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Philip Mirowski, Jeremy Walker y Antoinette Abboud

Más allá de la negación. El neoliberalismo, el cambio climático y la izquierda

Vivimos en un invierno de desconexión [los autores hacen un juego de palabras entre discontent y disconnect, N. del t.] mientras se funde el permafrost y el calentamiento global se acelera, llevándonos a la cúspide de cambios medioambientales catastróficos, los gobiernos y las empresas siguen su campaña de negación.

El último libro de Ian Plimer, presentado por John Howard en el Club Minero de Sydney, anima a los escolares a que los expulsen por acosar a sus profesores de ciencias. El libro de Plimer, que tiene como objetivo a los ejecutivos mineros y a los ideólogos del libre mercado, nunca tuvo la intención de hacer una contribución al conocimiento científico o la educación. No obstante, justificó una refutación exhaustiva punto por punto por parte del Departamento de Cambio Climático y Eficiencia energética.

Cuando no estamos liados defendiendo la posición firmemente verificada de que se está produciendo un cambio climático antropogénico, nos encontramos —aunque a veces a nuestro pesar— respaldando soluciones “basadas en el mercado” como la única opción política plausible. Aquellos que todavía defienden la legislación del gobierno laborista esperan que la gente recuerde algún día que el “tóxico” impuesto sobre el carbono es solo una parada temporal para salir del paso, que será eliminada gradualmente en la construcción de una solución de mercado del carbono duradera.

El agotamiento de la izquierda (definida aquí en su sentido más amplio) se ejemplifica en el artículo de Robert Manne en la edición de agosto del Monthly. “La larga guerra que el movimiento negacionista ha luchado contra la ciencia y contra la razón —escribe— en los EE.UU. y en todo el mundo anglófono, verdaderamente ha conseguido una gran victoria. Es una victoria que las próximas generaciones que nos maldigan verán como quizá la más oscura en la historia de la humanidad.”

Nick Feik va más allá en un texto reciente en Age, castigando a los ecologistas por haber fracasado en “convertir el consenso científico en acción”. Como los negacionistas han ganado, argumenta, es hora de abrazar todo el abanico de tecnologías de geoingeniería de alto riesgo especulativas como nuestra única esperanza restante frente al desastre planetario.

Muchos de nosotros estamos atrapados en el teatro público de la política climática, perplejos porque algo tan transparentemente ilógico como la rotunda negación de la ciencia haya sido tan efectivo. ¿Por qué la izquierda, que siempre se ha visto a sí misma como si tuviese a la ciencia de su lado, ha quedado tan paralizada por la política climática?

Aunque estamos de acuerdo en que la situación es realmente terrible, queremos subrayar otra dimensión a la tragedia: el no reconocido dominio de las ideas neoliberales en todo el espectro del debate climático aceptable. Es crucial que los análisis de la política del cambio climático vayan más allá de las tácticas de los “negacionistas”. También creemos que la vaguedad que acompaña las discusiones sobre el neoliberalismo contribuye a la parálisis intelectual impidiendo que la izquierda articule cualquier clase de alternativa viable.

El neoliberalismo es un movimiento político coherente encarnado en la historia institucional de la red mundial de think tanks: el American Enterprise Institute, el Cato Institute, el Institute of Economic Affairs, el Institute of Public Affairs (el nodo clave australiano de la red) y sus think tanks propagandistas dedicados a la contraciencia. Se puede seguir la pista de todos ellos hasta la Mont Pelerin Society, el think tank central de la contrarrevolución neoliberal, fundado en 1947 por Friedrich Hayek y Milton Friedman.

Una razón por la que los neoliberales han triunfado sobre sus rivales ideológicos es que se han aventurado más allá de una simple “solución” a un problema dado, desplegando en cambio un amplio espectro de políticas, desde los recursos más prescindibles a corto plazo, a políticas a medio plazo, a proyectos utópicos en un horizonte lejano. Aunque podrían parecer políticas distintas y contradictorias, están verdaderamente integradas de forma tal que ocasionan una capitulación final al libre mercado.

Pensamos que la mayor parte de la gente en la izquierda no comprende plenamente que el fenómeno del negacionismo científico, el comercio de emisiones y la geoingeniería no son de hecho panaceas no relacionadas o rivales sino que en realidad constituyen todas juntas la respuesta total neoliberal al calentamiento global.

Las razones por las que esta diversidad se califica de “neoliberal” son dos. Primera, todas ellas se han originado en think tanks y unidades académicas asociadas al pensamiento colectivo neoliberal; segunda, la consecuencia neta de las tres es dejar el problema no al Estado sino al mercado. El negacionismo compra tiempo para las otras dos opciones; la financiarización del ciclo del carbono consigue la atención en el medio plazo; la geoingeniería se incuba bajo las alas como un deus ex machina tecnoutópico para cuando las otras dos opciones fallen.

La izquierda ha creído ingenuamente que la aceptación atávica de la derecha de la ciencia estilo culto de carga y de estadísticas poco firmes estaba condenada al fracaso, que una vez el estrépito producido por los provocadores groseros de Murdoch y tranquilizados los chiflados de Alan Jones, surgiría un debate razonable y “racional” sobre política climática basado en la neutralidad transparente de la ciencia.

La izquierda ha pensado tradicionalmente que la ciencia estaba de su lado. Pero “naturaleza” y “economía” nunca han estado claramente separadas en la historia de la economía política. Como los economistas se han visto a sí mismos como científicos estudiando un fenómeno natural llamado “la economía”, el colapso ecológico arroja a los hábitos convencionales de pensamiento a la confusión: el “crecimiento económico” es, después de todo, una metáfora biológica tranquilizadora que desvía la atención de lo que describe realmente: la tasa a la que los humanos convierten la tierra alguna vez ocupada por los ecosistemas en minas de carbón y tecnomasas industriales.

Como la izquierda ha mezclado alguna vez el neoliberalismo con la economía neoclásica, o ha confiado en que la “economía medioambiental” podía conformar una política climática racional, es importante clarificar las diferencias entre estos enfoques bastante distintos.

La economía neoclásica y “el medio ambiente”

La razón por la que la economía es una fuente de nuestra parálisis política es que supone, tanto en lo relativo al formalismo como en lo relativo a la ontología, que el mercado es idéntico a la naturaleza.

La “economía política” (pensemos en Smith, Ricardo, Mill y Marx) ha supuesto siempre que la sociedad industrial estaba dividida por conflictos sobre la tierra, el trabajo y el capital. La desigualdad, la coerción y el poder eran obstáculos al surgimiento de la ciencia de la sociedad neutral, matemática, que los fundadores de la economía neoclásica buscaban desarrollar en la década de 1870. El modelo general de equilibrio de una sociedad ideal autoregulada de individuos autoregulados eliminó la “tierra” y “la política” de la ecuación. El carácter “científico” de la economía neoclásica sigue atado a la afirmación de que los precios de mercado son el hecho más básico de la existencia social, determinados mecánicamente por una escasez natural que limita el impulso “naturalmente” infinito a acumular riqueza.

La forma estándar de lidiar con la degradación medioambiental dentro del marco neoclásico ortodoxo ha sido preguntar cómo un agente económico racional debería responder a la ruina de su medioambiente por el funcionamiento normal del mercado. Pero dado que la economía se describe siempre en la ciencia económica como natural, plantear la cuestión de esta manera lleva a paradojas. En particular, no puede existir la idea de mercados existentes como implacablemente hostiles al medio ambiente natural: ¿cómo puede estar la naturaleza en guerra consigo misma?

La “economía medioambiental” ejemplificada por el trabajo de William Nordhaus y el ampliamente leído informe Stern extiende la economía ortodoxa al colapso ecológico. Afirma que si el hombre racional no muestra signos de despertarse para hacer algo por el calentamiento global se debe a “fallos de mercado”: algo está atascando los trabajos, quizá en paralelo con la adulteración de la atmósfera.

Las intervenciones de los economistas profesionales han servido para desviar nuestro foco hacia el modelo abstracto del hombre económico racional, impidiendo así una comprensión de la economía como el reino de lo intrínsecamente artificial y de la transformación intencional de los recursos naturales en artefactos como soplahojas de jardín, McMansiones e iCosas. Si la degradación medioambiental aparece en la economía ortodoxa como un “fallo del mercado” y se atribuye a “externalidades”, esto equivale a argumentar que el cambio climático aún no ha recibido un precio en las decisiones de inversión porque los derechos de propiedad privada sobre la atmósfera todavía no se pueden asignar en contratos financieros. En la economía convencional, la contaminación no es mala porque disturbe y debilite la naturaleza, sino porque de alguna manera desbarata el mercado. La receta general es conceder un rol al gobierno para restaurar el mercado a su estado pristino natural, en lugar de hacer en realidad algo para reparar la naturaleza o dejar de hacer las cosas que la fastidian.

Discutir el cambio climático de esta forma sirve principalmente para desviar la atención de las cuestiones políticas que la economía es intrínsecamente incapaz de resolver. ¿Qué tipo de naturaleza podemos esperar conservar o relegar para que sea barrida de la faz del planeta? ¿Estamos preparados para excavar y exportar hasta el último pedazo de carbón y gas para vivir en una burbuja con aire acondicionado, mirando nuestras pantallas planas mientras la Armada intercepta aquellos exresidentes de Bangladesh o Kiribati lo suficientemente resueltos como para subirse a un barco desvencijado antes de que todo se hundiese?

Los neoliberales lo hacen de forma diferente

Aunque los neoliberales comparten con los economistas neoclásicos una visión exaltada de la naturalidad del mercado, y aunque es cierto que numerosos economistas neoclásicos (siendo los más famosos los de la Escuela de Chicago) son también neoliberales, hay diferencias cruciales en sus posiciones. Los neoliberales tienen una concepción muy diferente de lo que hace un mercado y exponen una doctrina innovadora respecto al rol del Estado. En lugar de reclamar simplemente el practicar una ciencia neutral capaz de un análisis racional de “la economía”, los neoliberales son activistas políticos dedicados a un proyecto integral de transformación social.

Lo que surgió en la última parte del siglo XX fue un cambio sustancial de la vieja definición de “la economía” como la “asignación de medios escasos a fines dados” mediante las leyes invariables de la oferta y la demanda, a la reificación neoliberal del “mercado” como el árbitro omnisciente de la verdad, un cambio inspirado por la insistencia de Hayek en los precios como un sistema autoorganizado de conocimiento distribuido, siempre bajo el riesgo de la intervención del gobierno y la planificación racional.

Desde la Depresión en adelante, la carrera de Hayek se definió por su oposición a las políticas económicas derivadas de la obra de Keynes, políticas que él insistía en que eran una pendiente resbaladiza hacia el socialismo totalitario. Al elaborar su crítica de la democracia social keynesiana, Hayek llegó a ver incluso el marco ortodoxo de economía neoclásica como peligroso para la “libertad”, desde el momento en que la afirmación de poseer una ciencia de la economía tienta a los expertos a creer que la planificación gubernamental puede ser posible.

Los neoliberales otorgan al mercado cualidades sobrehumanas de procesamiento de la información —es el Cyborg Definitivo, llevado a ser más inteligente que cualquier ser humano y capaz de transmitir exactamente la información correcta a aquellos que la necesitan en tiempo real—. Como dijo Hayek en su famoso artículo de 1945 sobre “El uso del conocimiento en la sociedad”:

el agente inmobiliario cuyo conocimiento se reduce casi exclusivamente a oportunidades temporales, o el arbitrajista cuyas ganancias se derivan de las diferencias locales de los precios de las mercancías, todos ellos desempeñan funciones útiles basadas en un conocimiento particular de las circunstancias de un momento efímero que no tienen los demás. (…) De esto se deduce que la planificación central basada en la información estadística no puede, por su naturaleza, hacerse cargo directamente de estas circunstancias de tiempo y lugar (…) Es más que una metáfora el describir el sistema de precios como una especie de maquinaria para registrar el cambio, o un sistema de telecomunicaciones.

Los neoliberales todavía consideran al mercado como un aspecto especial de la naturaleza —ninguno está preparado para renunciar a eso—, pero la naturaleza es representada (a partir de ideas desarrolladas en la cibernética, la ecología y la teoría de sistemas) como indescriptiblemente compleja. El mercado es adaptativo, no lineal, caótico: un orden no planificado que evoluciona en respuesta a la inerradicable ignorancia con la que, para Hayek, continuamente se enfrentan individuos y organizaciones. Este es el núcleo de la crítica neoliberal del socialismo: ninguna inteligencia humana podría nunca comprenderse a sí misma, mucho menos el caos que constituye su medio ambiente natural, hasta un grado suficiente como para planificar cualquier parte de la economía, porque la razón con la que contamos es siempre menos compleja que los fenómenos que queremos dominar.

En la versión neoliberal del mundo, la naturaleza no es algo externo que acorrala o constriñe la economía. Más bien, la naturaleza es algo que los humanos nunca podemos conocer realmente, excepto por la información que es absorbida por el mercado y destilada para nosotros mediante señales de precios. La ciencia no es un modo independiente de descubrimiento de la verdad: es un formato de conocimiento de boutique validado solo por “el mercado de las ideas”. En consecuencia, los científicos naturales no pueden pronunciarse sobre política económica, porque esto implicaría que el mercado podría equivocarse.

Los neoliberales no creen en el simple laissez-faire, aunque han sido conocidos por promover esta doctrina como una distracción. En realidad, suscriben la doctrina de un Estado fuerte, preparado y deseoso de construir y mantener el mundo de los mercados. Esto a veces parece confuso a los extraños que no pueden comprender cómo los neoliberales pueden demonizar tan alegremente el Estado y, sin embargo y simultáneamente, buscar capturarlo. Su receta para las quiebras del mercado es siempre más mercado —pero esta receta solo puede ser impuesta por un Estado fuerte capaz de obligar al electorado a acatar las normas—. El estado debe ser despojado de las obligaciones con la sociedad y ser utilizado en cambio para aislar al mercado de la democracia.

La ciencia en un planeta neoliberal

Para los neoliberales, no se puede confiar en que los seres humanos sepan nunca si la biosfera está en crisis o no, porque la naturaleza y la sociedad son enormemente complejas y en evolución. La solución neoliberal es por tanto emplear al Estado para asegurar que el mercado decida lo que debe hacerse, si es que hay que hacer algo, en respuesta. Esto solo se puede conseguir, sin embargo, si se deja al mercado manifestarse con todo su poder.

Esta es la razón por la que los neoliberales atacan a los científicos afirmando hablar en nombre del interés público, mientras someten al mismo tiempo a toda la estructura institucional de educación pública e investigación científica al ethos de la gestión corporativa y la privatización del conocimiento, produciendo así un nuevo tipo de científico empresarial.

En cada paso del camino, los neoliberales garantizan que su dogma básico siga vigente: el mercado arbitrará las respuestas a la degradación de la biosfera porque sabe más que cualquiera de nosotros sobre la naturaleza y la sociedad. Como extra, algunos sectores de la izquierda, actuando bajo la impresión de que se pueden oponer a una o más de las opciones neoliberales abogando por otra —esto es, pueden pensar que pueden derrotar el negacionismo o la geoingeniería abogando por el comercio de emisiones— terminan como involuntarios soldados rasos de la larga marcha neoliberal.

Cada componente de la respuesta neoliberal está firmemente anclado en la doctrina económica neoliberal y tiene su propia función especial. Similar a las estrategias de las compañías tabaqueras, el negacionismo científico pretende ahogar los impulsos inmediatos para responder a la crisis, comprando así tiempo para que los intereses comerciales encuentren alguna vía para el beneficio. Los think tanks que están detrás de la negación del cambio climático no creen seriamente que ganarán, en el largo plazo, la guerra de las ideas dentro de la ciencia académica. Pero vapulear a las vistas como arrogantes élites intelectuales les da cierto caché populista, protegiendo a la vez los intereses comerciales de las empresas petrolíferas, a las mineras del carbón y a los perforadores de gas.

El proyecto para crear mercados de permisos de emisiones es una estrategia neoliberal a medio plazo, bien sintonizada para atraer a gobiernos centristas, ONG y sectores educados de la población, así como al sector financiero. De hecho, la estrategia es una maniobra elaborada para dar gato por liebre, donde los actores políticos originalmente decididos a usar el poder del Estado para frenar las emisiones directamente son en cambio desviados a interminables tecnicismos sobre el establecimiento y mantenimiento de nuevos mercados para permisos y compensaciones de carbono, mientras las emisiones de carbono crecen rápidamente.

Seamos claros: el comercio de carbono no funciona —y nunca fue pensado para que lo hiciese—. Una vez establecido el comercio de permisos, la innovación financiera y los lobbies inundarán el mercado incipiente con un exceso de permisos, compensaciones y otros instrumetos de forma que el tope nominal de emisiones de carbono nunca entorpece en realidad el crecimiento de las emisiones. Esto, a su vez, lleva a que los precios de los permisos tiendan a un absoluto colapso, que es precisamente lo que ha sucedido numerosas veces con el Sistema de comercio de emisiones de la Unión Europea desde su implantación en 2005. Los precios del Sistema de comercio de emisiones de la UE cayeron a cero en la primera fase en 2007, y han caído de nuevo, incluso cuando, al mismo tiempo, las emisiones han subido más o menos continuamente, excepto un breve periodo de tiempo durante la primera fase de la crisis financiera. La superabundancia maquinada de permisos no es temporal. En Nueva Zelanda, el mercado de emisiones ha sufrido un destino similar, con un precio inicial del carbono en 2009 de unos 20 dólares neozelandeses por tonelada y comerciándose actualmente con un 90% de descuento. El Chicago Climate Exchange, un programa voluntario que comerciaba reducciones de emisiones anticipándose a que los EE.UU. tuviesen finalmente que adoptar la reforma, ha cerrado; el valor de los certificados colapsó a cero tras la crisis financiera y nunca se recuperó.

Los sistemas de comercio tienden a reforzar el poder oligopólico porque siempre eximen a los mayores emisores y penalizan a los nuevos participantes. En el bienentendido de que los sistemas de comercio tienden a aplastar otras medidas tecnológicas para frenar las emisiones. El dinero que hubiera podido ser utilizado productivamente para transformar la infraestructura energética se bombea por el contrario a otro conjunto de instrumentos financieros especulativos, llevando a horizontes de inversión a ultracorto plazo, dinero caído del cielo para los comerciantes y todos los síntomas habituales de la financiarización.

Es difícil imaginar por qué en Australia será diferente cuando el proyecto de comercio se lleve a efecto en 2015. Pero, por supuesto, la extrema turbulencia en los mercados no molesta a los neoliberales, puesto que ellos tienen una visión a largo plazo. El recurso neoliberal tras que el modelo de “tope-y-comercio” [cap-and-trade] inevitablemente fracase será la geoingeniería, que se deriva del núcleo de la doctrina neoliberal que los emprendedores innovarán soluciones de mercado para resolver los serios problemas medioambientales.

La geoingeniería es un baúl que incluye toda una serie de manipulaciones intencionadas a gran escala del clima de la Tierra. Incluye fenómenos tales como el aumento del albedo de la Tierra mediante la “gestión de la radiación solar” (mediante el volcado de enormes capas de partículas reflectantes en la estratosfera o gigantescos espejos en el espacio); el secuestro de CO2 (sembrando el océano, enterrando biochar, introduciendo organismos genéticamente modificados o con la captura y almacenamiento de carbono); y la directa modificación del tiempo atmosférico (mediante el sembrado de nubes o la modificación de tormentas).

Este es el lado de últimisima ciencia ficción futurista del neoliberalismo, financiado por multimillonarios inspiradores “líderes del pensamiento” como Bill Gates o Richard Branson. Como lo entiende Branson:

Si pudiésemos elaborar una respuesta de geoingenería a este problema, Copenhague no sería necesario. Podríamos seguir volando nuestros aviones y conduciendo nuestros coches.

De ahí la avalancha para patentar tecnologías de geoingeniería, algo que comprometió tanto al equipo científico británico del proyecto Inyección de Partículas Estratosféricas para la Ingeniería Climática (SPICE por sus siglas en inglés) que sus campos de prueba tuvieron que ser cancelados. De forma similar, los científicos coautores de un informe sobre geoingeniería con diversos tecnólogos militares y halcones políticos neocon (entre los que se encuentra el veterano miembro de think tanks Thomas Schelling) para el Bipartisan Policy Center, un think tank de Washington, ya habían tomado posiciones como dueños de patentes y directivos de empresas incipientes en el mundo de la geoingeniería. Ken Caldeira —un gestor del fondo de Bill Gates para la “innovación climática” y Jefe del Departamento de Tecnología de Nuevos Emprendimientos Intelectuales— es cofirmante de numerosas aplicaciones de patentes de geoingeniería, incluyendo cinco para la “gestión de huracanes”, con su famoso patrón.

Como en la mayor parte de las recetas neoliberales, el aspecto más importante de este torturado matrimonio de ciencia y mercantilización corporativa es que no funciona. La geoingeniería supone que las empresas pueden llevar a cabo acciones unilaterales violando tratados internacionales sin tener que responder por las consecuencias. No resuelve el problema de raíz —el aumento de las concentraciones de CO2— y no parará la acidificación de los océanos, algo tan grave que algunos científicos han pedido un conjunto de nuevas técnicas de “ingeniería oceánica” para impedir el colapso de los arrefices de coral.

Quizá la promesa utópica para los emprendedores resida en el hecho de que la geoingeniería, una vez puesta en práctica, no tendrá estrategia de salida, exigiendo durante los próximos siglos intentos ininterrumpidos y cada vez más drásticos para desviar la radiación solar. Hasta que Marte pueda ser transformada mediante geoingeniería, la población de la Tierra estará acorralada en el mercado cautivo definitivo.

¿Y entonces qué?

La vía de salida de nuestro actual punto muerto implica una seria reconsideración de lo que es en realidad “la economía”. En lugar de permitirnos enrolarnos pragmáticamente en el guión neoliberal, necesitamos recordarnos a nosotros mismos que hay otras opciones políticas. Por ejemplo, fijar tasas sobre el carbono altas o en aumento aplicadas universalmente a todas las transacciones con carbón, petróleo y gas merece nuestra seria consideración, puesto que podría en realidad cumplir el efecto de una “señal de precios” y estimular la desinversión en el siempre en expansión sector de los combustibles fósiles. No es una sorpresa que la derecha haya vilipendiado tanto esta estrategia.

Si la ciencia ha estado alguna vez sólidamente situada al lado de la izquierda, esos días hace mucho que se fueron. Para el neoliberalismo, el negacionismo es solo un recurso a corto plazo en un programa político mucho más elaborado, aquel que también implica una visión de la ciencia plenamente privatizada. La ciencia está siendo arrancada del dominio del “bien público” y se hará que se conforme cada vez más de acuerdo con el imperativo del mercado, como se puede ver en los ataques a los profesores de ciencias de los institutos y la reingeniería de la universidad para la economía del conocimiento.

En lugar de que nuestros gobiernos ajusten la actividad económica a las necesidades de la sociedad y el planeta, los neoliberales ven un planeta modificado por la reingenería de las fuerzas del mercado de forma que “los negocios como siempre” puedan seguir por siempre. Es el neoliberalismo, más que simplemente el “negacionismo”, lo que debe ser derrotado. Si fracasamos en esta tarea, nos podríamos también acostumbrar a la turbia luz de sol sintética de una atmósfera pagada por el usuario.

 

[Philip Mirowski ocupa la cátedra Carl Koch Chair de Economía y de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Notre Dame (Illinois). Jeremy Walker da clases de economía política y estudios medioambientales en la Universidad de Tecnología de Sidney. Antoinette Abboud es una profesora residente en Sidney y escritora con una amplia experiencia trabajando en comunicaciones y defensa del sector sin ánimo de lucro. El presente ensayo se publicó en inglés en el n.º 210 de la revista australiana Overland (http://overland.org.au/). La traducción al castellano es de Carlos Valmaseda.]

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2013

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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