¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Luis García Montero
Delenda est monarchia
Es el título de un famoso artículo que publicó José Ortega y Gasset el 15 de noviembre de 1930 en el periódico El Sol. Después de apoyar el golpe de Estado de Primo de Rivera, Alfonso XIII había intentado regresar a una aparente normalidad constitucional a través del gobierno presidido por el general Berenguer. Como en España nunca pasaba nada —eso se decía—, como la sociedad española era confundida con un rebaño, el error de Alfonso XIII y de Berenguer consistió en creer que la realidad no les iba a pasar factura. El filósofo convocó a los ciudadanos: “Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!”. Ortega acertó y el 14 de abril se proclamó la II República.
Sería un error nuestro pensar ahora que la imputación de la Infanta Cristina en el proceso por corrupción del caso Nóos, y la presión sobre la justicia ejercida por la Casa Real mediante un comunicado fuera de tono, suponen acontecimientos equiparables al golpe de Primo de Rivera y al gobierno Berenguer. Son noticias que no desencadenan una república de la noche a la mañana. Pero también sería un error no tomar conciencia del descrédito que estos sucesos implican para una monarquía que está en horas muy bajas. El sentido común de la calle ya no acepta de forma sumisa la opacidad de las cuentas del Rey y va a resultar muy difícil que la gente no comprenda que las corrupciones de su yerno se han gestado al amparo de la Casa Real. ¿Qué otro poder tenía el señor Urdangarín para ganar dinero con tanta facilidad? Tampoco será fácil que la gente no se ría cuando el monarca vuelva a decir en el tono solemne de los discursos que todos los españoles son iguales ante la ley. Y que los ciudadanos no vivan como un acto de humillación política que el Partido Popular y el PSOE se pongan de pie para ovacionar durante muchos minutos semejante hipocresía.
El Congreso de los Diputados ovacionó a un monarca que, advertido de los negocios de su yerno y su hija, había intentado silenciar el asunto mandándolos vía Telefónica a los Estados Unidos. ¿Está España en condiciones de seguir viviendo en la mentira? ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!
Y es que la corrupción que afecta a personajes de la familia real se produce en un momento de radical empobrecimiento, de indignación ante los escándalos generalizados y de fracaso de la política. Y la Corona empieza a vivirse como el síntoma más evidente de la tristeza de España, de las mentiras de España. Las cosas se agravan, además, cuando el fracaso de la política se entiende como consecuencia del sistema organizado por la Transición, el rey Juan Carlos a su cabeza. Las precariedades en la justicia, los amparos públicos, la economía, la información y el juego bipartidista exigen un cambio de época, la configuración de un nuevo tiempo.
Una ilusión política puede surgir de la gente de la calle, gente de tres al cuarto y nada revolucionaria. Que el sistema esté envenenado por la corrupción y la mentira desencadena una serie de responsabilidades. En primer lugar fueron las cúpulas de los partidos mayoritarios. Después se hicieron cómplices los militantes de base por su incapacidad de exigir responsabilidades a sus dirigentes. Permitieron que las siglas se ensuciaran y se generalizara el descrédito. Y el turno nos llega ahora a los votantes. Corremos el riesgo de convertirnos en la causa última de la descomposición, bien por volver a votar a los corruptos, bien por no articular una respuesta política de dignificación del Estado.
Y no se me ocurre ningún distintivo mejor para el ciudadano insumiso que una escarapela republicana.
[Fuente: diario Publico]
4 /
4 /
2013