La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Josep Torrell
Diez normas elementales para la dirección de un servicio residencial
Cuestiones preliminares y conflicto colectivo
El sistema de los servicios residenciales —que sólo tiene treinta y cinco años de antigüedad, contando los centros pioneros— está en una profunda crisis, creada, en parte, por los nuevos problemas que plantea la propia evolución de las enfermedades y la situación de la sociedad, que ni se ha planteado qué hacer con ello.
La crisis afecta por igual el modelo en su conjunto, y por lo tanto, también a los profesionales que viven de él. Toda la estructura y la concepción de los servicios residenciales deben ser cuestionadas y modificadas en profundidad. Esto implica asimismo cuestionar lo que se exige de los profesionales involucrados en los servicios residenciales, en particular los destinados a la dirección.
Para que el sistema de residencias sea mínimamente democrático ha de tener en cuenta una serie de normas elementales, que se esbozan a continuación, y que normalmente no se aplican.
Hacer memoria de cosas simples
1. Cuestiones preliminares
Primero. Un director o directora debe luchar continuadamente contra cualquier atisbo de paternalismo. El paternalismo que aparece en los otros pero también el que inevitablemente aparece en él mismo.
Paternalismo es aceptar que los dirigidos deben sumisión a los dictados de los dirigentes, por encima de la ley y el ordenamiento jurídico. Es aceptar que nos dividimos en dirigentes y dirigidos —o entre personal de la residencia y simples residentes— y que ésta es una división esencial (en vez de una división puramente casual).
El paternalismo es la principal violación contra los derechos universales de la persona inflingida a las personas con diversidad funcional. Es también la que suele estar en el origen de las demás violaciones y arbitrariedades que suelen sufrir las personas con discapacidad (psíquica o mental), o ancianos y ancianas.
Paternalismo es la privación de derechos a los residentes cuando estos derechos afectan a la supremacía de los dirigentes: es decir, siempre. Es creer que en función del cargo que ostentan (que no han hecho mucho por ganarlo, que puede ser el de director técnico o el de simple cuidador) el personal del centro es investido de la anticonstitucional capacidad de cohibir el ejercicio de los derechos de los residentes.
Paternalismo es equiparar a los ciudadanos del sistema residencial público, privado o concertado, en ciudadanos sin plenos derechos, como los de las cárceles y prisiones, pero sin haber pasado por un juicio y sin haber sido excluidos por derecho de sus derechos.
Paternalismo es aceptar que los derechos de los residentes son vulnerados impunemente, sin que a nadie le importe demasiado.
Paternalismo es también la ideología que sustentó a muchos de los antiguos pioneros que crearon los primeros centros de asistencia a personas con diversidad funcional: todo para el discapacitado, pero sin el discapacitado. En este sentido, es un peligro latente en nuestro sistema residencial y, por ello, ha de ser visto como una violación fundamental de los derechos universales de la persona.
Segundo. El director o directora tiene como función primordial y básica que los residentes que están bajo su tutela sean tratados con libertad, justicia e igualdad, con arreglo a la Constitución, y, en la medida de sus posibilidades, pueda garantizárseles una vida independiente. El director o directora está obligado, por la ley fundamental, a promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo sean efectivas y reales.
Por lo tanto, y en todo momento, es un deber básico del director o directora hacer saber a sus residentes que tienen derechos irrenunciables, empujar a todos a luchar por el pleno reconocimiento de la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, incitarles a no renunciar a su cumplimiento y favorecer el reconocimiento de que hay también derechos de los demás, que deben ser respetado asimismo.
Sólo así se podrá favorecer el clima de convivencia que se dice ha de reinar en los sistemas residenciales, y que, de común, brilla por su ausencia.
No hacer esto presupone un acto de autoindulgencia inaceptable, un error gravísimo, y permite que el centro bajo su tutela se deslice hacia la arbitrariedad y el abuso de poder.
No considerar el cumplimiento de los derechos y libertades un deber primordial es el reconocimiento de la propia imposibilidad de cumplir las tareas que le competen a un director o directora; es decir, el tácito reconocimiento de la necesidad de dimitir por no ser esa la persona adecuada para el cargo que ostenta.
Tercero. El director o directora tienen la necesidad de ponerse en el lugar del otro para comprenderle, sino quieren convertirse en un ser odioso y temible. Tienen la necesidad (y la conveniencia, para evitar muchos equívocos) de comprender las necesidades, las preferencias, los hábitos, las ausencias, y las historias (médica, psicológica y, en general, las de quién fue en el mundo cada paciente).
En particular, el director y directora deben ser muy cuidadosos con las prendas de vestir y con la dotación y decoración de la habitación en la que han de vivir los y las residentes.
Todavía predominan en las residencias las habitaciones compartidas, que es urgente erradicar rápidamente (salvo casos especiales).
Lo que hay en la habitación del residente es responsabilidad del propio paciente, y nadie tiene competencias para quitar ni para añadir nada.
Éste ha sido, es y será uno de las puntos fuertes dónde se ha visto, se ve y se seguirá viendo la falta de respeto y la presencia del abuso de poder en el seno de las residencias.
No plegarse a estas necesidades y preferencias puede ser nefasta para los y las residentes, destrozando su forma de vida y alterando las actividades con que dotan de sentido a sus vidas, afectando las iniciativas que han elegido realizar y que les suponen momentos creativos.
Si ello ocurre es necesario pedir responsabilidades a las instancias oportunas de bienestar social, porque coartan el que “las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo sean efectivas y reales”, que reconoce la carta magna.
Cuarto. El director o directora ha de ser muy cuidadoso hacia la atención que presta su centro. Hoy por hoy, las prestaciones a todos los niveles son muy deficitarias. Entre los profesionales del sector circula un dicho que a mayor gravedad de las enfermedades a tratar, menor es la necesidad de personal cualificado. Es como si se aceptara que a mayor gravedad, cualquiera puede hacerse cargo. Por esta regla de tres, en los centros residenciales mercantiles o de iniciativa social hay mucho personal que no tiene estudios —ni generales ni específicos— que les capaciten para las funciones que realizan.
Un director o directora habrá de poner freno a esta tendencia, incrementar en la medida de lo posible la contratación de personal adecuado y un control de la calidad de las plantillas del centro.
Quinto. Un director o directora debe tener muy en cuenta el poder del que dispone, que en la mayoría de casos es casi total. La propia situación de práctica ausencia de directivas al respecto abunda en este sentido. En la realidad, nadie le pone límites; quién ha de ponérselos es la propia consciencia del deber y la profesionalidad.
Para ver lo omnipresente que es su presencia sólo hay que repasar el conjunto de temas sobre los que pueden ejercer su poder: horas de levantarse y acostarse; horas de estancia de los y las residentes en su propia habitación (sic); horas de desayuno, comida y cena; los menús de cada residente; el numero de trozos de pan que se autoriza a comer a cada residente (sic); la prohibición de los intercambios de comida (sic); horarios para el baño; discrecionalidad absoluta en la concesión de permisos para que se le guarde la comida; arbitrariedad para entrar en las habitaciones (estén o no en su interior los residentes); capacidad de decidir lo que el residente pueda tener o no; etcétera.
Esto provoca en los residentes —sobre todo entre aquellos que no saben qué significa tener derechos— reacciones enfermizas típicas, pero a la vez mal diagnosticadas: por ejemplo, los “dolores en el pecho” que se imaginan puede ser una anomalía (fantasmalmente cancerigena, por supuesto), que se traduce sin ninguna dificultad en un diagnóstico bastante certero por una situación de creciente angustia.
La cuestión es que tales situaciones de angustia estallan después (o durante) de un enfrentamiento con la dirección del centro con el paciente, en el que este no tiene la capacidad de decir no.
Es común oír a estos residentes que están mejor en el hospital para enfermos mentales que no en la residencia. Algo que es insólito para la comprensión de quien no haya vivido bajo los dictados de un director o directora, pero que es rigurosamente cierto en muchas residencias actuales.
Cuando el poder de un director o directora constituye la causa de la enfermedad de sus pacientes, el sistema por entero debería ser revisado (y el sistema de salud debería tener los medios para impedir que ese director siguiese cometiendo sus desmanes).
El director o directora ha de ser consciente del mal que puede causar —incluso involuntariamente: por ejemplo, los fantasmas personales de los residentes— y ser muy conscientes que de no ser especialmente cuidadosos en este aspecto podría ser motivo de cese en una sociedad realmente democrática.
Sexto. Un director o una directora no pueden tener enemigos entre los residentes (ni entre sus subordinados: personal sanitario, cocina y limpieza). A veces sólo hace falta ver, con el cambio de dirección, la práctica desaparición del personal contratado anteriormente para saber que se ha cometido un error gravísimo al elegir el nuevo director o directora.
Un director o directora no puede tener enemigos, porque su propia condición de persona íntegra, ha de situarle por encima de este tipo de rencillas. No puede tener enemigos porque se lo impiden sus conocimientos de la naturaleza humana, el relativismo que la psicología imprime a sus juicios, y la consciencia de que la mayoría de los residentes son, en último instancia, enfermos o gente que ha de vivir con serias discapacidades en todos los sentidos.
Cuando alguien se enfrenta armado con un pretendidamente infalible «ordeno y mando» a un colectivo de discapacitados da congoja y se encienden todas las luces rojas alertando que algo está pasando.
Cuando un director o directora cae en los enfrentamientos personales y en las enemistades, algo propio de su función ha sido violado y el clima de su residencia ha sido ya emponzoñado.
Se imponen unas vacaciones, el cambio de puesto o incluso la carta de despido (si el enfrentamiento ha vulnerado ya los derechos o la integridad del residente). Muchas profesiones están sometidas a presión —y el director o directora de residencia son claramente un factor de riesgo innegable— y debería estar prevista su suspensión momentánea del trabajo. El problema es que las pequeñas residencias privadas o “sin ánimo de lucro” no están dispuestas a dar este trato a los propios asalariados: los problemas sindicales no están tan lejos como parecen de la dirección de residencias.
Detengámonos.
La razón es muy simple: puede parecer una exageración o, directamente, una mentira lo que sustenta este análisis. Desgraciadamente, no lo es. Hay un mecanismo que arroja a quienes lo tienen a la enemistad y al odio: es el miedo.
El miedo a fracasar, el miedo a la incompetencia, el miedo al saberse en un cargo para el cual no tiene ninguna experiencia. Las reacciones ante el miedo que atenaza son de distinto tipo. Una puede ser multiplicar las horas en el trabajo (pero, casualmente, en labores de dirección pero que nada tienen que ver con las asuntos conflictivos).
La otra es lisa y llanamente la mentira. Pero mentir es una espiral: se miente a los residentes —hasta límites difíciles de creer—, después se ve forzado a mantener la cara delante de sus propios subordinados, y llega un punto en que se finge creerle, aunque ya nadie le crea realmente. El problema es que pueden entrar en este maléfico juego la junta rectora y hasta el Departamento de Bienestar Social.
Es difícil argumentar contra la mentira: se puede mentir para tapar que se es una persona mentirosa. Pero cabe defender el propio punto de vista moral, decir con Antonio Gramsci que “la verdad es revolucionaria”: que “decir la verdad es una necesidad en la política de masas”, entendiendo como tal toda voz que aspira a convencer a más y hacer realidad aquello que se propone. … también en un modesto papel sobre lo que va mal en las residencias.
2. Conflictos colectivos
Séptimo. El director o la directora han de evitar los enfrentamientos por cosas nimias. Porque las cosas nimias se clavan como dagas en el interior de los residentes.
Quizás un residente haya conseguido tumbar la política de la residencia en un punto (por ejemplo, en la imposición del menú de régimen). Y quizás la dirección esperaba mortificarle, escondiéndole la carta. Pero una vez el residente posee la carta sólo cabe acatarla.
No hacerlo –o buscar vías para no hacerlo— significaba magnificar el asunto, y que la dirección se mostrara ante los residentes como lo que sustancialmente es: un perfecto “incompetente”, como le puede gritar el propio residente.
El director o la directora han de saber que una cosa sin importancia puede crecer y sobredimensionarse si no se va con cuidado. Que eso es una mortificación al residente que hay que evitar. Que es tarea de la dirección abortarlo y suavizar sus consecuencias, antes de que se enquiste y devenga una ofensa que los residentes van a recordar permanentemente.
Octavo. El lugar clave donde se mide la propia valía de una dirección es, sin duda, en la actitud —y en la capacidad para resolver con pleno respeto de los derechos de los residentes— ante un conflicto colectivo planteado por diez personas (suma más que importante, dados los límites de capacidad que marcan las autoridades: 25 residentes). La autoorganización de los propios residentes tiene en sí algo de inusual, y es algo tan portentoso como valeroso. Por lo demás, para la dirección, es una sorpresa absoluta.
Una dirección sensata detectaría de inmediato la señal de peligro, que afectaba a toda la política realizada por ella. Y entablaría inmediatamente conversaciones sobre qué es lo que no va bien. No suele ser así, desgraciadamente.
El miedo y el nerviosismo se anteponen a cualquier consideración racional. La consigna que se impone es básicamente en decir: las protestas, una a una. La razón colectiva, quintaesencia del ordenamiento democrático, se ve así menospreciada y arrinconado por parte de gente que son miembros de un servicio concertado.
Como casi siempre, la represión toma el mando: entrevistas con gritos, amenazas, mentiras, intentos de que algunos se desdijeran del escrito que habían firmado, etcétera. El Servicio de Inspección de Bienestar Social —ante la delicada situación de una residencia, en fase de transición para incluir también una residencia subvencionada— puede desentenderse del asunto: una contestación en pocas líneas sin fundamento jurídicas, para hundir en la nada las esperanzas de los que protestaban… pero para reaparecer como un grito desesperado, protagonizado por quienes no habían querido participar en la protesta colectiva, pero con idénticas motivaciones (“Hitler de la residencia”, “incompetencia”, etcétera).
Cuando un director o directora deja que un conflicto interno de más de una persona contra la reglas de dirección traspase las fronteras de la dirección e interese —o deba interesar— a las inspección de Bienestar o a los juzgados, no cabe duda que el funcionamiento de la residencia es totalmente anómalo y merece ser investigado, con independencia de lo que hayan denunciado los residentes.
Noveno. Lo más grave de este asunto, sin embargo, es la actitud ante los subordinados. En vez de guardarse la denuncia y reflexionar sobre lo que expresaba el sentir de los residentes, el director o la directora suelen ir entre el personal, enseñándola y pidiendo el tácito acuerdo de repulsa.
El problema es que, así, se creaba un acuerdo no escrito entre dirección y personal, predisponiendo a éste contra una parte de los enfermos de la residencia. Quienes más han sufrido esto son quienes están más desvalidos para hacer valer sus derechos.
Por lo demás, cuando —como en el caso de una dirección denunciada— se vive en el miedo y en la inseguridad, se necesitan respaldos, y los apoyos hay que pagarlos. Con esto, se extiende una impunidad —tácitamente querida por la dirección— que afecta a todo el personal subalterno (con las excepciones de rigor). No hay que olvidar nunca que sólo precisa impunidad quién viola el derecho ajeno. Así, la política de la dirección tiene como seguidores literalmente una estela de subalternos que son candidatos al despido por causas justificadas.
Décimo. El director o la directora son responsables también de todo aquello que no hacen ellos, pero dejan que inevitablemente suceda. Aquí cabe citar un tema muy delicado, que es el de robo y hurtos continuados que sufren los residentes.
Es delicado porque la desmemoria y la idiosincrasia de los propios residentes —y la naturaleza misma del delito, al no saber quién ha sido exactamente el responsable— difuminan su importancia. Pero es evidente que se produce un aumento de hurtos a los residentes (dinero, mercancías susceptibles de transformarse en dinero, cosas útiles como los paraguas, o cosas curiosas, etcétera). Tales hurtos se convierten en verdaderos robos (cuantías importantes de dinero, rondando entre los 50 o los 100 euros) cuando las víctimas de los mismos son a la vez los residentes menos protegidos: alguien con demencia senil, extranjeros que no hablan castellano, etcétera.
La dirección paga también aquí su apoyo: en la residencia no hay robos, dice, aunque sean evidentes. Y aún es mucho más evidente el malestar de los pacientes que los han sufrido.
Se produce así una doble versión: la imagen oficial según la cual en la residencia no hay robos, y la imagen real para todos los residentes de que en la residencia se roba y, lo que es peor, la dirección lo niega.
Un director o directora debería tener presente que el más mínimo hurto es una lacra imperdonable y que es preciso poner todos sus esfuerzos para descubrir al culpable y despedirle expeditivamente.
* * *
Si un director o directora tuviera en cuenta estas cuestiones mínimas —y las tuviera en cuenta siempre y en todo momento— la vida en las residencias sería algo más agradable de lo que es para quienes tienen la desgracia de vivir en ellas, y la convivencia entre residentes algo más que una palabra huera.
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