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Albert Recio Andreu

Huelga de limpieza: trabajadoras invisibles, trabajos básicos para la vida

Hace unos días los medios de comunicación dieron noticia de una huelga del personal de limpieza del hospital de Alacant. El hospital era un verdadero foco de porquería y sólo seguía funcionando porque se habían impuesto los servicios mínimos en las áreas más sensibles (quirófanos, urgencias, laboratorios). De haber sido una huelga total, el hospital se habría cerrado a las pocas horas de iniciarse el conflicto. Es dudoso que en los días que duró no hayan proliferado los casos de infección en los internos.

Otra huelga de limpieza de hace un par de meses provocó el cierre de las escuelas de Jerez.

Lo que ponen de manifiesto estos conflictos es la importancia del trabajo de limpieza, su papel crucial en nuestras condiciones de salud. Un trabajo que se caracteriza a menudo por su “invisibilidad”. Una invisibilidad que existe cuando el trabajo ha sido bien realizado (notamos más la suciedad que la limpieza), en muchos casos en horarios diferentes a los del resto de actividades (en muchos sitios la limpieza se realiza a primera hora de la mañana, al final de la tarde, por la noche), considerado como poco cualificado (como si cualquiera fuera un buen limpiador…: en mi universidad hay profes que ni siquiera “saben” utilizar la escobilla tras usar el retrete), propio de mujeres poco educadas… Y que en verdad es un trabajo que requiere de mucho esfuerzo y dedicación, mal pagado (y los bajos sueldos se combinan con la proliferación de empleos a tiempo parcial, con lo que el salario total es francamente deplorable), a menudo realizado en horarios indeseables, y que comporta cierto estigma social. 

Y es que parte de la hegemonía cultural neoliberal pasa por subvertir el orden de las cosas y menospreciar las actividades de la gente común. En una investigación europea reciente (www.walqing.eu) sobre cinco sectores de bajos ingresos (catering, limpieza de edificios, recogida y tratamiento de basuras, atención domiciliaria a personas mayores y construcción), hemos podido constatar algo de Perogrullo: Que estos trabajos manuales, realizados por gente empobrecida, en muchos casos por mujeres, son trabajos básicos para la vida y el bienestar. Que un colapso en estas actividades hace imposible un buen funcionamiento social. Que en muchos casos se requieren habilidades, aprendizajes y actitudes que no pueden reducirse a la idea de descualificación. Que tales habilidades padecen un continuo estigma social. Y que las políticas de recorte del gasto público y de liberalización de las relaciones laborales tienden a empeorar aún más las condiciones de estos empleos (aunque persisten las diferencias entre países, siendo los nórdicos los que siguen garantizando condiciones laborales y profesionales claramente mejores)

Lo que ocurre con estos sectores puede aplicarse a otros parecidos. Es, en parte, una constante de la historia social. Los trabajos comunes, los que garantizan la vida, son considerados como tareas inferiores realizadas por gentes inferiores, mientras que lo excelso es lo que realizan las castas dominantes. En las sociedades esclavistas y feudales esto resulta evidente. Pero en las modernas sociedades capitalistas, con una tan extrema división del trabajo, con una notable extensión del sistema educativo, el estigma de los trabajos manuales comunes ha vuelto a reforzarse, generando una brecha social y cultural entre sectores de asalariados. Cabe además destacar que en las últimas décadas los procesos de deslocalización han generado la emigración de muchos empleos manuales industriales (a menudo masculinos, realizados en condiciones sociales y espaciales que favorecían las posibilidades de la acción colectiva) y han dejado a este tipo de actividades difícilmente deslocalizables como el principal espacio de empleos manuales.

No hay duda: la sociedad sería invivible sin este tipo de actividades (tanto las que se realizan en el campo mercantil como las realizadas en la esfera doméstica). En cambio, muchas de las tareas que realiza la gente guay son prescindibles, cuando no socialmente dañinas a pesar de gozar de elevado prestigio social: agentes de la especulación financiera, manipuladores profesionales de conciencias en el mundo del marketing y la publicidad, asesores legales para la evasión fiscal y el abuso legal de los poderosos, periodistas dedicados a vender la jet set, etc. Una inversión de valores que se ha tragado parte de la izquierda al asumir el discurso del capital humano y el valor añadido, un discurso que legítima las desigualdades y desprecia la importancia del trabajo común en general y de las mujeres en particular.

Dicho discurso no sólo tiene una enorme implicación cultural, sino importantes aspectos prácticos. El crecimiento de las desigualdades de derechos laborales ha estado asociado a la creciente utilización de la externalización de actividades “auxiliares”. Esta externalización es una de las mejores vías para la erosión de salarios y derechos laborales, pues a lo auxiliar se lo considera accesorio, y de lo accesorio es siempre de donde se puede rebajar. La externalización y la falta de reconocimiento social —y a menudo las condiciones de aislamiento personal en las que se realizan estas tareas— se traducen en graves barreras a la acción colectiva, y todo contribuye a un deterioro permanente de las condiciones de trabajo. En España, la reciente reforma laboral que pretende erosionar la negociación colectiva sectorial, unido a las políticas de recorte del gasto público, es una clara invitación al deterioro de unas condiciones laborales de por sí malas.

No es posible esperar una gran respuesta social de alguien a quien se le ha reducido a condición de descualificado, prescindible, auxiliar. No es posible defender a la gente común si la sociedad no reconoce que su aportación es básica para el funcionamiento social y debe ser realizada en condiciones dignas. No es posible defender los derechos de trabajadoras y trabajadores si no se les reconoce la importancia de su aportación social. No es posible pensar en una sociedad digna cuando actividades indignas o socialmente cuestionables merecen un gran respeto social y en cambio se denigra a quien realiza actividades básicas. No tiene sentido ni ética promocionar a los productores de bienes de súper-lujo para una minoría social (como los cocineros de cinco tenedores o los diseñadores de ropa de lujo) y no promocionar la importancia de quien cocina, cose, limpia, cuida, repone, prepara bienes y servicios para la mayoría de la población. Aceptando la idea de los trabajos superiores, de la productividad asociada a la educación formal, de la ausencia de cualificación de la gente común, algunos sindicatos y personas de izquierda se han “tragado” el discurso del poder. O han confundido los valores de la gente educada —y hasta cierto punto su elitismo—, con un discurso progresista.

Mi planteamiento no es un cuestionamiento de la ciencia y la educación. Ciertamente el conocimiento, el avance científico, la cultura convencional, son productos sociales provechosos. Pero no puede llevarnos a entender que quienes tenemos empleos asociados a actividades científicas, culturales o profesionales seamos una especie mejor y más necesaria que el resto. Hay mucho de ganga y de inutilidad social en estas profesiones. Y a menudo hay mucho de aprendizaje, de implicación, en gran parte de las actividades laborales manuales. Una sociedad decente debe partir de la necesidad y calidad de todas las actividades básicas. Del adecuado reconocimiento, simbólico y material, de quien las realiza. Y de la prescindibilidad de las actividades que sólo sirven a una minoría o —lo que es peor— que están diseñadas para garantizar su dominación social. En un mundo con una amplia división del trabajo solo hay dos opciones sociales aceptables: una a corto plazo muy difícil, la que pensaba el Marx más utópico —que cada persona pueda y deba realizar actividades de distinto tipo—; otra, la de generar un debate que conduzca a un reequilibrio de rentas, condiciones laborales y reconocimiento social.

Las limpiadoras de Alacant y las de Jerez hicieron huelga porque no les pagaban. Pero seguro que, además de lo inmediato, lo que necesitan y tienen derecho a exigir es un salario digno, el reconocimiento por un trabajo básico, un horario laboral aceptable.

30 /

1 /

2013

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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