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Juan-Ramón Capella

Anotaciones sobre Europa

Los anglosajones, o más precisamente, los sucesivos imperios anglosajones, el británico y el norteamericano, han conseguido imponer una idea de Europa que la geografía desmiente: Europa excluye a Rusia, según esta visión. Estos imperios han tratado siempre de mantener a Europa dividida.

De modo que una primera evidencia es la siguiente: la Unión Europea no es Europa, sino la Europa subalternizada a los proyectos de dominio hegemónicos de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, hoy peón de brega del primero en este campo.

¿Qué experimento yo hacia la Europa de la UE? La verdad es que mi educación, mi cultura, me impiden pensar sin crítica en términos de esta Europa. Yo admiro la literatura de los ingleses y de los franceses, de los rusos, los italianos y los alemanes; la música alemana y austriaca; la pintura de los franceses y los italianos… Pero no las veo como literaturas, músicas o pinturas «europeas», sino nacionales. Y nacionales son otras manifestaciones culturales, como la cocina italiana, la francesa, la española, o la abominable cocina inglesa y la poco soportable cocina germana.

Tampoco es fácil para mí pensar en unos «estados unidos de Europa». Ni para bien ni para mal nos parecemos al modelo, a los Estados Unidos de América. Para empezar, no tenemos una lengua predominante o común, sino varias lenguas fuertes (las principales, el castellano y el inglés), con literaturas de gran calidad y millones de hablantes. Aunque se enseña a los niños a hablar inglés —y el inglés que hablamos los europeos es más o menos el mismo que el de los paquistaníes—, es difícil que esa lengua tan apta para las transacciones comerciales y las precisiones de la técnica pueda suscitar el amor que es debido a una lengua propia. Tampoco existe un motivo común, un ideal, si puede ser usada en este contexto tal palabra, para la unificación europea. Hasta ahora el camino hacia esa unión europea se ha pavimentado menos con ideales que con dineros. Los negocios han sido el motor de la Unión, y eso no puede entusiasmar a las mayorías poblacionales, que ni hacen negocios ni tienen dineros.

A la espalda quedan los millones de muertos en las guerras europeas: tanto en la historia lejana como en las dos grandes guerras mundiales del siglo XX: ésa es la historia de Europa. Ciertamente, también es europea la ilustración. Y mucho hacer científico. Pero lo que más pesa socialmente son las desgracias.

Está permitido hacerse preguntas. ¿Qué pensamos los españoles de Francia y Gran Bretaña, que abandonaron al fascismo a la República española? ¿Qué pensarán los griegos de los ingleses? ¿Y media Europa de los alemanes? ¿Y los alemanes de los británicos? ¿Podemos creer que las heridas de la historia europea han quedado realmente atrás, o simplemente han quedado sepultadas bajo toneladas diarias de papel prensa?

Entre algunos de los países de esa «mini-Europa» que es la Unión Europea —pero no entre todos— ha habido, hasta hace dos días, algo parecido, aunque no «en común»: la existencia de cierta redistribución vía Estado del producto social, redistribución a la que se dió el apologético nombre de «estado del bienestar». En algunos países europeos había hasta hace muy poco un sistema universal de salud (no lo tienen ni los USA ni China), de pensiones de jubilación, subsidios de paro, pequeñas vacaciones pagadas, educación básica universal gratuita, negociaciones colectivas de trabajo y cierto control sobre las condiciones de higiene y seguridad en el trabajo. Pero estos bienes sociales no han sido nunca «bienes europeos», sino «estatal-nacionales». Son logros sociales de los trabajadores de cada uno de los países. Lo único que ha hecho la Unión Europea a su respecto ha sido en realidad ponerlos en cuestión: imponer recortes.

No tengo, pues, motivos fácticos para conceptuar aprobatoriamente a la Unión Europea. Que es una cuestión de instituciones económicas y connivencias políticas. Sus instituciones apenas guardan las apariencias democráticas. Hay un parlamento europeo elegido, sí, pero los electores se encuentran ante cada uno de los potenciales elegidos para ese parlamento en la misma situación: obligados a dar un voto para alguien designado de antemano por el sistema de los partidos, salvo que se decida abstenerse de votar. Y el parlamento así elegido carece de poderes de control y de legislación determinantes. Casi determina tan poco la política europea como el parlamento marroquí.

Los legisladores europeos son los presidentes de los consejos de ministros —que carecen de poder legislativo en sus países— y los designados por éstos para componer la Comisión Europea. Desde el punto de vista político, no veo hoy por hoy cómo la voluntad de las poblaciones, su voluntad real —no su falsa voluntad «interpretada» por los partidos— puede abrirse camino hasta los núcleos decisores de las políticas europeas. La legislación europea carece de legitimación democrática. Sirve para liberar de trabas al mercado, esto es, a los capitales. Es fruto de eso que llaman gobernanza, o sea, la capacidad de diseñar políticas e imponerlas al margen de las poblaciones gobernadas.

Veo en cambio cómo los dineros europeos se gastan con gran alegría. Cómo las imágenes del parlamento europeo lo muestran ordinariamente casi vacío durante las sesiones mientras los parlamentarios se embolsan opíparos sueldos y dietas. Y esto, claro, es sólo anécdota.

¿Y qué decir del gran logro europeo, el euro? Al final parece haber servido principalmente para esclavizarnos individual y colectivamente, como países, a eso que llaman los mercados. Una moneda única emitida sin el respaldo de una fiscalidad adecuada, gobernada por un Banco cuya principal función estatutaria es controlar la inflación pero no contener el desempleo. El euro no permite devaluar para facilitar las exportaciones: el único modo de devaluar es devaluarnos directamente a nosotros mismos: percibir menos por el trabajo.

¿Qué decir de las guerras no declaradas, de las guerras humanitarias en que han participado y participan los ejércitos europeos? Esas guerras no han sido libradas en nuestro nombre, pero han sido impuestas a las poblaciones como si fuera así.

No, no tengo grandes motivos para simpatizar con esta construcción de la UE. A pesar de que algunos programas europeos, como los Erasmus, hayan servido principalmente para conocernos mejor de una manera difusa y, naturalmente, sólo entre las capas mínimamente pudientes de la población (para análoga función entre los pobres están los circenses, las competiciones europeas de fútbol).

¿Hubiera podido ser de otra manera?

No sólo para nosotros, sino también para los italianos, franceses, portugueses, griegos, holandeses, alemanes… ¿hubiera podido ser de otra manera? O mejor, ¿podemos los ciudadanos proponer otra Unión Europea?

Para empezar, no será fácil. La derecha que ha gobernado la Unión Europea ha procedido a ampliaciones altamente discutibles, por decirlo así: ahí están países que reaccionan de manera casi fascista y en todo caso derechista al antiguo dominio de la URSS sobre ellos, como las repúblicas bálticas o Polonia. Y en casi todos los países de la UE hay minorías de extrema derecha que se opondrían a un programa propuesto por la izquierda europea cuyos rasgos básicos pueden ser parecidos a lo que se exponen a continuación:

Una Unión Europea abierta a toda Europa, no sólo a su mitad occidental.

Una Europa con redistribución de las rentas, esto es, con derechos sociales y solidaridad poblacional interna. Una Europa económicamente solidaria, con políticas económicas que afiancen esta solidaridad.

Una Europa no militarista, liberada de la pertenencia a la OTAN, y que defienda a cualquier población suya de eventuales agresiones, pero que renuncie a la guerra como instrumento de su acción política.

Una Europa que encabece la investigación para una producción compatible con la preservación del medio ambiente; una Europa ecológica, movida esencialmente por energías renovables.

Una Europa con instituciones distintas de las actuales: que no minorice excluyentemente a nadie, salvo a quienes combatan la adopción de decisiones por métodos democráticos. Instituciones que modelen sus proyectos políticos según la voluntad de las poblaciones, y no a la inversa.

Una sociedad europea dispuesta a reparar los daños causados a otras poblaciones por su pasado colonialista, y, en este sentido, una Europa internacionalista.

Este cuadro puede parecer utópico. Si fuera efectivamente imposible, debería aportarse algún motivo para defender la Unión Europea, porque yo no lo veo. Hasta ahora la izquierda ha ido a remolque en el asunto de la construcción europea. Hubo de tragarse el tratado de Maastricht, que combatió, y ahora la imposición de decisiones contra todo sentido de la democracia. Ese ir a remolque no tiene objeto. Ha llegado la hora de una reflexión seria. ¿Tiene sentido la pertenencia a la Unión Europea? ¿Tiene sentido el mantenimiento del euro actual? ¿Es posible crear un movimiento poblacional europeo que se sobreponga a los políticos profesionales de la Unión? Y si las preguntas no son éstas, alguien debe señalar cuáles son.

Lo que la izquierda no puede hacer es ignorar esa dimensión continental de los problemas.

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9 /

2012

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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