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El Zorro Blú

El hallazgo

Aquel día el ministro estaba pensativo. Para su ascensión imparable a la jefatura del partido no bastaba manejar los asuntos de su ministerio para satisfacción de la iglesia y la derechona, ni navajear a los queridos camaradas rivales. También debía generar humo para mantener a la gente distraída, inventar un fútbol político que no fuera el fútbol. Y su último invento, sobre el aborto, le había salido mal: era tan retrógrado y audaz que había dividido a los suyos. Lo contrario de lo que la empresa esperaba de él.

Reflexionaba mientras iba pasando la maquinilla de afeitar, un útil que le parecía uno de los mejores inventos de la humanidad, por su cara enjabonada. «¡Mecachis, qué guapo soy!» —se dijo. Pero aparcó en seguida aquel pensamiento en su gabinete de imagen interior. Tenía que encontrar algo. Y encontrarlo rápido.

Había que idear una propuesta nueva, más neutra ideológicamente. Aunque en toda propuesta política, bien lo sabía el ministro, alguien paga el pato, y no era cuestión  de escaldar a sus votantes. Tenía que referirse a algo visible, a ser posible novedoso, pero que afectara sólo a gente humilde, a gente que por lo menos no tuviera como él, además de un cochazo, una moto de las estupendas. El ministro, muy moderno, usaba a veces la moto (bueno, en realidad la usaba poco, pero le gustaba dejarse fotografiar montado en ella;  luego, la prensa, ya se sabe, divulgaba su imagen de moderno). Si encontraba algo rápidamente todo iría sobre ruedas.

¡Sobre ruedas! ¡Claro! ¡Las bicis! Los ciclistas urbanos son como moscas cojoneras, inquietan al personal de a pie y molestan sobre todo al de los coches. Son bastante anárquicos —en realidad, pensaba el ministro, que contaba con estadísticas, menos libertarios y transgresores que los coches, pero dada la percepción del automóvil, en aquel país de nuevos ricos para quienes el auto era más que un medio de transporte un distintivo de estatus, eso no lo veía casi nadie—. ¡Los ciclistas! A esos se les podía joder sin apenas coste político, e incluso con apoyo social.

Se les podía imponer un casco.

Una propuesta perfecta. En realidad recordó que un consejero de una gran compañía de seguros se lo había sugerido años antes. ¿Por qué no le hizo caso? Torció el gesto y casi se corta con la maquinilla. Bueno, no le había hecho caso porque sabía perfectamente que en Berlín y en Amsterdam, las ciudades más bicicleteras de Europa —y ahora seguramente del mundo desde que los chinos empezaron a adorar el motor de explosión—, nadie usaba casco. Y eso podía constituir un peligro: si en el Berlín ciclísticamente interclasista iba en bici sin casco hasta Simon Rattle, los ecologistas —otras moscas cojoneras— podrían exigir que en vez de casco se materializaran más carriles bici y más educación vial para convertir en intocables, junto a los peatones, a los ciclistas. Que es lo que pasaba en Amsterdam y en la maldita Berlín. Había desoído al lobby de los seguros porque eso podía crear polémica.

De pronto los ojos del ministro le sonrieron a su propia imagen en el espejo (y eso que no llevaba puestas sus gafas de cuatro ojos). ¡Eureka!

¡Ahora convenía una buena polémica civil!

Propondría el uso obligatorio de un casco para los ciclistas.

Acabó afeitándose apresuradamente. Hoy usaría su moto, que tenía un compartimento destinado precisamente a guardar el casco. Sonrió otra vez al imaginar el desconcierto de sus escoltas. Esos, como los ciclistas, también eran chusma.

23 /

5 /

2013

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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