¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Antón
Frente a la militarización, la opción por la paz
La oposición a la invasión rusa a Ucrania está generalizada, al menos en las sociedades occidentales. Existe un rechazo social muy amplio a la intervención militar rusa, a su carácter criminal e imperialista, y un apoyo al pueblo ucranio, incluido a su derecho a la defensa armada. El contexto inmediato es la polarización entre un país soberano agredido y un Estado prepotente agresor. La actitud, ampliamente mayoritaria, está definida por el principio universalista del respeto de la soberanía e integridad territorial del país, es decir, por la oposición a esta injerencia militar, cruel e injustificada, y el derecho a su defensa siguiendo la doctrina de la no intervención externa, político-militar y económica, en la regulación interna de los países.
Hasta aquí existe una mayoritaria posición compartida que se concreta en la empatía y el apoyo al pueblo ucranio, sobre todo humanitario, y el freno a la agresión rusa, con sanciones y exigencia de responsabilidades a sus élites dirigentes por las atrocidades cometidas. Parar a Putin y solidarizarse con el pueblo ucranio y su derecho a la defensa activa son posiciones democráticas imprescindibles y comunes, también con la OTAN, que definen un campo nítido frente a quien justifica la agresión rusa o se declara neutral o insensible ante un pueblo agredido.
Esta posición se basa en la doctrina oficial de las Naciones Unidas, reforzada por la idea de la resolución negociada y pacífica de los conflictos, cuyo garante es el Consejo de Seguridad, y con la correspondiente normativa jurídica internacional y la ética pactada de los derechos humanos. La cuestión es que sus resoluciones son poco operativas, al requerir el consenso de sus cinco miembros permanente ganadores de la Segunda Guerra mundial con derecho a veto (EE.UU., Rusia, Reino Unido, Francia y China) y, por tanto, solo se pueden aplicar (por ejemplo los ‘cascos azules’) a asuntos menores de terceros países que no afectan a alguno de esos poderosos Estados (o sus fieles aliados, como Israel).
Ahí se incluye la justicia penal internacional no suscrita, precisamente, por los tres grandes: EE.UU., Rusia y China. La exigencia democrática está clara: hay que ampliar ese ámbito del derecho internacional, para que se aplique a Rusia y sus crímenes… pero también a EE.UU. y los suyos. Es una hipocresía que los criterios universalistas se apliquen solo cuando convenga a un país poderoso, y hay que criticar la coartada de que mientras no se aplique a todos no se aplique a ninguno. Ampliar ahora la justicia universal y la denuncia pública del incumplimiento de los derechos humanos facilita su generalización. Por tanto, hay que ser consecuentes con ese universalismo ético-jurídico, sin excepciones, basado en el respeto de los derechos humanos.
¿Un frente común atlantista?
A partir de esas ideas básicas compartidas, para explicar desde un enfoque democrático y pacifista el sentido de este conflicto hay que ampliar el foco a un marco más amplio, geopolítico, estratégico e histórico. Comprender no es justificar; es conocer todas las condiciones que han causado la guerra y las que posibilitan una paz negociada o impuesta. Hay dos procesos paralelos que se entrecruzan: la agresión rusa a Ucrania y un conflicto de bloques. Es cuando aparecen discrepancias de intereses, objetivos políticos y discursos que definen distintas sensibilidades políticas y corrientes de opinión que conviene esclarecer, sin caer en la demonización de las disidencias. El argumentario dominante pasa por la consolidación de la OTAN como garantía del orden mundial y cerrar filas con su actual estrategia.
El problema, como en otras ocasiones de fuerte conflicto bélico, es que se está generalizando una suerte de macartismo, similar al de los años cincuenta, en el que la discrepancia era considerada traición, la disidencia era pasarte al enemigo, en este caso a apoyar a Putin. La labor propagandista de los grandes medios de comunicación busca la completa homogenización respecto de las ideas (incluido mentiras y, sobre todo, emociones polarizadas) favorables a la propia estrategia político-militar. Y está llegando a extremos de impedir un debate racional y objetivo. Se pone en cuestión el respeto al pluralismo y a una democracia deliberativa; se degradan características fundamentales de una democracia liberal como la libertad de expresión o el derecho a la verdad, con unos medios informativos y de opinión libres y equilibrados. Pierde la calidad democrática de nuestras instituciones y la credibilidad popular en los medios de comunicación y las élites gobernantes. A otro nivel, es un espejo de la involución autoritaria del régimen ruso y de la derecha extrema europea (y mundial).
Particularmente, en el campo progresista o de izquierdas existen dificultades para precisar un marco interpretativo, lastrado por la experiencia y las teorías del pasado siglo, y una línea política de actuación conjunta en este nuevo mundo del siglo XXI, multipolar y complejo. Incluso dentro de esa relativa perplejidad y desorientación existen tendencias minoritarias sectarias. Más motivo para analizar la especificidad del momento actual y las dinámicas y actores en presencia a la luz de un objetivo básico: el refuerzo de la paz y la democracia.
Las guerras son un fracaso colectivo. Todas tienen componentes negativos, causan sufrimiento, en especial para la sociedad civil, y generan dinámicas militaristas y autoritarias. Hay que evitarlas con mecanismos pacíficos y negociados de resolución de los conflictos internacionales. Pero no todas las guerras son iguales y, sobre todo, no todos los bandos son iguales. Hay posiciones justas de resistencia armada, siguiendo una justificación tradicional de guerra justa. Para ello hay que analizar su sentido, el carácter de los contendientes y su contexto para elaborar la actitud justa y justificada por la paz.
Tenemos dos experiencias a gran escala. La Primera Guerra mundial fue una guerra interimperialista de dos bloques en pugna por su hegemonía mundial, el alemán-turco frente al franco-británico-ruso (zarista). La posición justa, solo defendida inicialmente por una minoría pacifista y de izquierda, era oponerse a la guerra y a los dos bandos con una actitud pacifista neta contra la guerra.
La Segunda Guerra mundial fue un conflicto de los aliados democráticos (estadounidenses, soviéticos, franco-británicos y chinos) frente al bloque totalitario expansionista (nazi-fascista-japonés), que trataba de imponer su orden mundial autoritario. La posición justa (al igual que en su precedente de la República española) era la de participar activamente en la resistencia armada y civil democrática y popular y vencer al nazi-fascismo.
En estas décadas, aparte de los conflictos de liberación anticolonial, se ha experimentado otro tipo de conflictos: el intervencionismo imperialista, de un gran país o coalición prepotente y hegemonista, frente a la soberanía de un país menor. El color ideológico de los bandos agresores (EE.UU./OTAN y URSS/Rusia) y de los agredidos, y su sentido estratégico y moral, difiere pero tienen ese rasgo común rechazable: atentar a la soberanía nacional e integridad territorial del país agredido.
Casos claros son la intervención estadounidense en Vietnam (años 60 y 70) y su invasión de Irak (2003) o la intervención soviética en Hungría (1956) o en Checoeslovaquia (1968). La actitud justa, que supuso fuertes polarizaciones en las izquierdas, era oponerse a ese intervencionismo dominador y a su justificación de la soberanía limitada de los países agredidos, defendiendo la legitimidad de las resistencias a esa dominación externa.
Ha sido la experiencia del moderno pacifismo, de la actual cultura por la paz, en particular contra la guerra en Irak (2003), la más reciente y apoyada por gran parte de la sociedad europea (incluido el eje francoalemán) contra el intervencionismo estadounidense (apoyado por el gobierno británico del laborista Blair y el Ejecutivo español del conservador Aznar). Se generó una fuerte brecha en la OTAN, así como un ejercicio de autonomía estratégica de ese polo europeo; es lo que ahora EE.UU. quiere taponar.
Pues bien, la actual guerra en Ucrania tiene que ver más con el tercer tipo, aunque con elementos de los otros dos, en la medida que está inserta en una confrontación de bloques, con las dos modalidades, que complejizan la actitud cívica apropiada y que, particularmente, generan fuerte división en el campo progresista. Por una parte, es justa la resistencia ucrania y tiene sentido su apoyo frente a la invasión rusa, junto con las correspondientes medidas sancionadoras de los países de la OTAN o de la justicia internacional; no vale inhibirse en nombre de la paz, según una aplicación rígida y descontextualizada del modelo de la Primera Guerra mundial.
Por otra parte, con el origen inmediato de la invasión rusa y la responsabilidad desigual pero compartida, está la confrontación de bloques, reactivada y readecuada estos años por ambos. En particular, respecto de la estrategia estadounidense, que arrastra a la OTAN y los países europeos, por la primacía mundial y que utiliza este conflicto para sus propios intereses imperiales. Así, existen riesgos de escalada belicista y guerra generalizada, ante la que es necesaria una oposición global a esa dinámica militarista ascendente, como a primeros del siglo pasado y en los años treinta, que culminaron en las dos guerras mundiales.
Por tanto, tiene sentido cuestionar ambos campos problemáticos, en vez de (según el modelo de la Segunda Guerra mundial), considerar que el bando de los ‘buenos’ sería la OTAN y el objetivo la destrucción del otro bloque y, al contrario, para unos pocos, que sea Rusia y su ilusión imperial.
En definitiva, estar contra la guerra, en este caso en el que interaccionan dos procesos, supone combinar dos actitudes: apoyar la resistencia ucrania frente a la invasión rusa, y evitar la escalada belicista por la preponderancia estratégica de ambos bloques militares. El pacifismo, la izquierda, comparte algunas posiciones con la OTAN, pero difiere en su diseño geopolítico. Por eso es importante hablar del contexto y de los dos procesos que interactúan. La alternativa no es la militarización sino luchar por la paz con un orden social y mundial más justo.
Una correlación de fuerzas económico-militar desventajosa para Rusia
En un reciente artículo he analizado que La mitad de la población se opone al aumento del gasto militar, es decir, opina que no es necesario ese incremento al 2% del PIB para garantizar la propia seguridad; sus prioridades presupuestarias son otras vinculadas al apoyo al gasto social y la modernización económica. Existen diferencias significativas por identificación político-ideológica. Así en torno al 80% de los electorados de las derechas apoya ese incremento; en sentido contrario, entre el 70% y el 80% del electorado de Unidas Podemos y los sectores nacionalistas se oponen, mientras las bases sociales socialistas se dividen por la mitad.
Por otro lado, el gasto militar europeo es cuatro veces superior al de Rusia y el de la OTAN 15 veces; o sea, Europa no necesita su rearme para garantizar su seguridad. Es un asunto clave que expresa la limitada legitimidad social de una dinámica de militarización aprobada por la cúpula de la OTAN, requerida hace tiempo por EE.UU. ante los países europeos y ratificada ahora.
Pero si añadimos la comparación en términos de capacidad socioeconómica vemos la gran desproporción de las desventajas rusas respecto de las europeas y estadounidenses. Así, el PIB de la UE (ya sin el Reino Unido y con el triple de población) es más de 10 veces superior al de Rusia, y el de EE.UU. (con más del doble de población) casi 14 veces más. Si lo medimos en términos de renta por habitante (indicador del nivel de vida y consumo) tenemos que en relación con la de Rusia, la de EE.UU. se multiplica por siete y la de la UE por algo más de tres.
Si comparamos los datos con España, nuestro país, con la tercera parte de población que Rusia, tiene un PIB cercano al suyo (solo un 15% inferior al ruso, que es similar al de Italia), lo que supone que nuestra renta por habitante es 2,6 veces la de Rusia. Incluso su índice GINI (2019) de desigualdad (35,3) es algo superior al de España (34,3), uno de los peores de la Unión Europea.
Supone que las capacidades económicas y militares rusas, incluido a medio plazo, están muy alejadas para poder competir con Europa y la OTAN, y es cada vez mayor su dependencia de China, centrada en su desarrollo económico y opuesta a entrar en conflictos militares de gran envergadura (incluido Taiwán) que lo distorsionen, al menos a medio plazo.
El expansionismo imperialista ruso (a diferencia del eje nazi-fascista-japonés a finales de los años treinta) no es capaz (ni se lo plantea) de doblegar a Occidente, por mucho que encuentre aliados en la ultraderecha europea y el trumpismo estadounidense, ejerza un influjo sociocultural conservador y misógino y desarrolle su intervencionismo prepotente en su periferia territorial o lo que considera su área de influencia y seguridad.
Más allá de sus rasgos psicológicos o antropológicos, Putin y la élite rusa practica un nacionalismo gran ruso autoritario, tradicional desde el zarismo, con el que intenta legitimarse ante su población, opresivo para sus pueblos próximos y su propia ciudadanía que deberá evaluar los costos económicos y democráticos de esa política agresiva en Ucrania. Así, el régimen ruso tiene su capacidad disuasoria nuclear que le hace sentirse seguro sobre su supervivencia y amenazar al resto como gran potencia (venida a menos). Los efectos económicos y vitales de esa guerra son importantes, pero, desde luego, no está en cuestión la persistencia de Europa y sus regímenes democráticos o la hegemonía occidental en el mundo de la mano de EE.UU.
No cabe el miedo existencial como colectividad democrática, al menos, por ese factor externo de la amenaza rusa, tan estimulado por algunos sectores ultras. Por supuesto, cabe la hipótesis del conflicto nuclear (táctico, dicen algunos) pero lo mínimo que cabe esperar es evitarlo por la sensatez de ambas élites dirigentes, condicionadas por el clamor mundial frente a esa hipótesis. En todo caso, contando con la crueldad vista en las imágenes distribuidas, estamos en un umbral distinto al de la Segunda Guerra mundial con sus 50 millones de muertos, la mitad de la Unión Soviética, cosa que recuerdan ahora en Rusia de forma épica por su contribución a la derrota nazi.
No es creíble, fácticamente, la retórica supremacista de dirigentes rusos sobre un nuevo orden mundial, autoritario-conservador, bajo su prevalencia euroasiática, ni siquiera con China (y la India…). Solo buscarían constituir otro polo de poder que contrapese el estadounidense, auténtico punto de fricción geopolítica que estos intentan dramatizar. La realidad es que el poderío económico-militar de la OTAN, y de Europa y EE. UU. por separado, es muy superior al de Rusia y es impensable su iniciativa hacia una confrontación general; eso sí, con la disuasión nuclear que anuncia en caso de riesgo de supervivencia de su Estado, es decir, de carácter de contraataque defensivo (¿y preventivo?).
Otra cosa es la competencia económica y política de China que con su paciencia estratégica descarta un conflicto militar a corto y medio plazo, que configura otro polo de poder ante el que EE. UU. reacciona con nerviosismo e impaciencia estratégica, intentando precipitar el freno a su declive político-económico mediante el cerco militar. El riesgo de la militarización está latente, y es un reto para la paz mundial ya y a medio plazo.
Soberanía nacional frente al intervencionismo militar
La cuestión más general para tratar ahora es el carácter del refuerzo militar de la OTAN, con la subordinación europea a la primacía de la estrategia mundial de EE.UU., y qué puntos de desacuerdo existen respecto del proyecto sociopolítico y de relaciones internacionales que dificultan hablar de un frente común estratégico, a pesar de compartir posiciones concretas contra la invasión rusa de Ucrania.
Empiezo por clarificar el sentido de la soberanía nacional y la integridad territorial, desde mi punto de vista, principio positivo frente al intervencionismo militar, desde hace varios siglos, pero que en estas décadas, en múltiples ocasiones, ha aparecido subordinado al interés estratégico fundamental de EE.UU. (y Rusia): la primacía de su poder y capacidad de control mundial; o dicho de otra forma, la prioridad de su propia soberanía (su interés de Estado) cuando entra en conflicto con otras. Supone una concepción nacionalista expansionista y prepotente (imperialista), normalmente escondida o combinada con discursos universales más o menos abstractos, a efectos de buscar legitimación social.
Todo ello ayudaría a precisar qué alternativa por la paz (y la seguridad), dentro de un orden social y territorial más justo, se puede establecer que sea ambiciosa, realista y legítima socialmente.
El intervencionismo internacional, principalmente, se ha realizado a iniciativa de un gran país –o coalición– (imperialista o colonialista), que se basa en su poder autónomo y, normalmente, al margen de la legalidad internacional sobre la soberanía nacional, que es la que ampara a los Estados medianos y pequeños, especialmente desde los procesos de descolonización.
Hay que constatar, por un lado, la desconfianza en el intervencionismo estadounidense (y europeo por su pasado colonialista y últimamente de la OTAN) por parte de numerosos países que engloban la mitad de la población mundial; y por otro lado, la intranquilidad por el intervencionismo soviético-ruso, especialmente en su área de influencia anterior de Europa del Este, con las experiencias traumáticas de Hungría y Checoeslovaquia, luego Chechenia-Georgia o Siria y ahora Ucrania.
Me centro en esta experiencia de la tensión entre intervencionismo y soberanía nacional. Como se sabe, en la realidad de las relaciones internacionales, se han producido a lo largo de la historia, y particularmente en el último siglo, numerosas guerras e intervenciones militares, cuestionando ese principio de soberanía e integridad territorial con la justificación de la existencia de una soberanía limitada o un bien superior que la dejaría en suspenso o subordinada. Así, se ejerce un supuesto derecho a la intervención o injerencia (de un Estado poderoso) bajo objetivos o principios supuestamente superiores en aras de buscar una justificación pública y un reconocimiento institucional y jurídico.
Aparte de las guerras de liberación nacional (otra cosa son las revueltas o revoluciones internas), hay dos tipos de intervenciones militares. Uno, el preventivo ante una coacción o amenaza; se trata de la garantía de la seguridad propia, que se considera amenazada, y da lugar a una llamada legítima defensa (aduciendo, por ejemplo, las ‘armas de destrucción masiva’ en Irak o el riesgo de misiles nucleares en Cuba); es la explicación utilizada por Putin ante el avance de la OTAN hacia sus fronteras, considerada una amenaza para la propia soberanía nacional y seguridad de Rusia.
Dos, el tipo humanitario (por sus motivos y más o menos justificado), como implantación de los derechos humanos ante riesgos de una tiranía (genocidio…, por ejemplo, en Kosovo contra el aliado ruso de Serbia), y razón también aludida por los dirigentes rusos ante el incumplimiento ucranio de los acuerdos de Minsk de respeto a la autonomía del Dombás y su presión militar desde la guerra de 2014.
Por tanto, han existido distintos conflictos armados internacionales en el siglo XX según el carácter de las fuerzas, la finalidad y el tipo de sociedad e instituciones en disputa: interimperialistas, agresión imperialista/movimiento de liberación nacional, intervención ‘liberadora’ (democratizadora, humanitaria o antifascista).
La casuística es mucha. Solo señalo que la OTAN y EE.UU. (al igual que Rusia) tienen poca credibilidad para defender el criterio de la soberanía nacional y la integridad territorial como el fundamento de su estrategia. Y desde luego tampoco para su supuesta motivación humanitaria. El discurso de la soberanía nacional y la integridad territorial de los Estados es instrumental respecto del interés estratégico y geopolítico de EE.UU. de mantener y fortalecer su primacía mundial. Y Rusia lo imita en su área de influencia.
En la época de la Guerra Fría hubo varios conflictos muy violentos (Corea, Vietnam…) y múltiples guerras o revueltas en el llamado Tercer Mundo, sin llegar a la confrontación directa y generalizada de ambos bloques. El límite era la disuasión nuclear. Tras la desaparición de la confrontación de bloques ideológicos o de sistemas político-económicos (capitalista y socialista) hace más de cuarenta años, y la confianza en el ‘fin de la historia’ como hegemonía del capitalismo neoliberal y la primacía político-militar de EE.UU. a nivel mundial, ahora renace el conflicto abierto en términos de competencia interimperialista de dos bloques por su interés nacional. Solo que ahora es diferente a la Primera Guerra mundial (y a la Segunda) y mediando que China no está interesada en la agudización del conflicto en términos militares sino en acumular más fuerzas económico-políticas (y militares) a medio y largo plazo.
El Pacto Atlántico es un acuerdo político-militar de bloque para defenderse los aliados mutuamente frente a coacciones o amenazas, inicialmente de la URSS en la Guerra Fría, ahora de Rusia. Lo curioso, a partir de su involucramiento en Afganistán, es que su campo de competencias no es solo el Atlántico Norte, sino que el criterio impuesto es la solidaridad entre sus miembros, entre los que está EE.UU., que fuerza al apoyo del resto a su intervención en todos los conflictos en que se vea agredido.
La OTAN podría intervenir en todo el mundo y, en particular, en el llamado Indo-Pacífico, frente a China en torno al contencioso de Taiwán y el control de las rutas marítimas (y terrestres) del comercio internacional, con las alianzas adicionales que se están poniendo en marcha (Australia, Japón, Corea del Sur…).
Pues bien, paradójicamente, la defensa de Ucrania no entra en sus competencias directas, al no ser un miembro de la OTAN, por mucho que haya sido agredido por Rusia. O sea, la OTAN no está en guerra con Rusia, y evita entrar por consideraciones geopolíticas y estratégicas; de ahí su rechazo a la demanda ucraniana de intervención directa, con exclusión aérea, tropas propias, aviones y material pesado y sofisticado, aunque su involucramiento parece progresivo.
En todo caso, sus actuaciones externas principales, varias solo de EE.UU. —y algunos aliados (Kosovo, Irak, Afganistán…)— se han producido contra ese principio de soberanía nacional o de caos humanitario. Aparte queda la disuasión nuclear a nivel mundial con la carrera armamentista de los años ochenta (la Guerra de las Galaxias de Reagan) que se reinicia ahora, dejando atrás las medidas de desarme nuclear y contención del gasto militar.
El rechazo a la invasión imperial de Rusia a Ucrania tiene una causa justa, compartida con la OTAN, pero esa guerra también constituye un pretexto para su rearme, la militarización de los conflictos político-económicos a nivel mundial y la primacía de EE.UU., consecuencias quizá no previstas o no queridas por el régimen ruso, pero que aceleran la carrera armamentista y el riesgo de generalización y prolongación de la guerra.
Esa doctrina intervencionista de larga tradición realista o maquiavélica, especialmente en las relaciones internacionales, de la pugna desnuda por el poder y la influencia estratégica, con el dominio occidental y la hegemonía de EE.UU., se consolida en este siglo XXI. Se readecúa ante cinco cambios significativos respecto de las anteriores décadas de relativo declive estadounidense (y ruso): el debilitamiento de su empuje económico, comercial y tecnológico (que se acentúa con la crisis financiera de 2008); el ascenso económico e influencia política de China; la recuperación parcial de Rusia tras el hundimiento de la URSS, su reconversión al capitalismo salvaje y mafioso y su refuerzo nacionalista, estatalista y conservador; la relativa autonomía europea de la mano del eje franco-alemán, en particular ante el fiasco estadounidense en su guerra en Irak y la dependencia energética alemana; y cierta inestabilidad multipolar en distintas regiones del mundo (desde el norte de África y Oriente Medio hasta el África subsahariana o zonas latinoamericanas).
Todavía cabe añadir otra incoherencia relevante entre intervencionismo y soberanía. En este caso, referente al otro conflicto mundial fundamental en el Indo-Pacífico. Se refiere a la isla de Taiwán. Como se sabe, para China forma parte de la nación china, con el criterio aceptado internacionalmente de reconocer un solo país, o sea, sin derecho a la independencia, e inicialmente aceptado por EE.UU. Esta cuestión está sujeta al conflicto entre ambos ya que, aun reconociendo formalmente la soberanía china de la isla, se juega con su independencia, cosa inaceptable para el régimen chino y casus belli.
De facto es EE.UU. quien no quiere ratificar la integridad territorial de China, de ahí que esta sea la más firme partidaria de la soberanía nacional frente a EE.UU. (y una parte de la población taiwanesa). Así, en coherencia con sus intereses estratégicos, solicita a Rusia el reconocimiento de ese principio en relación con Ucrania, eso sí, pidiendo también el respeto a las ‘legítimas garantías de seguridad’ de la propia Rusia ante el avance territorial amenazante de la OTAN. Lo que manifiesta este hecho es el doble rasero estadounidense según le convenga a sus intereses imperiales.
La experiencia pacifista con una cultura por la paz
Hay que recordar dos experiencias pacifistas significativas, que perduran en la conciencia colectiva, española y europea, y son fruto de la intensa propaganda institucional de los últimos años para modificarla a gran escala y legitimar el refuerzo belicista de la OTAN.
Una, que constituyó una fuerte brecha política en España entre el poder establecido y una amplia corriente popular cívica y pacifista: el rechazo a la entrada en la OTAN del 43% de los votos —casi siete millones frente a nueve, la mayoría en Cataluña, País Vasco, Navarra y Canarias—. Esa oposición fue promovida por un masivo y robusto movimiento pacifista y progresista durante un lustro, y frente a todo el poder establecido, político, económico y mediático. Se expresó en el referéndum convocado por el Gobierno socialista (1986) para legitimar la permanencia de España, incluso con algunas condiciones suavizadoras luego incumplidas: sin integración en la estructura militar, reduciendo bases estadounidenses y sin introducir armas nucleares.
Dos, se produjo también en ese primer lustro de los años ochenta el mayor movimiento pacifista en Europa, precisamente ante la crisis de los euromisiles instalados en Alemania por EE.UU. como amenaza a la URSS. Al amparo de la OTAN, tuvo el apoyo de las derechas y los principales líderes socialistas europeos, aunque contó con la oposición cívica masiva de la campaña de ‘desarme nuclear europeo’, encabezada, entre otros, por el historiador británico y líder pacifista E. P. Thompson. De ahí se conformó una amplia cultura pacifista europea, en particular por la desnuclearización; en especial, surgió el actual partido Verde alemán y cierta renovación de la izquierda europea, incluida la formación de Izquierda Unida.
Finalmente, en 1987, en la Cumbre del G-20 en Washington, el presidente Reagan de EE UU. y la URSS de Gorbachov firman el Tratado del desmantelamiento progresivo. La amenaza nuclear como opción inmediata desaparece, aunque con reticencias para ratificar los Tratados… hasta ahora que los dirigentes rusos la sacan como disuasión ante el avance territorial de la OTAN hasta sus fronteras y el riesgo de supervivencia de su Estado.
Por otro lado, volviendo a las justificaciones del intervencionismo militar imperialista, en la tradición rusa se ha pretendido justificar en una soberanía limitada para los demás países de su autonombrada zona de influencia, con falta de reconocimiento de la soberanía plena de esos países ‘satélites’, bien desde un supuesto internacionalismo (antes) o un nacionalismo gran-ruso o paneslavista (ahora), ambos gestionados por la élite rusa según sus intereses corporativos y nacionales.
En la tradición liberal estadounidense (y de la OTAN), se ha pretendido justificar su permanencia como bloque político-militar (una vez desaparecida la URSS, su rival estratégico) en su labor humanitaria, civilizadora, democratizadora o modernizadora, desacreditadas como razones fundamentales por la propia administración estadounidense ante la retirada en Afganistán que la justifica por la pérdida de sentido para su seguridad. Y ese fiasco, su cruda realidad y la desnudez de su justificación, en parte conlleva su actual sobreactuación práctica y retórica ante la guerra en Ucrania.
Por tanto, con esa lógica intervencionista con primacía de su propia seguridad y dominio (y soberanía) se resta capacidad soberana a las demás naciones. Así, se permite atentar a su integridad territorial en función de la ‘seguridad’ de EE.UU. (y la OTAN), que conlleva el control de recursos económicos y posiciones estratégicas frente a los adversarios geopolíticos (China, Rusia, el arco de la crisis africano-asiático-musulmán…) y ante la dispersión del orden mundial bajo su hegemonía.
Es más, el intervencionismo estadounidense es capaz de reconocer la disgregación estatal y el propio derecho a la independencia (como en Kosovo), rompiendo la integridad territorial del país original… y siempre que convenga a los intereses geopolíticos del bloque de poder de la OTAN.
Es la línea fáctica de promover pasos en la independencia de Taiwán con el objetivo, prácticamente explícito, de arrinconar y provocar a China, como en el caso de Ucrania respecto de Rusia, solo que en el primer caso desdiciéndose de su retórica del reconocimiento de la propia soberanía china y en el segundo alabando la integridad territorial de Ucrania. La justificación normativa es oportunista e instrumental para esos intereses fundamentales de la hegemonía político-militar y será funcional a ese interés estratégico, no a los principios de la ONU. El poder es el poder; puro Maquiavelo, nada de ética ni derecho internacional.
El camino negociador hacia el alto el fuego
Seguimos contemplando los dos planos. Por un lado, el del conflicto estratégico y geopolítico duradero, con una dinámica multipolar y una defensa del privilegio estadounidense de su primacía político-militar mundial, que puede tener diversas fases de mayor o menor agudización de la confrontación estrictamente militar. Por otro lado, la guerra concreta en Ucrania, condicionada por ello pero con una dinámica propia que posibilita apostar por un alto el fuego o una tregua relativa, que es el objetivo inmediato, y poner otras bases de seguridad colectiva. Veamos algunos aspectos concretos del contencioso con Rusia.
Tenemos el controvertido caso de Crimea, con varias idas y venidas en el transcurrir de las últimas décadas y desde el siglo XIX pero que, a pesar del cuestionamiento actual por el nacionalismo ucranio, en la última consulta popular (2014) en plena crisis política, con la participación del 80%, el 95% de la población (según datos oficiales de Crimea) aprobó la separación de Ucrania y la vinculación con la Federación rusa, aunque sin el reconocimiento oficial de la mayoría de la Asamblea de la ONU. Pues bien, combinado con fuertes retóricas de defensa de la integridad territorial, en un país plurinacional, con diversidad cultural, histórica y lingüística como Ucrania, hasta el propio presidente Zelenski considera ahora que su estatus político actual puede perdurar quince años hasta que se vuelva a negociar.
Es un posible punto de acercamiento para el alto el fuego, junto con el tema central de la admisión de la neutralidad político-militar de Ucrania, ya aceptada por el Gobierno ucranio, renunciando a su integración en la OTAN y con la garantía de la seguridad para ambas partes, Ucrania y Rusia.
Como se ve, hay una aproximación a la combinación de tres factores complejos, imprescindibles para una resolución pacífica del conflicto: la legitimidad de la población y el consenso de su diversa representación institucional, con unos procedimientos mínimos de consulta democrática; la solución negociada de una realidad plural con la flexibilidad de una articulación abierta de la soberanía política, y una visión realista y equilibrada de las relaciones de poder, garantías de seguridad mutua e influencia geopolítica y estratégica.
Por otro lado, se tiene el marco del acuerdo de Minsk (2015) con la aceptación de un estatus político autónomo singular para el Dombás, así como el reconocimiento de la diversidad cultural y lingüística de pueblo ucranio, que satisfacía a ambas partes, pero rápidamente incumplido, primero, por unos y, luego, por otros.
No son muy adecuadas las posiciones cerradas, intransigentes y maximalistas, revestidas de discursos ultranacionalistas excluyentes. Para negociar, la actitud tiene que ser profundamente democrática y respetuosa, con un mínimo acuerdo para garantizar su perdurabilidad, al menos a medio plazo, y asegurar una tregua prolongada del conflicto armado que tanta destrucción y dolor está creando a la población civil.
Hay dos realidades extremas poco probables: la desaparición del actual Estado ucranio o la derrota del ejército ruso, con su expulsión de Ucrania (incluido Crimea y el Dombás), en ambos casos con un cambio de régimen. La tentación es la prolongación de la lucha militar, con la agudización del conflicto, para conseguir mayores ventajas negociadoras en esos tres ámbitos. Se trataría de debilitar más al adversario a medio y largo plazo, con la esperanza de volver a imponer una negociación tras la acumulación de más fuerzas militares por cada parte respectiva. La peor opción es la perspectiva de la continuación de la guerra hasta la (supuesta) victoria final, aun con la creencia de cada parte de tenerla a mano, y cuyo contorno no se precisa y conlleva riesgos impredecibles y graves consecuencias colectivas. La menos mala es el alto el fuego pactado. No supone resignación, sino realismo con concesiones mutuas, condiciones aceptables y cierta legitimidad popular.
Las ventajas relativas previsibles de las condiciones de una tregua acordada son superar las grandes repercusiones negativas para la población y reiniciar la recuperación económica, vital y subjetiva, de ambas partes, así como sus efectos en las generaciones venideras. Por tanto, son contraproducentes las ideas de la derrota completa del adversario, hasta su destrucción o rendición incondicional. Siempre hay personas fanáticas y sectarias y los nacionalismos excluyentes de ambas partes lo favorecen. Pero las élites políticas y la ciudadanía en general tienen la responsabilidad de avanzar hacia una paz realista, justa y duradera.
Una estrategia realista, ambiciosa y justa por la paz
La opción por la resolución pacífica de los conflictos de poder internacionales debe tener tres ejes: evitar un proceso de militarización y escalada de la guerra, que pudiera llevar a su agravamiento, internacionalización y nuclearización; avanzar en la autonomía estratégica de Europa respecto de los intereses hegemonistas de EE.UU., en un mundo cada vez más multipolar y con un modelo más social y democrático; y afianzar los mecanismos económicos, políticos y diplomáticos de resolución de los conflictos.
La soberanía política de los Estados (medianos y pequeños) se está debilitando, derivado, por arriba, de las presiones globalizadoras de las dinámicas económico-financieras, sociodemográficas y culturales, así como de los condicionamientos geoestratégicos de los principales países y bloques políticos, y por abajo de las reacciones nacionalistas y localistas en un marco sociopolítico de fortalecimiento de las tendencias ultraderechistas y conservadoras, en un contexto de fuerte crisis social y económica con agudización de las desigualdades sociales y cuestionamiento del modelo social europeo. La salida tiene que ser progresista, solidaria y pacífica, o no será. En el plano de las relaciones internacionales solo cabe adecuar una estructura multipolar del poder institucional y político militar a los equilibrios representativos, democráticos y del peso social y económico aportado.
Ese es el problema principal no resuelto, ya que los que tienen ventajas comparativas en algunos terrenos (como el militar en el caso de EE.UU.) están prestos a utilizar sus fortalezas para reequilibrar sus desventajas o debilidades en el campo sociodemográfico o económico. Es la fuente estructural de la violencia militar, por encima de la voluntad cívica de las mayorías sociales expresadas libremente con criterios universales de justicia social, resolución pacífica y negociada de los conflictos y criterios éticos basados en los derechos humanos.
Pero esa orientación susceptible de tener un amplio apoyo cívico se contrapone, al menos por ahora, a la dinámica principal que predomina en los grandes bloques político-estratégicos, empezando por la OTAN y continuando por Rusia y sus afinidades reaccionarias de las ultraderechas europeas (y mundiales). La cuestión internacional se liga con la cuestión social, incluida unas relaciones igualitarias en todas las estructuras sociales, culturales y económico-laborales, y con la democracia, como participación y regulación de la vida pública. Las tres están interrelacionadas y su adecuada combinación es la base del bien común y el bienestar colectivo.
Las izquierdas han estado divididas la mayor parte del tiempo desde el siglo XIX, y como se ha explicado, han conformado diversas doctrinas justificativas. La fractura más relevante ya se produjo, precisamente, ante el conflicto interimperialista (bloque alemán/turco frente al franco/británico/ruso) de la Primera Guerra mundial. Los sectores progresistas de los grandes países, con fuerte pasado colonial o aspirante a tenerlo, se dividieron en dos corrientes. Por un lado, el sector pro-nacionalista/imperialista de apoyo a las élites de su país respectivo, dominante en la Segunda Internacional socialista, y que colaboró con una actitud colonialista. Por otro lado, el sector internacionalista-solidario, que puso por delante la paz y el enfrentamiento con sus respectivas élites gobernantes, que conformó la Tercera Internacional comunista tras la revolución bolchevique (1917).
La siguiente gran experiencia fue la lucha antifascista y la Segunda Guerra mundial contra el nazi-fascismo hasta la victoria aliada, con una recomposición unitaria de las izquierdas y los sectores demócratas de los países europeos, junto con EE.UU. y la URSS (y China frente al militarismo japonés). Fue una guerra justa entre dos bloques políticos de diferente carácter cualitativo: democrático-popular y autoritario-reaccionario. Ética y políticamente el sentido de la polarización estaba claro, a pesar del gran sufrimiento de las poblaciones, causada por el totalitarismo nazi-fascista, sin olvidar la lucha de la República española, que salió vencida, como precedente de la resistencia democrática europea.
Ahora, tras el periodo de la Guerra Fría y múltiples guerras periféricas se va configurando otra dinámica en las relaciones de poder internacional, con la tensión entre potencias imperiales hegemónicas (EE.UU. con la subordinación de Europa) y otras emergentes (China, con la dependencia económica de Rusia).
No obstante, las instituciones internacionales (la ONU y el Consejo de Seguridad, con su derecho de veto para los cinco grandes) tienen influencia política y, específicamente, jurídica, pero con limitada capacidad resolutiva en las cuestiones de poder mundial. Está en manos de las grandes potencias, con escasa credibilidad en la aplicación de esos principios admitidos universalmente de soberanía, integridad territorial y derechos humanos. Su prioridad es la defensa de su estatus de poder según la seguridad y el beneficio económico-estratégico propio, cuidando su legitimidad social.
Por tanto, estamos ante una bifurcación histórica que puede reforzar o no esta dinámica de militarización y preparación para la guerra como medio de abordar los reequilibrios mundiales, en particular entre EE.UU. (y UE) y China (y Rusia), mediando conflictos particulares y áreas de influencia.
Dicho de otra forma, la estrategia de la OTAN, de mayor militarización, se puede explicar (sin justificar) por su pretensión de incrementar su primacía en el orden mundial y, para ello, intenta reforzar los limitados consensos públicos, al menos en las sociedades occidentales; de ahí la importancia del relato y la propaganda para su homogeneización y apoyo legitimador y la actitud amenazadora ante las disidencias, cada vez más vistas como ‘traidoras’ o que hacen el juego al enemigo.
Oposición a la agresión y al militarismo
En consecuencia, hay que analizar los dos planos interrelacionados. Por un lado, la oposición a la prepotente agresión rusa y el amparo al pueblo ucranio; por otro lado, la no subordinación a una dinámica militarista, que empeora las desigualdades y la vida de los pueblos y corrompe las democracias. Es la complejidad que se dibuja en esa tendencia social crítica con el aumento del gasto militar de la mitad de la población, a pesar del enorme consenso de los grandes poderes establecidos occidentales, institucionales, económicos y mediáticos. Es la esperanza hacia un futuro de paz y seguridad.
El otro modelo es el equilibrio (prolongado pero incierto por la acumulación de fuerzas político-económico-militares) entre potencias similares o con capacidad de disuasión suficiente, incluida la nuclear de destrucción mutua asegurada… que incluso se ha puesto encima de la mesa por parte de Rusia ante la amenaza a su supervivencia como Estado.
En conclusión, es conveniente dibujar el marco de un alto el fuego, constatando las relaciones de poder político-militar-territorial, así como otra fase de continuidad de los objetivos estratégicos de ambos bloques. Se trata de precisar qué significa la victoria y/o la derrota de cada parte y sus consecuencias, y qué punto intermedio es razonable, antes que la prolongación y generalización de la guerra, y aunque suponga un equilibrio inestable con una fase de tregua. La alternativa a la continuidad de la militarización es la paz duradera junto con la pugna a medio plazo, con las expectativas de cada cual de avanzar en el desequilibrio favorable de la relación de fuerzas por la vía ‘blanda’ de influencia económica y político-legitimadora de la opinión pública, pero con garantías relativas de seguridad general.
Están claros los proyectos maximalistas: por un lado, ocupación de Ucrania y cambio de Régimen, con anexión por Rusia (como supuesta parte de la nación rusa y sin derecho a Estado propio); por otro lado, derrota y expulsión del Ejército ruso, con la expectativa del apoyo militar de la OTAN, con debilitamiento de su Régimen y poderío militar, con exclusivo énfasis en la soberanía e integridad territorial de Ucrania, para decidir su integración en la OTAN y su negativa a la negociación internacional de un estatus especial para Crimea y el Dombás.
Aparte de afrontar todas las responsabilidades, particularmente los crímenes de guerra, y las consecuencias de la invasión, la experiencia de los equilibrios militares induce a cierto reconocimiento de la realidad. Por parte rusa parece que se renuncia a ocupar Ucrania o destruir su régimen político. Por parte del Gobierno ucranio se renuncia a su incorporación a la OTAN. Habrá que precisar un sistema de seguridad colectivo para ambos y la cuestión de la territorialidad de Crimea y el Dombás, con un estatus especial volviendo a empezar desde los tratados de Minsk y la nueva situación fáctica del control territorial.
En definitiva, habrá que reconfigurar e interrelacionar los conceptos de soberanía y de seguridad colectiva, con una deseable perspectiva de desmilitarización y dilución (evitación) de bloques militares, en un orden socioeconómico más justo.
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2022