, porque los planes de pensiones realmente existentes muestran un rendimiento tan bajo que difícilmente pueden representar un complemento satisfactorio para la mayoría de la gente. Segundo, porque si las rentas del trabajo no van a crecer, no se ve cómo puede sostenerse un aumento del gasto en pensiones privadas. Y, tercero, que si éste se impone por ley, ello implicaría una caída del consumo que podría tener a su vez un efecto macroeconómico inesperado.
La propuesta ha tenido, además, un daño colateral innegable por el hecho de que uno de los expertos que avalan el tema es un reputado técnico de CCOO. Aunque el sindicato se ha desmarcado enseguida de la cuestión, el daño ya está hecho. A mi entender, la situación exige dos respuestas paralelas. Una, en el plano de la construcción de alternativas: la urgencia de que los sindicatos y las organizaciones de izquierdas sean capaces de elaborar, explicar y elaborar una propuesta creíble (por más difícil de imponer que sea) de sistema de pensiones. Algo que exige como paso previo la organización de una serie de actividades orientadas a movilizar pensamiento crítico, elaborar la propuesta y organizar la respuesta social. La otra, en clave interna, la explico en una nota aparte de este boletín. El ataque a las pensiones es tan brutal que exige respuestas fuertes, claridad de ideas y de comportamientos.
La doble moral del FMI y de sus técnicos
Últimamente el FMI parece estar practicando una versión particular de la vieja técnica del “poli bueno/poli malo”. Periódicamente aparecen informes de sus técnicos más prominentes (dirigidos sobre todo por su economista principal, Olivier Blanchard) en los que se reconoce que alguno de sus modelos adolece de algún defectillo (alguna “estimación errónea”, según la jerga económica al uso) y que ello ha conllevado errores de apreciación de los efectos de las políticas de ajuste. Más o menos nos vienen a decir que son gente seria, que hacen auténticos análisis científicos y que cuando se equivocan no dudan en reconocerlo, aunque su error haya implicado provocar la quiebra de un país como Grecia. Cada vez que aparece uno de estos nuevos informes, alguien lo celebra con la esperanza de que por fin vayan a cambiar las políticas. Sin embargo, a continuación llega el informe oficial del Fondo (o de la OCDE, o de la Unión Europea) para desmentirlo y recomendar una nueva serie de reformas inaplazables que siempre van en la misma dirección: recortar impuestos, servicios públicos, derechos laborales, pensiones y derechos sociales, y proteger los privilegios del capital. Cada vez que aparece uno de estos informes-diktat, uno piensa que la actuación del poli bueno, el que ofrecía tabaco, se ha dado por concluida y que lo que viene ahora es la ración de hostias o cualquier otra de las refinadas torturas que practica habitualmente el poli malo.
Puede haber varias interpretaciones que expliquen esta situación. La más inocente es que, entre los economistas mejor formados, cunden las dudas sobre la bondad de los modelos, se está cobrando conciencia de la gravedad de los errores cometidos y se empieza a tomar distancia. Si éste fuera el caso, se trataría sólo de esperar a que las nuevas ideas germinasen y empezaríamos a ver cambios en la actuación del Fondo. El problema con esta versión es que parece poco creíble a tenor de las credenciales de muchos de estos técnicos y de su viejo apego a una forma de pensar la economía que ha servido para legitimar las políticas neoliberales. La contrarrevolución neoliberal de los setenta no sólo afectó a la política y la economía real, sino que también tuvo una enorme profundidad en la formación académica y ha modelado la forma de pensar, el marco de reflexión de miles de economistas. Es difícil pensar que vayan a cambiar de campo a corto plazo, sobre todo porque para muchos significaría posiblemente ver atascada su carrera profesional. Y tampoco es demasiado creíble porque las élites económicas que a fin de cuentas tienen el control de estas instituciones siguen empecinadas en propiciar el desmantelamiento de los derechos sociales y la reproducción de un capitalismo sin controles externos. Lo único que va a generar cambios de verdad es el reforzamiento de los movimientos sociales y de las posiciones críticas, o bien el agravamiento mortal de la situación, especialmente en los países centrales, por lo drástico de sus propias políticas. Más que confiar en el poli bueno, mejor es hacerlo en las fuerzas propias y en nuestra capacidad de acción y reflexión colectiva.
Fin del cuaderno
Con esta entrega doy por concluido el “Cuaderno de depresión”, algo que implícitamente ya estaba anunciado cuando en septiembre de 2011 lo inicié. El “Cuaderno de depresión” seguía a otro anterior publicado durante dos años, el “Cuaderno de crisis”. Desde el estallido de la crisis me propuse realizar un seguimiento de la misma y me dio por agrupar bajo un epígrafe común los comentarios que iba redactando, y me pareció adecuado que este epígrafe tuviera una duración limitada, acorde con las fases que iba analizando. Por esto primero hablé de crisis, de fase de ruptura, y después de depresión. Al principio de la crisis, muchos economistas pensaron que tendría forma de V, de caída y recuperación, pero ahora parece claro que de momento la dinámica está más cerca de la L, de una caída sin recuperación, que de otra cosa. Y aunque ahora algunos ya dicen que la recuperación está a la vuelta de la esquina, ni está claro que esto sea evidente ni, en todo caso, va a significar un cambio radical en cuanto a paro, pobreza y recortes sociales. Al menos en el sur de Europa, la depresión económica tiene largo recorrido. En cualquier caso, el cierre del cuaderno nada tiene que ver con que piense que estamos ante un claro momento de inflexión, sino simplemente con que dos cursos me parecen el periodo adecuado para cerrar el cuaderno. Y, de todos modos, de una forma u otra espero seguir mandando mis comentarios económicos a mt-e mientras mis generosos amigos sigan dejándome utilizar este espacio de comunicación.
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6 /
2013