¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Marea negra
I
Que Marine Le Pen no haya ganado las elecciones presidenciales francesas es sólo un respiro. La extrema derecha sigue avanzando posiciones en muchos países, incluida España, donde Vox ya ha conseguido entrar en la Junta de Castilla y León y amenaza con participar en un posible Gobierno del Estado aliado al PP. Este avance de la derecha corre paralelo al debilitamiento de la izquierda casi en todas partes. En el caso de Francia, la suma de todas las opciones “de izquierdas” (Francia Insumisa, verdes, comunistas, socialistas y trotskistas) suma un 30,5%, sólo suficiente para concurrir a la segunda vuelta a condición de que la extrema derecha hubiera seguido dividida entre Le Pen y Zemmour. En otros países la situación es aún más deplorable.
Llevamos tiempo analizando en qué consiste esta extrema derecha, sus peligrosas ideas, sus prácticas (el libro de Steven Forti Extrema derecha 2.0 realiza una buena caracterización de la misma), su peligrosidad. Conocer el fenómeno es necesario, pero obvia lo que debería ser nuestra preocupación esencial: entender las causas por las que un porcentaje creciente de la población se siente atraída por sus propuestas. Y, a contrario, porque las de la izquierda obtienen cada vez menos apoyo.
II
La explicación más simple es la que podríamos llamar “economicista”. Es reduccionista, pero no está vacía de contenido. Es también la más cómoda para la izquierda tradicional porque achaca toda la responsabilidad del fenómeno a su enemigo tradicional: las políticas de las élites capitalistas, la globalización y el neoliberalismo.
Es cierto que el modelo del capitalismo globalizado ha generado impactos sociales y espaciales brutales: antiguas áreas industriales convertidas en desiertos productivos, concentración de actividades en un número reducido de grandes megalópolis, empleos precarizados, salarios y condiciones laborales miserables, recortes en las políticas públicas que han generado enormes capas empobrecidas, sensación de impotencia, de vivir en colectividades sin futuro, de ser injustamente tratados u olvidados por los poderes públicos… Todo esto es cierto, y explica que haya una enorme y variopinta masa de personas cabreadas a las que les puede tentar apuntarse a opciones de extrema derecha cuando se desconfía del poder institucionalizado. Es más o menos un comportamiento parecido al de los enfermos terminales (o que padecen enfermedades sin tratamientos sólidos) que acaban por acudir a un curandero cuando perciben que no tendrán respuesta en la medicina convencional. Pero resulta insuficiente. Porque la misma situación podría haber dado lugar a una radicalización política, a una vuelta al activismo radical (o a votar a propuestas izquierdosas). Esto sólo ha ocurrido en el corto ciclo que elevó a Syriza en Grecia y a Podemos en España, y que ahora parece haberse evaporado. Hacen falta más elementos para tener una visión completa de la situación. Unos tienen que ver con procesos sociales y otros con las propias debilidades de la izquierda.
Las respuestas sociales no pueden explicarse sólo por la posición económica de las personas. Nos socializamos a través de múltiples procesos en los que intervienen la familia, la escuela, los medios de comunicación, las congregaciones religiosas, las redes de relaciones informales… La población de los países europeos (incluidas las nuevas Europas) lleva más de doscientos años insertada en espacios nacionales que han conformado una fuerte percepción de que forma parte de un grupo social diferenciado del resto; un espacio social que, además, se ha percibido como mejor que el resto. A ello ha contribuido firmemente la cultura imperial (con innegables elementos racistas), esencial para legitimar la propia expansión imperialista. Y en las últimas décadas esta situación de deterioro social ha ido acompañada de la llegada en bastantes países de población extranjera que antes estaba “fuera” y con la que ahora convivimos. Lo explica Jared Diamond en El mundo hasta ayer. En la mayoría de las sociedades primitivas el forastero es percibido como una amenaza. Posiblemente no nos hayamos civilizado tanto como para eliminar prejuicios, y la respuesta de una parte de la población a la combinación de deterioro económico e inmigración se traduce en clave racista y xenófoba y favorece la proliferación de respuestas políticas del tipo “dentro-fuera”. Esto no es nuevo (por ejemplo, es notorio que el discurso que la derecha estadounidense empleó contra la izquierda en el período de la Guerra Fría fue que se trataba de una actitud antinorteamericana), pero, en el contexto actual, a la extrema derecha se la ha abierto un espacio de acción que no ha dudado en aprovechar. En el caso español no cabe duda de que esta dinámica ha sido esencial tanto en la movilización del independentismo catalán (“nosotros solos lo haremos mejor”, “España nos roba”) como en la respuesta del nacionalismo españolista de Ciudadanos y Vox, que ha visto como intolerable el proyecto secesionista.
Los procesos actuales han generado, además, muchas sensaciones de agravio que favorecen respuestas airadas, de enojo frente a lo que consideran las élites. Las políticas neoliberales se han asentado sobre un discurso individualista en el que desempeña un papel esencial el concepto de talento y cualificación profesionales asociado a la educación formal y al estatus social. A la inversa, los trabajos manuales son automáticamente valorados como poco cualificados, despreciables. A las personas en paro se les trata de inculcar que una parte de su problema es que tienen una cualificación y una actitud inadecuadas. El viejo orgullo del trabajador manual que con su habilidad aguantaba el país ha dado paso a una sensación de inferioridad, que el sistema escolar a menudo contribuye a agravar. La extrema derecha no tiene aquí ninguna respuesta, pero le resulta útil para encrespar los ánimos contra unas élites de las que nunca se explican responsabilidades. En una línea parecida posiblemente se encuentre la población rural. Sus valores tradicionales se sienten cuestionados por la modernidad y la crítica ecológica, y ello coincide en un momento en que este mismo mundo experimenta el poder de los grandes monopolios del sector y la pérdida de servicios públicos. Se generan en estos procesos espacios donde un discurso nacionalista duro, de desprecio a las capas cultas, de retorno a viejos valores, tiene posibilidad de penetración. El campo de los agraviados aumenta si consideramos el auge del feminismo, que pone en cuestión las inmemoriales relaciones de poder entre hombres y mujeres. No hace falta que todos los hombres, todos los obreros, todo el mundo rural, perciban de la misma forma el agravio; basta con que una fracción relevante lo haga para generar una dinámica de derechización. El propio éxito de los primeros avances puede tener el efecto de bola de nieve, de atraer a gente que siente que ahora tiene un protagonismo que antes no tenía, y decantar un proceso que de momento aún no está fuera de control.
Hay un tercer campo que vale la pena recordar: la intersección entre vida cotidiana y acción política. Las sociedades capitalistas de consumo se han estructurado con una clara diferenciación de espacios: el económico empresarial, el de la vida cotidiana extralaboral y el de la política. El primer espacio está regido por el poder empresarial encubierto bajo el manto de la eficiencia, la “objetividad” de los procesos productivos, la racionalidad de los mercados y la simple necesidad de obtener ingresos. El campo de lo político sigue constituyendo un cuerpo extraño para la mayoría de la población. La participación no forma parte de los quehaceres habituales de la mayoría, excepto cuando hay elecciones (cualquiera que haya estado en un colegio electoral ha podido observar el cabreo generalizado y la sensación de injusticia que se palpa entre la mayoría de las personas a las que les ha tocado estar en una mesa electoral), y a los políticos se les percibe como una casta parasitaria y no se les asocia con los servicios públicos que acabamos recibiendo. La propaganda neoliberal ha sido intensa y constante con vistas a generar esta percepción para favorecer los procesos de privatización y externalización, las rebajas impositivas que tanto han enriquecido a las clases altas. La vida cotidiana se plantea como el único espacio de protagonismo, de autogestión real, y cualquier cosa que la altere tiende a convertirse en fuente de irritación. Como no hay una educación que ayude a comprender la complejidad de los procesos (y es posible que este sea un problema para el funcionamiento normal de nuestro cerebro), a captar la variedad de elementos que generan situaciones de crisis, la respuesta ofendida y la demanda de soluciones simplistas acaban formando parte del comportamiento de gran parte de la población. Es, por ejemplo, notorio que alguna de las movilizaciones más airadas en bastantes países se producen cuando se aprueba un alza importante del precio de los combustibles, que genera sin duda un impacto en las economías domésticas, pero que tiene también que ver con el papel que desempeña el automóvil en la cultura cotidiana de mucha gente.
Ante las nuevas crisis a las que nos enfrenta el modelo productivo dominante, la incapacidad de dar respuesta a problemas enquistados, la crisis ecológica o la persistencia de los procesos migratorios internacionales (alentada tanto por los problemas de todo tipo de los países de origen como por la crisis demográfica de los países ricos), la extrema derecha tiene un terreno donde puede asentar sus políticas y aspirar a la toma del poder.
III
La izquierda tiene enormes dificultades para intervenir en esta situación. La apelación tradicional al fascismo clásico está en gran parte neutralizada porque las formas y los contenidos de la ultraderecha han cambiado. También porque la base social se ha fragmentado y muestra muchas líneas de separación: trabajadores bien formados (y con empleos estables en las burocracias privadas y los servicios públicos) frente a no formados, nativos frente a inmigrantes, adultos con empleo estable frente a jóvenes precarios, etc. Asimismo, las formas de vida más individualistas y consumistas han erosionado los espacios de socialización y relación personal en los que era posible debatir y desarrollar prácticas colectivas. El propio discurso antipolítico, omnipresente, quiebra las principales vías de acción de la izquierda, pues toda la intervención institucional está en entredicho. Y pesa, además, el fracaso del experimento soviético, en su versión rusa o china, como un modelo social al que aspirar. La paradoja es que hay un creciente volumen de población que se siente desamparada por el sistema institucional y, al mismo tiempo, está completamente alejada de las fuerzas que aspiran a representar sus intereses.
El único momento en que pareció que las cosas podrían cambiar fue durante el ciclo político posterior al 15-M, con el ascenso electoral de Podemos y la entrada de las candidaturas municipalistas en diversas ciudades. Sólo en el caso de Syriza en Grecia se produjo una situación parecida, lo que de entrada ya indica que no estábamos ante una gran oleada de cambio, sino sólo de respuestas en lugares concretos. Podría haber iniciado un nuevo ciclo (tampoco la ultraderecha se implantó de golpe en todas partes), pero Syriza fue bloqueada desde las instituciones europeas y la izquierda española que despegó en 2015 ha ido perdiendo influencia, no sólo por sus peleas internas. Hay muchos factores a tener en cuenta en esta historia, pero me limitaré a plantear uno que considero esencial. El 15-M fue, sobre todo, una respuesta de la juventud formada. Respondía a su frustración ante el cierre de expectativas profesionales, los problemas de acceso a la vivienda, su lectura de la corrupción. Era gente que se veía a sí misma capaz de hacer muchas cosas y que se sentía bloqueada por unas castas que llevaban mucho tiempo detentado el poder. No tenían un proyecto social concreto (desde la quiebra de la experiencia soviética han quedado desprestigiadas las propuestas sistémicas; es más sencillo criticar al capitalismo que proponer alternativas). Llegaban con ideas de reforma extraídas de las facultades de Ciencias Políticas y con poca experiencia práctica en materia de organización (y con una visión muy crítica de los modelos establecidos). Su energía y voluntarismo trajeron aire fresco a la acción política. Señalar sus límites no es para criticarlos, sino para tratar de entender dónde estamos.
Lo que ha faltado en la “nueva izquierda” ha sido sobre todo un reconocimiento de la complejidad de la situación y un proyecto de implantación en los sectores de empleos manuales más afectados por la crisis de la izquierda. Es cierto que han tenido un papel activo en la política de vivienda, donde se plantean con mayor crudeza los estragos de las políticas neoliberales, pero, con todos sus méritos, sólo ha penetrado en segmentos limitados de la población. El pronto acceso a la gestión pública a partir de 2015 ha tenido sin duda efectos beneficiosos en el ámbito local (por ejemplo, en Barcelona los mayores aumentos presupuestarios de los últimos años se han concentrado en los servicios sociales y el transporte público) y en el estatal (gestión laboral de la crisis pandémica, reforma laboral, salario mínimo), pero al mismo tiempo han propiciado un alejamiento de sus bases potenciales, que tienden a percibirlos como políticos convencionales. Entrar en las instituciones supone, además, verse sometido a una variada gama de compromisos, presiones y negociaciones que cuadran mal con la imagen de una izquierda rupturista. Y las mejoras que se consiguen son demasiado limitadas y lentas para ser percibidas como un cambio sustancial. Si a ello le sumamos la complejidad, el difícil encaje de muchas demandas parciales, los dilemas que plantean las diferentes crisis que padecemos hoy en día, no es difícil entender que, sin otro modelo de intervención, se le está dejando a la extrema derecha un enorme campo para que progrese su demagogia y sus seudorrecetas simplistas.
IV
El peligro de una marea negra que acabe dando el poder a una derecha autoritaria, clasista, clientelar y racista está ahí. Hay que preguntarse en qué medida su desarrollo puede estar favorecido por sectores del gran capital que consideran que una restricción de las libertades democráticas y un modelo autoritario de gestión política pueden ser deseables. La experiencia del capitalismo de Estado chino y la percepción de que la crisis energética y ecológica llevará sin duda aparejada algún tipo de racionamiento del consumo pueden alentar estas veleidades. Es un tema en el que vamos a ciegas y que podría desempeñar un papel crucial en el devenir político. El peligro está ahí. El de que se implante un régimen político de restricción de libertades, de segregación social institucionalizada, de violencia contra todo lo que considere hostil, de afianzamiento de las desigualdades. Y esto no se combate con el cuento de “que viene Vox”. Obliga a pensar proyectos que organicen a la sociedad, que den respuestas inclusivas a la tensión contenida en muchos sectores sociales, que amplíen la democracia y nos orienten hacia un modelo social igualitario y ecológicamente racional. Es una tarea difícil, pero absolutamente necesaria para hacer frente a la barbarie que ya muestra de qué fiera estamos hablando.
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4 /
2022