¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Vidal Aragonés
Yo estudié en la pública
De calidad, científica, laica y gratuita
Yo estudié en un colegio público, realicé el bachillerato en un instituto público y cursé la licenciatura de Derecho en una universidad pública. Seguramente, la percepción de cada estudiante de la pública será diferente, pero puedo, eso sí, trasladar mi experiencia.
Como la práctica totalidad de familias obreras, no se optaba por la educación pública únicamente como una apuesta de modelo o ideológica, sino como una necesidad social. Se pretendía escapar así de ese ilícito conocido por todo el mundo, pero sobre el cual no se actúa, respecto al cobro que realiza la educación privada concertada, a la par que seguir en un criterio de proximidad física.
La enseñanza primaria la desarrollé durante los años ochenta y principios de los noventa en el Colegio Público Ignasi Iglésias del barrio de El Pedró de Cornellà de Llobregat. Nunca fuimos plenamente conscientes de lo que significaba una escuela en un barrio obrero en esa década. Ahora, más de veinte años después, desde la perspectiva adulta, puedo describir la realidad del mismo.
En primer lugar, la composición social del centro suponía una plasmación de la mayoría de la sociedad: hijos e hijas de familias obreras que sufrían por igual los efectos del desempleo o del desarrollo de una incipiente aristocracia obrera, desde la segunda residencia hasta la lumpenización. Más allá de la realidad social y económica, compartíamos aula con algunos niños y niñas de etnia gitana, con los primeros recién llegados de origen no estatal, con compañeros o compañeras que contaban con algún tipo de disminución física o psíquica. Ello nos separa de esa visión sectaria y elitista de buena parte de la educación privada, donde se segrega al diferente —en el mejor de los supuestos— y se discrimina al débil en otros. Evidentemente, en la pública no dividimos según nivel de conocimientos, inteligencia, clase, raza, origen o género. ¿Cómo pueden ser capaces de separar a los niños de las niñas, a quienes presentan dificultades físicas o psíquicas de los que no las sufren? En la pública, nos relacionábamos de una manera natural, con criterios de igualdad, niños y niñas diferentes. Segregar es maleducar, es incorporar desde la infancia un proyecto adoctrinador en que se pone una diana al o la diferente.
Sin duda que aquel modelo público tenía dos grandes orígenes o causas: por un lado, el requerimiento del movimiento obrero y sindical por la construcción de educación pública, de calidad, científica y laica. Ésta, junto con la sanidad y el sistema de Seguridad Social, han sido la gran expresión de salario indirecto. Por otro lado, los —y sobre todo las— profesionales que se incorporaron desde finales de los años setenta a los centros públicos con una concepción científica y humanística de la educación. Los déficits materiales cotidianos de la pública eran suplidos con creces con las alternativas de una generación de mujeres que desarrollaban su gran nivel profesional y esencia de género. Pero, además, nuestro aprendizaje no sólo fue de conocimientos teóricos sino también de la propia realidad: la mayoría de las maestras y AMPAS nos recordaban cotidianamente que la situación de nuestros centros era consecuencia de nuestra capacidad para movilizarnos y construir una educación pública de calidad, a la vez que realizaban de la autogestión un procedimiento para la compra de libros, las actividades extraescolares, las fiestas de final de curso, etc., etc. Seguramente es el mejor ejemplo para el constructivismo a medio camino entre Piaget y Vigotsky. Cada proceso de movilización de la comunidad educativa nos mostraba tanto el origen de nuestra educación como la forma de defenderla.
La participación democrática era una expresión de normalidad, los Consejos Escolares. Con doce años participé en la gestión del centro conjuntamente con mis maestras y los trabajadores y trabajadoras no docentes. También conocí al representante de la Administración como un tapón para el desarrollo. Asimismo, observaba como desde las AMPAS hasta la totalidad de los y las que trabajaban en el centro elegían a sus representantes. Es difícil entender cómo se puede hablar de democracia y libertad y que la misma quede fuera de los lugares donde se forma a las futuras generaciones.
Por supuesto, en el terreno de lo formativo la pública mostraba un alto nivel y la remoción parcial de la clásica división social. De un grupo de unos veintidós estudiantes, que fue el promedio de mi primaria, más del 50% finalizamos estudios universitarios. Aprendíamos y aprehendíamos a través del esfuerzo, el trabajo, el respecto, la solidaridad y el proceder colectivo. Aunque pueda parecer un objetivo de mínimos, con el paso del tiempo he entendido una frase que me parecía un desprecio con doce años: “Sólo quiero que os sentéis bien en la silla y que escribáis sin faltas de ortografía”; ahora le debo agradecer a esa maestra la disciplina para respetar nuestra salud y el escribir de una manera correcta.
La educación secundaria la cursé en el Institut d’Educació Secundària Jacint Verdaguer del barrio de Sant Ildefons de Cornellà de Llobregat, mi barrio. Lo que hasta los años ochenta era la estructura de una de aquellas clásicas Escuelas Nacionales nacidas a la par que el barraquismo vertical de los barrios obreros de la periferia, fue transformándose en un centro de bachillerato. No existían suficientes centros de BUP en zonas de clase trabajadora porque a los hijos e hijas de familias obreras nos preparan para un sino de explotación y precariedad.
Allí, los jóvenes conocían el amor, el sexo, las profundas frustraciones de la adolescencia. Nunca se nos educó en la homofobia, en un único modelo de familia o en la castidad, si bien se nos insistía en las necesarias altas cotas de responsabilidad sexual.
Si algo recuerdo de la enseñanza secundaria fueron las profundas discusiones. A la tediosa Física y química le acompañaba el Latín o el Dibujo técnico, pero nunca olvidaré esas clases de Historia en que debatíamos sobre la Revolución soviética, la Revolución francesa o las colectivizaciones como respuesta al fascismo, y en ellas nunca oí hablar de la “época de Franco”, que siempre se nos identificó como “dictadura franquista”. Nuestra historia no era 1789, 1917 o 1936, sino los procesos y la clara identificación de la lucha de clases como motor de la misma. Difícilmente explicable la dialéctica como método de estudio de la Literatura o de la Filosofía. Si los gobiernos reaccionarios de turno no nos arreglaban los vestuarios, realizábamos una Educación Física donde no se podía sudar (¡¡¡malabares!!!, y no hablo metafóricamente).
Lo anterior determinó el espacio más libre de mi vida: no podía trabajar, en la práctica no estaba sometido a ninguna autoridad política o administrativa, pero disfrutaba de las grandes pasiones humanas. Para los que vivíamos en los guetos lingüísticos de la Catalunya de la inmigración, ello también nos permitía profundizar en el conocimiento teórico de la lengua del país que había acogido a nuestras familias, así como al conocimiento de la cultura de la nación en la que vivíamos. Fuimos de una manera natural la generación de la inmersión lingüística, algo que se entendía con orgullo y no con separación por cuestiones de origen. Desde el punto de vista de los conocimientos, tan sólo debo aportar un dato: todo mi grupo de letras puras que realizamos la prueba de selectividad la aprobamos, y nuestras notas medias eran superiores a la media de Catalunya. En la pública nada se consigue a base de pagar, sino de esforzarse y estudiar.
Por último, pero no por ello menos importante, si en la primaria conocí la participación en la gestión, en la secundaria descubrí la organización y la movilización como herramientas esenciales para defenderla. Nos afiliábamos a sindicatos de estudiantes, organizábamos asambleas —algunas de ellas en horas lectivas— e informábamos sobre las convocatorias de jornadas de lucha y huelga, pero también sobre táctica y estrategia. La represión nunca nos llegó de nuestros profesores y profesoras; ellos cumplían su papel pero sonreían con orgullo ante la dignidad, la disposición a la lucha de una generación que nos encontrábamos en medio de la gran travesía del desierto de las organizaciones de la izquierda. Ello no nos hace olvidar a aquellos esquiroles que siempre tuvimos en la educación pública —la primera barricada fue para ellos—. Conocimos que la policía no sólo servía para la educación vial, sino que tenía una intrínseca naturaleza represiva.
El salto a la universidad, en mi caso la Facultat de Dret de la Universitat de Barcelona, se transformó en la gran desilusión acerca del sistema educativo público. El primer año, ante el gran dictado en que se convertían la mayoría de las clases, decidí no aparecer mucho, opté por dedicar la mayoría de mi tiempo a la defensa de la educación pública de calidad. Así, la primera de las cuatro becas compensatorias —combinación entre situación económica familiar de bajos ingresos y altos resultados académicos— que recibí del Ministerio de Educación la reinvertí en la defensa de esa educación. Invitaría al director del diario La Reacción (La Razón, se denomina oficialmente), que tacha de malos estudiantes a los activistas en defensa de la educación pública, a que pongamos encima de la mesa nuestros excelentes y matrículas de honor en las licenciaturas cursadas. La derecha criminaliza que jóvenes de familias obreras estén estudiando hasta los 28 años porque desconoce que los mismos se convierten en héroes cotidianos compaginando estudio y trabajo; siempre lo tuvimos que hacer, y más ahora. En realidad, el fondo de la cuestión es que no entienden que el Estado deba formar a quienes deben ser objeto de otras actividades en la sociedad.
Con el transcurso de los años pude conocer como los herederos de la dictadura franquista y los neoliberales se aprovechaban del sistema, el mismo que querían hundir. Eso sí, la universidad pública me permitió coincidir con una pluralidad a la que no estaba acostumbrado, compartir aulas con los hijos de la pequeña burguesía, incluso con los de la burguesía que no apostaban por la educación privada. Ninguno de ellos tenía un nivel formativo superior al mío, lo cual podría quebrar esa visión absurda de “privada = alto nivel, pública = bajo nivel”. Esto cobra la máxima importancia porque encuentra esencia de la posibilidad de que entre un sector de hijos e hijas de familias obreras ha aportado la educación pública de formarse con igual nivel que aquellos que por su realidad económica o visión social accedían a la privada.
Sería injusto si no realizase una valoración positiva de la universidad pública en mi paso como estudiante. De la memorística, el trabajo constante y persistente como elementos importantes en la formación (si bien el primero siempre lo he detestado, cuando menos nos separa de las licenciaturas a golpe de talonario). No me cansaré de repetir que en la pública es trabajo y esfuerzo. Sin duda que el mejor recuerdo y lo que más valoro de la universidad son los docentes de gran nivel técnico e intelectual que nunca se entregaron a los intereses de los grupos de poder y empresas: el profesor que en un departamento de Derecho del Trabajo copado por conservadores no renunciaba a explicar el carácter tuitivo de la materia; el grupo de profesores de Derecho Penal y Penitenciario que nos recordaban los elementos antidemocráticos del sistema y el incumplimiento de la legalidad en las cárceles, y sobre todo la práctica totalidad de los profesores del Área de Filosofía del Derecho, que con sus clases y seminarios no sólo elevaban el nivel intelectual de la universidad, sino también el nivel moral: era posible y necesario construir desde el rigor técnico un mundo mejor y diferenciado de la sociedad que nos tocaba vivir.
Fue la Educación Pública la que me permitió escapar del destino de explotación, precariedad y desempleo que el sistema deparaba a los jóvenes de mi barrio. El sino también me ha permitido devolver parcialmente lo que recibí de la pública: por un lado, optando por trabajar por y para los que en su reivindicación dieron origen a la misma, la clase trabajadora y el movimiento sindical, y por otro, la posibilidad de impartir clases como profesor asociado de Derecho del Trabajo de la Universitat Autònoma de Barcelona. Intento ser lo más riguroso posible con el contenido de los programas de las asignaturas y facilitar el aprendizaje. Nunca adoctrino —ello no forma parte de los valores de la pública—, pero sí que les recuerdo a los alumnos y las alumnas con los que comparto clases que ellos no pagan por un título —para eso ya están algunas universidades privadas—, sino que se matriculan para exigir formación y recibir conocimientos. También este ejercicio como docente me ha permitido observar como un catedrático reconstruye la totalidad de la materia que debe impartir en todo un semestre en 48 horas para adaptar el contenido a los cambios normativos, como una profesora asociada que no sabe si el próximo curso le renovarán el contrato pone todos sus conocimientos humanísticos y pedagógicos para, una vez finalizado su tiempo de tutorías, dedicar atención a una alumna. De esta labor y comportamiento nunca hablan los medios de comunicación cuando aluden a la pública.
Las propuestas del Gobierno de Rajoy y de Rigau en Catalunya, o el seguidismo que practican algunos rectorados, significan hundir el sistema que tanto había costado construir, imperfecto pero que podía seguir mejorando. Los conocimientos que adquirí en la educación pública me permiten analizar diferentes cuestiones: los actuales gobiernos perciben la misma no como una inversión (en formación, en cultura, en felicidad, etc.), sino como un gasto para el Estado. Según su análisis, “¿para que formar a jóvenes en un sistema público de calidad cuando hay un 50% de desempleo juvenil? Que se forme con calidad quien se lo pueda pagar”. Su objetivo es convertir la educación primaria y secundaria en un servicio mediocre, destinado a atender a los hijos y las hijas de los sectores más explotados, más precarios, más oprimidos. La universidad deberá aumentar el precio de las matrículas y convertir el sistema de becas no en un método redistributivo de rentas, sino en un cazador de grandes cerebros. Así, la misma también se degradará a la vez que tan sólo será asequible para rentas medias o altas, expulsando por razones económicas a gran parte de la sociedad.
El reventar el sistema público no sólo tiene un objetivo clasista y economicista, sino un objetivo ideológico: socavar un marco de formación científica y rigurosa que puede responder como espacio de pensamiento crítico, prácticas democráticas y calidad docente. A la vez, la pública ha sido en las últimas tres décadas un espacio de integración social y cultural, capaz de luchar contra la segregación.
Es una utopía reaccionaria el plantear que la propia existencia de un sistema público de calidad es la garantía de una sociedad igualitaria. Bajo el capitalismo la igualdad no puede existir, pero sin una formal igualdad de oportunidades no sólo no se construye un mundo desigual, sino que se desarrolla una realidad discriminatoria. Si algunos de los que crecimos y vivimos en barrios obreros hemos escapado de una realidad en la que la explotación y el desempleo eran nuestro sino, los nuevos hijos e hijas de los que ahora ocupan esos barrios, en buena parte inmigrantes extracomunitarios, no sólo recibirán un trato desigual sino que directamente serán discriminados.
Nunca planteo el hecho de escapar de la explotación y el desempleo como un éxito, sino que éste se encuentra en poder desarrollarse económicamente bajo parámetros de ética, dignidad y orgullo, algo, por cierto, que se da más entre la clase trabajadora que entre los y las profesionales. Pero si hasta ahora era posible vivir más que dignamente en la condición de asalariado, tras la reforma laboral cada vez será más complejo. De la misma manera, los cambios de los servicios sanitarios y de las pensiones persiguen construir sistemas públicos degradados para quienes no puedan complementar los mismos con sistemas privados.
Como ex alumno y docente de la pública, no hay nada más pedagógico que luchar por ella. La primaria me enseñó a escribir pero también a adoptar una postura firme, la secundaria a luchar, discutir y comprender nuestra historia y el país donde vivíamos, y la universidad la memoria y el rigor profesional. En la pública identificamos lo diferente para integrarlo, pero nunca el método científico nos lleva a concluir que las construcciones históricas son fruto de la fatalidad, sino que más bien se nos indica nuestra capacidad para luchar como obligada responsabilidad moral.
[Vidal Aragonés es abogado laboralista del Col·lectiu Ronda y profesor asociado de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universitat Autònoma de Barcelona]
31 /
5 /
2012