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Juan-Ramón Capella

El precio de la energía y la política energética

Si algo hay oscuro en este país es el precio de la luz. La energía eléctrica acabará produciendo un agujero económico, tal vez el mayor desde el estallido de la burbuja inmobiliaria si no se rectifica a tiempo. Lectores: prestad mucha atención.

El precio de la energía se calcula en España según fórmulas matemáticas complejas que vienen publicadas en el Boletín Oficial del Estado y que no son nada fáciles de desentrañar. Imposibles para un lego. De esas fórmulas se deriva el concepto político de «déficit de tarifa», inventado por un ministro de derechas, el señor Piqué, para admitir una enorme deuda del Estado —esto es, de lo que pagamos los ciudadanos— con las compañías eléctricas.

Con las grandes compañías eléctricas, habría que decir; hoy fundamentalmente, a este respecto, Endesa e Iberdrola.

En relación con la energía eléctrica, sin embargo, las oscuridades son infinitas. Para empezar, ¿se puede fijar el precio de un bien si es impreciso su coste, si el precio depende de los costes de producción de otros, o sencillamente si es camaleónico? Obviamente, no. Pues eso sucede con los costes de producción de la energía eléctrica.

La producción de electricidad no juega exactamente en un mercado de electricidad, porque en algunos de sus campos de producción, el de las centrales nucleares y las grandes centrales hidráulicas, la competencia es inexistente: ahí no puede entrar ningún productor más.

En este momento se está viviendo una guerra entre los productores de electricidad. Las grandes compañías, Endesa e Iberdrola, pretenden barrer con la autoproducción eléctrica de empresas menores que recurren a energías renovables. Y también pretenden luchar contra la producción de electricidad termosolar y fotovoltaica de sus competidores en estos campos. Una política contraria a todos los intereses de España como nación de ciudadanos.

Primera cuestión, que es preciso retener: el precio de la electricidad es un precio político. Un precio que se fija en función del poder, de los poderes, y de sus perspectivas, y no en función de los costes de producción del megavatio eléctrico.

Entre paréntesis, los costes del megavatio nuclear no están claros: la propia patronal del sector, Unesa, por boca de su presidente, dice que son 50 euros por megavatio/hora, mientras que el Foro Nuclear habla de sólo 35. Todo esto no es serio: parece más bien una cortina de humo para evitar que el gobierno señale un impuesto importante a los productores esta energía.

La segunda cuestión es que, al no haber mercado eléctrico real, tampoco hay un mecanismo que estimule producir al menor coste posible. Esto, que parece paradójico en el capitalismo, se debe a que la fijación política de precios favorece a unos productores en detrimento de otros. Unos productores han de ser auxiliados para que mantengan la producción de energía eléctrica —las centrales térmicas— pues sus costes son altos; otros son retribuidos aunque estén parados (centrales de gas). Y otros, en cambio, perciben una retribución muy superior a sus costes de producción: las centrales nucleares e hidroeléctricas. El gran negocio de sus dueños está en la prolongación de su vida útil.

Y aquí, una cuestión que el público debe saber: las grandes compañías eléctricas españolas, sean cuales sean o hayan sido sus denominaciones, siempre han tenido su lobby político directamente en los gobiernos, siempre han actuado muy cerca de los gobiernos españoles, de cualquier signo, para hacer valer sus intereses, y lo siguen haciendo. Eso se remonta a principios del siglo XX. En el gobierno de Rajoy está Luis de Guindos, procedente de Endesa; en el de Zapatero estaba Sebastián. Con Franco el lobbysta fue mucho tiempo el conde de Vallellano. El lobby eléctrico penetra además las informaciones o pseudoinformaciones de la prensa (véanse si no, un caso entre muchos, El País, 6 de marzo, pág. 7, y 4 de marzo, con ejemplos del modus operandi) para modelar —o confundir a— la opinión pública.

Por otra parte, las grandes compañías eléctricas no tienen intereses únicamente en la producción de electricidad: también los tienen en otros campos y negocios, y no sólo en España sino fuera de ella. Las pérdidas y ganancias que contabilizan en sus balances no pueden tomarse como base para calcular los costes de la producción de energía eléctrica.

Hay hechos sangrantes: por ejemplo, que entre 1997 y 2011 los propietarios de centrales nucleares y de las grandes instalaciones hidroeléctricas se hayan beneficiado de los llamados «Costes de Transición a la Competencia», que en 2005 ya habían cobrado en la cuantía de 8.600 millones y que siguieron cobrando después; eso queda muy por encima de lo previsto en la Ley de 1997 y en el Protocolo Eléctrico de 1998, del gobierno del PP de Aznar, que ya les favorecía.

Desde el punto de vista de la economía real, las inversiones en centrales nucleares y en grandes obras hidráulicas están ya completamente amortizadas desde hace tiempo, por mucho que las habilidades contables de las compañías lo reflejen o no así en los balances correspondientes.

Otro hecho sangrante es que la prolongación de las concesiones de explotación hidroeléctrica y del período de vida de la central nuclear de Garoña —un ejemplo para el futuro— ha sido enteramente gratuita. (En Alemania sólo se prolongó la vida de centrales nucleares a cambio de cientos de miles de euros, aunque desde Fukushima esa prolongación se ha revocado, como debería ocurrir aquí.)

Y, a todas éstas, las energías renovables —eólica, termosolar, fotovoltaica—, pese a ser de costes bajos, parecen estar bajo sospecha, una sospecha impulsada por el lobby nuclear. Como escribe Ana Marco, «quieren impedir por cualquier medio que el ciudadano, individual o colectivamente, pueda escapar al control de las eléctricas».

Las energías renovables, que no son peligrosas, resultan excelentes desde varios puntos de vista: España dispone de una climatología muy adecuada para la producción de estas energías; es pionera en algunos aspectos de esta industria, y por tanto podrá exportar a la larga energía y sobre todo tecnología; también a la larga, estas energías disminuirán el coste total de la producción eléctrica; se trata de energías susceptibles de producción descentralizada —lo que más temen los grandes cuasimonopolios eléctricos—, capaces de satisfacer plenamente la demanda de ciertas factorías industriales, pequeños núcleos de población y viviendas; esta producción debe ayudar a a disminuir la debilidad de la economía española por su dependencia del petróleo y del gas importados; estas energías disminuyen la producción de gases contaminantes, y España está obligada a cumplir los compromisos suscritos en este sentido con la Unión Europea, y, hablando en serio y no formalmente, estamos obligados a actuar con decencia respecto de la naturaleza.

De una manera general, resulta que los capitales invertidos en los métodos tradicionales y los antiecológicos de producción de energía están sobrerremunerados. Y se están pisoteando los intereses generales al no abordar una política que tenga claramente por objeto:

a) No cargar a la población con el pago de tarifas eléctricas abusivas, que se vienen imponiendo por el exceso de influencia política de los grandes agentes económicos en el ámbito eléctrico. La noción de «déficit de tarifa», y en cualquier caso su cuantía, deben ser revisados.

El déficit de tarifa no es la diferencia entre lo que pagamos por la luz y lo que cuesta producirla: es la «diferencia entre los costes reconocidos del sistema eléctrico y lo que el sistema ingresa vía tarifas», algo completamente distinto. Los costes reconocidos son cuestión política, al igual que la tarifa, y por tanto el déficit de tarifa es también una cuestión política.

Tenemos la electricidad más cara de Europa y al mismo tiempo el político déficit de tarifa crece cada año. Y no puede ser ni lo uno ni lo otro.

b) Es preciso que los beneficios del período de funcionamiento de las centrales nucleares, así como los de la producción hidroeléctrica, se dirijan a la financiación de nueva y masiva producción de electricidad mediante centrales ecológicamente sostenibles y renovables, dado que el consumo de electricidad está abocado a aumentar con la transición a los vehículos eléctricos.

c) Se debe abrir la puerta a otros procesos y fomentarlos: el de la desconcentración de la producción de energía eléctrica —en contra de la política propugnada por las grandes compañías—, y el de la reordenación del sector eléctrico como tal, obligando a las compañías a separar sus negocios internos e internacionales y también sus negocios eléctricos de los demás.

Las personas que perciben la influencia de la política sobre nuestras vidas no deben desinteresarse de procesos de transformación necesarios para volver hacedera una sociedad menos angustiosa que la del presente. Únicamente con cambios tecnológicos no podremos organizar un modo de vida adecuado, pues se precisan también cambios sociales. Pero en períodos como éste, y con lo que se avecina, no podemos mantenernos insensibles a la economía y a la tecnología de la producción de algo tan básico como la electricidad.

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2012

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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