La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Antón
Frente a la política de austeridad, activación de la ciudadanía
El Gobierno del PP, durante estos meses, ha reforzado y ampliado las medidas antisociales de ajuste y austeridad, llevadas a cabo por el anterior Gobierno socialista desde mayo de 2010. El Consejo de Ministros del 13 de julio aprobó un nuevo conjunto de medidas de ajuste. Tienen un carácter profundamente antisocial y reducen derechos sociales en tres áreas: protección al desempleo, servicios públicos y condiciones salariales y laborales de los empleados públicos. A ellas hay que añadir la última reforma laboral y las medidas fiscales regresivas. Están inscritas en una estrategia liberal-conservadora de ampliación de la austeridad para las capas populares y debilitamiento de lo público y el Estado de bienestar, son injustas y tienen graves consecuencias sociales y un gran déficit democrático.
Amparado por las instrucciones y las orientaciones de las instituciones europeas, con esta política regresiva la derecha aprovecha la situación de crisis económica para modificar los equilibrios anteriores de reparto de rentas y las garantías de protección social y servicios públicos en beneficio de los empresarios y las capas altas y en perjuicio de la mayoría de la sociedad, las capas trabajadoras y, particularmente, los sectores más desfavorecidos y en desempleo. Esta política liberal-conservadora supone un plan sistemático para cambiar profundamente el modelo social y el Estado de bienestar y avanzar en una salida regresiva a la crisis económica. No obstante, existe en la ciudadanía una significativa falta de confianza y legitimidad social hacia esas medidas y un justo descrédito de la clase política, empeñada en hacer recaer los mayores costes de la crisis en la mayoría popular.
La estrategia liberal conservadora, dominante en las instituciones europeas, e impulsada por el bloque de poder representado por Merkel, pone en primer término la austeridad para las capas populares, principalmente, de los países periféricos (España e Italia, junto con los rescatados Grecia, Portugal e Irlanda). Prioriza los intereses de los grandes bancos y acreedores financieros alemanes y centroeuropeos, para garantizarles el retorno de su capital (e intereses), cuando han sido, en gran medida, causantes de las burbujas especulativas. Ante las necesidades de los países débiles para su desendeudamiento privado (y público) y para conseguir nuevas financiaciones, utiliza el chantaje de su capacidad financiera y la presión del mercado de capitales para imponer unas condiciones injustas de ajuste económico. Su prepotencia es insolidaria (nacionalista) en el marco europeo, y aboca al estancamiento económico y la recesión, particularmente, en los países del sur europeo. Se invalidan así su capacidad de recuperación económica y de empleo y provoca una prolongación de la crisis y sus consecuencias. Esa política no resuelve incluso la garantía de pago de las deudas contraídas por esos países, lo que es contraproducente para los propios intereses a medio plazo del poder financiero centroeuropeo, como indica la desconfianza de los grandes inversores en su mercado de deuda pública. La política de austeridad parece que busca, dentro de un total de suma cero, asegurar y reforzar las rentas y el poder de esas élites dominantes a costa del mayor sufrimiento de las mayorías sociales del sur europeo y la recolocación de esos países en una posición más subordinada. No obstante, no sólo es injusta socialmente sino que tampoco es eficaz para generar la suficiente actividad económica que permita recuperar sus préstamos y reproducir los beneficios a medio plazo, y está agrietando la legitimidad de esos poderosos y el propio marco institucional europeo.
En el plano político e institucional es un intento de reforzamiento de la hegemonía de las élites alemanas en las instituciones europeas, con su política de ajuste duro y gestión regresiva de la crisis. Se amplían las diferencias entre bloques de países fuertes (o acreedores, con ventajas competitivas de sus economías) y débiles (o deudores, con una posición dependiente); se refuerzan las brechas sociales internas y entre países. Esa estrategia puede parecer como funcional con los intereses de ese poder económico financiero y con beneficios relativos para parte de la población de los países centrales, pero tiende a sufrir un fuerte proceso de deslegitimación popular, sobre todo en los países periféricos, así como reticencias de sus élites socioculturales y políticas y parte de sus sectores económicos. A pesar de los grandes sacrificios impuestos a las mayorías sociales y la impresionante fortaleza de su poder económico e institucional, esa estrategia no asegura sus objetivos básicos: recuperar el total de sus préstamos, estabilizar una dinámica económica que les reporte unos beneficios seguros y suficientes, fortalecer su hegemonía política con una mínima cohesión social y legitimidad ciudadana, mantener el marco institucional de la eurozona y la Unión Europea. Se profundizan los desequilibrios europeos (norte-sur), se amplía la subordinación de los países periféricos y se produce un reequilibrio de las alianzas y núcleos dirigentes europeos a costa de Francia, en una posición delicada económicamente.
Los efectos sociopolíticos de esta dinámica liberal-conservadora son la destrucción del modelo social europeo, con la reestructuración regresiva del Estado de bienestar y el deterioro de lo público y los derechos sociolaborales, el debilitamiento de la calidad democrática de sus sistemas políticos, con importante descrédito de sus élites institucionales y el empobrecimiento y subordinación de las capas populares (y clases medias) periféricas. Las élites institucionales y económicas de esos países débiles, desde la subordinación a ese bloque de poder dominante, intentan un reacomodo de sus estructuras económicas y productivas. Parten de la idea irreal de que la solución es ajustar, esperar y seguir a la locomotora europea central, adaptarse a los segmentos productivos y actividades económicas dependientes y poco cualificados. Descartados una política activa de crecimiento económico y del empleo, una financiación barata a medio plazo o una apuesta por la innovación y la cualificación, nos ofrecen su opción preferida: imponer un fuerte descenso de los costes laborales y del gasto público social. Se trata de una redistribución de rentas a su favor (grandes empresas, sector financiero y capas altas) a costa de la calidad de vida, los servicios públicos y la protección social de la mayoría de la sociedad. Y dentro de ese reajuste del conjunto del país, intentan salir mejor librados, perdiendo la óptica del interés colectivo de la población del Estado.
En la sociedad se están generando tendencias ambivalentes. Por un lado, impotencia, resignación, miedo, adaptación fragmentada y jerarquizada, así como reequilibrios competitivos de los grupos de poder nacional y las distintas capas medias y trabajadoras. Por otro lado, en un primer nivel, disconformidad con esa política, desde la deslegitimación pasiva y la indignación ciudadana frente a sus medidas más impopulares y sus gestores, tal como indican numerosas encuestas de opinión (según Metroscopia, hasta el 90% de la sociedad critica a los partidos políticos por su distanciamiento de las preferencias de la ciudadanía en la gestión de la crisis, siendo, junto con los bancos, la institución en la que menos confían; al contrario, las instituciones mejor valoradas —en torno al 90%— son la sanidad y la enseñanza pública). En un segundo nivel, con la expresión de resistencias sociales y protestas colectivas, masivas, pacíficas y democráticas. Todo ello con un peso significativo de valores solidarios y de justicia social, así como con exigencias de cambio hacia medidas socioeconómicas más equitativas y mayor cultura democrática.
En España llevamos más de dos años de una respuesta popular activa, con altibajos. Desde la huelga general del 29 de septiembre de 2010 (y los antecedentes de las amplias manifestaciones sindicales de enero y febrero de ese año contra el plan gubernamental inicial de recorte de las pensiones y las movilizaciones contra los ajustes de mayo) hasta la huelga general del 29 de marzo y las grandes manifestaciones anteriores (19 de febrero) y posteriores (19 de julio). Al mismo tiempo, ha emergido otra dinámica paralela de protesta colectiva, expresiva de la indignación ciudadana y la exigencia de mejor democracia, representada por el movimiento 15-M. Desde la gran manifestación inicial en esa fecha y las siguientes acampadas y procesos asamblearios hasta las grandes manifestaciones del 15 de octubre de 2011, diversas actividades locales y la última gran movilización del 12 de mayo pasado. Este breve recorrido da un indicio de la existencia de la expresión colectiva de una masiva ciudadanía activa, que manifiesta su indignación de forma pública y plantea un cambio de rumbo. Es la base para fortalecer un campo social, sindical y político que apueste por impedir esta política de recortes sociales y pueda empujar hacia una gestión de la crisis más justa y democrática y una salida más equitativa.
La crisis económica parece que va a ser prolongada, con un fuerte desequilibrio de las relaciones de fuerza. Los riesgos de la gestión y los planes del núcleo de poder hegemónico, con su política liberal-conservadora-autoritaria, son la continuidad y la profundización de los recortes sociales, la persistencia de una realidad de desempleo masivo, vulnerabilidad social y políticas antisociales, con el deterioro de las condiciones vitales y laborales de la mayoría social, la subordinación de las clases populares, así como con su apuesta por el debilitamiento de la ciudadanía indignada, la izquierda y los movimientos sociales progresistas. Pero, junto a ello, persiste una significativa cultura popular contra la injusticia social y por la democracia y se expresa una ciudadanía activa. Existen distintas representaciones y élites, fragmentadas y a veces en conflicto: desde el sindicalismo, el movimiento 15-M y los distintos grupos y asociaciones progresistas, hasta la actual articulación de las diversas izquierdas políticas. En su conjunto todavía presentan grandes insuficiencias y limitaciones para hacer frente a ese bloque de poder hegemónico y forzar un cambio global de su política, más en el plano europeo, donde los procesos sociopolíticos en Italia y, sobre todo, Francia son relevantes para inclinar una tendencia u otra. Construir una alternativa popular por una gestión y una salida justa y equitativa de la crisis es una necesidad y, al mismo tiempo, una oportunidad para renovar y fortalecer ese campo sociopolítico. Por tanto, existen grandes dificultades para promover el cambio, a corto plazo, de esa política liberal-conservadora hegemónica en la Unión Europea, y no son menores las que afectan a las propias debilidades de las izquierdas, el sindicalismo y los grupos progresistas. Pero se abre la posibilidad de ponerlas encima de la mesa y afrontarlas.
La opción progresista debería ser la apuesta masiva, unitaria, democrática y contundente para deslegitimar la política de recortes e impulsar el giro hacia una gestión y una salida más justa y equilibrada de la crisis. Un proceso de movilización sindical y ciudadana, con un clima sociopolítico de confrontación con esa política. Una convergencia, desde la autonomía, del sindicalismo, las izquierdas y el movimiento asociativo y cultural progresista. La articulación de las protestas colectivas, desde la acción sindical en la negociación colectiva y frente al paro y la presión empresarial, hasta las movilizaciones sectoriales y ciudadanas y las grandes manifestaciones unitarias contra los recortes sociales y en defensa de los servicios públicos y los derechos sociolaborales y democráticos. El horizonte es un proceso creciente de activación de las mayorías populares cuya culminación debe conllevar la confrontación por el cambio global de esa política y la apertura de nuevas expectativas para la sociedad.
En estos dos años hemos realizado ya dos huelgas generales, positivas pero insuficientes para detener esta involución social, así como grandes manifestaciones. Ahora el reto es subir el listón de la implicación pacífica y democrática. Una apuesta clave es la preparación de una huelga general total, productiva y ciudadana, del tipo de la del 14 de diciembre de 1988, cualitativamente superior a las últimas. Constituiría un empoderamiento democrático de la mayoría de la sociedad frente a los poderosos y la exigencia ineludible de un giro a la actual política de austeridad, fortaleciendo el camino de la esperanza del cambio social y político. Esa perspectiva puede ser motivo de reflexión colectiva y deliberación unitaria.
En definitiva, el reto para las izquierdas, el sindicalismo y los grupos y movimientos sociales progresistas es impedir los recortes antisociales, hacer fracasar esa estrategia, reactivar la ciudadanía y conformar un bloque social unitario, en defensa del empleo decente, los derechos sociales y laborales y el refuerzo del Estado de bienestar. Es momento de superar la fragmentación y el sectarismo, renovar los proyectos y las ideas y estimular el esfuerzo unitario. Las convocatorias de protestas colectivas, particularmente la gran marcha de Madrid, del próximo día 15 de septiembre, y la participación masiva en la consulta popular contra los recortes y los ajustes, junto con las distintas movilizaciones en marcha, son un buen cauce para manifestar la indignación ciudadana y exigir un cambio de la política social, laboral y económica que garantice una salida más justa y equitativa de la crisis.
[Antonio Antón es profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador habitual de mientrastanto.e]
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