La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gerardo Pisarello
Parar la guerra cuanto antes
Hace unos días, una periodista me preguntó cómo había vivido los aplausos en el Congreso al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Le expliqué que para muchos de nosotros, esos aplausos, más que dirigidos a un gobierno concreto, eran para los millones de ucranianos y ucranianas que estaban padeciendo y resistiendo la criminal invasión de Vladimir Putin. Y que el Zelenski político-actor era otra cosa. Alguien que un día era capaz de invocar los bombardeos nazis en Gernika para justificar su causa, y al siguiente comparecer acompañado de miembros del reaccionario batallón Azov, como hizo en Grecia. Eso, o pasearse en Kiev junto a un personaje lamentable como Boris Johnson, dispuesto a compensar su impopularidad con el más desvergonzado de los belicismos.
En realidad, defender un humanismo internacionalista, situado y sin dobles raseros, en el actual contexto geopolítico, es tan difícil como necesario. Este humanismo tiene dos tareas urgentes. Por un lado, buscar sinceramente la manera de poner fin cuanto antes a la guerra en Ucrania, priorizando el punto de vista de sus víctimas. Por el otro, impulsar un nuevo orden mundial, más plural y cooperativo, que garantice la paz y ponga límites reales a los Leviatanes de Estado y de mercado que la amenazan por doquier.
La inadmisible invasión de Putin
Teniendo en cuenta estos objetivos, lo primero que haría falta asumir es la condena sin excusas de la invasión de Putin. Con todos los testimonios de población afectada y de periodistas independientes que actúan sobre el terreno, cuesta entender que, todavía hoy, haya quien siga sosteniendo que los bombardeos y vejaciones producidos en Bucha y otras ciudades son una invención, cuando no una respuesta inevitable a las “provocaciones” de Occidente. A estas alturas, solo desde el autoengaño o la mala fe se pueden presentar estos ataques como intervenciones “quirúrgicas” que se limitan a destruir infraestructuras militares sin asesinar civiles. O peor, describirlos como “cruzadas antifascistas” que solo afectan a grupos reaccionarios del ejército ucraniano, como si no hubiera miles de inocentes cayendo bajo las balas y los misiles.
Nada de esto implica que las tropas ucranianas no incurran en sus propias tropelías o que no las hayan practicado en zonas como el Donbás. Tampoco supone quitar un ápice de responsabilidad al intervencionismo que Washington ha venido practicando en Ucrania desde hace años. Simplemente, significa que la invasión está produciendo atrocidades que se podrían haber evitado, y en las que Putin tiene una responsabilidad central.
Uno puede entender, sí, que haya gente que recuerde que el actual gobierno ruso envió vacunas a países del sur en plena pandemia cuando ninguna de las grandes multinacionales farmacéuticas lo hacía. O que valore su condena de golpes de Estado abyectos como el que se produjo en Bolivia en 2019 con el visto bueno de los Estados Unidos. Todo esto es verdad. Pero en relación con Ucrania hay que ser claros: la conducta de Putin está siendo la de un nacionalista despiadado, que actúa como si fuera heredero del zar Alejandro III, que habla de “escupir a los traidores como si fueran una mosca que ha entrado en la boca” y que no ha dudado en culpar a los bolcheviques y a Lenin por lo que considera una intolerable desmembración del Imperio zarista.
Este Putin no es un personaje sobrevenido. Es el mismo dirigente que hace décadas arrasó Chechenia con métodos feroces y parecidos argumentos nacionalistas. Lo que ocurre es que entonces contaba con la condescendencia de políticos europeos también acusados de crímenes de guerra como Tony Blair o José María Aznar. Y no solo de ellos, sino de otros como el socialdemócrata Gerhard Schröder, que encontró un retiro de oro en la empresa rusa Gazprom, o de Angela Merkel, quien tras la crisis financiera de 2008 buscó a Putin para como aliado para apuntalar la economía alemana, al tiempo que daba lecciones de austeridad al pueblo griego, imponiéndole drásticos planes de ajustes que hundieron su calidad de vida.
Este Putin, hábil en sus relaciones exteriores, ha sido implacable con la oposición feminista, LGTBI, comunista, socialista o libertaria de su país. Eso, y no otra cosa, es lo que le ha granjeado simpatías abiertas en personajes de la extrema derecha global como Marine Le Pen, Mateo Salvini, Víctor Orbán, Santiago Abascal o Jair Bolsonaro. Y también en Donald Trump, que nunca ha ocultado su buena sintonía con él, y que llegó a definir la invasión a Ucrania como “una genialidad” que mostraba “lo que los Estados Unidos deben hacer en México”.
El derecho a la defensa del pueblo ucraniano
Naturalmente, que Putin se comporte como un autócrata neozarista no convierte a Zelenski en un Imre Nagy o en un Alexander Dubcek, los dirigentes socialistas que se opusieron a la invasión soviética de Budapest y Praga en 1955 y 1968. Zelenski no es ningún Salvador Allende. Es un presidente elegido con un programa de paz y diálogo con Rusia que se acabó apoyando en las corruptas oligarquías ucranianas y dando alas a sectores ultranacionalistas violentos. Nada de eso, en cualquier caso, impide reconocer al pueblo ucraniano el derecho a autodeterminarse y a no dejarse avasallar por el nacionalismo imperial gran ruso.
En un contexto de invasión militar, el pueblo ucraniano, como el saharaui o el palestino, tiene todo el derecho a defenderse, también a través de las armas. Hoy, esa resistencia incluye actores muy diversos. El ejército regular, voluntarios y pequeñas milicias populares de inspiración republicana, feminista, e incluso anarquista. Pero también sectores ultraviolentos, como el batallón Azov, de claras afinidades neonazis y supremacistas, así como numerosos mercenarios extranjeros, cuya frialdad y crueldad no difieren mucho de la de los contratados por Rusia.
Aunque es un tema controvertido, soy de los que piensan que el legítimo derecho a la defensa del pueblo ucraniano no justifica el creciente envío de armas por parte de los países miembros de la OTAN. Primero, porque Ucrania no es un país precisamente desarmado. Es un importante productor y exportador de armas, que desde antes de la invasión de Putin lleva recibiendo ingente apoyo militar y de ciberinteligencia de los Estados Unidos y de la OTAN. Segundo, porque el envío de armas, tal como se está planteando, solo está sirviendo para alargar y empantanar el conflicto. Y eso, en la práctica, está traduciéndose en más represalias mutuas, más gente desplazada, una mayor destrucción de la economía ucraniana y más vulneraciones del derecho humanitario por parte de los dos bandos.
En realidad, el principal efecto del desbocado gasto militar puesto en marcha con la excusa de la guerra no está siendo atemperarla, sino sacrificar inversiones sociales imprescindibles en todos los países y ofrecer un negocio redondo a las grandes empresas de armamentos. Basta con ver los descomunales beneficios obtenidos por Lockheed Martin, Raytheon, Hensoldt o Indra, para constatarlo.
En un primer momento, había un amplio acuerdo en que una intervención directa de la OTAN, con la declaración, por ejemplo, de una zona de exclusión aérea, solo serviría para aumentar los estragos y envenenar aún más las relaciones entre quienes, más temprano que tarde, deberían sentarse a negociar. Pero hasta eso está cambiando peligrosamente.
En las últimas semanas, políticos destacados y periódicos como The Guardian o El País han defendido desde sus páginas la necesidad de que la OTAN “arrincone” militarmente a Putin o que busque derrocarlo por cualquier vía. Esta jactancia belicista, y la idea de que suprimir a Putin o a Zelenski facilitará las negociaciones, resulta de una temeridad pasmosa. Entre otras razones, porque este empeño no hace sino enconar más a las partes y aumentar la posibilidad de una carnicería nuclear. A diferencia del siglo XX, una conflagración de este tipo no depende ya de la activación de un único botón rojo. Por el contrario, podría producirse en cualquier momento —hoy, mañana— ante una situación de excesiva tensión o de acorralamiento, a través de una miríada de armas nucleares tácticas.
La resistencia no-violenta como alternativa a la escalada belicista
Oponerse a esta escalada belicista y denunciar su irracionalidad, en cualquier caso, no implica aceptar que Putin siga actuando como le venga en gana. Más bien exige obligarlo a sentarse en una mesa de negociaciones a través de vías que minimicen el daño y que no multipliquen la masacre.
Las sanciones pueden ser una de esas vías. Es verdad que muchas de las medidas impuestas hasta ahora a Rusia han sido un despropósito. A veces, porque su impacto económico se ha hecho sentir sobre todo entre las capas populares de la sociedad rusa, y por rebote, en las de otros países de Europa y del mundo. Otras, porque al haberse centrado en deportistas, artistas o estudiantes, no han hecho más que favorecer una rusofobia escandalosa e intolerable. Casi siempre, porque han venido marcadas por un hipócrita doble estándar, ya que quienes las propician se cuidan bien de que nunca puedan ser utilizadas contra ellos, incluso cuando incurren en actuaciones similares.
Con todo, hay que reconocer que algunas de estas sanciones están tocando a los oligarcas vinculados al régimen y al círculo más cercano de Putin. Intensificarlas exigiría actuar sobre paraísos fiscales y otros negocios ilícitos de los que se benefician los oligarcas, no solo de Rusia. Y aunque quizás no acabarían con la guerra por sí solas, ayudarían a forzar un repliegue de Putin y su renuncia a la vía militar en la que se ha obcecado.
En cualquier caso, cuando se habla del derecho del pueblo ucraniano a la defensa legítima, también hay que tener presente la resistencia activa no-violenta, esto es, la resistencia de quienes luchan por vivir, pero se niegan a matar o a contribuir a una dinámica del ojo por ojo en la que todos acabarán ciegos.
Actualmente, hay cientos de miles de familias ucranianas que están dejando sus pueblos y ciudades precisamente por eso: porque quieren vivir y porque se resisten a ser parte de una espiral de barbarie y de venganzas infinitas. Junto a esa resistencia, está también la de quienes se niegan a asesinar o a torturar a soldados hermanos. La de los desertores e insumisos de ambos bandos. O la de quienes, con gran coraje, han bloqueado carreteras en ciudades como Melitópol, Chernígov, Zaporiyia, Senkovka o Luhansk, desmoralizando a sus agresores, desmontando ante el mundo el relato burdo de Putin de la “desnazificación” e incorporando a la protesta a mujeres, niños y personas mayores.
Es inmoral, y nada casual, que los medios invisibilicen esta resistencia no militarista. O peor, que la descarten como menos eficaz que el golpe por golpe propugnado por los halcones de la guerra de todos los bandos. Y lo que vale para la resistencia no-violenta en Ucrania debería aplicarse también a otras iniciativas similares.
Vale para las movilizaciones anti-guerra que están teniendo lugar en la propia Rusia, con miles de detenidos. Vale para las acciones de colectivos como Stop The War, en el Reino Unido, doblemente criminalizado por Boris Johnson y por el neomacartista líder laborista, Keir Starmer. Vale para las críticas que figuras como Nancy Fraser o Bernie Sanders están lanzando desde Estados Unidos al lobby armamentístico, financiero y de los combustibles fósiles de ese país, uno de los grandes beneficiarios de la invasión rusa. Vale para las alocuciones antibelicistas del papa Francisco. Vale para quienes señalan la hipocresía de pedir más armas para Ucrania mientras se le niega la condonación de una deuda externa que la ahogará durante décadas. Vale para las posiciones de gente como Jean-Luc Mélenchon o Luciana Castellina, defensores de una Europa autónoma de las grandes potencias que se implique activamente en las soluciones diplomáticas. Vale, asimismo, para las llamadas al alto el fuego, a la retirada de tropas y al diálogo que, en un contexto endemoniado, viene manteniendo con valentía el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres.
La urgencia de parar la guerra
Ciertamente, ni Putin ni el establishment de los Estados Unidos, auténtica voz dirigente de la OTAN y del llamado bloque occidental, están impulsando este tipo de salidas. Por el contrario, unos y otros parecen empeñados en prolongar la guerra y en convertir a Ucrania en un nuevo Afganistán, sin que importen las consecuencias. Ni la multiplicación del número de víctimas, ni el ahondamiento de las heridas entre pueblos hermanos, ni el riesgo del uso de armas nucleares, ni la profundización de unos desequilibrios alimentarios y energéticos que están poniendo en peligro la paz global.
Que estados como Turquía o Israel sean de los pocos que han intentado mediar para una salida negociada, da una idea de la coyuntura trágica ante la que nos encontramos. Pero cualquier intento de negociación es preferible a la resignación y a la normalización de un belicismo sin freno. Porque cada día de guerra hace más difícil las salidas negociadas, al tiempo que nos acerca a un estallido que podría arrasar con todo.
Por eso hace falta activar cuanto antes los frenos de emergencia. Y la única manera de hacerlo es a partir de una posición coherentemente antimilitarista y antiimperialista. Una perspectiva capaz de defender, sin dobles raseros, aquí y ahora, los derechos humanos, la legalidad internacional y la paz.
Esto supone, como se apuntaba al comienzo, condenar sin ambages la ominosa agresión de Putin y defender el derecho del pueblo ucraniano, en toda su pluralidad, a existir, a autogobernarse y a vivir de manera segura. Pero justo por eso, exige también oponerse, con igual firmeza, al complejo militar, financiero y energético de los Estados Unidos que busca instrumentalizar a la OTAN y a Ucrania para fines que poco tienen que ver con la defensa de la democracia o de la paz. Y que podría embarcar al mundo, si hace falta, en una tercera guerra mundial contra China o contra cualquiera que haga sombra a sus intereses económicos.
En lugar de seguir ciegamente los planes de Washington, Europa debería ejercer una acción internacional autónoma del belicismo atlantista y actuar como mediadora por la paz junto a países del Sur global como India, México u otros. Obviamente, conseguir que el destructivo genio del belicismo vuelva a la botella y que tanto Ucrania como Rusia consientan una mesa de negociación efectiva, no es algo fácil. Pero no se puede perder ni un solo minuto sin intentarlo, una y otra vez. Asumir con voluntad insumisa la construcción de la paz en un mundo amenazado por el desastre nuclear y por el colapso socio-ecológico producido por un capitalismo desatado es la más compleja de las tareas de nuestro tiempo. También es la más urgente, ya que de ella depende literalmente la supervivencia de la especie y del planeta.
[Fuente: Ctxt]
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