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Los satisfechos

llaüt&sensenom,

Barcelona,

94 págs.

Violencia sistémica y contra-estética de la jambre

Daniel J. García López

Cuando en los pasillos del Parlamento se discutía si admitir a trámite o censurar una Iniciativa Legislativa Popular sobre desahucios, firmada por casi millón y medio de personas, una pareja de ancianos se suicidaba en su casa ahogados por las deudas. Carecían de nombre. Volvemos a coger la cuchara, que reposa sobre el plato de comida, cuando el telediario, acto seguido, sintoniza en directo con un huracán, este sí con nombre, en Estados Unidos. Boquiabiertos comentamos la catástrofe que un pueblo de Philadelphia ha sufrido por las inclemencias del tiempo. La violencia de la naturaleza, ante la que nada puede hacerse, enmascara la violencia que ha causado la muerte de aquellos dos ancianos. Pero aún nos queda un tercer acto: el fundamentalismo islamista retrocede en Mali gracias a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad impuestas a través de la sangre por nuestra vecina Francia, paladín de la democracia europea.

Slavoj Žižek ha mostrado la problemática de la violencia bajo tres ejes categoriales [1]: 1) la violencia simbólica que subyace al lenguaje, 2) la violencia sistémica, objetiva y normal circunscrita al ámbito económico y político, y 3) la violencia subjetiva configurada desde la observación cotidiana. Es esta última la que nos deja una huella que ameniza la conversación en la sobremesa: el terrorista que en nombre de una religión se ha inmolado o el torrente de lluvia que ha provocado una decena de muertes. Si la segunda situación nos provoca casi una leve satisfacción («es allí, lejos, donde se inundan las casas»), la primera, por el contrario, nos sitúa en una posición de tensión permanente («mi vecino es de piel oscura, ¿peligra mi vida?»). Es esta violencia subjetiva la que impone un velo sobre la violencia sistémica o estructural. El sistema de explotación y dominación económica queda soslayado, ladeado y oscurecido. Es lo normal; es lo que se ajusta a la norma; es lo que hemos pactado en aquel ficticio contrato social.

Un animal hambriento ante una posible comida se la come. El animal-humano ante una posible comida se pregunta, duda, se siente culpable al no saber quién es su dueño. He aquí cuando el individuo hace suya la violencia sistémica. Estos dilemas no solo evitan saciar el hambre sino que nos plantean la situación en la que nos encontramos. Una ética al servicio del capitalismo y no del ser humano en tanto animal (que vive y se desarrolla en un ecosistema). La ética (o, por decirlo con Weber, el espíritu [2]) capitalista no se pregunta «¿por qué pasas hambre?», «¿por qué te suicidas?» o «¿cuáles condiciones no te permiten comer lo necesario para seguir vivo?». Esta ética te hace preguntarte por el dueño del plato de comida que tienes frente a ti: sangre frita, ajo, tomate y aceite.

Sobre ello nos habla Raúl Cortés en su última obra bajo el elocuente título Los satisfechos. El joven dramaturgo nos adentra en el interior del poder y de sus engaños vestidos de ética, como ya hiciera en otras de sus obras [3], a través de un retrato de la jambre. La doble propuesta del teatro de la decepción de nuevo en escena: una contra-ética y una contra-estética de resistencia que nos lleva a la intersección entre teatro y justicia, más allá de los malheridos (pero siempre coloniales) derechos humanos. La pregunta, planteada en el acápite del texto por Wilhelm Reich, no es por qué el hambriento roba, sino por qué no roba. O podríamos decir: por qué no se ocupan casas deshabitadas, por qué no se permite prestar ayuda a quien la solicita, por qué hemos de pasar por el filtro de las instituciones para poder convivir, etc.

Frente a la belleza burguesa, la estética deformada de lo no-bello como lo no-dicho que es capaz de retorcer, degenerar y desestabilizar el sistema. Una contra-estética que denuncia los crímenes contra la humanidad (animalidad) perpetrados por el capitalismo y sus cómplices. Un plato de comida, no precisamente apetecible, aislado en un velatorio, sin un dueño que lo reclame y sin barreras que impidan el acceso para ser comido. Sin embargo, es capaz de dominar el cuerpo y el alma de los ahí congregados: un cura, una prostituta y un sepulturero. Los ausentes son aquellos que no pasan hambre, los que quedan saciados y abandonan los restos de sus banquetes. Las normas (no solo en su sentido estrictamente jurídico, sino también social y moral) de los satisfechos, ausentes pero siempre presentes en la boca abierta y en los ojos desencajados de los tres hambrientos, forjan muros (abstractos) que mantienen inaccesible el plato de comida. La sacrosanta propiedad privada, que hace saltar las alarmas cuando alguien coge un paquete de legumbres del supermercado, nos convierte en ciudadanos débiles, dóciles, pasivos, manipulables; en definitiva, por decirlo con Juan Ramón Capella, siervos [4].

Tres alimañas se tropiezan en un velatorio. La pesadumbre de la vida se refleja en sus rostros. Se entierra el hambre y con ella también se entierran ellos mismos. Los únicos supervivientes: sus piojos. Trampantoso, el sacerdote, reclama la resignación y el sacrificio como medio redentor para ganarse el Cielo ante aquella propiedad que no les pertenece («Todo, absolutamente todo en la vida tiene dueño. Tiene dueño el cántaro que va a la fuente, y la fuente tiene dueño también. Y hasta el agua que lo colma tiene dueño porque, si no es de nadie, pertenece a Dios. ¡Así que… esperemos!», pág. 28). Piernavieja, gitano y sepulturero de profesión que anda harto de enterrar a muertos ahorcados por la violencia sistémica, reclama comer para vivir («Comer cuando se tiene hambre, venga el pan de donde venga, nunca será robar», pág. 51). La Enjuta, trabajadora sexual (lo que el sistema llama puta), media entre aquellos dos piojosos («¿Tan grave es el delito de pasar hambre?», pág. 38). Los tres, el mismo hambriento, discuten sin perturbar el silencio de la noche de aquellos «[el hambre tiene la cara de aquellos] que usan la harina para empolvar sus pelucas, la harina de pan que no preña nuestras mesas» (pág. 42).

Más allá del drama humano, la dramaturgia de Raúl Cortés nos pone sobre la mesa el Yo libre del capitalismo y la ocultación de la imagen vital de la explotación. Efectivamente, el capitalismo inventó al sujeto libre: se produce incesantemente la libertad que ha de ser consumida a cada instancia (libertad de mercado, libertad de comercio, libertad de consumo, etc.). Pero para que funcione se necesitan una serie de tecnologías de disciplina y regulación —por decirlo con Foucault, mecanismos disciplinarios y dispositivos de seguridad [5]— que produzcan la población idónea para esta nueva racionalidad de gobierno.

El Yo libre lo es precisamente porque se ha borrado la imagen vital de la explotación. No es que el capitalismo, como cualquier otro modo de producción histórico, no sea un sistema de explotación, sino que, al contrario, ha conseguido naturalizarla, borrar su imagen. De ahí que la lógica del sistema convierta a la huelga o a los sindicatos —los actores tradicionales que eran capaces de mostrar la explotación— en simples espectáculos de un parque temático.

Eso es lo que precisamente se exhibe en esta nueva obra del teatro de la decepción: la falta de libertad del Yo porque precisamente la explotación es visible, a pesar de la ausencia de los satisfechos. Raúl no borra la explotación. Al contrario, la parodia en la jambre. Rastrea (y recupera) el aura del teatro, por dura y terrible que esta sea, a través del margen, del artesano y del taller, y de esta forma desenmascara al sistema. Si, como nos enseña Juan Carlos Rodríguez, la matriz ideológica del esclavismo estuvo constituida por la relación Dueño/esclavo y la del feudalismo por la relación Señor/siervo, la matriz ideológica del capitalismo no puede ser otra que la relación Sujeto/sujeto [6]. Si en las dos primeras es bien obvia la situación de desigualdad (se diferencian nítidamente los explotadores de los explotados), en la tercera ambos aparecen iguales. He aquí uno de los logros de la revolución burguesa: la igualdad ante la ley. Pero esta igualdad formal, junto a la libertad también formal del Yo, enmascaran las desigualdades materiales. Por eso la diferencia entre el Sujeto y el sujeto radica en el uso de la mayúscula, esto es, unos son más sujetos que otros y lo son precisamente porque se confunde la realidad histórica con la evolución de la especie. Es aquí cuando se produce la naturalización del sistema.

Por eso los satisfechos están ausentes. No necesitan materializarse en un cuerpo, pues son pura forma abstracta. Podríamos decir, en términos normativos, que se trata de una anomia, de un estado de excepción que ha devenido regla [7]. De ahí que los satisfechos sean más sujetos que aquel decadente trío hambriento. Con la simple decisión de arrojar los restos (el detritus) de la comida consiguen explotar a esos sujetos con minúscula. Por eso los ancianos que se suicidan no tienen nombre. Por eso, ante su ausencia, Piernavieja solo pueda clamar: «mi aspecto es la vergüenza de los satisfechos» (pág. 54).

Frente a la violencia sistémica que nos hace plantearnos si comer aquel plato de sangre frita no podemos más que resistir a través de la disidencia y el exilio, como señala Eugenio Barba (Odin Teatret) en el epílogo de la obra de Raúl Cortés. Por decirlo con un concepto benjaminiano, se hace precisa aquella medialidad sin fines en que consiste la violencia pura [8]. En una de las acotaciones del texto podemos hallar su rastro: «horca, exilio o sumisión…Cada cual arderá en la hoguera que elija» (pág. 38).

 

Notas

[1] Žižek, S., Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Ed. Paidós, Barcelona, 2009.

[2] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Ed. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2003.

[3] Especialmente, Cortés Mena, R., Trilogía del desaliento, Ed. Lläut&Sensenom, Barcelona, 2010. Sobre el teatro de la decepción desarrollado por el autor, Cortés Mena, R., «Teatro de la decepción», comunicación presentada en las jornadas Prácticas artísticas-políticas-poéticas, hacia la experiencia de lo común, 2010.

[4] Capella, J. R., Los ciudadanos siervos, Ed. Trotta, Madrid, 2005.

[5] Se ocupa del paso de la razón gubernamental liberal a la neoliberal con la consecuente producción de una sociedad convertida en una disciplinada empresa Foucault, M., El nacimiento de la biopolítica, Madrid, Akal, 2009.

[6] Desde su prima obra hasta la última publicada, Juan Carlos Rodríguez ha insistido en la historicidad de la literatura y su relación con las condiciones ideológicas características de las formaciones sociales burguesas. Rodríguez, J. C., Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas, Ed. Akal, Madrid, 1974. Su última obra Tras la muerte del aura (En contra y a favor de la Ilustración), Editorial de la Universidad de Granada, 2011, dedica especial atención a la creación del Yo libre y a la ocultación de la explotación, así como a la relación Sujeto/sujeto, pp. 7 a 36.

[7] Se hace referencia a la conocida sentencia de Benjamin: «La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el que vivimos es la regla». Benjamin, W., «Sobre el concepto de historia», en Obras, Libro I, vol.2, Ed. Abada, Madrid, 2008, tesis VIII.

[8] Benjamin, W., «Por una crítica de la violencia», en Obras, Libro II, vol.1, Ed. Abada, Madrid, 2007, pp. 183-206.

 

[Daniel J. García López es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Almería. Contacto: danieljgl@ual.es]

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2013

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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