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Andityas Soares de Moura Costa Matos

Estado de Excepción y democracia en Brasil

Tradicionalmente, la expresión “estado de excepción” designa la suspensión temporal de la Constitución, enteramente o en aspectos centrales de la misma como los derechos y garantías fundamentales. Se instaura cuando concurren circunstancias anormales, graves e imprevisibles que amenazan la estructura del Estado de Derecho y que por ello determinan una concentración de poderes, normalmente en torno al Ejecutivo, para la normalización de la situación. Basándose en esa idea, las teorías tradicionales tienden a identificar el estado de excepción con la dictadura y, de este modo, lo oponen a la democracia, como si se tratara de dos realidades diversas. Sin embargo, se incurre así en un grave error, por lo menos por dos razones.

En primer lugar porque es posible la existencia de un Estado democrático dictatorial, como lo prueba la experiencia del III Reich alemán. De hecho, si la idea de democracia quedara restringida a la identificación entre gobernante y gobernados, traduciéndose en mero recuento de votos, sin más distinción, muchos de los regímenes políticos autoritarios del planeta podrían ser considerados “democráticos”.

En segundo lugar, y esto nos parece más importante, es preciso darse cuenta que excepción y democracia no son realidades opuestas. En su obra Estado de Excepción, el filósofo italiano Giorgio Agamben demostró que la excepción autoritaria no es una especie de “negación” del Estado Democrático de Derecho. Al contrario, la excepción habita dentro de la democracia y del Estado de Derecho, motivo por el que es más correcto hablar de “espacios de excepción”. Esta idea es muy útil porque nos permite reflexionar sobre nuestras prácticas político-jurídicas cotidianas y descubrir en ellas estratos de autoritarismo que, a primera vista, nos parecen extraños e inexplicables.

Sólo una lectura crítica de nuestra vida social puede poner de manifiesto que, a pesar de perfección y de la belleza de los enunciados normativos de la Constitución Brasileña de 1988, nuestra democracia se erigió sobre el horizonte de una tradición autoritaria –el gobierno militar se prolongó de 1964 a las vísperas de la Constitución de 1988– que no ha desaparecido de la noche a la mañana, sencillamente por un cambio de leyes y gobernantes. Así, una de las principales tareas del jurista brasileño consiste en denunciar los espacios de excepción que parasitan el escenario político-jurídico nacional. Tres ejemplos demuestran que, efectivamente, el estado de excepción habita en el cuerpo del Estado democrático brasileño. Basta con recordar la violenta desocupación de Pinheirinhos en São Paulo [1], la prohibición, en varias ciudades del país, de la marcha da Maconha [2] y, finalmente, la célebre Ley General de la Copa, que suspende diversas normas jurídicas brasileñas (Ley de licitaciones, Código de defensa del consumidor, Estatuto del niño y del adolescente, Estatuto del enfermo, etc.) para posibilitar la realización del evento futbolístico conforme a la voluntad “soberana” de la FIFA. En esos tres ejemplos se dan situaciones en que derechos básicos como la vivienda, la legalidad de los procedimientos administrativos y la libertad de expresión les son negados a los ciudadanos brasileños.

Esta negación de derechos no es, según sus promotores, “ilegal”, sino plenamente “democrática”, al seguir determinados procedimientos y reglas del ordenamiento jurídico nacional. Lo cual quiere decir que un sistema jurídico democrático puede ser fácilmente utilizado para llevar a cabo propósitos autoritarios. De ahí la necesidad de confrontar nuestra entera tradición mediante una auténtica epoché política –es decir, mediante una puesta en cuestión de todas las fórmulas heredadas– de modo que dejemos de escondernos bajo las fórmulas fáciles de lo políticamente correcto y de lo “democrático”.

Hace no demasiado tiempo, las izquierdas protestaban contra el Estado, entendiendo que era el gran enemigo a batir. Aunque algunos pensadores refinados como Antonio Gramsci indicaran la necesidad de tomar el Estado “por dentro” mediante una “guerra de posiciones”, el pensamiento marxista ortodoxo siempre vio al Estado como un mecanismo de opresión capitalista cuyo destino final era ser superado por el comunismo. Los recientes acontecimientos de la historia mundial demuestran lo inadecuado de tal evaluación, lo cual constituye una preciosa lección a aprender en Brasil. En Grecia y, en mayor o menor grado, en toda Europa, se asiste no a la destrucción del Estado, sino a su transformación en chico de los recados del gran capital internacional. Los planes de salvación económica impuestos a la población europea demuestran que el enemigo a batir ya no es el Estado y sí en cambio el capital especulativo apátrida.

Una sociedad es política, enseña Carl Schmitt, cuando consigue definir con claridad quién es su enemigo. En estos tiempos sombríos de desregulación económica y recorte de derechos sociales, la imposición de medidas de austeridad por istancias semi-autónomas como el Banco Central Europeo demuestra que la división entre países desarrollados y subdesarrollados dejó de tener sentido. Todos los Estados se someten a la voluntad especulativa privada, realizando el antiguo sueño de la Escuela de Chicago. Su principal gurú –el economista Milton Friedman– decía que las decisiones de política económica deberían ser “técnicas” e incumbir a entidades independientes respecto al “corrupto y lento” poder político-estatal.

Según Friedman, sería necesario convertir a los Bancos Centrales en independientes del control del Estado. Está claro que eso solo puede significar que las decisiones económicas son demasiado importantes como para ser tomadas por órganos de representación popular, es decir, por los parlamentos democráticamente elegidos. Se trata de un verdadero “golpe de Estado sin Estado”, inevitable ante la histórica incapacidad de los parlamentos para representar efectivamente a las personas que los eligieron, de modo que quedaría así justificada la apropiación de espacios públicos de decisión por entidades “técnicas” y “neutrales”.

Si aceptamos la ilegitimidad de los parlamentos, parece que la única solución para combatir la “crisis” pase entonces por que el pueblo retome el poder político, lo que exige la movilización efectiva y concreta en torno a un enemigo bien definido: el capital especulativo. Cuando las personas ocupan las calles para protestar contra el 1% de plutócratas que tienen la mayoría de la riqueza mundial, eso no es una señal de crisis sino de salud política. Sólo una reapropiación de los espacios de decisión por el pueblo –lo que no significa recuperar estructuras fuertes de Estado y mucho menos dispositivos de mediación parlamentaria– puede representar una verdadera salida al estado de excepción económico en que sobrevivimos.

 

Notas

[1] El pasado mes de enero, en cumplimiento de una resolución judicial, más de siete mil personas fueron desalojadas violentamente por la policía de las tierras de una empresa quebrada que ocupaban desde 2004, en la comunidad de Pinheirinho (São José dos Campos), cerca de São Paulo. La acción policial dejó numerosos muertos y heridos y el gobierno brasileño ha procurado por todos los medios silenciar el suceso, lo que no ha impedido una contundente campaña internacional de denuncia.

[2] La Marcha da Maconha es la jornada de manifestaciones en favor de la legalización del cannabis que tiene lugar cada año en Brasil. Su prohibición en 2011 desató una represión violenta de las consiguientes manifestaciones ilegales.

 

[Andityas Soares de Moura Costa Matos es profesor de Filosofia del Derecho en la Universidad Federal de Minas Gerais. E-mail: andityas@ufmg.br]

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2012

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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