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Antonio Turiel

Las guerras del hambre

Queridos lectores,

Hay un temor que me atormenta desde hace meses. Bueno, más que temor es una certeza. La certeza de que estamos viviendo los últimos meses antes de un estallido de escala planetaria, en el que las múltiples contradicciones de nuestro sistema económico y de explotación de recursos no podrán ser soslayadas o evitadas por más tiempo y que romperán con toda su intensidad, haciendo que el descenso por el lado derecho de la curva de Hubbert sea más abrupto que lo que nos marca la idealizada previsión inicial. Varias crisis se están desarrollando ahora mismo, pero nuestra atención está fijada en la crisis económica que sufrimos cada uno en nuestro país respectivo (sin ver que todos los países están en similar situación), mientras que nuestros medios de comunicación prácticamente sólo tienen ojos para la crisis financiera (puesto que ésta es la que más interesa al gran capital, quien es a la postre quien posee y financia estos medios). Y todas las demás crisis que se están desarrollando pasan por completo ignoradas, cuando en realidad están más conectadas de lo que pensamos con nuestras más cercanas preocupaciones. De todas esas otras crisis ignoradas, hoy destacaré tres que forman una cadena lógica de ominosas implicaciones para nuestro futuro: la crisis energética, la crisis climática (incidiendo en el problema del agua) y la crisis de los alimentos.

No hablaré aquí una vez más sobre la crisis energética, al menos no per se. Prácticamente todo el blog está dedicado a esta temática y los lectores habituales ya conocen los aspectos fundamentales de la misma (y para los lectores sobrevenidos recomiendo la lectura del prontuario sobre el peak oil y el post «Mensaje en una botella«). A estas alturas sabemos ya que, debido a la conexión entre economía y energía y a que estamos a las puertas de un declive energético severo, esta crisis no acabará nunca.

Otra crisis de la que de tanto en tanto se ha escrito en este blog es la crisis ambiental, y en particular los aspectos asociados el cambio climático. No es el tema de este blog (si quieren amplia y rigurosa información sobre este tema, mi blog de referencia personal es Usted no se lo cree). Hay cada vez más indicios de que los efectos de cambio climático a escala global asociados a la actividad humana se están amplificando y acelerando, y en ese sentido este verano ha sido pródigo en tales efectos. A principios de julio supimos que la capa superficial de hielo de prácticamente toda Groenlandia se había fundido en cuestión de cuatro días (ven los mapas de la superficie afectada por la fusión superficial de los días 8 y 12 de julio):

 

 

Numerosos medios dieron cuenta de este hecho, aunque los errores de comunicación fueron abundantes. Así, en algunos medios se dijo que toda Groenlandia se había fundido (cosa absurda, porque el nivel de los mares habría subido de manera inmediata unos 7 metros) y en otros, más comedidos, que esa capa fundida había acabado toda en el mar (en realidad, la mayoría volvió a congelarse en el mismo sitio). Esto dio pábulo a algunos elementos del negacionismo climático a desplegar su artillería y, no pudiendo negar los datos (vienen directamente de observaciones de la NASA), afirmaron que tal tipo de fenómenos pasan regularmente e insinuaron que tales efectos son normales puesto que hace 123 ya pasó algo similar, basándose en que la nota de la NASA afirmaba que no se había visto algo así en 123 años. En realidad las primeras observaciones (obviamente in situ y no por satélite en aquella época) datan de hace 123 años, con lo que en realidad la afirmación de la NASA es que no hay registros históricos de un deshielo de esa magnitud. De hecho, es fácil deducir que hacía mucho tiempo, como mínimo unos siglos, que no se había producido tal cosa, simplemente viendo el efecto que causó la pequeña parte del agua que sí que llegó a los ríos. Supongo que en los anales de Groenlandia deben tener constancia de las riadas que se han llevado sus puentes por delante…

La cuestión del deshielo superficial en Groenlandia no es un asunto menor. Durante las horas o días que la capa superficial fue líquida dejó expuesto el hielo más antiguo, que es de color oscuro y absorbe más la radiación, con lo que parte de ese hielo también se habrá fundido. Una parte de ese agua se habrá filtrado hasta la roca (que está a unos 2.000 metros por debajo de la superficie del hielo, tal es el espesor medio de la capa helada) y ahí contribuirá a las charcas de agua que lubrican el movimiento de las lenguas glaciares, acelerando la caída de icebergs al mar; además, se habrán creado más grietas en toda la extensión del manto helado. En suma, el colapso de la capa de hielo de Groenlandia se ha acelerado. Sigue siendo un proceso lento, que requerirá de siglos, pero estos eventos pueden haber acortado tal plazo sensiblemente.

Este mismo verano la extensión del hielo ártico ha llegado a un mínimo histórico. Miren la siguiente gráfica, descargada de la web del National Snow and Ice Data Center:

 

 

Lo que ven son las gráficas del área que ocupa la capa helada que flota sobre el oceáno Ártico. La curva negra continua representa la media 1979-2000. La franja gris que la rodea nos da una idea de la variabilidad de esa superficie durante esos 21 años (en ese período hubo años con mayor y con menor deshielo que esa media de la curva negra, y la franja gris nos da una idea de las diferencias en ese período). Como es natural, cada año la extensión del hielo es menor durante el verano en el hemisferio norte y mayor durante el invierno. La curva de trazos representa el peor año del que se tenía registro: 2007. Durante ese año, una serie de factores climatológicos adversos y algunas coincidencias hicieron que la capa de hielo ártica se redujese a niveles nunca vistos. La curva en azul representa la evolución de esa superficie en lo que llevamos de año. Este año no ha habido tales factores climatológicos, pero aún así la cobertura de hielo se ha reducido aún más que en 2007. Encima, se sospecha que el hielo del Ártico cada vez es más joven y delgado. Si el proceso continúa su progresión, en el peor escenario posible podríamos ver el Ártico libre de hielo algún verano hacia 2020.

Aparte de estos fenómenos tan extremos, ha habido multitud de otros fenómenos que indican un agravamiento de la indeseable tendencia al calentamiento. Estos otros fenómenos, tomados aisladamente, no son en absoluto inequívocos signos del cambio global antropogénico, pero la conjunción de todos ellos lo hacen más verosímil ya que son justamente el tipo de cosas que deberían suceder como corolario: sucesivas olas de calor en Europa y en España, sequía en amplias zonas de los EE.UU. y de Europa (España incluida), etc. Otros efectos menos linealmente relacionables con el cambio climático deberían de producirse, también. Por ejemplo, el progresivo deshielo del Ártico debilita la circulación del brazo norte de la Gran Cinta Transportadora oceánica, lo que hará que a Europa llegue menos calor y humedad y que por tanto los inviernos tiendan a ser más secos y fríos (y consecuentemente que el rendimiento agrícola baje). Es por ello preferible hablar de «cambio climático» y no «calentamiento global», porque aunque efectivamente la temperatura media del planeta está subiendo y el planeta en su conjunto se está calentando, el clima es el resultado de una respuesta compleja a muchos factores y en algunas zonas se pueden producir, por efectos como el descrito, fases de enfriamiento relativo a escala regional. Nada cambia la gravedad del problema, pero dada la constatada necedad del ser humano para comprender problemas de gran escala espacial y temporal, y la actuación decidida de grandes grupos de presión con campañas contrarias, conviene evitar que se confunda a la opinión pública con argumentos ridículos y banalizantes, tipo el primo de Rajoy. Resultaría chocante, de no saber cómo funcionan estas cosas, que justamente en este año en que los signos de calentamiento global son tan evidentes se está haciendo un esfuerzo intenso de propaganda para minimizar los problemas y para confundir a la población. Aunque en realidad se repiten los argumentos de siempre, a falta de otros mejores, al tiempo que se abandonan algunos que ya se han visto fracasados delante de la opinión pública (como aquella afirmación de que «los glaciares en realidad avanzan»). Y se asegura, por ejemplo, que «variabilidad climática siempre la ha habido, son efectos naturales» ignorando el hecho de que los registros paleoclimáticos no muestran nunca un evento de la actual amplitud (el doble que cualquier otra conocida) y rapidez (décadas en vez de siglos o milenios), y mucho menos a escala global, cuando además la actual variación se correlaciona perfectamente con el aumento de concentración de CO2 en la atmósfera. También, en vista de que la batalla del Ártico está perdida, hay una corriente negacionista que argumenta que por el contrario todo va bien en la Antártida, hasta el punto de que la superficie del mar cubierta de hielo aumenta en el hemisferio sur. Y sí, sí que aumenta, en la misma medida que el volumen de hielo continental disminuye (en suma, se ve como positivo el hecho de que el océano Antártico esté más lleno de icebergs provenientes del deshielo acelerado de la Antártida). Eso sin contar con que el hielo que está cayendo al mar cada vez es más antiguo.

Nadie puede estar seguro de a qué velocidad se desarrollarán los peores efectos del cambio climático, máxime cuando hasta la propia Agencia Internacional de la Energía reconocía en su último informe anual que tan pronto como en 2015 podríamos pasar un punto de inflexión o no retorno, después del cual la evolución del cambio climático será incontrolable e irrefrenable. Sin embargo, es muy probable que algunos de los efectos más indeseables asociados al cambio climático ya se están manifestando, y en particular querría destacar uno cuyo potencial desestabilizante para las sociedades humanas es muy grande: la crisis del agua potable, a veces denominado pico del agua (o peak water).

Resulta paradójico que en un planeta cuya superficie es en más de tres cuartas partes agua se pueda hablar del pico del agua. Por supuesto el problema no es que haya suficiente agua, sino que haya suficiente agua potable como para cubrir las necesidades humanas. El agua es un recurso renovable, pero cualquier recurso renovable tiene una tasa máxima de extracción a partir de la cual se comporta como no renovable, y encima aquí nos interesa un subconjunto del total, que es el agua potable. Y es que para que el agua sea potable se tiene que preservar no contaminada durante todo su proceso de acumulación natural, y además se tiene que respetar su ritmo de recuperación. Nada de eso hacemos. Nuestro natural desprecio a los efectos de la contaminación industrial, unido a nuestra incapacidad de gestionar la abundancia, y también —aunque en menor medida— el aumento de población, nos han llevado a esta curiosa situación, en la que múltiples países se ven amenazados por problemas relacionados con la falta de agua (pueden ver algunos ejemplos siguiendo este enlace). De todo el cúmulo global de desdichas que acarrea la pérdida de acceso a tan precioso líquido quiero concentrare en dos países que serán determinantes para nuestro futuro: Arabia Saudita y los EE.UU.

En Arabia Saudita, se lo crean o no, el pico del suministro de agua terrestre se alcanzó a principios de los 90 (como muestra este gráfico extraído de la Wikipedia):

 

 

Arabia Saudita ha compensado esta declinación utilizando agua de desalinizadoras, hasta el punto de que actualmente representa el 50% del consumo de agua del país. Estas desalinizadores utilizan mucha energía eléctrica, la cual en ese país se genera principalmente consumiendo petróleo y gas dada su gran disponibilidad, aunque eso hace que el consumo interno particularmente de petróleo se esté acelerando, como muestra el siguiente gráfico generado usando las herramientas de Flujos de Energía:

 

 

El imparable aumento del consumo interno saudí está llevando a la muy alarmante conclusión de que el país dejará de exportar petróleo hacia 2030 (tema del que se deducen multitud de otras conclusiones poco agradables y al que volveremos en un post próximo). La otra gran fuente de agua en Arabia Saudita son sus acuíferos, de los cuales Arabia Saudita ha dependido durante años para, aunque les parezca increíble por ser un país desértico, producir su propio trigo e incluso exportarlo. Por supuesto tal delirio no podía continuar por siempre (a ritmos de explotación de hace unos años el acuífero quedaría agotado hacia este mismo año) y Arabia Saudita ha tenido que cambiar radicalmente su política agraria, importando en la actualidad el 100% de los alimentos que consume.

Desgraciadamente, Arabia Saudita necesita el agua para algo más que el consumo humano y agrícola: para mantener su producción de petróleo, una conexión que muchas veces deliberadamente se ignora pero que se vuelve crítica cuando se habla de pozos muy maduros que únicamente pueden mantener sus niveles productivos por el continuo esfuerzo de inyectar vapor de agua a presión (y eso hace que en el otrora grandioso Ghawar ahora salga más agua que petróleo). Prueba del gigantesco esfuerzo que está haciendo Arabia Saudita para mantener la producción de ese maduro campo petrolífero es este mapa de explotación que he sacado del enlace anterior:

 

Tal ingente cantidad de agua podrá venir de las desaladoras, con gran coste energético y aumentando el consumo del país, en el caso de los yacimientos más cercanos a la costa; pero tendrá forzosamente que salir del acuífero en los pozos más interiores, en tanto que su nivel no baje demasiado, y cuando esto pase tendrá que ser bombeada desde la costa. Por supuesto no es preciso usar agua dulce, también se puede usar agua salada directamente, pero eso aumenta la corrosión y la formación de depósitos de sal, acortando la vida útil de las instalaciones, y en algunos casos acortando la vida útil de los yacimientos mismos (por la acumulación de sal en los estratos profundos). Sumen a eso que el país probablemente se está volviendo cada vez más árido por culpa del cambio climático, con lo que en un futuro nada lejano todo el agua para todos los usos tendrá que provenir del mar, con aumento ingente de costes económicos y energéticos. Y ahora recuerden que, como ya discutimos, los enormes programas de beneficencia que mantiene Arabia Saudita suponen un coste tan grande a la casa de Saud que no puede permitir que el precio del barril baje de los 90 $ (lo que está por encima del límite que soporta la economía mundial, unos 80 $). Tantas dificultades combinadas en un solo sitio hacen que la situación futura de Arabia Saudita sea no solo incierta, sino extremadamente peligrosa. En el momento que algún factor falle todo el país se puede derrumbar como un castillo de naipes.

En EE.UU. el problema del pico del agua es también un tema central, como muestra la importancia que le han concedido los medios. También EE.UU. tiene su gran acuífero en curso de agotamiento: el acuífero de Olgallala, un auténtico mar subterráneo que se estima que contiene unos 313 kilómetros cúbicos y del cual dependen el 27% de los regadíos de ese país. Sin embargo, a ritmos de explotación actual el acuífero podría quedar seco, según las estimaciones más pesimistas, en unos 20 años más. Por si eso fuera poco, EE.UU. se está enfrentando a su peor sequía desde el Dust Bowl de los años 30 (en realidad, probablemente ahora los índices son peores que entonces), como ilustra el siguiente mapa:

 

 

También en los EE.UU. se revela una conexión fuerte entre energía y uso del agua. En los EE.UU. se presume de que se ha conseguido aumentar la producción de petróleo e invertir la tendencia de las últimas décadas gracias a la aportación de los petróleos no convencionales, sobre todo los muy publicitados petróleos de esquisto, y que incluso los EE.UU. podrían volver a ser un país exportador. Nada más lejos de la realidad, como nos muestra un análisis de Gail Tverberg en su blog Our finite world: en realidad, lo que ha llevado a revertir la tendencia son los escasamente útiles (en términos de energía neta) biocombustibles. Las cosas son en realidad peores: los petróleos de esquisto son los que están permitiendo enjugar el fiasco del gas de esquisto (de la explotación de cual son un subproducto), pero sólo mientras el precio del petróleo se mantenga elevado, y al precio de exportar miseria al resto del mundo abusando de que el dólar es una divisa de reserva. Mantener la quimera energética tiene además un alto coste en términos de agua: el sistema de fractura hidráulica usado para la extracción del petróleo y gas de esquisto requiere de grandes cantidades de agua (de acuerdo con el Departamento de Energía de los EE.UU., de 1 a 3 barriles de agua por barril de petróleo), compitiendo con otros usos. Otro problema conocido de la explotación de los esquistos es que el método de fractura hidráulica contamina los acuíferos con multitud de sustancias tóxicas y contaminantes. Este problema, una vez generado, persistirá durante mucho tiempo pero no se manifiesta inmediatamente. En aquellas zonas donde se extienda más esta práctica, la contaminación del fracking será un factor más de degradación ambiental. La crisis de la contaminación del fracking se desarrollará en los EE.UU. durante las próximas décadas, lo cual es crítico dada su importancia en el mercado mundial del cereal. Pero en un plazo más inmediato de tiempo, la grave sequía y las dificultades para conseguir más agua fósil (acuífero) en los EE.UU., uno de los principales productores cerealísticos del mundo, incide en el peor momento posible en la tercera de las crisis que quiero comentar hoy, y que es la que con mayor probabilidad va a desencadenar una ola destructiva global en el corto plazo: la crisis de los alimentos.

El índice de los precios de los alimentos de la FAO es un buen indicador de la carestía de los alimentos en el mundo. Este indicador se genera agregando el precio de diversos alimentos clave muestreados en diversos países del mundo (en realidad, en los principales mercados del mundo). El siguiente gráfico nos muestra su evolución durante las dos últimas décadas:

 

 

El índice de precios de los alimentos de la FAO lleva anormalmente alto desde el primer pico de precios de petróleo, en 2008, momento en el que se desencadenaron disturbios en decenas de países. En 2011 llegó a su máximo histórico (es una serie corta, en todo caso, puesto que el año de referencia es 1990) y desde entonces el índice ha disminuido un poco. Poco, en realidad, para muchos países donde su economía está deteriorándose rápidamente como consecuencia de la nueva ola recesiva. Pero es que además se espera que la cosecha de los EE.UU. sea mucho menor este año por culpa de la sequía que comentábamos más arriba. No es la única presión sobre el mercado de los alimentos. Al margen de los factores locales (sequía también en Europa, fuegos en Rusia, plagas en África…) está siempre la cuestión de los biocombustibles (recordemos que en 2010 el 6,5% de la producción de grano cereal y el 8% de la producción de aceite vegetal del mundo se destinó a la fabricación de biocombustibles). En un momento en que los precios permanecen altos y amenazan escalar en cualquier momento, organizaciones como Oxfam hacen un llamamiento por aplacar la sed de biocombustibles de Occidente y particularmente de Europa. EE.UU. no queda al margen de este problema; los años precedentes el país americano destinó el 43% de su producción de maíz para producir bioetanol, y si este año intentase mantener la misma cantidad absoluta el porcentaje sería mayor, dejando poco maíz disponible para otros usos (total, para tener una TRE ridícula, del orden de 1).

Y es aquí que las piezas del macabro puzzle empiezan a encajar, de manera fatal para nosotros. Un reciente estudio del MIT ha encontrado una significativa correlación entre altos precios del petróleo y el estallido de revueltas, como ilustra la gráfica principal del trabajo:

En la gráfica se sitúan, sobre el eje temporal, los episodios de revueltas en todo el mundo, independientemente de su causa aparente, y estos episodios, marcados como líneas de trazos rojos, se superponen sobre la gráfica del índice de precios de los alimentos. Ya sabemos que la existencia de tal correlación no implica causalidad (precios y revueltas pueden, ambos, responder a una tercera causa, o bien pueden haber más causas que no siempre ocurren concurrentemente pero que en la serie dada sí), aunque tal conexión suena a razonable. Tan razonable que un diario conservador español, ABC, se ha hecho eco de este estudio, e invoca el hambre como la causa más probable de las actuales revueltas antiamericanas en los países musulmanes y de las del año pasado. Lo verdaderamente curioso es que este estudio del MIT tiene casi dos años.

Por la misma época que el estudio del MIT yo escribí el post «Revueltas del hambre, antesala del caos«. En aquel ensayo yo iba un poco más lejos. Asociaba la mal llamada «Primavera árabe» de principios de 2011 con la súbita subida de precios de los alimentos, fruto de la escalada del petróleo ya que el Norte de África y Oriente Medio son muy dependientes de la importación de alimentos, sobre todo de países con sistemas de agricultura industrializada, los cuales consumen grandes cantidades de energía, y en particular petróleo (recuerden que de acuerdo con el profesor David Pimentel, por cada caloría de alimento que le llega al plato a un occidental se han consumido 10 calorías de combustibles fósiles). Por lo que veo, ahora se empieza a reconocer que la causa inmediata de estas revueltas no es la implantación de Twitter, Facebook y demás redes, ni el lógico deseo de democracia, sino una causa más banal y que es más fuerte que la capacidad represora de los gobiernos: el hambre. Hace falta comprender que nuestra sistema económico y su estructura productiva nos está llevando a una situación de carestía de alimentos irremediable y seguramente permanente, tal y como señala Jeremy Grantham en su última carta a sus inversores. Y aunque de manera cínica podríamos pensar que que la crisis alimentaria sólo un problema de países pobres, que no se pueden permitir pagar sus alimentos, en realidad nos pone en un peligro inminente a los países occidentales. Porque la lista de los países principalmente afectados por su dependencia alimentaria exterior incluye a los mayores productores de petróleo del mundo, comenzando por Arabia Saudita.

Tenemos, pues, que además de la crisis económica y la financiera hay tres crisis graves y profundas: la energética, la del agua (exponente del cambio climático) y la de los alimentos. Tres crisis que interactúan entre sí. Cada una de estas crisis sigue diferentes ritmos, pero el agravamiento de una de ellas conlleva el agravamiento de las otras: faltando energía vamos a métodos de extracción más agresivos, que liberan más CO2, consumen más agua y contaminan más, agravando el cambio climático, la disponibilidad de agua potable y la producción de alimentos. El avance del cambio climático restringe el acceso al agua y agrava la crisis de alimentos, y al hacer las condiciones de vida más duras se requiere de más energía. La falta de alimentos conducirá a estallidos sociales a escala global, a revueltas, a caídas de gobiernos y de estados, reduciendo el acceso global a la energía, llevando a soluciones energéticas más peligrosas, y al acaparamiento y mala gestión del agua. En principio, los efectos más negativos de estos procesos llevarán de años a décadas en realizarse, en observarse con toda su intensidad. Pero hay un factor extra que puede acelerarlo todo: el acaparamiento de tierras.

En un mundo donde las oportunidades de negocio comienzan a escasear, donde ya no quedan grandes minas por explotar, el nuevo Eldorado de la inversión internacional, la última frontera, resulta ser la primera, lo primero a lo que el hombre le puso precio en la Revolución Neolítica: la tierra cultivable. Compañías transnacionales occidentales, compañías estatales de los países del golfo Pérsico y China se han lanzado desde hace más de una década a acaparar tierras de cultivo a gran escala y por todo el mundo: África, Asia, Sudamérica y, ya más recientemente, Europa. El problema es especialmente grave en África: el 5% de todas las tierras cultivables ya está en manos de estas compañías. En muchos casos, estas compañías se aprovechan de la débil protección legal que tienen los agricultores tradiconales que han cultivado esas tierras durante generaciones. Con la cooperación de gobiernos nacionales o locales corruptos, de la noche a la mañana los agricultores se ven desposeídos del pobre sustento que da de comer, en muchos casos, a varias familias. En otros países el comportamiento de estas compañías es más «civilizado», aunque el resultado es el mismo. El problema del acaparamiento de tierras es un drama de intensidad planetaria, que sin embargo pasa con sordina en todos los medios de comunicación occidentales, quizá como una breve reseña ocasional en la sección de «Sociedad». ¿Y para qué quieren todas estas compañías tantas tierras? En algunos casos (países del golfo Pérsico o China), para asegurar su propia seguridad alimentaria; así, gracias a los petrodólares, estos países están exportando el hambre que pasarían en sus insostenibles territorios. En otros casos, para incrementar la producción global de biocombustibles, principalmente soja ya que lo que más se necesita ahora mismo es diésel; y eso aunque la Tasa de Retorno Energético de la soja sea muy baja (por lo que se ve, por debajo de 2) y no se justifique su producción como biocarburante de no ser por las enormes subvenciones que dan Europa y los EE.UU., y la obligatoriedad de que los carburantes comercializados tengan un porcentaje de biocombustible en la mezcla. Y en algunos otros casos, las compañías acaparan las tierras simplemente porque son activos que se revalorizan; es decir, las compran no con intención de cultivarlas, sino para especular.

Vemos, por tanto, que la respuesta a los complejos problemas que se nos plantean es una única: más BAU. ¿Escasean los alimentos? Acaparamos tierras y las cultivamos de manera industrializada, a pesar de la evidente insostenibilidad, no ya a largo plazo, sino también a corto en un escenario de altos precios del petróleo. ¿Falta agua? La desalamos masivamente (abocando la salmuera resultante al mar y desequilibrando los ecosistemas costeros) o la transportamos grandes distancias (esquilmando los recursos hídricos de otras zonas), todo ello con gran consumo de materiales y energía. ¿Se deshiela el Ártico y Groenlandia? Fantástico: podemos entrar a saco a por sus recursos mineros. Pero el planteamiento BAU es extraordinariamente cortoplacista; tan cortoplacista que es incapaz de ver que sus propuesta no pueden mantenerse siquiera unos pocos años, quizá ni siquiera unos pocos meses. Y prepara un escenario de pesadilla al cual avanzamos a ritmo exponencial.

Es obvio en qué va a acabar todo esto, dónde va a haber la ruptura. Todos estos movimientos repercuten disminuyendo la disponibilidad de alimentos para la mayoría de la población del planeta, porque su acceso está acaparado directamente o indirectamente (agua, precio, …) y el producto resultante se dirige a unos mercados concretos y restringidos: Occidente, países del Golfo, China… Pero los alimentos no son una commodity más; no estamos hablando de restringir el acceso a un iPhone o un coche. ¿Cuánto tiempo creemos que podemos mantener esta situación? ¿De verdad creemos que la gente se dejará de morir de hambre? ¿Que aceptarán ver morir de hambre a sus hijos y a sus padres?

Jeremy Grantham lo dice claramente en la carta trimestral a sus inversores: Bienvenidos a Distopía. Un nuevo mundo donde los problemas alimentarios son estructurales, recurrentes y empeoran con el tiempo. Donde la sobreexplotación de los acuíferos lleva a su salinización y a volver las tierras baldías; donde el exceso de roturación industrial y del uso de fertilizantes industrial degrada la capa viva del suelo, amenazando con desertificar las tierras de cultivo. Donde los altos precios de los alimentos harán que la mayoría de la población del mundo no tenga acceso a una cantidad mínima de alimentos. Un mundo donde la violencia y los grandes movimientos migratorios, a una escala sin precedentes, serán la norma. Bienvenidos a un mundo dominado por las guerras del hambre.

En su libro Colapso. Por qué algunas sociedades perduran y otras desaparecen, Jared Diamond dedica un capítulo al desastre de Ruanda de los años 90 del siglo pasado. Y la conclusión que parece emerger es sencilla: más que el odio racial (en proporción a su población, murieron tantos hutus como tutsis, en realidad), lo que impulso el genocidio fue la falta de recursos, el hambre. El libro recoge una frase, pronunciada por un maestro tutsi, que lo resume muy bien: «Las personas cuyos hijos tenían que ir andando descalzos a la escuela mataron a las personas que podían comprar zapatos para los suyos». Es previsible que, a medida que el hambre se extienda con mayor fuerza por el mundo, estallen más revueltas, más conflictos y más guerras civiles. No crean que la primavera árabe ha terminado con los problemas de Túnez, Egipto, Libia… Esos países, y sus vecinos, no han alcanzado la estabilidad, y no la alcanzarán en un futuro próximo, porque su problema esencial no es ya la falta de libertad o las desigualdades sociales, sino su incapacidad para alimentar de manera adecuada a su población. Y si que haya revueltas en Uganda o Mozambique nos trae al pairo en nuestro acomodado Occidente, nos importará bastante más cuando millones de inmigrantes de múltiples procedencias golpeen las puertas de nuestras casas, buscando no un futuro mejor, sino simplemente un futuro, no morirse de hambre. Pero cuando esa misma inestabilidad afecte a países cuyo subdesarrollo ha sido conveniente para nosotros, porque así nos han exportado a bajo precio sus materias primas, y especialmente cuando esas revueltas afecten a productores principales de petróleo, entonces comenzará la guerra. En Occidente y en Oriente la maquinaria propagandística bien engrasada después de décadas de convencer de lo contrario de lo que pasa (fumar es bueno, el cambio climático es un proceso natural, el libre mercado es la solución a todos los problemas, el progreso humano es imparable, se están tomando las medidas para acabar la crisis, esta crisis acabará pronto, vivimos en el mejor de los mundos posibles…) se empleará a fondo para convencernos que las revueltas que en todas partes estallarán contra las empresas occidentales que acaparan el sustento en los países expoliados son en realidad ataques terroristas perpetrados por peligrosos extremistas. Y cuando algún gran productor de petróleo sucumba en medio de sus contradicciones internas, nuestras tropas irán a una guerra de ocupación que se disfrazará como «consenso internacional para restablecer el sistema legal anteriormente vigente», retórica parda para camuflar que no se pretende restaurar una democracia que, obviamente, antes no había (ni siquiera he tenido que inventarme esas expresiones: fueron las mismas que se usaron para justificar la intervención de las potencias occidentales cuando Irak invadió Kuwait en 1991).

Todo este caos, todas estas guerras, sólo agravarán la situación y el hambre. ¿Cuántas guerras a la vez podrá mantener Occidente? ¿Cuántos países tendrá que ocupar para poder saciar su sed de petróleo? Además, como ha demostrado Libia, las guerras hacen que la producción se deteriore, por falta de mantenimiento de las instalaciones, daños directos que reciben, falta de nueva inversión —en un momento crítico como éste, en el que para mantenernos tenemos que invertir como si no hubiera mañana—, etc. Hemos acumulado tanta tensión y tantas contradicciones en el entramado global que a partir del momento que los problemas superen un umbral crítico, un nivel suficientemente elevado, se producirá una avalancha de problemas que por fuerza nos tiene que arrastrar en el fango de la Historia. Al final, en los propios países occidentales estallarán revueltas por la falta de alimento a la que nos creíamos inmunes porque pensábamos que siempre los podríamos pagar (de momento sólo los caídos de la Gran Exclusión saben que el hambre aquí no es una quimera). Probablemente serán las Guerras del Hambre las que pondrán de rodillas a la civilización occidental.

Por todo eso comprenderán que me resulta difícil de creer que nuestra evolución vaya a ser tan buena como los mejores planes que ponemos sobre el papel. Planes que se basan en una evolución suave y progresiva de las condiciones, cosa hoy por hoy imposible dada toda la tensión acumulada, la retroalimentación entre todos los factores negativos y la determinación suicida del BAU.

No nos queda mucho tiempo. Puede que meses, quizá años, antes de que el estallido del hambre global, el rugido de rabia de la Humanidad humillada, nos acabe por arrastrar al caos. Aún estamos a tiempo de revertir la situación, si al menos somos conscientes de ella.

 

[Antonio Turiel es científico titular del CSIC y autor del blog The Oil Crash, del que procede este texto]

26 /

9 /

2012

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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