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El hombre duplicado

Alfaguara,

Madrid,

407 págs.

María Rosa Borrás

Novela que permite sentirse arrastrado a desdoblarse uno mismo en diferentes perspectivas. Con un argumento aparentemente simple, Saramago construye un relato de terror psíquico: la pérdida de la identidad. En verdad describe las ilusiones de identidad destruibles por la mera materialidad. Qué hay de verdadero y falso en el ejercicio privado de nuestro pequeño mundo cotidiano, qué hay de bondad y maldad en nuestras acciones y reacciones queda en entredicho a lo largo de las páginas de esta novela. De ahí que también resulte creíble la absurda posibilidad de la simple intercambiabilidad personal. Pero todas estas son cuestiones que a una se le ocurren cuando ha terminado de leer lo que está escrito como una narración que desovilla una trama argumental aparentemente simple aunque, a mitad del libro, resulte angustiosa e incluso terrorífica.

Destaca la personificación del narrador (tradicional en las obras de Saramago) que incorpora suavidad, sensatez y tranquilidad en la lectura, aunque a veces se desdobla en la voz del «sentido común», también personificado. Pero no podemos engañarnos, porque esos «semidioses» dulces de lo razonable y creíble quedan contrapuestos a series inconexas de actos (mentales y prácticos) racionales por programados, y sobre todo quedan contrapuestos a la extrema crueldad del argumento Y asimismo son personajes que incluso se dejan llevar a la narración de derivaciones suponibles, no reales, en forma de clara fabulación («hubiera podido ocurrir») de futuribles.

Desde una personalidad de diseño, la ocurrencia de la duplicidad material resulta insoportable y autodestructiva; es más, conduce a descubrirnos como máscaras para relacionarnos en la ocultación de un yo imaginario.

Merece la pena leer esta novela de ritmo lento que construye una trama de intriga interesante y curiosa como soporte que articula una reflexión de fondo sobre qué significa ser para nosotros y ser para los demás, cuando algo o alguien pone en evidencia que el nuestro no es un ser personal e intransferible.

1 /

2004

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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