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Joaquín Juan Albalate y Jesús Matamala Bacardit

Una visión distinta del origen del paro

La ausencia de empleo se ha asociado, generalmente, a la pobreza y a la exclusión social ya que, para aquellos que necesitan trabajar por cuenta de terceros, el hecho de no ganar un salario puede convertirse en un suceso nefasto, especialmente, para quienes aquél constituye la única fuente de ingresos. A su vez, estar en paro no sólo significa no tener empleo, sino que comporta, entre otras cosas, la pérdida de las cualificaciones de la persona desocupada conforme transcurre el tiempo que tarda en volver a la ocupación, además de que se tiende a enfermar en mayor proporción que los que tienen empleo continuado (Recio, 1997) 

Por el contrario, tener empleo, no sólo es ganar un salario, es también tener una posición social, una identidad profesional, autoestima, relaciones sociales con terceras personas en el centro de trabajo, etc. Ahora bien, que no exista paro o éste sea mínimo no implica que no exista pobreza o exclusión social. El caso de EE.UU. es paradigmático en este sentido.

Hoy en día, no hay ningún medio de comunicación ni conversación en el espacio público que, directa o indirectamente, no haga referencia a la situación de desempleo en la que se encuentran muchas personas en España. En la actualidad, el paro ha alcanzado unos niveles absolutos y relativos sin precedentes en la historia reciente de España desde que en 1976 se iniciara el cómputo de las cifras del paro.

Se mire como se mire (desde la EPA, desde la Seguridad Social o desde el INEM), las cifras de parados en España han superado todos los límites registrados hasta ahora. Según datos de la EPA (que es la única fuente de referencia para comparar los datos del empleo en Europa), a finales de diciembre de 2012 habían casi seis millones de parados en España (5.965.000), mientras que en ese mismo mes de 2007, esa cifra no llegaba a los dos millones (1.950.000).

Que España tuviera, según Eurostat, las tasas de paro global y juvenil más alta de todos los países de la Unión Europea y de la OCDE —26,04 y 50,1, respectivamente, a inicios de 2013— no es novedoso pues hace ya muchos años que encabeza el «honor» de ser el país con el mayor porcentaje de desocupados dentro de estas organizaciones internacional. Lo inédito es que el número de parados registrados por el INEM nunca antes había alcanzado los 5 millones de personas.

Entonces, ¿qué pasaría en España si todos los que trabajan parcial o totalmente en la economía sumergida, decidieran «darse de alta» como nuevos parados?, ¿qué sucedería si todos los mayores de 16 años que están en situación de inactividad (y, por tanto, no computan como parados), se pusieran de golpe a buscar trabajo porque, por ejemplo, el «colchón» que financiaba su vida cotidiana hasta ahora, desapareciera también de golpe?

Estas y otras preguntas no parecen suscitar demasiado interés entre los tertulianos y los mismos servicios de información de los medios de comunicación más importantes los cuales, junto a otras fuentes de socialización, son corresponsables de crear una opinión pública negativa del parado.

En la actualidad, es muy común que estos agentes privados o públicos sólo se dediquen a discutir —a menudo, con formas vulgares que son, según parece, las que proporcionan mayor audiencia y, por tanto, mayor negocio vía publicidad— aspectos nimios o dramáticos de las consecuencias del paro, pero sin profundizar en las graves consecuencias objetivas y subjetivas de la existencia de esta lacra social y, menos aún, de las causas que explican la existencia de ese estrago social.

Parece como si ya nos hubiéramos acostumbrado a convivir, irremediablemente, con la ausencia de empleo para una gran parte de la sociedad, sin otra alternativa para encontrar ingresos que no sea la de recurrir al autoempleo o, como ya sucede últimamente, volviendo a emigrar a otros países con una estructura económica más sólida que la nuestra. Autoempleo, en forma de autónomo o, como hace ya unos años se viene diciendo, en forma de «emprendedor». Eufemismo éste que parecería esconder, quizás, una mala imagen del término centenario de empresario —¿por sus connotaciones de responsable de la explotación de los asalariados?— como si los empresarios de antes no hubieran sido emprendedores o, peor aún, como si los denominados emprendedores de ahora fueran innovadores de por sí y distintos a aquellos, porque el ánimo de lucro no sería su objetivo principal sino uno más, quedando subsumido a otros de «calado superior».

Llegados aquí, sería necesario aclarar qué dimensiones tiene el paro en la sociedad española actual y, sobre todo, qué causas y consecuencias pueden explicar las consecuencias de tal situación. Para ello sería pertinente empezar por definir qué se entiende por paro o desempleo o, mejor aún, por parado, para pasar luego a apuntar las posibles causas que explicarían el paro.

El concepto de parado no se desarrolla hasta principios del siglo XX en algunos países occidentales y se consolidará tras la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces los que no tenían empleo, simplemente, o eran pobres de solemnidad (“el ejército de reserva” que diría Marx), o eran considerados vagos, despreciables o, incluso, delincuentes.

Tras el largo período del fordismo en los países occidentales y hasta la llegada de la crisis económica de 1973, el paro era, prácticamente, inexistente y las pocas personas que padecían el desempleo era, básicamente, de tipo friccional —tiempo que se tardaba en salir de una empresa para entrar en otra— para, a partir de mediados de los setenta, iniciar una trayectoria de carácter estructural, hasta ahora, irreversible. Es decir, desde esas fechas, el paro en España comenzó a alcanzar tasas elevadas de forma permanente, con aumentos y descensos en función del ciclo económico, para llegar a principios del siglo XXI a unos niveles hasta ahora nunca habidos desde la implantación de la democracia.

Causas del paro

El número de puestos de trabajo en una economía capitalista depende, directamente, de la productividad de esa economía, es decir, del valor de lo que se produce en esa economía dividido por el valor de lo que cuesta esa producción, algo que, generalmente, se simplifica calculándolo, únicamente, a partir del coste del factor trabajo. Por tanto, lo primero que se podría deducir es que, a mayor productividad menos necesidad del factor trabajo ocupado, a no ser que ese sobrante ocupacional se pueda contrarrestar con una reubicación en otras actividades o, caso de no ser posible, creando nuevos puestos de trabajo ajustados a las características de las personas excedentarias. Cuando esa compensación no se produce aparece un aumento del paro más o menos coyuntural, en función de la oferta de trabajo existente en el mercado de trabajo.

Según la teoría económica neoclásica (aún hoy de hegemónica impartición en gran parte de las facultades de economía, en comparación con otras perspectivas de la economía), las causas de la aparición del paro están relacionadas, fundamentalmente, con dos argumentos:

a) si hay paro es porque las reivindicaciones salariales de los sindicatos no se compensan con iguales aumentos de productividad, es decir, se elevan los costes de producción mientras que la productividad no crece al mismo ritmo. Esto, si sucede, sólo podría ser, relativamente, plausible en los sectores con productos sometidos a una elevada competitividad en el mercado. Se trata de empresas que no siempre pueden trasladar la totalidad de esos costes a los precios de venta de sus bienes o servicios. Ahora bien, son cada vez menos las empresas que están sometidas a esta lógica de competencia, además de que, cada vez, son menos también las reivindicaciones sindicales que consiguen elevar los salarios por encima de la inflación real y, por tanto, que sean los sindicatos los únicos responsables de la erosión a la baja de la productividad.

De hecho, los costes salariales reales han oscilado durante los últimos decenios, según se han comportado una serie de variables (expansión económica, existencia de acuerdos generales entre los agentes sociales, presión sindical, inflación, etc.), no obstante, en su cómputo final, han tendido hacia la baja, en razón a un descenso continuado del incremento real de los salarios respecto el aumento de la inflación. Más aún, el paro ha sido mayor en los países europeos con salarios más bajos, lo cual podría indicar que, tanto las decisiones de inversión de los empresarios como la competencia internacional se rigen por factores que van más allá de los costes salariales (Juan, 2011).

b) la segunda argumentación es que, si hay paro, es porque los desocupados no aceptan las ofertas de trabajo que presentan los empresarios. Y eso porque no son suficientemente flexibles para admitir las condiciones de trabajo y salariales que se ofrecen, o no ponen el interés necesario para buscar empleo. Una vez más, si bien pueden existir personas que puedan permitirse desestimar algunas ofertas de empleo, lo cierto es que la gran mayoría de los desocupados necesitan dinero para vivir y, por tanto, trabajar (sólo hay que ir a las colas del INEM para ver la cantidad de individuos que cada día esperan encontrar un empleo). También es cierto que hay personas que desisten de buscar empleo porque se han cansado de buscarlo, a veces durante años, por lo que, al no encontrarlo, han decidido abandonar esa búsqueda hasta el punto de que —y cada vez más— han pasado a formar parte del creciente ejército de personas que mendigan algo que comer en todas las ciudades de España, suceso éste, que a algunos les recuerda épocas pretéritas de incrédula reaparición.

Ahora bien, ante esos dos argumentos es necesario recordar que, por encima de todo, si existen personas en paro, es porque no se crea el suficiente número de puestos de trabajo para cubrir una determinada demanda de empleo, por lo que, como sólo crean empleo el Estado y los empresarios, los principales responsables de que exista paro no reside en los trabajadores que no encuentran empleo, sino que, en todo caso, recae sobre esos dos agentes sociales.

Si el paro es masivo es porque ambos agentes son incapaces de crear el empleo suficiente para cubrir la demanda. Quienes gobiernan el Estado, porque se niegan a desarrollar políticas expansivas de demanda y empleo aunque eso implicara elevar el déficit público o la inflación. Los empresarios, porque sólo crean empleo si creen firmemente que el riesgo de mantener o, en su caso, ampliar, la inversión productiva existente y, por tanto, la plantilla correspondiente, supera el beneficio que obtendrían si invirtieran el mismo capital en otras inversiones (por ejemplo, en productos financieros), con réditos equivalentes con un riesgo parecido al de mantener o ampliar la citada inversión productiva.

Y es que, no lo olvidemos, el ideal de un empresario capitalista estándar es depender el mínimo imprescindible del trabajo humano. Si contrata a personas para que trabajen en su empresa es porque, a priori, espera que su valor aportado le proporcione más beneficios de los que habría ganado si no las hubiera contratado. Por tanto, en cuanto aparecen coyunturas económicas que no permiten compensar los costes con los ingresos, el despido aparece como una alternativa para solucionar, temporal o definitivamente, las pérdidas en las que incurre ese empresario. Otra cosa sería juzgar si esa lógica —la de contratar a las personas cuando gana el empresario y despedirlas cuando no gana lo que esperaba o, incluso, si pierde; es decir, que no cubre ni los gastos generales— es moralmente justa o no. Lo único que se puede decir es que el «juego» de la oferta y la demanda en el mercado capitalista de trabajo funciona así.

Tampoco esta teoría tiene en cuenta otras causas que han contribuido y siguen contribuyendo, tanto o más que las anteriores, a que el paro siga siendo masivo en España. Además de la crisis de ventas y de reorganización productiva de los sectores con mayor ocupación e intensivos en trabajo desde la década de los ochenta, debido al cambio tecnológico y al aumento constante de la competitividad internacional, especialmente, en la industria y en algunos servicios como, por ejemplo, los seguros o, más recientemente, la construcción y los servicios financieros; existen otros factores que, igualmente, inciden a la baja en la productividad de un país y causan el aumento del paro, pero que no suelen aparecer en los manuales tradicionales de economía y, a menudo, en los medios de comunicación.

Para empezar, no se puede olvidar que algunos errores de los empresarios en la toma de decisiones sobre los productos o servicios a producir (que luego  demostraron que carecían de la demanda esperada), o que algunas de las inversiones efectuadas en la compra de materias primas a precios no competitivos, o que la financiación externa ha resultado ser mucho más costosa de lo que se había calculado de antemano, o que la compra de equipos y tecnologías no ha resultado ser lo eficiente que se previó en el momento de su compra (averías continuas, inexistencia de ergonomía, infrautilización de las prestaciones, etc.), pueden haber tenido gran trascendencia para que ciertas empresas hayan tenido que cerrar, sin que, generalmente, los trabajadores hayan podido intervenir en tales decisiones erróneas.

Asimismo, la inexistente o escasa previsión del impacto negativo para la empresa de la competencia (leal o desleal; interna o externa) de terceras empresas o de multinacionales puede haber sido otro factor que haya conducido a otras empresas a tener que cerrar.

Pero dentro de la propia empresa, determinadas ineficiencias en la gestión de los recursos humanos como ciertos “fichajes estrella”, selección de ejecutivos con salarios muy elevados (con repercusión desproporcionada en los costes de producción, pero también la inexistencia o escasa formación continua de los trabajadores, de un nivel tecnológico bajo, de políticas comerciales inadecuadas, etc., han podido contribuir también a que otras empresas no pudieran hacer frente a los costes y, por tanto, tener que cerrar.

Todo lo anterior, en un país donde los salarios y la presión fiscal se sitúan, significativamente, por debajo de la media europea. Por ejemplo, según datos de la OCDE para 2011, España tenía una presión fiscal del 32,4% sobre el PIB, por debajo de países como Checoslovaquia (34,5%), Portugal (36,1%), Hungría (40,2%), Italia (42,8), etc., por no hablar de Dinamarca (48,6) o de Suecia (44,9).

Por tanto, el argumento históricamente aducido por la patronal española contra una supuesta carga fiscal excesiva no parece que pueda sostenerse como causa del paro tan elevado. Ni tampoco se sostiene el exceso de demandantes de empleo extranjeros en el actual mercado de trabajo pues, si a alguien le interesó la entrada masiva de inmigrantes fue, precisamente, a los empresarios al ver en ellos una potencial fuente de negocio al entender que, procediendo de países más pobres, con salarios más bajos, cubrirían la demanda de trabajo empresarial de media y baja cualificación en ciertos sectores como la construcción y la hostelería a un coste inferior, aunque fuera a costa del despido de los autóctonos, normalmente adheridos a convenios que garantizaban salarios y condiciones de trabajo superiores.

En definitiva, estar en el paro, sobre todo si es de larga duración (más de un año, según el INEM) en la sociedad capitalista, no sólo tiene repercusiones materiales (descenso del consumo, además de que el subsidio dura, cada vez, menos tiempo y siempre es menor que el salario que se cobraba cuando se estaba en activo), sino que no es una situación deseada y que se alarga a voluntad del sujeto —como insinúan ciertos políticos y economistas neoliberales, cuando difunden públicamente ese mensaje a través de determinados medios de comunicación controlados por empresarios afines a esa ideología— además de que tiene consecuencias socio-psicológicas (desánimo y autoculpabilización, como resultado de la exclusión social que se sufre, pero también, por sentirse responsable de los conflictos familiares que suelen generarse por no traer ingresos al hogar, etc.), sin olvidar las consecuencias de orden profesional (obsolescencia de las cualificaciones conforme transcurre el tiempo de desocupación, pérdida de oportunidades de promoción en la empresa y en la propia sociedad, etc.).

 

Bibliografía

JUAN ALBALATE, JOAQUÍN (2011), Sociología del trabajo y de las relaciones laborales, Barcelona: Edicions UB.

OECD (2012), Tax Income in OECD Countries.

RECIO, ALBERT (1997), «Paro y mercado laboral: formas de mirar y preguntas por contestar», en Recio, A. et al., El paro y el empleo: enfoques alternativos, Valencia: Germania.

 

[Joaquín Juan Albalate y Jesús Matamala son profesores de Sociología de la Universidad de Barcelona]

10 /

4 /

2013

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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