¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Michael T. Klare
De cómo la escasez de recursos y el cambio climático podrían producir una explosión global
Prepárense. Puede que aún no se lo digan, pero, según los expertos de todo el mundo y la comunidad de la inteligencia estadounidense, la tierra está cambiando ya bajo sus pies. Lo sepan o no, ustedes están sobre un planeta diferente, un mundo con los recursos asediados a un nivel no experimentado nunca antes por la humanidad.
Dos escenarios de pesadilla —la escasez global de recursos vitales y el comienzo de un cambio climático extremo— están empezando ya a converger, y es muy probable que en las próximas décadas produzcan una oleada de agitación, rebelión, competitividad y conflicto. Puede que aún sea difícil discernir cómo será ese tsunami de desastres, pero los expertos advierten de “guerras del agua” sobre disputados sistemas fluviales, de disturbios alimentarios globales provocados por las crecientes subidas de los precios de los productos básicos, de migraciones masivas de refugiados climáticos (que acabarán desencadenando actos de violencia contra ellos) y de ruptura del orden social o de colapso de los estados. Es probable que, al principio, ese caos estalle básicamente en África, Asia Central y otras zonas del Sur subdesarrollado, pero, con el tiempo, todas las regiones del planeta se verán afectadas.
Para apreciar el potencial de esta amenazante catástrofe, es necesario examinar cada una de las fuerzas que están combinándose para producir ese futuro cataclismo.
La escasez de recursos y las guerras por los recursos
Empecemos por un supuesto sencillo: la perspectiva de futuros períodos de escasez de recursos naturales vitales, incluyendo la energía, el agua, el territorio, los alimentos y los minerales básicos. Todo esto, en sí mismo, garantizaría agitación social, fricciones geopolíticas y guerras.
Es importante tener en cuenta que para que ese escenario se produzca no es necesario que haya en el horizonte una escasez absoluta en alguna categoría de determinados recursos. Es suficiente con que haya una carencia en los suministros adecuados para satisfacer las necesidades en una población creciente, cada vez más urbanizada e industrializada. Dada la oleada de extinciones que los científicos están registrando, algunos recursos —determinadas especies de peces, animales y árboles, por ejemplo— serán menos abundantes en las décadas venideras y puede que incluso lleguen todas a desaparecer. Pero materiales clave para la civilización moderna como el petróleo, el uranio y el cobre serán sencillamente cada vez más difíciles y más costosos de adquirir, produciéndose en los suministros cuellos de botella y periódicas escaseces.
El petróleo —el producto más importante en la economía internacional— nos aporta un ejemplo adecuado. Aunque los suministros globales de petróleo pueden realmente crecer en las próximas décadas, muchos expertos dudan de que puedan ampliarse lo suficiente como para satisfacer las necesidades de una creciente clase media global que se espera, por ejemplo, compre millones de coches nuevos en un futuro próximo. En su World Energy Outlook de 2011, la Agencia Internacional de la Energía afirmaba que en 2035 iba a satisfacerse una prevista demanda global de petróleo de 104 millones de barriles al día. Esto, sugería el informe, podría conseguirse gracias, en una gran parte, a los nuevos suministros de “petróleo no tradicional” (las arenas bituminosas, las pizarras bituminosas, etc.), así como 55 millones de barriles de petróleo nuevo de campos “aún por encontrar” y “aún por desarrollar”.
Sin embargo, muchos analistas se burlan de tan optimista valoración, postulando que los crecientes costes de producción de la energía (cuya extracción será cada vez más difícil y más costosa), la oposición-reacción del medio ambiente, las guerras, la corrupción y otros impedimentos harán extremadamente difícil conseguir incrementos de esa magnitud. Es decir, incluso aunque se consiga incrementar la producción durante un tiempo desde el nivel de 87 millones de barriles al día de 2010, el objetivo de 104 millones de barriles no va a alcanzara nunca y los principales consumidores del mundo se enfrentarán a una virtual, cuando no absoluta, escasez.
El agua nos ofrece otro ejemplo potente. Sobre una base anual, el suministro de agua potable que proporcionan las precipitaciones naturales sigue siendo más o menos constante: alrededor de 40.000 kilómetros cúbicos. Pero gran parte de la tierra que recibe estas precipitaciones es la de Groenlandia, la Antártida, Siberia y la Amazonia interior, donde vive muy poca gente, por tanto el suministro de que disponen las mayores concentraciones humanas es con frecuencia sorprendentemente limitado. En muchas regiones con altos niveles de población, los suministros de agua son ya relativamente escasos. Esto es así sobre todo en el norte de África, Asia Central y Oriente Medio, donde la demanda de agua continúa creciendo como consecuencia de las poblaciones crecientes, la urbanización y la aparición de nuevas industrias que utilizan el agua de forma intensiva. El resultado, incluso cuando el suministro es constante, es un medio ambiente de creciente escasez. Dondequiera que mires, la imagen es aproximadamente la misma: los suministros de recursos fundamentales pueden estar aumentando o decreciendo pero parece que nunca superan la demanda, produciendo un sentimiento de escasez extendida y sistémica. Sin embargo, una vez que se genera, la percepción de escasez —o de inminente escasez— lleva regularmente a la ansiedad, el resentimiento, la hostilidad y la beligerancia. Es una pauta que se comprende muy bien y que ha sido evidente a través de la historia humana.
En su libro Constant Battles, por ejemplo, Steven Leblanc, director de colecciones del Museo Peabody de Arqueología y Etnología de Harvard, señala que muchas civilizaciones antiguas experimentaron la mayor incidencia de guerras cuando tuvieron que enfrentarse a una escasez de recursos sobrevenida por el aumento de población, las cosechas fallidas o las persistentes sequías. Jared Diamond, autor del bestseller Collapse ha detectado un modelo similar en la civilización maya y en la cultura Anasazi de Chaco Canyon, en Nuevo México. Más recientemente, la preocupación por el alimento suficiente para la propia población fue un factor importante en la invasión japonesa de Manchuria en 1931 y en las invasiones alemanas de Polonia en 1939 y la Unión Soviética en 1941, según Lizzie Collingham, autora de The Taste of War.
Aunque el suministro global de los productos más básicos se ha incrementado enormemente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los analistas ven que la persistencia de conflictos está relacionada con los recursos en zonas donde las materias siguen siendo escasas o hay ansiedad por la futura fiabilidad de los suministros. Muchos expertos creen, por ejemplo, que las luchas en Darfur y otras zonas asoladas por la guerra del norte de África han estado impulsadas, al menos en parte, por la competencia entre las tribus del desierto por el acceso a los escasos suministros de agua, exacerbados en algunos casos por los niveles crecientes de población.
“En Darfur —dice un informe de 2009 del Programa Medioambiental de la ONU acerca del papel de los recursos naturales en el conflicto—, la pertinaz sequía, el aumento de las presiones demográficas y la marginación política son factores de destacado peso entre las fuerzas que han empujado a la región hacia una espiral de desorden y violencia que desde 2003 ha provocado 300.000 muertes y el desplazamiento de más de dos millones de personas.”
La ansiedad ante los futuros suministros es también a menudo un elemento a tener en cuenta en los conflictos que estallan por el acceso al petróleo o al control de las disputadas reservas de petróleo y gas natural. Por ejemplo, en 1979, cuando la revolución islámica en Irán derrocó al Shah y los soviéticos invadieron Afganistán, Washington empezó a temer que algún día pudiera negársele el acceso al petróleo del golfo Pérsico. En ese momento, el presidente Jimmy Carter anunció con prontitud lo que pasó a llamarse Doctrina Carter. En su Discurso al Estado de la Nación de 1980, Carter afirmó que cualquier movimiento que impidiera el flujo de petróleo del Golfo sería considerado como una amenaza para los “vitales intereses” de EE.UU. que sería repelida por “todos los medios necesarios, incluida la fuerza militar”.
En 1990, este fue el principio invocado por el presidente George H. W. Bush para justificar la intervención de la primera guerra del golfo Pérsico, al igual que haría su hijo para justificar, en parte, la invasión de Irak en 2003. En la actualidad, sigue siendo fundamental en los planes estadounidenses el empleo de la fuerza para impedir que los iraníes cierren el estrecho de Ormuz, la estratégica vía de agua que conecta el golfo Pérsico con el océano Índico, a través del que pasa alrededor del 35% del comercio marítimo de petróleo del mundo.
Recientemente, una serie de conflictos por los recursos han estado llegando al punto de ebullición entre China y sus vecinos del sudeste asiático en lo que referente al control de las reservas de gas y petróleo del mar del Sur de China. Aunque los consiguientes enfrentamientos navales no han provocado aún pérdida de vidas humanas, hay grandes posibilidades de que se produzca una escalada militar. Una situación similar se da también en el mar Oriental de China, donde China y Japón están luchando entre ellos por controlar similares valiosas reservas submarinas. Mientras tanto, en el océano del Atlántico Sur, Argentina y Gran Bretaña están de nuevo disputando por las Islas Malvinas al haberse descubierto petróleo en las aguas que las rodean.
Según se dice, los potenciales conflictos derivados de recursos como éstos van a ir en aumento los próximos años según vaya creciendo la demanda y menguando los suministros, porque gran parte de lo que queda se halla en zonas en disputa. En 2012, un estudio titulado “Resources Futures”, del respetado think tank británico Chatham House, expresó una especial preocupación ante las posibles guerras por los recursos del el agua, especialmente en zonas como las cuencas del Nilo y del río Jordán, donde varios grupos o países deben compartir el mismo río para la mayoría de sus suministros de agua y pocos poseen los medios necesarios para desarrollar alternativas. “En este contexto de escasez de suministros y competitividad, las cuestiones relativas a los derechos al agua, los precios y la polución son cada vez más polémicas”, indicaba el informe. “En las áreas con capacidad limitada para gobernar recursos compartidos, el intento por equilibrar las competitivas demandas y movilizar nuevas inversiones pueden originar nuevas y abiertas confrontaciones”.
Rumbo a un mundo de recursos asediados
Las tensiones de ese cariz estarían abocadas a crecer por sí mismas porque en demasiadas zonas los suministros de recursos clave no podrán satisfacer la demanda. Aunque, como suele ocurrir, no es sólo “por sí mismas”. En este planeta, una segunda mayor fuerza ha entrado en la ecuación de forma significativa. Con la creciente realidad del cambio climático, todo se vuelve mucho más aterrador.
Normalmente, cuando consideramos el impacto del cambio climático, pensamos ante todo en el medio ambiente: el deshielo del casquete polar del Ártico o de la capa de hielo de Groenlandia, el aumento en el nivel de los mares del planeta, la intensificación de las tormentas, los desiertos en expansión y el peligro de extinción o desaparición de especies como el oso polar. Pero cada vez mayor número de expertos están dándose cuenta de que los seres humanos experimentarán directamente los efectos más potentes del cambio climático a través del deterioro o destrucción total de los habitats de los que dependemos para la producción alimentaria, actividades industriales o, sencillamente, para la vida. Esencialmente, el cambio climático causará estragos en nosotros al reducir nuestro acceso a los elementos básicos de la vida: recursos vitales que incluyen el alimento, el agua, el territorio y la energía. Esto será devastador para la vida humana, y más aún a medida que aumente significativamente el peligro de conflictos de todo tipo a causa de la lucha por los recursos.
Sabemos ya bastantes cosas sobre los futuros efectos del cambio climático como para poder predecir los siguientes con razonable seguridad:
- El aumento en los niveles de los mares en los próximos cincuenta años eliminará muchas zonas costeras, destruyendo grandes ciudades e infraestructuras vitales (incluyendo carreteras, ferrocarriles, puertos, oleoductos, refinerías y centrales eléctricas) y excelente tierra agrícola.
- La disminución de las lluvias y las prolongadas sequías convertirán las que fueron verdes tierras de cultivo en zonas desérticas, reduciendo la producción alimentaria y convirtiendo a millones de seres en “refugiados climáticos”.
- Tormentas más graves e intensas oleadas de calor agotarán las cosechas, desencadenarán incendios forestales, causarán inundaciones y destruirán infraestructuras vitales.
Nadie puede predecir cuánto alimento, tierra, agua y energía se perderá como consecuencia de este brutal asalto (y otros efectos del cambio climático que son más difíciles de predecir o incluso posiblemente de imaginar), pero el efecto acumulativo será sin duda impactante. En “Resources Futures”, Chatham House ofrece una advertencia especialmente seria en lo que se refiere a la amenaza de las decrecientes precipitaciones de lluvia para alimentar la agricultura. “En 2020”, dice el informe, “los rendimientos de la agricultura de secano se reducirán hasta en un 50%” en algunas zonas.
Se teme que las proporciones más altas de pérdidas se den en África, donde la dependencia de la agricultura de secano es mayor, pero también es muy probable que resulte gravemente afectada en China, la India, Pakistán y Asia Central. Olas de calor, sequías y otros efectos del cambio climático reducirán también el caudal de muchos ríos vitales, disminuyendo el suministro de agua para el regadío, las instalaciones de energía hidroeléctrica y reactores nucleares (que necesitan cantidades masivas de agua a efectos de refrigeración). El deshielo de los glaciares, especialmente en los Andes en Latinoamérica y los Himalayas en el sur de Asia, privará también a las comunidades y a las ciudades de importantes suministros de agua. El esperado incremento en la frecuencia de huracanes y tifones supondrá una amenaza cada vez mayor para las plataformas petrolíferas marítimas, las refinerías costeras, las líneas de trasmisiones y otros componentes del sistema global energético.
El derretimiento del casquete polar del Ártico abrirá esa región a la exploración de gas y petróleo, pero el incremento en la actividad de los icebergs hará que todos los esfuerzos para explotar los suministros energéticos de esa región sean peligrosos y sumamente costosos. Estaciones cada vez más largas en el norte, especialmente en Siberia y las provincias del norte de Canadá, podrían compensar a algún nivel la desecación de las tierras agrícolas en latitudes más meridionales. Sin embargo, el traslado del sistema agrícola global (y de los agricultores del mundo) hacia el norte desde las abandonadas tierras agrícolas en EE.UU., México, Brasil, la India, China, Argentina y Australia sería una perspectiva desalentadora.
Puede asumirse con seguridad que el cambio climático, especialmente si se combina con una creciente escasez de suministros, provocará una reducción importante de los recursos vitales del planeta, un aumento del tipo de presiones que han llevado históricamente al conflicto, incluso bajo mejores circunstancias. De esta manera, según el informe de Chatham House, el cambio climático se entiende como un “multiplicador de amenazas… un factor clave que exacerba la vulnerabilidad de los recursos existentes” en Estados ya propensos a esos desórdenes.
Al igual que otros expertos en la materia, los analistas de Chatham House afirman, por ejemplo, que el cambio climático reducirá la producción agrícola en muchas áreas, haciendo que los precios globales de los alimentos suban por las nubes y provoquen disturbios entre quienes están ya al límite a causa de las situaciones actuales. “La incrementada frecuencia y gravedad de fenómenos meteorológicos extremos, tales como sequías, olas de calor e inundaciones, también provocarán mayor y mucho más frecuente escasez de cosechas locales por todo el mundo… Esta escasez afectará a los precios mundiales de los alimentos cuando los centros importantes de producción agrícola se vean afectados, además de ampliar la volatilidad de esos precios”. Esto, a su vez, incrementará las probabilidades de disturbios civiles.
Cuando, por ejemplo, una ola brutal de calor diezmó la cosecha de trigo en Rusia durante el verano de 2010, el precio mundial del trigo (al igual que el del elemento básico de la vida, el pan) empezó a subir inexorablemente, alcanzando niveles especialmente altos en el norte de África y Oriente Medio. Con los gobiernos locales muy poco dispuestos o capacitados para ayudar a las desesperadas poblaciones, la indignación ante la imposibilidad de adquirir alimentos, mezclada con el resentimiento hacia los regímenes autocráticos, desencadenó el masivo estallido popular que conocemos como la Primavera Árabe.
Ese tipo de explosiones son muy probables en el futuro, sugiere Chatham House, si prosiguen las tendencias actuales y la escasez de recursos y el cambio climático se funden en una única realidad en nuestro mundo. Una única y provocativa pregunta de ese grupo debería obsesionarnos a todos: “¿Estamos al borde de un nuevo orden mundial dominado por las luchas por el acceso a recursos asequibles?”.
Para la comunidad de la inteligencia estadounidense, que parece haber sido influida por el informe, la respuesta fue contundente. En marzo, por vez primera, el director de la Inteligencia Nacional, James R. Clapper, enumeró “la escasez y competencia por los recursos naturales” como una amenaza para la seguridad nacional en igualdad con el terrorismo global, la guerra cibernética y la proliferación nuclear.
“Muchos países importantes para EE.UU. son vulnerable al impacto de recursos naturales que degradan el desarrollo económico, frustran los intentos de democratización, aumentan el riesgo de inestabilidad que amenaza a los regímenes y agravan las tensiones regionales”, escribió en su preparada declaración para el Comité de Inteligencia del Senado. “Fenómenos meteorológicos extremos (inundaciones, sequías, olas de calor) perturbarán cada vez más los mercados energéticos y alimentarios, exacerbando la debilidad de los Estados, forzando migraciones humanas y desencadenando disturbios, desobediencia civil y vandalismo”.
Hubo una frase nueva en sus comentarios: “el shock en los recursos”. Capta algo del mundo hacia el que sin remedio nos precipitamos, y el lenguaje es sorprendente en una comunidad de inteligencia que, al igual que el gobierno al que sirve, ha rebajado o ignorado en gran medida los peligros del cambio climático. Por vez primera, altos analistas del gobierno pueden estar empezando a apreciar lo que siempre han estado advirtiendo los expertos de la energía, los analistas de recursos y los científicos: que el consumo desenfrenado de los recursos naturales del mundo, junto con el advenimiento de cambios climáticos extremos, producirá una explosión global de caos y conflicto humano. Estamos yendo ya, directos y de cabeza, hacia un mundo de recursos asediados.
[Este artículo, publicado originalmente en Tom Dispatch, ha sido traducido del inglés por Sinfo Fernández para Rebelión. Michael T. Klare es profesor de Estudios sobre la Paz y la Seguridad Mundial en el Hampshire College y autor del libro recién publicado The Race for What’s Left: The Global Scramble for the World’s Resources (Metropolitan Books).]
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4 /
2013