La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Ramón Campderrich Bravo
Nota crítica sobre el Anteproyecto de Ley Orgánica de reforma del Código Penal español
El equipo del actual ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, tiene preparado desde verano de 2012 un anteproyecto de reforma del Código Penal coherente con la tendencia experimentada por buena parte del derecho comparado, especialmente del derecho anglosajón, y del derecho español mismo durante las últimas dos décadas, aproximadamente. Esa tendencia viene definida, como es sabido, por un constante incremento de la represión penal y la correlativa reducción de las garantías de los ciudadanos frente a ella. En definitiva, se está sustituyendo un modelo relativamente garantista y de aplicación limitada del derecho penal por un derecho penal maximalista destinado a combatir las reacciones políticas y sociales, individuales y colectivas, generadas por la globalización neoliberal y por su crisis, y a suscitar pánico o resentimiento encubridores de las responsabilidades sociales, políticas y jurídicas de los líderes del capitalismo neoliberal. El propósito de las siguientes líneas es tan solo dar noticia de los aspectos más perversos del anteproyecto, que, si nada ni nadie lo impide, será pronto ley en vigor, dada la mayoría absoluta del PP en el Congreso de los Diputados.
Los escasos medios de comunicación ‘progresistas’ aún subsistentes en España han criticado casi en exclusiva la previsión que se hace en el anteproyecto de una pena de prisión permanente revisable judicialmente (una vez pasados, como mínimo, 35 años en la cárcel) a imponer a los sujetos condenados por delitos de homicidio o asesinato terrorista. Ciertamente, esta medida es incompatible con el artículo 15 de la Constitución española, el cual prohíbe la imposición no sólo de la pena de muerte en tiempos de paz, sino también las penas inhumanas o degradantes –y, en mi opinión, una pena de duración de varias décadas o a perpetuidad es una pena inhumana o degradante-. Pero no es esa, ni mucho menos, la única novedad cuestionable introducida por el anteproyecto. Quizás ni siquiera es la más decisiva o bárbara. La reforma del Código Penal propuesta por Gallardón y los suyos gira en torno a dos ejes, incompatibles con un estado y una sociedad civilizados: (1) la idea de neutralización o ‘inocuización’ de los sujetos catalogados como peligrosos en detrimento de la idea de culpabilidad por el hecho con independencia de la personalidad del autor del delito, por un lado, y (2) la extensión cualitativa y cuantitativa de la represión penal de los “desórdenes públicos”, por otro lado. La aprobación del anteproyecto implicaría una peligrosa deriva autoritaria, totalitaria incluso, si se me permite la expresión, del derecho penal español.
(1) El sistema tradicional penal en España y en los países de su entorno hasta no hace mucho tiempo distinguía con toda claridad entre penas, esto es, castigos impuestos a los autores de los delitos considerados responsables de sus actos, y medidas de seguridad, es decir, medidas de limitación o privación de la libertad impuestas a personas que habían cometido materialmente delitos, pero que eran juzgadas ‘inimputables’, o sea, no responsables de sus actos por razones de edad, psicológicas o patológicas. Las penas y las medidas de seguridad eran alternativas, no cumulativas. El criterio que guiaba esta dicotomía era el de culpabilidad por el hecho: sólo los sujetos que pudieran ser considerados razonablemente responsables de sus actos merecían ser condenados a una pena (de prisión o de otro tipo), merecían ser castigados. Aquellos que no podían ser responsabilizados de lo que hacían, por edad o enfermedad o incapacidad, pero podían volver a manifestar comportamientos antisociales graves, debían ser privados o limitados en su libertad para protegerse de sí mismos y proteger a sus conciudadanos. Este principio liberal de culpabilidad por el hecho (al cual se añadiría más adelante con el llamado “welfarismo penal” el principio de resocialización o reinserción social, hoy olvidado a efectos prácticos) tenía muchos problemas de fondo en cuanto a su fundamentación, y su respeto siempre dejó mucho que desear, pero, al menos, informaba el núcleo de las leyes penales en los regímenes no autoritarios e, insisto, separaba con nitidez penas a imponer a sujetos cuya culpabilidad había sido probada en un proceso judicial y medidas de seguridad a las cuales debían ser sometidos sujetos menores de edad, enfermos o trastornados a quienes no se les podía dejar en libertad sin más.
El anteproyecto rompe definitivamente con esta tradicional distinción entre penas y medidas de seguridad y con el principio subyacente de culpabilidad por el hecho, que ya había comenzado a debilitar la reforma del Código Penal impulsada por el partido socialista en 2010. En efecto, si el anteproyecto llega a aprobarse tal y como está en estos momentos redactado, las penas y las medidas de seguridad ya no serán alternativas, sino cumulativas. El anteproyecto prevé la posibilidad –que se deja a la discreción del juez, por no decir a su decisión puramente arbitraria- de imponer a los sujetos juzgados culpables de la comisión de delitos una pena –por ejemplo, una pena de prisión- y, además, una medida de seguridad, modulada en función de la valoración de la “peligrosidad social” del condenado. Éste, por consiguiente, podrá ser sometido a una medida de seguridad, una vez haya cumplido ya su condena (su pena de prisión, pongamos por caso). Las dos medidas de seguridad de los condenados por la comisión de un delito contempladas en el anteproyecto más intrusivas en su libertad son la libertad vigilada y la “custodia de seguridad” (sí, sí: “custodia de seguridad”, una de las posibles traducciones al español de la palabra alemana Schutzhaft en el uso nazi de la misma, origen de los campos de concentración del Tercer Reich). La primera fue introducida por la reforma de 2010 e incluye medidas como: la obligación de “mantener su [del condenado] lugar de residencia en un lugar determinado con prohibición de abandonarlo sin autorización del Servicio Social Penitenciario”; la “prohibición de residir en un lugar determinado o de acudir al mismo cuando en ellos pueda encontrar la ocasión o motivo para cometer nuevos delitos”; la obligación de “inscribirse en las oficinas de empleo” (¿?); o la obligación de “llevar consigo y mantener en adecuado estado de conservación los dispositivos electrónicos que hubieran sido dispuestos para controlar los horarios en que acude a su lugar de residencia o, cuando resulte necesario, a los lugares en que se encuentra en determinados momentos (…)” –se trata del llamado ‘panóptico electrónico’-. La duración de la medida de libertad vigilada será de entre tres y cinco años, renovables sin límite por períodos sucesivos de cinco años. A diferencia de la libertad vigilada, la infame “custodia de seguridad” consiste en la reclusión en un “establecimiento especial” (¿qué querrán decir Gallardón y los suyos con la oscura y siniestra expresión “establecimiento especial”?) o un establecimiento penitenciario incluso de quien ya ha sido condenado a una pena de prisión por la comisión de alguno de los delitos enumerados en el proyecto de artículo 101 de C.P. y la ha cumplido en la cárcel. La medida de custodia de seguridad puede imponerse nada menos que por un plazo máximo de 10 años. Pero no se crea que terminado el período de custodia de seguridad abandona el convicto, por fin, el sistema de control penal: el proyectado nuevo artículo 101.6 prescribe que el juez deberá imponerle una medida de libertad vigilada. Por tanto, no sólo los terroristas pueden pasarse toda su vida en prisión o bajo el control del sistema penal, sino también otros muchos autores de delitos. Eso sí, quedan excluidos de esta punición draconiana los dirigentes políticos y económicos cuyas prácticas, muchas veces gravemente delictivas, han conducido a nuestro país al marasmo en cual nos encontramos hoy.
¿Qué significa todo esto que se acaba de decir acerca de las medidas de seguridad y su carácter acumulativo en relación con las penas? Pues que, con independencia de las profesiones de fe invocadas en la exposición de motivos del anteproyecto, la idea de ‘neutralización’ o ‘inocuización’ del sujeto catalogado como socialmente peligroso tiende a predominar sobre la idea de culpabilidad por el hecho y, por consiguiente, el modelo de derecho penal por el hecho se ve desplazado, a nivel legislativo incluso, por un derecho penal de autor, al menos por lo que se refiere a un número importante de delitos. Al delincuente no se le priva ya de su libertad, no se le castiga, por haber cometido un hecho legalmente definido como delito a causa de su carácter lesivo de bienes fundamentales merecedores de una protección especial, sino que se le castiga por su personalidad, por su modo de ser, por su inherente peligrosidad para la sociedad. El hecho delictivo deja de ser el verdadero motivo y razón de ser de la represión penal –hasta en el plano legal- y se convierte en manifestación o exteriorización de una personalidad peligrosa, cuyo portador, el autor de delito, debe ser ‘neutralizado’, convertido en inocuo, excluido de la sociedad, ‘eliminado’ durante el mayor tiempo posible. Se rinde tributo retórico a las ideas de culpabilidad por el hecho y resocialización/reinserción social, pero ya no se cree en que los delincuentes sean recuperables para la sociedad ni se está dispuesto a desarrollar políticas que incidan sobre las causas sociales de la criminalidad. En consecuencia, lo único que se puede hacer es mantener encerrados o bajo control penal a los delincuentes, apartarlos de la sociedad hasta que se hagan inofensivos por la edad, por miedo (¡qué ilusos!), por enfermedad o por cualquier otro motivo similar. De ahí la elevación de las penas (el anteproyecto, entre otras vías adoptadas para intensificar la represión penal eleva un buen número de faltas a delito y encubre la maniobra con la supresión de la tradicional distinción en el derecho penal español entre delitos y faltas), el endurecimiento del acceso a la suspensión de la ejecución de la pena de prisión o a la libertad condicional (cuyo tiempo de duración efectiva, por otra parte, no computa a efectos de cumplimiento de la pena), la constante referencia al “pronóstico” sobre la “peligrosidad social” a lo largo del texto del anteproyecto (la cual, por otra parte, sirve para encubrir el excesivo poder discrecional no reglado atribuido a los jueces a la hora de determinar el tipo y extensión material y temporal de la medida de seguridad a adoptar), la indeterminación y falta de precisión intencionada en la descripción de los tipos penales o la dureza del tratamiento represivo del inmigrante irregular delincuente (las penas de prisión cortas deberán ser sustituidas por la expulsión del país, con la prohibición añadida de regresar a España durante un período de tiempo de entre cinco y diez años: una verdadera ‘liquidación’ física mediante su deportación del territorio español del inmigrante irregular ‘peligroso’).
En 1943 el destacado penalista y criminólogo pronazi Edmund Mezger, colaborador en la redacción de un proyecto de ley sobre el tratamiento de los Völksfremde (“extraños a la comunidad”) escribió a propósito de dicho proyecto: “En el futuro habrá dos (o más) ‘Derechos penales’: -un Derecho penal para la generalidad (en el que en esencia seguirán vigentes los principios que han regido hasta ahora), y -un Derecho penal (completamente diferente) para grupos especiales de determinadas personas, como, por ejemplo, los delincuentes por tendencia. Lo decisivo es en qué grupo debe incluirse a la persona en cuestión. (…) Una vez que se realice la inclusión, el ‘Derecho especial’ (es decir, la reclusión por tiempo indefinido) deberá aplicarse sin límites. Y desde ese momento carecen de objeto todas las diferenciaciones jurídicas. (…) Esta separación entre diversos grupos de personas me parece realmente novedosa (estar en el nuevo Orden, en él radica un ‘nuevo comienzo’).” ¿Llegará el día en que el estado español y los de su entorno lleguen a suscribir, casi sin darse cuenta de ello, planteamientos como los de Mezger? Desde luego, el anteproyecto comentado a grandes trazos en estas líneas es un paso en esa dirección.
(2) El otro eje del anteproyecto aquí criticado es el endurecimiento de la represión penal de los “desórdenes públicos”, como se indicó anteriormente. Este eje puede ser descrito en muy pocas palabras. Los “desórdenes públicos” son una categoría de delitos relacionados con la alteración del orden público, entendido éste en el sentido de perturbación de la “tranquilidad de las manifestaciones colectivas de la vida ciudadana” (F. Muñoz Conde) o, dicho más llanamente, como perturbación del ‘orden de la calle’. En suma, se trata de comportamientos, no necesariamente, violentos, que se producen con ocasión de huelgas, manifestaciones, reuniones, concentraciones u otros actos públicos de disconformidad o reivindicativos considerados por el estado una amenaza para la convivencia pacífica (y, también, todo sea dicho, para el status quo). La definición de los tipos penales en este campo debería ser muy cuidadosa, si se quiere evitar que esta clase de delitos sean una mera tapadera para la represión política pura y dura. Pero, desde una perspectiva histórica, su configuración ha sido, por lo general, bastante abierta porque es difícil que el estado renuncie a un instrumento utilizable en el momento oportuno con fines de criminalización de la protesta social o política, especialmente cuando la ira popular se desmanda y se vuelve incontrolable.
El anteproyecto del ministro de in-Justicia y sus asesores modifica el artículo 557, el cual contiene el tipo básico de desórdenes públicos, que queda redactado como sigue: “Quienes actuando en grupo o individualmente pero acaparados en él, alteraren la paz pública ejecutando actos de violencia sobre las personas o las cosas, o amenazando a otros con llevarlos a cabo, serán castigados con una pena de seis meses a tres años. Estas penas serán impuestas sin perjuicio de las que pudieran corresponder a los actos concretos de violencia o de amenazas que se hubieran llevado a cabo”. A continuación, el documento analizado efectúa tres modificaciones esenciales en el texto del código penal en relación con este asunto, reveladoras de sus aviesas intenciones. En primer lugar, introduce un artículo 557 bis, inexistente en el actual Código Penal, cuya consecuencia es elevar la pena de prisión por desórdenes públicos hasta un máximo de seis años (frente al máximo de tres años previsto por el hoy vigente artículo 557), cuando se den ciertas circunstancias vagamente delimitadas (a saber: “cuando alguno de los partícipes en el delito portare un arma u otro instrumento peligroso, o exhibiere un arma de fuego simulada”; “cuando el acto de violencia ejecutado resulte potencialmente peligroso para la vida de las personas o pueda causar lesiones graves [nótese: no es preciso que sea efectivamente peligroso o cause lesiones]. En particular, están incluidos los supuestos de lanzamiento de objetos contundentes o líquidos inflamables, el incendio o la utilización de explosivos.”; “Cuando los hechos se lleven a cabo en una manifestación o reunión numerosa, o con ocasión de alguna de ellas”; “Cuando se llevaren a cabo actos de pillaje”). Se trata de comportamientos que nos pueden parecer moralmente poco aceptables y hasta merecedores de sanción. Pero eso no es lo importante en nuestro análisis: lo importante es subrayar que son conductas esperables de una parte quizás nada desdeñable de la población, a medida que la desesperación y la exasperación provocadas por las inmisericordes políticas de ajuste estructural y el deplorable espectáculo de la desigualdad vayan calando en la gente [*]. Gallardón y los suyos lo saben y preparan la maquinaria del estado para el día de mañana.
En segundo lugar, se cambia por completo la redacción del artículo 559 (el anteproyecto habla falsamente de modificar cuando, de hecho, es un artículo nuevo). El texto del anteproyecto reza así: “La distribución o difusión pública, a través de cualquier medio, de mensajes o consignas que inciten a la comisión de algunos de los delitos de alteración del orden público del artículo 558, o que sirvan para reforzar la decisión de llevarlos a cabo, será castigado con una pena de multa de tres a doce meses o prisión de tres meses a un año.” [**]. Creo que sobran comentarios respecto a los peligros liberticidas escondidos detrás de este artículo. Su uso abusivo puede llegar a ser un nuevo instrumento dirigido a coartar la libertad de expresión. En cualquier caso, este precepto roza, desde mi punto de vista, la previsión de un delito de opinión, un tipo de delito absolutamente inadmisible (como lo es también buena parte de los delitos previstos en los artículos 578, 579.1, 2º párrafo o 510.2 a, b y c, según su nuevo redactado en el anteproyecto, por muy abyectas que nos parezcan cierta clase de opiniones).
Por último, se introduce otro artículo antes inexistente, el artículo 560 bis, cuyo texto es el siguiente: “Quienes actuando individualmente, o mediante la acción concurrente de otros, interrumpan el funcionamiento de los servicios de telecomunicación o de los medios de transporte público y alteren con ello de forma grave la prestación normal del servicio, serán castigados con una pena de tres meses a dos años de prisión o multa de seis a veinticuatro meses.” Se está pensando sin duda alguna en huelgas más o menos ‘salvajes’ u otros actos de protesta que afecten al funcionamiento de las telecomunicaciones y el transporte público, vitales para el mantenimiento sin alteraciones de la vida económica. La ambigüedad del precepto (¿qué es una “alteración grave de la prestación normal del servicio”?) ofrece un amplio margen de maniobra al gobierno, a través del ministerio público, y a jueces socialmente insensibles para enjuiciar y condenar a huelguistas irritados y angustiados por la caída de salarios, la pérdida de puestos de trabajo, las jornadas ampliadas, la precariedad laboral, la subida de impuestos escasamente progresivos que no son utilizados para financiar los servicios públicos, la desaparición de prestaciones sociales y cosas por el estilo.
En resumidas cuentas, el anteproyecto Gallardón, visto en su conjunto, es una primera puesta a punto de la ‘artillería pesada’ encaminada a combatir una creciente conflictividad social y política, individual y colectiva. Una conflictividad tal vez cada vez más violenta, probable producto de la pobreza y la desesperanza. El origen de esa previsible conflictividad está en las dos o tres décadas de globalización neoliberal y su inevitable colapso a partir de 2008, con las particularidades propias de cada país. El régimen político establecido –me refiero a las mal llamadas democracias europeas- es incapaz de transformar, por una mezcla de impotencia, intereses crematísticos y conformidad ideológica, un modelo socioeconómico a todas luces fracasado, agotado. Por tanto, la única vía que le queda es armarse y prepararse para hacer la guerra, dicho esto de un modo metafórico, pero muy expresivo.
[*] A veces, esas desesperación y exasperación se revestirán, por desgracia, de los ropajes del nacionalismo étnico: un modo de esquivar las propias responsabilidades muy socorrido entre las elites políticas, regionales o estatales, dispuestas a jugar con fuego.
[**] Artículo 558: “Serán castigados con la pena de prisión de tres a seis meses o multa de seis a 12 meses, los que perturben gravemente el orden en la audiencia de un tribunal o un juzgado, en los actos públicos propios de cualquier autoridad o corporación, en el colegio electoral, oficina o establecimiento público, centro docente o con motivo de la celebración de espectáculos deportivos o culturales (…).”
27 /
12 /
2012