Skip to content

Albert Recio Andreu

Cuaderno de depresión: 18

Juventud encadenada

Ser joven implica estar inmerso en un proceso vital que transcurre entre la infancia y la edad adulta; entre la escuela y el mundo laboral; entre la familia en que uno ha nacido y la emancipación; entre los sueños de un futuro impreciso y el encasillamiento en la cotidianidad de la edad media. Es un tiempo de aprendizaje, de experimentación, de cambio, también de frustraciones, de renuncias, de elecciones. Una etapa que el cambio económico y social propiciado por el desarrollo del capitalismo maduro ha alterado en sus modos y su duración. Aunque las historias personales de cada cual pueden diferir enormemente, el modelo dominante hasta finales de los años sesenta fijaba el final de la juventud antes de los veinticinco años. Cuando una gran parte de la gente había culminado su proceso de educación-formación, se había entrado en el mercado laboral (especialmente los jóvenes de sexo masculino) y en bastantes casos se había contraído matrimonio. En las cinco últimas décadas, este proceso se ha prolongado considerablemente y las experiencias se han diversificado. Las causas que han provocado este cambio son diversas: prolongación del proceso de educación formal, cambios en la estructura familiar, consumismo, cambios en las relaciones entre los sexos… y, cómo no, transformaciones del modelo laboral. Hoy en día incluso los análisis estadísticos tienden a considerar jóvenes a las personas hasta los treinta años de edad. Pero, en todo caso, persiste la condición de tránsito que siempre ha caracterizado a la vivencia de la edad joven.

Desde siempre, en el plano laboral este tránsito ha dado lugar a una posición de fragilidad, con la formación de figuras laborales específicas: aprendices, becarios, meritorios, botones… Una situación que se justifica por la presunta existencia de un proceso formativo. También desde siempre, la juventud es uno de los grupos que experimenta con mayor intensidad las caídas de empleo en las recesiones. Hay dos mecanismos básicos que explican esta incidencia más acusada. El primero actúa de forma casi automática: cuando la coyuntura se tuerce, las empresas dejan de contratar nueva mano de obra (siempre es más fácil y menos traumático dejar de contratar que despedir), lo que corta de raíz el acceso al empleo a quienes están ingresando en el mercado laboral. El segundo es que, al ocupar puestos de trabajo menos consolidados, son firmes candidatos a perder el empleo cuando las cosas empiezan a ir mal. Las transformaciones productivas de los últimos años han acrecentado la importancia de estos empleos precarios juveniles, e incluso es visible que existe un segmento de actividades en las que mayoritariamente se emplea a jóvenes: tiendas de moda, restaurantes de comida rápida, actividades de ocio, etc. Su presencia se explica en parte por la forma en que están diseñados estos negocios, la imagen que la empresa quiere ofrecer, la relación con la clientela… Pero tiene también mucho que ver con la plasticidad, la disponibilidad y el bajo precio de esta mano de obra. Las mismas transformaciones que han propiciado el alargamiento de la vida juvenil proporcionan las condiciones de esta adaptabilidad de los jóvenes a las demandas del capital.

La combinación de pulsiones consumistas y soporte familiar convierte a la juventud en un ejército de reserva adaptable a empleos con pequeños ingresos, de corta duración, inestables, puesto que, si bien estos no les permiten cubrir sus necesidades vitales, les garantizan el acceso a los bienes de consumo que exige su particular estatus social. Hay una clara conexión, al menos en España, entre esta situación y la prolongación de la edad de emancipación. Por otro lado, el proceso formativo al que se encuentran sometidos da lugar a una trayectoria laboral paradójica en que la precariedad es la norma. Por un lado, cuanto más largos son los procesos formativos (y muchos se han prolongado ostensiblemente), más probable es que los mismos incorporen situaciones de precariedad laboral en grados diversos, desde el becario universitario al estudiante en prácticas, pasando en algunas profesiones por la experiencia del trabajo gratuito como puerta de entrada a una improbable carrera profesional (el vocablo meritorio, hoy en desuso, define bien esta situación, la de un no-empleado, la del que hace méritos para llegar a algo). En muchos casos, estos “empleos formativos” se combinan con los “empleos alimenticios” no formativos en actividades en las que también concurren jóvenes sin un alto nivel de educación formal. Evidentemente, los jóvenes se diferencian unos de otros por muchas razones —sexo, origen nacional, nivel educativo y clase social—, y por tanto la forma en que suceden estos procesos es diversa. Para la juventud de bajo nivel educativo y origen obrero, el modelo predominante es el del empleo en estos segmentos juveniles de los servicios (o durante mucho tiempo, solo para los chicos, la construcción). Para los jóvenes con estudios, su presencia en el mercado de empleos juveniles de bajo nivel está en proporción inversa al estatus social de sus familias, del mismo modo que entre ellos podemos encontrar importantes diferencias en el proceso de “meritoriaje”: los más ricos son los que tienen mayores posibilidades de alargar su proceso formativo (incluidas estancias en el exterior), de llevar a cabo una promoción mejor organizada, de establecer relaciones que les permiten entrar en los lugares adecuados. Esta combinación de consumismo, precariedad laboral y carrera competitiva individual (fuertemente interiorizada, especialmente entre las personas con mayor éxito educativo) constituye, en dosis diversas, el modelo dominante de empleo juvenil.

La crisis ha resultado devastadora para este modelo. La destrucción masiva de empleos, primero en la construcción y posteriormente en otros sectores, ha dejado sin expectativas laborales a miles de jóvenes, si bien las cifras del paro juvenil están infravaloradas porque una parte de estas personas han dejado de buscar empleo (han vuelto a la escuela o simplemente pululan por la vida como pueden), pasando a la categoría de “inactivos”. Los recortes del gasto público han cercenado a la vez muchas de las posibles carreras de la gente con estudios, pero también las oportunidades de empleo o reciclaje educativo del resto. La vieja ilusión de las distopías del consumismo y la gloriosa carrera profesional ha desembocado en la pesadilla del “no hay empleo”, “emigra como puedas”, “aguanta hasta que la economía se recupere”. Aun así, el drama va por barrios y unos son mejor tratados que otros. Para unos el estigma de los “ni-nis” está siempre presente y les rebaja a basura social (se prefigura una imagen de vagos, inútiles, inempleables…), mientras que para otros se sigue manteniendo el espejismo del “mejor preparados que nunca”, aunque ahora este epíteto autocomplaciente se traduce en “búscate la vida en otra parte porque aquí tu preparación no sirve de nada” o “hazte emprendedor y créate tu propio empleo”.

Parece claro que una sociedad decente no puede tolerar que millones de jóvenes no tengan un empleo digno ni perspectivas de encontrarlo, y que cualquier programa de acción debe tratar de dar respuestas a esta juventud que ahora percibe un horizonte negrísimo. Y esto es lo que ha entendido hasta el Partido Popular, que en el último debate del Estado de la nación ha presentado como medida estrella un nuevo programa de empleo juvenil; un programa que, sin embargo, no aporta ninguna novedad esencial: solo ahonda en los mismos defectos que la reforma laboral del año pasado, que la enmienda a peor. Porque lo único que ofrece el PP es más de lo mismo, tanto en materia de generosísimas subvenciones a las empresas contratantes como nuevas modalidades de precarización laboral, con contratos temporales generalizados y la posibilidad de encadenar diferentes formas de contratación precaria (en prácticas y en formación). Un modelo que condena a la gente de menos de treinta años a una precariedad completa (con efectos para el resto de su vida laboral) y que constituirá un verdadero proceso de “aprendizaje” en la sumisión y la miseria con vistas a la edad adulta (siempre que no se prolongue en el futuro la edad para ser considerado joven).

Lo falaz es considerar que los problemas laborales de los jóvenes son fruto de su condición de tales. Son, en cambio, problemas generados por las debilidades y los fallos de la estructura productiva, las políticas macroeconómicas y la ausencia de un planteamiento social que promueva una economía adaptada a las necesidades de la gente. El consumismo y la competitividad individualista han contribuido a minar las ideas de un empleo digno para una vida digna y han atrapado a los jóvenes en una visión del mundo que se ha mostrado fracasada. El problema del desempleo juvenil no puede afrontarse haciendo hincapié en su condición juvenil. Exige, en cambio, transformaciones económicas que garanticen una vida aceptable a todo el mundo, que adecuen la actividad laboral, los procesos formativos y la vida cotidiana en un planteamiento coherente. Para salir de la trampa de más precariedad para combatir el paro juvenil, debemos desarrollar propuestas macro y microeconómicas, de reorganización productiva y de las condiciones de vida, capaces de romper el encadenamiento a la lógica del trabajo precario y el desempleo.

Recesión a la europea

Los últimos datos de crecimiento económico publicados por Eurostat indican que la tenacidad en aplicar políticas de ajuste está dando sus frutos. Casi todos los países de la Unión Europea están en recesión o a punto de entrar en ella. En el último trimestre del año, el PIB de la Unión Europea cayó un 0,3% y el de la zona euro el 0,6%. La caída de la actividad no solo afecta a los países con graves problemas (Grecia, España, Italia, Portugal, Eslovenia…), sino que también alcanza a la todopoderosa Alemania y a otros como Bélgica, Holanda o Dinamarca. Oficialmente, Europa en su conjunto no está en recesión porque dicha situación se da cuando la caída del PIB afecta a dos trimestres consecutivos, y algunos de estos países aún no han alcanzado esta situación.

La otra cara de la moneda es la última estadística publicada por Eurostat, la de personas en riesgo de exclusión (lo de “riesgo” siempre me ha parecido un eufemismo para camuflar lo impresentable, que hay gente que lo pasa rematadamente mal en el plano económico). Se trata de un indicador que combina tres variables: personas en riesgo de pobreza (personas cuya renta está por debajo del 60% de la renta media del país), personas con privación (personas que no pueden satisfacer algún tipo de necesidad básica) y porcentaje de hogares en los que nadie tiene empleo (trata de medir la “exclusión laboral”). Aunque las tres cosas están interrelacionadas, son diferentes entre sí. Por ejemplo, en muchos países los ancianos son pobres en términos de renta pero pueden satisfacer sus necesidades básicas (por ejemplo, tienen solucionado el tema de la vivienda), mientras que otras personas jóvenes con rentas algo superiores al nivel de pobreza pueden tener mayores problemas para pagar el alquiler o la hipoteca. Los datos que presenta Eurostat corresponden a 2011, y, vista la evolución económica en el último año, debemos esperar que los datos de 2012 sean aún peores. El dato agregado es que el índice de exclusión a escala europea se sitúa en el 24,2% de la población. Hay que aclarar que se trata de una cifra que en cada país se mide de forma independiente (es decir, que si un país tiene este porcentaje de pobreza y exclusión quiere decir que casi una cuarta parte de sus habitantes son pobres en relación con el nivel medio de renta y consumo del propio país), de modo que si el dato se elaborara a escala europea (o sea, como si hubiera un solo país) la cifra se dispararía debido a las enormes desigualdades existentes entre los diferentes países. España se sitúa en este ránking por encima de la media, en el 27%, en un nivel parecido a Irlanda (29), Italia (28) y Portugal (27), y lejos de los estados con más pobres (Bulgaria, Lituania, Rumania) y de los más igualitarios (República Checa, Noruega, Islandia, Suecia…).

Las razones de la pobreza y la desigualdad son estructurales; tienen que ver con la larga historia de desarrollo capitalista, generador de enormes desigualdades entre personas y territorios, y también con las políticas que se han llevado a cabo en los diferentes países. Todos los estudios comparativos que conozco muestran que las sociedades más igualitarias lo son porque han desarrollado políticas y mecanismos en esta dirección, tanto en el plano de la política fiscal (impuestos y gasto público) como en el de la distribución primaria (desigualdades de salarios especialmente). Pero parece claro que la razón del agravamiento de la situación son las políticas adoptadas de austeridad y de competitividad basada en la devaluación salarial.

En un mundo organizado bajo otras instituciones, una caída del PIB del 0,5% podría ser irrelevante. Podría significar simplemente que hemos renunciado a producir algo innecesario o inadecuado, y por tanto que hemos trabajado menos. En las sociedades actuales hay mucha producción superflua, innecesaria o directamente dañina, cuya desaparición no causaría ninguna merma de bienestar social (sino que posiblemente la aumentaría). Pero, en las sociedades capitalistas, cualquier caída de la actividad se traduce en un desastre social en forma de quiebras empresariales, despidos masivos, desempleo y pobreza. Si, además, la caída de la actividad privada va acompañada de una reducción del gasto público, el resultado es el desastre total, el que ya estamos padeciendo muchas de las personas en numerosos países. Por eso la política de recortes impuesta por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional puede tildarse sin ambages de irresponsable y criminal. Resulta hasta cierto punto cínico que en un documento reciente del economista jefe del FMI, Oliver Blanchard, se reconozca que se ha minusvalorado el impacto de las políticas de recorte público, cuando al mismo tiempo su institución (y la Unión Europea) sigue insistiendo en la inevitabilidad y la bondad de las mismas. La infravaloración de los impactos positivos de la actividad pública y la minimización de los costes sociales (voluntarios o involuntarios) generados por la actividad privada han constituido uno de los ejes centrales del discurso neoliberal. Y, a pesar de que la crisis ha puesto de manifiesto su falacia, no han perdido ni un gramo de contumacia a la hora de imponer políticas a los despavoridos habitantes de los estados con problemas.

Merkel, Rehn y sus adláteres están consiguiendo imponer una austeridad que lleva al decrecimiento, no por la vía del ajuste racional que proponen sectores del ecologismo político, sino por la vía irracional del caos y el deterioro de la vida social. Y van a conseguir que, como ocurrió anteriormente con otras políticas irracionales propugnadas por las élites alemanas, al final la casa les caiga encima a ellos mismos. El hecho de que la Alemania que impone ajustes esté también en recesión, o a las puertas de la misma, es el resultado directo de aplicar políticas de ajuste que acaban teniendo un efecto bumerán, aunque este efecto tendría que ser muy potente para que les obligara a realizar un cambio de rumbo.

Cuando el fracaso de unas políticas es evidente y quienes las aplican se empecinan en ellas, solo queda la salida de forzar cambios desde fuera. Y para ello hace falta combinar la movilización, la crítica a los resultados (para deslegitimar su acción) y las propuestas. Estas últimas deben ir encaminadas en una doble dirección: a corto plazo, la interrupción de la austeridad pública y su sustitución por políticas expansivas orientadas a la generación de empleo y bienestar social y a impulsar políticas de reestructuración productiva orientadas a la sostenibilidad; y, en todos los plazos, introducir transformaciones institucionales orientadas a reducir las desigualdades y generar un nuevo marco de organización económica que, entre otras cosas, evite que una pequeña caída del nivel de producción se traduzca en un drama social.

El mercado de la corrupción

La nueva tanda de revelaciones sobre las cuentas del PP y los diversos affaires que afectan a la familia Pujol y a diversos líderes locales de CiU y del PSC en Catalunya, ha vuelto a poner en la picota a los políticos profesionales. Sin duda el nivel de los casos de corrupción, la sucesión de escándalos, es tan elevado que no permite solventarlos con el viejo esquema de “es imposible evitar que se cuele algún corrupto”. Se trata de un problema estructural, que afecta tanto a la esfera política como al poder económico, a la forma en que se desarrolla la cooperación público-privada. La corrupción ha existido siempre, pero ha crecido en la fase neoliberal.

El nivel de corrupción español tiene una relación directa con lo que podríamos llamar “neoliberalismo mediterráneo”, que caracteriza a nuestra estructura productiva. Por una parte, el enorme peso del sector inmobiliario-turístico, que ha protagonizado una buena parte de la corrupción a escala local. El mapa de esta corrupción es muy extenso, pero su peso aumenta en todo el litoral mediterráneo e insular, donde la presión urbanística ha sido mucho mayor y las posibilidades de obtener ganancias, importantes.

El otro gran eje han sido las contratas públicas, un campo siempre abonado a ello en todas partes (hace unos años, el autoritario gobierno de Singapur acusó a la alemana Siemens de ser la empresa más corrupta del mundo, y la huella de los contratistas alemanes y de otros países se advierte en los problemas de la deuda griega, ligada a las obras de los Juegos Olímpicos). Pero en el caso español tiene mucho que ver la vieja relación del gran poder económico, ligado al capital financiero, con el Estado. Venimos de la España de La escopeta nacional. De un modelo que salió poco tocado de la transición y que se reconvirtió exitosamente con el apoyo de las políticas neoliberales. En la mayor parte de las grandes empresas del país, el papel del sector público como cliente principal o regulador amigo está presente. En muchos los nexos con la vieja política son claros, como lo ejemplifican casos como el de Villar Mir, ex ministro del tardofranquismo (propietario de OHL, una de las que aparece en el listado de Bárcenas, y de un importante grupo industrial obtenido con importantes ayudas públicas provenientes de la reconversión industrial); o la familia March, la que financió el avión con el que Franco inició el golpe de Estado, principales propietarios de ACS; o la familia Del Pino, cuyo patriarca creó Ferrovial (implicada en el caso Palau) siendo director general de Ferrocarriles y cuñado de un ministro de la época; o Florentino Pérez (el socio de los March en ACS), que inició su andadura como concejal de UCD en Madrid; o sus socios los Albertos, hijos respectivamente de un ministro y de un alcalde franquista de Madrid. Las privatizaciones de empresas públicas en la década de los noventa favorecieron el acceso de otra camada de empresarios-amigos del poder a una nueva gama de altas empresas. En unos mercados opacos donde las decisiones políticas son cruciales para determinar la escala del negocio y la rentabilidad, no parece exagerado esperar que la corrupción florezca como uno de los mecanismos por los cuales las empresas “compiten” para llevarse el premio (de la misma forma que el doping es una posibilidad real en un mundo deportivo en que lo único que importa es ganar o batir una marca). Hablar de mercados competitivos en sectores que explotan servicios públicos suena a entelequia. Todo el mundo que los ha estudiado en serio ha descubierto su enorme opacidad, la incapacidad real del Estado de controlar el día a día de estas empresas, su capacidad de manipular el mercado real.

La corrupción es escandalosa y está claramente anclada en el actual modelo de gestión pública. Y por ello resulta aún más insoportable que sean los mismos políticos que han tolerado, ignorado y participado en esta situación quienes propugnen reforzar la colaboración público-privada y ampliarla a nuevos campos, incluso procediendo a facilitar la gestión de servicios públicos a empresas sin experiencia alguna en el sector (como ha ocurrido recientemente en Catalunya, donde la Generalitat ha concedido la gestión de un Centro de Atención Primaria en L’Escala a la empresa Eulen, un grupo dedicado a la limpieza, la vigilancia y la gestión de ETTs) alegando motivos de eficiencia.

Romper con la corrupción pasa sin duda por una reforma de los sistemas de representación política, la financiación de los partidos, y la transparencia y argumentación de las decisiones públicas. Pero pasa también por una reestructuración de las formas y el funcionamiento del mundo empresarial, el mercado y las políticas públicas, por poner punto final al insoportable poder de un puñado de empresas que actúan simplemente como muñidores de las arcas públicas, generando importantes costes sociales a la población en forma de condiciones laborales degradadas, servicios caros y a menudo deficientes, parasitismo social y degradación de la vida pública.

28 /

2 /

2013

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

+