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Juan-Ramón Capella

Luces y sombras en la vida de Santiago Carrillo

Cuando alguien muere sus obituarios suelen ser hagiografías. En la muerte de Santiago Carrillo este modelo parece ser el habitual, salvo que la derecha rememora una vez más los asesinatos de Paracuellos del Jarama, del que se ha pretendido hacer responsable por omisión a Carrillo. Han pasado tantos años desde aquellos hechos del Madrid asediado, a punto de caer, en circunstancias muy difíciles, que nunca tendremos la certeza indiscutida de lo que ocurrió en el principal episodio de vergüenza para la en aquel momento desorganizada República española, asunto que queda para la minuciosidad y la honestidad de los historiadores.

Este recordatorio de la vida de Carrillo no será precisamente hagiográfico. A Carrillo se le pueden atribuir algunas maldades. Participó en la denigración de «Heriberto Quiñones», un activista moldavo de la III Internacional cuyo nombre verdadero ni se sabe, que reorganizó el Partido Comunista en Madrid en 1940; detenido y torturado, le fusilaron sentado, atado a una silla, porque sus torturadores le habían roto la columna vertebral. El pecado de Quiñones fue obrar por su cuenta y sin órdenes de arriba; la dirección del PCE, en Moscú, plegada a los intereses de la URSS definidos por el pacto germano-soviético, acusó a Quiñones de ser un agente británico. En lo referente a este asunto Carrillo no fue decisivo, pero sí uno más de los que calumniaron a un héroe durante años.

En cambio Santiago Carrillo es plenamente responsable de las acusaciones de traición contra Jesús Monzón. Monzón, un importante cuadro comunista, también actuó por su cuenta ignorando a la inoperante dirección del PCE en Moscú. En los años cuarenta reorganizó eficazmente el Partido Comunista de España en el interior del país y en Francia, reactivó la guerrilla —contra eso había una instrucción explícita de Stalin— e intentó instalar un gobierno de Unión Nacional en el Valle de Arán, invadido por orden suya por las agrupaciones guerrilleras. La política de Monzón es antecedente directo de la política de reconciliación nacional que el PCE adoptaría años después. Carrillo fue enviado por la dirección del PCE en Moscú para acabar con los monzonistas; sometió a extensos interrogatorios a los principales de ellos en París, como Carmen de Pedro y Manuel Azcárate —al segundo, sin embargo, le protegía su especial relación de confianza con Juan Negrín—; y, como delegado supremo de la dirección del PCE en Moscú, le alcanza la responsabilidad por la liquidación de Gabriel León Trilla, un dirigente de la primera hora del Partido Comunista, miembro de su comité central, afecto a Monzón; liquidación ejecutada renuentemente en Madrid por miembros de la agrupación guerrillera dirigida por un héroe como Cristino García; a Monzón sin duda le salvó ser detenido en Barcelona. Santiago Carrillo también colaboró en la defenestración política de Joan Comorera, el principal dirigente del PSUC, acusado de «titista». Viejas historias de una época en que el movimiento comunista se había convertido en una organización manejada por los intereses de estado de la URSS tal como los definía Stalin.

Se trata de sombras lejanas en la vida de Carrillo, pero sombras importantes a fin de cuentas. Estas sombras tampoco pueden ser enjuiciadas fácilmente hoy: no vivimos los años más negros del régimen franquista, y se ha disipado el fideísmo stalinista que nubló los cerebros de algunas generaciones de comunistas. Hasta resulta difícil hablar de ellas porque los herederos intelectuales y morales del genocidio franquista, a quienes en realidad ciertas cosas les traen sin cuidado, lo aprovechan todo para sembrar de mentiras la historia de este país.

El mérito principal de Santiago Carrillo consiste en haber formulado con coherencia la política de reconciliación nacional, que anteponía la recuperación de las libertades democráticas en España a cualquier otro objetivo, y en impulsar una práctica política del partido del que era secretario general coherente con ésta, gracias a lo cual cobraron vuelo en las difíciles condiciones impuestas por el régimen franquista los movimientos sociales, ante todo el movimiento obrero de las comisiones, los movimientos estudiantiles y una miríada de pequeños movimientos cívicos, al tiempo que el Partido Comunista de España se convertía en un gran organismo vivo, con decenas de miles de activistas, y la principal fuerza política de la oposición antifranquista. Sin eso la recuperación de las libertades podría haber sido una aún más recortada entelequia.

La mejor exposición de la propuesta política de reconciliación nacional está contenida en el opúsculo-informe de Santiago Carrillo titulado Después de Franco, ¿qué? Preciso es decir, sin embargo, que Carrillo dirigía su partido dando bandazos. Al texto mencionado le sucedieron primero Nuevos enfoques a problemas de hoy, escorado hacia la derecha, premonitorio de sus decisiones en la transición, que contribuyó a que en el partido comunista se produjeran las primeras defecciones por la izquierda, y luego La lucha por el socialismo hoy, escorado hacia esta última posición después de mayo de 1968, que pese a su título muy poco contribuía a esclarecer la política que debía prolongar hacia el socialismo la democracia formal. Estas oscilaciones pragmáticas eran facilitadas por el poder prácticamente omnímodo que, a falta de democracia interna en la clandestinidad, había conseguido Carrillo en el Partido Comunista. Así pudo fulminar propuestas de línea política alternativas —y a mediados los años sesenta equivocadas— como las que defendieron Fernando Claudín y Jorge Semprún, expulsados de la dirección del partido y del partido mismo cortando las discusiones de raíz, o, más adelante, Carrillo pudo expulsar a los rusófilos tras la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia. Carrillo había cooptado para el ejecutivo y el comité central de su partido a personas de su confianza, que en su mayoría se apartaban sin chistar de la menor expresión de disidencia.

Las decisiones de Carrillo más cargadas de consecuencias para nosotros se produjeron durante la transición. Es posible que la reforma pactada del sistema político que Carrillo acabó apoyando fuera la única vía transitable hacia las libertades dada la correlación de fuerzas entonces. Es posible, sí, aunque nunca se llegó a intentar en serio ir más allá de eso. Carrillo no informaba de sus acuerdos con Adolfo Suárez a su comité central, el órgano al que debía rendir cuentas («Os vais de la lengua», decía). De hecho el PCE se contentó con alcanzar la legalidad. Ahora bien: conseguida la legalización, Carrillo dio un paso que jamás hubiera debido dar. En vez de comprometerse a respetar la legalidad vigente, como hizo el PNV, Carrillo proclamó públicamente además, un 14 de abril para más inri, que el PCE aceptaba la legitimidad de la monarquía, aceptaba la bandera franquista, y reconocía la honorabilidad de las fuerzas armadas que se habían alzado contra la República. Destruyó así elementos básicos de la cohesión espiritual del Partido Comunista, de las idealidades que, al margen de la línea política, constituían un vínculo compartido por todos los activistas del partido. El pragmatismo de Carrillo ni siquiera advertía, más allá de sus acuerdos con el presidente del gobierno —quien claramente le ganó la partida—, que fisuraba el imaginario colectivo de los comunistas. Para acabarlo de arreglar, Carrillo sometió a los dirigentes locales surgidos de la lucha antifranquista a cuadros llegados del exilio, de cultura política autoritaria, que poca idea tenían de las realidades de las luchas cotidianas, y cuya actuación constituyó en su día una poderosa fuerza centrífuga que distanció de la organización a numerosos militantes capaces. El propio Carrillo dio una muestra cómica de lo lejos que estaba de las realidades concretas del país en una sesión parlamentaria, muy posterior a la legalización del PCE, al insistir una y otra vez en que había que dar fuego verde a determinadas propuestas, dejando perplejos a los diputados; el secretario general ignoraba que en castellano los semáforos dan luz verde, y no el feu vert que literalmente traducía.

Lo que ha hecho de Carrillo un hombre de Estado reconocido como tal por todos los bienpensantes fueron otras dos aportaciones suyas a la transición: una, presentar los Pactos de la Moncloa, que significaron una cesión de derechos de los trabajadores, como una victoria; otra, aceptar un sistema constitucional hermético a las demandas sociales, con moción de censura constructiva, irresponsabilidad del jefe del Estado, y pactado olvido tácito de la memoria histórica, entre otras lindezas. Todo muy de agradecer por los partidos de orden, por las instituciones, por la jefatura del Estado. Santiago Carrillo, sin embargo, siempre tendrá en su haber un mérito real: no haberse doblegado a la orden de tirarse al suelo de un golpista armado el 23-F, cuando en el Congreso de los Diputados sólo el jefe del gobierno, el ministro de Defensa y el secretario general del PCE supieron comportarse con absoluta dignidad. Santiago Carrillo sabía perfectamente qué no podía hacer en aquellas circunstancias el dirigente principal de una fuerza política como el PCE, corriera el riesgo que corriese.

No puede sorprender demasiado el final. Carrillo llevó el Partido Comunista a una deserción masiva de sus votantes, fue sustituido primero y finalmente expulsado. Entonces quedó fuera de juego: fundó una agrupación partidaria propia que acabó ingresando en el PSOE sin pena ni gloria, aunque él finalmente no lo hizo o tal vez no le quisieron. Incapaz de reconocer sus errores, pasó el resto de su vida defendiendo en tertulias de los medios de masas y por escrito su política en la transición, insistiendo con sabiduría de político por arriba en que entonces se trataba de aislar a la derecha. Se trataba, naturalmente, de eso; pero no solamente de eso, ni de echarse en brazos del sistema político que ha acabado oprimiéndonos.

Carrillo es un oxímoron para la izquierda real: aciertos mayúsculos y errores graves. A la verdad le repugnaría tanto su apología como una condena sin algún paliativo. Un hombre que es un fumador empedernido hasta sus noventa y siete años ¿no es acaso excepcional?

25 /

9 /

2012

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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