¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
El Lobo Feroz
Apuntes para un "Libro de la Selva Política"
Los que abominan de la política tienen razón: la política institucional es abominable. Las políticas neoliberales son abominables. Le quitan a la gente que vive de su trabajo la escasa seguridad conquistada a lo largo de generaciones de lucha política.
Pero los que pasan de la política de los de abajo siendo de los de abajo son no sólo apaleados sino cornudos. Para los de abajo intervenir a pie en política es esencial.
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Socialdemocracia. Éste es un concepto que hay que retomar, aunque se ha convertido en un insulto. Un absurdo insulto de otros tiempos. Los bolcheviques eran la mayoría de un partido socialdemócrata. Luchaban por una democracia socialista y les fue, sin embargo, como les fue. Se empezó a llamar denigratoriamente ‘socialdemócratas’ a los socialistas no adheridos a la Internacional Comunista. El calificativo de socialdemócratas casi nunca lo merecieron; la denigración, en no pocos casos, sí. Hoy, ¿es el Psoe un partido socialdemócrata? No: el Psoe es un partido neoliberal, sean cuales sean sus siglas y su historia: así les ha ido también a ellos. ¿Es Izquierda Unida un partido socialdemócrata? Sí, lo es, y quizá no lo sabe. Aunque no puede gran cosa no puede ser otra cosa. Eso no es malo.
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Un movimiento puede ser muy importante, pero nunca es universal. Habita en un mundo social donde hay otros movimientos, donde hay antagonistas e indiferentes y neutrales. Pero un verdadero movimiento de la sociedad es algo muy básico que nadie puede atreverse a ignorar. Manifiesta que en la sociedad se da un impulso que procede de sus necesidades vitales. Por eso han existido el movimiento de los trabajadores y el movimiento feminista y antisexista. Pero han existido en un mundo donde han encontrado resistencia de aquellos aspectos de la sociedad que no quieren morir: los depredadores de todo tipo.
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No usemos a tontas y a locas el concepto de movimiento social. Hacerlo es crear confusión donde no la debe haber.
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Un movimiento se dota siempre de algunos elementos programáticos: el movimiento sabe al menos lo que no quiere, y, con menos precisión, trata de definir lo que quiere. Pero en seguida tropieza con los problemas de la comunicación interna. Una manifestación se puede convocar desde teléfonos móviles; un programa de lo que se quiere precisa una comunicación más amplia, más reposada, más madurada, más capaz de precisarse y adaptarse a las necesidades. No va por móvil. Para eso están los materiales de discusión, los debates en asambleas y todo lo demás. Un movimiento no consigue sus objetivos en el momento de su formación. No es como un relámpago, sino como un río. A veces como un glaciar.
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¿Qué son los partidos? Los partidos son grandes corrientes de opinión subterránea si los entendemos como inteligentemente lo hizo Antonio Gramsci: según eso, los lectores de ABC y La Razón compondrían un partido, los nacionalistas secesionistas —incluso de diversas orientaciones (derecha, izquierda)—, otro. Los manifestantes indignados de esta crisis del presente componen otra gran corriente, una corriente visible y otra subterránea que está de acuerdo con ellos. Los golfantes que votan a la derecha, que siempre votarán a la opción más reaccionaria que se les proponga, y en cualquier materia, y que viven pisoteando a los demás, son otro partido (por mucho que a veces sus argumentos aparenten ser lo que defienden los de abajo). A veces los partidos, en este sentido fundamental, subterráneo, que no tiene siglas, se unen en los movimientos sociales y cada uno trata de arrimar a su sardina las ascuas de estos movimientos.
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En el gran movimiento de los de abajo confluye mucha, mucha gente. Es natural que diferencias de edad, de historia personal, de posición social o laboral, culturales y demás, produzcan extrañamientos internos. Afortunadamente las grandes verdades sociales son siempre corales, y en los coros cada voz aporta algo distinto. Las diferencias son riqueza de pensamiento. El monolitismo ideológico no puede ser otra cosa que una triste mierda generalmente seca.
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Hay que desconfiar de los que se indignan mucho por poca cosa. Aunque a veces hay que leer esa indignación por poco como incapacidad para expresar su verdadera indignación.
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Un movimiento precisa un referente político. Porque para avanzar hacia sus objetivos tiene que dar pasos, esto es, alcanzar objetivos intermedios, y para alcanzar objetivos intermedios tiene que poner toda la carne en el asador, de vez en vez, en cada uno de ellos, incluso cuando en alguna ocasión se equivoque y tenga que rectificar. Ha de conseguir unos aliados para dar ciertos pasos que no serán aliados para otros pasos. Por estas razones un referente politico es esencial. Tan esencial como impedir que sea ese referente quien imponga sus objetivos al movimiento. La única manera de impedirlo es democratizar radicalmente el referente político o crear decididamente uno nuevo si lo que hay se demuestra inservible.
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Los partidos políticos, incluso los de los trabajadores y de la multitud corriente, son muy necesarios y a la vez muy peligrosos. Parte de la gente que empieza como activista de partido acaba profesionalizándose en esa actividad. Y como no estará dispuesta a perder su puesto de trabajo tenderá a confundir los objetivos del partido con sus objetivos personales, e imponerle estos últimos al partido. Y si esto no lo hace una sola persona, sino muchas, el partido acabará desnaturalizado.
Por eso se han buscado artificios que posibiliten mantener la orientación del partido al margen de los intereses personales de sus dirigentes. La separación entre los órganos dirigentes del partido y la presencia en las instituciones es uno de esos artificios; la limitación de los mandatos, otro; la constitución de fondos de reserva para que quienes cesan en un cargo público puedan subsistir mientras buscan otro trabajo es un tercer expediente, en realidad poco usado. Pero lo esencial es esto: si se cabalga en un partido, hay que asegurarse de que está bien embridado. Los mecanismos de democracia interna deben estar muy bien engrasados y facilitar a todos tener los ojos bien abiertos. No puede haber opacidad en esos mecanismos.
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A veces partidos y movimientos experimentan una división interna. Me refiero a divisiones internas muy esenciales y generales, no a asuntos de detalle. Estas divisiones importantes no se pueden resolver mediante la formación de mayorías y minorías. Ni tampoco con escisiones o divisiones. Las escisiones hacen imposible que los problemas maduren y la división se supere, por una parte, y por otra no hacen más que debilitar y desanimar. Si se forman mayorías y minorías básicas en una institución de los de abajo y uno se queda en minoría, debe saber resistir estando en minoría. El tiempo y el mantenimiento de la actividad permitirán saber si lleva razón o no la lleva, y en todo caso lograr precisiones programáticas satisfactorias para todos.
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Lo que ha de buscar un movimiento es tener hegemonía. Lo que busca un partido es tener dominio. El dominio sin hegemonía es pan para hoy y hambre para mañana. Por eso conviene saber en qué consiste la hegemonía.
La hegemonía de un movimiento consiste en que capta para su avance las cabezas de la gran mayoría de la sociedad. Que las ideas del movimiento se vuelvan predominantes en la sociedad. Así, el movimiento feminista y antisexista está consiguiendo ganar creciente hegemonía social. Conseguir hegemonía es conseguir impregnar la cultura de una sociedad y de una época. Hay hegemonía de un movimiento cuando el comportamiento de las personas, la creación cultural social, y también la creación de su avanzadilla artística —poetas, pintores, músicos, cineastas, dramaturgos, narradores, etc.—, materializan los ideales del movimiento social.
Los viejos del lugar —pero también los jóvenes espabilados— pueden medir cómo se ha volatilizado la hegemonía de las ideas socialistas en los últimos veinticinco años, cómo ha disminuido. Probablemente esa minoración empezó mucho antes. Eso enseña, en primer lugar, que ninguna conquista social es «para siempre». Y en segundo lugar enseña que la hegemonía es histórica, y que hay que comprender la historia.
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El movimiento obrero del pasado ignoró en amplia medida el dominio del patriarcado y la explotación del nicho ecológico de la vida superior en el planeta. Tienen razón los que dirán que esa ignorancia no fue total; fue, sin embargo, substancial, y por eso el movimiento obrero tradicional merece ser criticado, como merecen ser criticados los movimientos actuales que luchan contra el dominio patriarcal y la explotación ecológica y tienen los ojos cerrados para la explotación de unas personas por otras, esencial en el capitalismo que conocemos. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Dicho esto, también está claro que el movimiento de los trabajadores del pasado fue extremadamente fideísta: quiso creer que la revolución de Octubre era una conquista inviolable y cerró los ojos a su reiterada violación. Lo terrible es que muchas personas, cuando finalmente se han dado cuenta de que se habían hecho ilusiones, han abandonado sus ideales en vez de enfadarse consigo mismas por su ingenuidad.
Pero las personas que se habían hecho demasiadas ilusiones también consiguieron muchas cosas. Eso es visible ahora que los poderes se sienten fuertes para destruirlas todas. Por eso es hora de sobreponerse, de ponerse en pie y volver a luchar junto con otros.
Hay que repetir en voz alta muchas veces la palabra solidaridad para buscarla. Es una idea-fuerza, el Norte de la brújula social. Y practicarla.
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Los de arriba les roban las palabras a los de abajo: libertad, democracia, socialismo. Corromperlas forma parte de su juego. A buen entendedor…
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4 /
2012