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Mario del Rosal Crespo

¿A quién sirve el Banco Central Europeo?

La visita del actual presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, antiguo vicepresidente de Goldman Sachs International (2002-2005), presidente de la comisión italiana de privatizaciones (1993-2001) y consejero honorario de la Brookings Institution (desde 1993), ha despertado una notable expectación entre la opinión pública española. La razón fundamental es, probablemente, la sensación general que el ciudadano tiene de que este organismo, como el resto de instituciones de la esfera de la Unión Europea, no sólo no está ayudando a España a afrontar la crisis, sino que está acelerando sus peores efectos sobre la clase trabajadora y las capas más débiles de la sociedad.

Y, sin embargo, esta indignación no pasa de ser más bien intuitiva debido al desconocimiento general que hay en relación a las funciones concretas que el BCE des arrolla y sus consecuencias. ¿A qué se dedica el BCE? Y, sobre todo, ¿a quién sirve el BCE?

Esta institución, cuyas raíces beben directamente de las teorías monetaristas desarrolladas por la Escuela de Chicago, diseñadas por el Fondo Monetario Internacional e implementadas por los pioneros del neoliberalismo (Thatcher, Reagan y Pinochet), tiene un objetivo único —el control de la inflación—, un prohibición expresa —financiar directamente a los Estados— y una condición necesaria —su independencia política—.

La inflación como obsesión

Las teorías monetaristas afirman que la inflación es uno de los principales problemas que afectan al funcionamiento de la economía capitalista y que los prejuicios que genera ponen en peligro la eficiencia y la competitividad, lo que provoca, además, importantes daños a algunos de los grupos sociales más débiles, como los pensionistas o los asalariados. Estos argumentos —tan caros al Bundesbank y a su álter ego, el BCE— esconden otras razones: el problema que la inflación supone para los acreedores —es decir, la banca— y, sobre todo, el hecho de que el control de la inflación es la excusa perfecta para implantar una política económica destinada a imponer la contención del salario real y la reducción del salario relativo (esto es: la parte del PIB que revierte en los trabajadores a través de los salarios).

No se trata de discutir si la inflación es o no tan mala como la pintan, sino en aclarar cuáles son los factores que realmente la provocan. Y es justo aquí donde el alma monetarista del BCE se hace evidente, puesto que sólo tiene una respuesta para ello: los salarios. El resto de factores, como la monopolización y cartelización de los mercados o la dinámica de lucha social por los ingresos, son sistemáticamente olvidados. El resultado es obvio: puesto que los salarios son los únicos culpables de la inflación, sólo se puede acabar con ella conteniéndolos o, en lo posible, reduciéndolos. Las estrategias para lograrlo son lamentablemente bien conocidas por todos: ataques constantes a los sindicatos, degradación imparable de los derechos laborales, segmentación de la clase trabajadora, notable tolerancia ante el paro crónico y creciente, etc.

La actual crisis no es más que una nueva vuelta de tuerca en una estrategia que lleva funcionando a pleno rendimiento desde la fundación del BCE (1998) y el nacimiento del euro (1999). Los resultados a lo largo de estos catorce años han sido ciertamente exitosos para el capital, como lo demuestra el hecho de que el salario relativo se haya hundido en toda la zona euro desde su implantación o que, en el caso extremo de España, incluso el salario real haya caído.

Prohibición de financiar a los Estados

Los estatutos del BCE prohíben que esta institución financie directamente a los Estados miembros de la zona euro y confirma su total irresponsabilidad ante la deuda soberana de los países. Con ello se pretende, según las teorías dominantes, estimular la responsabilidad de los gestores del erario público y fomentar el equilibrio presupuestario.

La intención real de esta política es bien distinta: abrir en canal un gigantesco espacio de negocio para los capitales privados. El resultado es tan lucrativo para unos pocos como dramático para la mayoría: la burbuja especulativa de la deuda pública. Esta burbuja obedece a una dinámica tan sencilla como perversa: la eliminación radical de la posibilidad de beneficios especulativos en el mercado europeo de divisas a raíz de la puesta en marcha de la moneda única, unida a las inmensas posibilidades que ofrece la desregulación total del movimiento de capitales y su sofisticación técnica, empuja a los grandes fondos al mercado de bonos públicos. Y como el BCE se niega sistemáticamente a facilitar financiación a los Estados, cuando éstos se encuentran con problemas financieros graves derivados de la escasez de ingresos o el exceso de gastos generados por la crisis, no tienen más remedio que acudir a estos mercados, donde los grandes fondos privados los esperan como agua de mayo para hacer su agosto.

Y, para mayor ignominia, el BCE decide abrir la barra libre del dinero barato a la banca con la supuesta intención de que el crédito fluya a empresas y consumidores. Pero el resultado no es otro que más madera para la especulación con la deuda pública. El mecanismo no puede ser más palmario: al capital financiero le basta con el simple trámite de prestar a los Estados a tipos abusivos dinero obtenido del BCE a tasas históricamente bajas. Esta dinámica hace que las instituciones financieras y los grandes fondos se conviertan en los beneficiarios directos de un trasvase masivo de ingresos de los contribuyentes a la banca y los fondos especulativos. De ahí que el BCE, cual bombero pirómano, esté avivando constantemente el fuego de la especulación con deuda pública.

Por lo tanto, no hay que buscar las razones de la pertinaz caída de los salarios sólo en los efectos de la crisis mundial o en las criminales contrarreformas laborales, ni la subida de la prima de riesgo únicamente en los veleidosos “mercados”, sino, además, en la intolerable estrategia de un BCE que, en total sumisión al capital financiero, se desentiende de sus obligaciones como banco central, demostrando diariamente su desprecio por la ciudadanía y su falta genética de voluntad para ayudar a la recuperación económica.

Independencia política

Es impensable que este tipo de estrategias radicalmente contrarias al interés público puedan llevarse a cabo durante mucho tiempo a menos que la institución encargada de ponerlas en práctica esté protegida firmemente frente al contrapoder que la democracia puede representar. Para ello, el BCE ha cimentado sólidamente su omnipotencia autocrática sobre la base de la creencia insistentemente disfrazada de ciencia económica según la cual algo tan complejo técnicamente y con efectos a medio y largo plazo como la gestión monetaria debe dejarse en manos de “expertos” independientes del poder político. Así, liberados de la cortedad de miras de gobiernos preocupados por las próximas elecciones y del populismo que esto puede engendrar, los técnicos del BCE, perfectamente ajenos a la democracia y totalmente irresponsables de sus actos, supuestamente podrán implementar la política monetaria que debe hacerse, sea o no del agrado de los ciudadanos. “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, que dirían los antiguos. O, en román paladino: el despotismo ilustrado.

Aunque esta convicción profundamente antidemocrática no es exclusiva del BCE, esta institución es un caso único en el mundo por su extremismo, no igualado ni por la Reserva Federal de los EE.UU. ni por ningún otro banco central en el ámbito de las economías capitalistas desarrolladas. El resultado de esta pretendida independencia política sólo puede ser uno: dejar el poderoso brazo de la política monetaria directamente en manos del capital financiero, arrancándoselo al Estado, y convirtiendo a la clase trabajadora en espectador impotente de su propia ruina.

Así pues, ¿a quién sirve el BCE?

 

[Mario del Rosal Crespo es doctorando en economía internacional por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de economía de bachillerato. Este artículo se publicó en rebelión.org]

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2013

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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