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Manuel Sacristán Luzón

Curso de Metodología de las Ciencias Sociales

Transcripción de una cinta magnetofónica del curso de Metodología de las Ciencias Sociales de Manuel Sacristán Luzón en la Facultad de Economía de la Universidad Central de Barcelona en el curso 1984-1985.

Grabado por Xavier Marín Badosa y transcrito por Jesús Muñoz Malo. Miguel Manzanera Salavert ha revisado y corregido el texto. Se ha dividido el mismo en apartados que reflejan las sucesivas clases de Sacristán y se les ha dado título.

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La oposición entre ecologismo y desarrollismo

En los últimos años, a partir de 1980, aparece una nueva situación –que es en la que nos encontramos hoy–, que se puede caracterizar como un rebrote, si no de la euforia progresista, de la confianza sin problemas en los usos del desarrollo científico y tecnológico, sí al menos de una ofensiva de este tipo. El texto más caracte­rístico es el de un autor norteamericano, publicado este mismo año, en 1983, Julian Simon. Se titula El recurso inacabado y es un libro en el que se sostiene una serie de tesis que contrastan mucho con el estado de ánimo motivado por los problemas de tipo ambiental y ecológico de los años sesenta. El autor sostiene, por ejemplo, que la contaminación disminuye, que está mejorando desde el punto de vista de la producción y el consumo. Es una afirmación que quizá sea más sostenible en los Estados Unidos que extendida a otros países.

Algunas de sus afirmaciones son muy sorprendentes. Por ejemplo, sostiene que es falso que la selva tropical esté disminuyendo. Esta es una de las afirmaciones que más me llama la atención, porque, si uno se pasea un poco por la zona de las selvas tropicales, aprecia claramente que no queda ni la mitad (en México). La parte liquidada ha sido para el desarrollo de la ganadería de carne extensiva y siempre he creído que este proceso es muy catastrófico, porque el suelo tropical es un suelo muy delgado. Sólo una parte muy pequeña de la selva tropical es como el bosque nórdico, una vegetación con raíz profunda. Y ello hace pensar que estos bosques, desprovistos por los pastos del gran manto tropical, van a durar muy pocos años, veinte o veinticinco. Sin embargo, otra de las afirmaciones de Simon es que la erosión no es un problema.

Yo les debo decir que tengo desconfianza contra el libro. Son tesis que verdaderamente tropiezan con la experiencia de cada día; no se ve que la selva subsista en su integridad. Se podría admitir –habría que conocer bien el país– que en los Estados Unidos están teniendo éxito las medidas anticontaminantes; pero para un país, no ya como el Congo, sino como el nuestro, eso es sumamente dudoso. Basta sólo conocer un poco los procedimientos de los grandes industriales. Los fabricantes de papel, por ejemplo, saben perfectamente que les es mucho más rentable pagar las multas, o fingir que cambian el sistema de depuración cada año o cada dos años, que tomarse el trabajo enorme de invertir seriamente para purificar de verdad.

En todo caso, los otros criterios son discutibles. Por ejemplo, el de que la erosión no tiene importancia. Es muy notable que cambien el argumento característico de estos últimos diez o quince años de los autores contrarios a la ecología política. Pongamos por ejemplo uno de los principales ecológos mundiales y desde luego el principal catalán: Ramón Margalef, catedrático de ecología de la Universidad Central de Barcelona. Políticamente es un hombre muy contrario a la ecología política; es un ecológo, pero no un ecologista, y sostiene que el verdadero problema es la erosión –y que los ecologistas hablan poco de erosión–. Y después de que Margalef lleve esa campaña durante años, este autor, Simon, hace el descubrimiento de que la erosión no es problema. Me resulta muy dudoso.

El libro ha provocado una polémica en Estados Unidos y la principal revista internacional sobre estos temas, seleccionada por la UNESCO, que se llama Mazingira [medio ambiente] ha publicado un artículo crítico sobre las ideas de Simon. He citado a este autor sin más base que la lectura de esa polémica, porque es muy revelador del rebrote de una enérgica ofensiva, de ese tipo que vulgarmente se llama desarrollista o crecimentista, después de unos años en que, al menos entre intelectuales y científicos, los defensores de este punto de vista habían sido minoritarios. No digo entre políticos; en realidad, los políticos de cualquier país, de cualquier régimen, a lo más que habían llegado era a hacer un poco de ahorro energético, ni siquiera mucho, principalmente a un intento de ahorrar petróleo. Y probablemente, en la opinión pública mayoritaria tampoco se había producido la reticencia ante el crecimiento científico y tecnológico que estamos estudiando. Pero sí se había producido entre los científicos e intelectuales, hasta el punto de que habían quedado en posición minoritaria los desarrollistas. Estos se vieron reducidos a núcleos, como el formado en torno a un científico checo de cierta importancia –dentro del bloque oriental–, que dirigió la edición de un libro que produjo impacto en 1968. Se llama El mundo en la encrucijada y su editor era Radovan Richta. Se puede considerar el principal manifiesto del desarrollismo y el crecimentismo, y de la revolución científico-técnica desde el punto de vista oriental. Y en Europa occidental hay también un instituto representativo de esa tendencia, el que dirige Herman Khan [1].

Estos reductos, que habían sido muy minoritarios, da la impresión de que vuelven a ser muy determinantes, apoyados claramente en la decisión de los principales gobiernos de ambos bloques de seguir esta línea enérgicamente. En el caso occiden­tal, con detalles que conocemos bien porque son más transparen­tes –hay más información de prensa–, se muestra en la actitud de la administración norteamericana, que recortó inmediatamente todos los programas medioambientales. En el bloque oriental lo conocemos menos, tenemos menos información; pero no hay ningún dato que nos permita suponer que en algún momento se hayan frenado los programas de tipo crecimentista. Aunque también se puede suponer que su mayor atraso tecnológico, sobre todo en ciertas tecnologías de punta, haga que algunos fenómenos sean, al menos, distintos.

¿Cómo explicarse esta situación en que parecen pasar a situación minoritaria las posiciones de tipo ambiental y político-ecológico? Parece poco verosímil que sean razones puramente objetivas, es decir, que de verdad esté disminuyendo la contaminación, que de verdad se esté probando que hay recursos no renovables para siempre. Creo que seguramente habría que buscar motivaciones laterales a la misma problemática y más profundas.

Y por otra parte tampoco querría dar la impresión de que ha desaparecido la preocupación por estos temas. Un hecho muy notable es la edición del tratado de economía de Paul Samuelson. A mí me ha llamado mucho la atención que aporte dos nuevos temas: uno socio-biológico, y otro relativo a la termodinámica en la economía. Si leen la última edición notarán que hay una interesante incorporación de temas de tipo natural al desarrollo económico, señaladamente estos dos, el biológico y el físico. Subraya el tratamiento de la termodinámica que interesa en economía sobre todo en su segunda ley, a partir de la investigación de Nicholas Georgescu-Roegen en su libro Análisis económico y termodinámica. Es un libro en el cual lo más nuclear es su crítica de las funciones de producción clásicas, por la consideración de que había que introducir en dichas funciones primero una distinción entre producto y desecho. Es decir, en el lado en que aparece el producto, él pondría además el desecho, la contaminación, el producto negativo, por así decirlo. Y luego, en la relación de los factores hay una subdivisión, pero no nos interesa.

A partir de este libro, el tema de la segunda ley de la termodinámica y su posible importancia en economía fue una acción minoritaria. Y el hecho de que en EEUU, en esta última edición del libro de Samuelson, se incorpore esa problemática quiere decir que de todos modos el asunto no ha sido olvidado, a pesar del rebrote de progresismo desarrollista.

La segunda ley de la termodinámica –vista por lo que afecta a un economista– significa que en todo sistema cerrado –entendiendo por sistema cerrado un sistema que no recibe inputs de fuera– la energía disponible está en constante diminución. Lo cual quiere decir que la entropía aumenta; entropía quiere decir, precisamente, falta de energía aprovechable. Pues esta segunda ley de la termodinámica se conoce también como ley de entropía y no significa contradicción con la primera de ellas, que dice que la energía ni se crea ni se destruye, sino sólo se conserva. Porque la segunda ley no dice que en un sistema cerrado la energía disminuya, dice que lo que disminuye es la energía aprovechable, la posibilidad de aprove­char la energía potencial. En un sistema puede haber una determinada cantidad de energía, pero para que se pueda aprovechar esta energía tiene que haber una diferencia de potenciales. Por ejemplo, uno no puede aprovechar la energía potencial que hay en una masa de agua, si esa masa no puede circular entre alturas diferentes.

Lo que dice, pues, la segunda ley de la termodinámica es que los potenciales o la diferencia de potenciales desaparecen en un sistema cerrado hasta el punto de que todo el sistema se homogeniza. Y entonces, por mucha que sea la energía potencial que contenga, mientras esté cerrado el sistema, no va a ser aprovechada. Llega un momento de muerte energética. La gran aportación de Georgescu-Roegen al análisis económico a principios de los años sesenta fue precisamente la aplicación de esta idea a la dilucidación de funciones económicas clásicas, como la de desarrollo o del equilibrio.

En todo caso, no hay una hegemonía o un predominio de puntos de vista optimistas y crecimentistas en materia política de la ciencia, pero tampoco parece haberlo de la actitud crítica que predominó a finales de los sesenta entre intelectuales. La situación no parece sugerir que sea una época de mucha polémica en este terreno. Me parece muy difícil –yo no me atrevería- intentar ahora una explicación de estas evoluciones del pensamiento. Seguramente influye mucho la crisis económica; es obvio que en una crisis como la presente se crea un ambiente social y cultural muy poco propicio a preocupaciones de tipo ambientalista. Estas preocupa­ciones producen siempre costes de producción elevados, aunque seguramente costes sociales menos elevados. Pero en momentos de crisis cuentan más las exigencias de que hay costes de producción, que cualquier otra. Y seguramente hay otras causas de tipo ideológico en las que no vamos a meternos. Sin duda, nos falta perspectiva para un estudio así.

Pero en todo caso, hay que sacar la moraleja de la enorme importancia que esté cobrando la política de la ciencia, que hasta hace unos quince o veinte años era un campo de estudio para minorías aficionadas en el que casi no había bibliografía. Ahora es un campo ingente, en el que hay mucha bibliografía y en el que empieza a haber la costumbre de ciertas burocracias de asignar cargos, mientras que en otras épocas era un terreno en el cual sólo tenían organizada la responsabilidad política Inglaterra y Alemania principalmente, poquísimos países. Ahora, por pequeño que sea un país, suele tener algún ministerio, o dirección general o subdirección general, de política científica, porque la asignación de recursos en este campo supone una repercusión económica de primer orden, incluso en países menores, donde la inversión en investigación y desarrollo no es una rama prioritaria.

Respecto a este tema no hay traducida mucha bibliografía importante. El libro sobre política de la ciencia de introducción es de autores ingleses, Hilary and Steve Rose, y la obra se llama Science and Society. Es un libro muy recomendable. Es en parte histórico, pero tiene un defecto para un lector de aquí, y es el que esté muy protagonizado por la temática inglesa, es un libro muy inglés. Lo que principalmente cuenta es la cristalización de la política de la ciencia en Inglaterra. Pero como este país ha sido junto con Alemania un país pionero en esto, no está de más leer el libro. Y además es un libro muy bonito y de lectura amena.

 

La euforia desarrollista en el neoliberalismo

Para empezar, habría que hacer unas cuantas matizaciones. Yo no creo que todo el mundo vuelva en este momento a un pensamiento progresista sin preocupaciones. Lo que sí creo es que la gente que considera que no hay ningún peligro y que estamos mejor que nunca, tiene ahora menos miedo de decirlo que en los años sesenta. Entonces se pusieron por primera vez de manifiesto los grandes riesgos de algunos desarrollos tecnológicos y fueron pocos los ambientes que siguieron atreviéndose a negarlo. En cambio, ahora hay una serie de síntomas, desde hace unos cuantos años (desde aproximadamente el año 1973), de que han vuelto a cobrar fuerza ideas partidarias de una opción de progreso sin fronteras. En mi opinión, esto tiene mucho que ver con la crisis del petróleo. Los gobiernos y las fuerzas de gran influencia en las sociedades modernas, por ejemplo, las grandes compañías, parecían un poco impresionadas y dispuestas a hacer algo más de caso a las preocupaciones acerca del medio ambiente, por ejemplo, y a tomar medidas conservacionistas –todo esto a finales de los años sesenta–. Entre estas medidas estaban, por ejemplo, invertir mucho más en prevención de la contaminación, por un lado, en eliminación a posteriori de efectos de la contaminación mediante la instalación de depuradoras de aguas, por otro, y también, por ejemplo, existía más disposición a imponer a los fabricantes automovilísticos una inversión en la investigación de motores menos contaminantes. Todo esto parecía al alcance de la mano y muchas otras cosas, por ejemplo, el freno al desarrollo de centrales nucleares, porque no estaba resuelto el problema de los residuos nucleares que es el principal problema. No es la explosión, ni la fusión del núcleo del reactor el principal problema; el principal riesgo de la industria nucleo-electrónica son los residuos. ¿Qué se hace con el uranio sobrante?

Por tanto, los gobiernos y las grandes fuerzas de influencia en la sociedad parecían dispuestos a tomarse un poco en serio estas cosas. Pero, en mi opinión, fue la crisis del petróleo la que ha impuesto desandar el camino anterior. En vista del encarecimiento de la energía, a mí me parece que las fuerzas dominantes en nuestra vida económica decidieron que no se podría dedicar atención a esas preocupaciones; y entonces, desde el primer momento, ya desde 1973, se relanzó una intensa propaganda que afirmaba la bondad de la energía nuclear –por ejemplo, el Foro Atómico de todos los países, también el español, produce desde entonces libros y folletos–. Unión Eléctrica Española publicó ya en 1974 un folletito a todo color y de gran lujo, que se repartía en las escuelas de primera enseñanza del Estado, para educar incidiendo en niños de ocho y nueve años, en los que se contaba lo excelente y limpia que era la energía nuclear, y lo malos y destructivos que son los ecologistas.

Y pasaron todavía algunos años, hasta el 75-76, antes de que empezara a haber un grupo de científicos dispuestos a dar fundamento de la mayor talla intelectual posible a este rebrote de progresismo sin problemas. Habiendo siempre unos reductos muy identificables por la actual administración norteamericana, que se habían mantenido partidarios enérgicos de la vía desarrollista anteriormente seguida. Principalmente, en el plano científico los futurólogos de un instituto de Nueva York dirigido por un técnico llamado Herman Kahn y luego algunos escritos sueltos, pero eran minoritarios. En cambio, a partir del 75 y 76, y sobre todo después de ganar el equipo Reagan las elecciones en Norteamérica, hay un despliegue muy importante de trabajos científicos y de propaganda en favor de tesis como la que defiende la núcleo-electricidad, porque si no nos quedamos a oscuras. Y no es que esto sea lo único que hay hoy en el mundo. En las revistas que se dedican a estas cosas lo que hay ahora es una polémica permanente. O sea, yo sólo afirmé que, así como a finales de los sesenta e inicios de los setenta el descubrimiento de las amenazas tan graves que se acercaban despertaban la alarma de la población, hoy esa alarma ha desaparecido. Por ejemplo, una que entonces impresionó mucho a la gente y que ahora ya hay científi­cos que la discuten: la desaparición de la capa de ozono de la estratosfera. Equivaldría a la muerte de la especie. No sólo de la nuestra, de otras muchas también; porque la capa de ozono es lo único que filtra la radiación ultravioleta y esta es mortal para muchos seres vivos –todos los animales superiores–. Pues bien, la capa de ozono es atacada por numerosos agentes de la civilización nuestra, desde los compuestos de nitrógenos hasta muchos procedentes de los espráis. Lo que es frecuente es la polémica entre el físico que dice que “es un efecto pequeño, sí, es verdad que producimos destrucción de ozono, pero en una cantidad tan pequeña que no vale la pena tenerlo en cuenta” y el que insiste “esto es peligroso y serio”.

O pongamos el ejemplo del efecto invernadero. Cuando se descubrió la potencialidad del efecto invernadero, también en el 69-70, causó muchísima impresión. El efecto invernadero consiste en la posibilidad de que el aumento del anhídrido carbónico, que tanto producimos desde las calefacciones, los automóviles, hasta la industria, sea de tal magnitud que no pueda ser neutralizado por la función clorofílica de las plantas. Cosa temible si se tiene en cuenta que, simultáneamente vamos disminuyendo el recurso forestal de la tierra; cosa que ya científicos de ese tipo discuten. En fin, suponiendo que fuera verdad lo que se dijo a principios de los setenta, que estaba aumentando la producción de anhídrido carbónico y disminuyendo de manera significativa el manto forestal de la tierra, entonces se podría prever un aumento de la cantidad de anhídrido carbónico en la atmósfera. Pero este anhídrido carbóni­co tiene un efecto de retención de radiación solar; es decir, cuanto más hay, más parte de la radiación solar deja de irradiarse después hacia el cosmos. Siempre una gran parte del calor solar que tiene la tierra es irradiado por la tierra hacia el espacio, pero cuanto más anhídrido hay entre los componentes atmosféricos más radiación solar es retenida en la Tierra con un efecto invernade­ro. Ello redundaría en un aumento de la temperatura media terrestre importante y puede tener consecuencias como las siguientes: empobrecimiento de la atmósfera desde el punto de vista de los animales superiores muy dependientes del oxígeno como nuestra especie; derretimiento de parte de los casquetes polares con un aumento del nivel de los mares y por tanto con una evacuación de grandes partes de la superficie terrestre.

Pues estos hechos, que en los años que van del 69 hasta el 72 producían un gran impacto, no eran negados, porque a los autores de tendencia ecologista se les aceptaba y sacaban de ellos conclu­siones para una nueva política económica. Y los autores de tendencia anti-ecologista sacaban consecuencias contrarias, pero aceptaban los hechos. Por ejemplo, Adrian Berry aceptaba los hechos y lo que proponía era la preparación de los viajes espaciales para construir un nuevo planeta a partir de la destrucción de Júpiter, en un libro titulado Los próximos diez mil años, cuya lectura recomiendo para el conoci­miento de estos autores. En el fondo, sin decirlo, el autor admite los datos, pero se niega a la conclusión ecologista del manifiesto de Estocolmo, que se titulaba Una sola Tierra.

La posición del autor es decir: no es verdad que haya una sola Tierra para la especie humana. Él construye un programa de gran desarrollo demográfico, con objeto de disponer de mucha fuerza de trabajo, desarrollo tecnológico sin freno, mucho desarrollo de la industria nuclear, admite una necesidad de política de unificación de la especie humana a través de una o varias guerras mundiales, que el lector entiende muy bien que tiene dos objetivos: la deserción de la Unión Soviética y el sometimiento de los pueblos no blancos unificados bajo dominio blanco. Entonces una vez unificada la especie propone un programa de conquista y colonización de la Luna. Se conquistaría primero y fundamentalmente como base de operaciones para la operación decisiva que diré ahora y luego también como reserva de materias primas, sobre todo de minerales para seguir con este desarrollo tecnológico.

Una vez ocupada la Luna como base de operaciones propone la etapa definitiva del periodo solar de la especie humana, que cree alcanzable en unos diez mil años; es la voladura de Júpiter (el más grande de los planetas del sistema solar) mediante explosio­nes nucleares controladas y fragmentar el planeta. Uno de los fragmentos se utiliza como nueva Tierra y puesto que Júpiter no tiene una atmósfera vital entonces propone la creación de atmósferas adecuadas. Y los fragmentos de Júpiter se utilizan para calentar Júpiter, que no retiene suficiente calor solar para la especie. En cierto modo es costoso. Se colocan en una de las órbitas y como receptores van acumulando calor y cediéndolo al planeta habitado. Como Júpiter está muy lejos en el sistema solar, una vez ocupado, piensa que se abre un camino indefinido de expansión de la especie humana, primero por la galaxia y luego quién sabe [2].

Es un programa de progresismo furioso, pero con la aceptación de los datos iniciales. Aunque él no lo diga por razones retóricas, propagandísticas, es claro que un programa así está admitiendo programas ecológicos, de que se está haciendo inevitable el cierre. En cambio, lo nuevo ahora es que, en las polémicas que salen en las revistas especializadas, los partida­rios de un progresismo sin discusión ya no aceptan los datos, no aceptan que la capa de ozono esté disminuyendo, ni que está aumentando la contaminación, sino al contrario; ni que esté disminuyendo la selva tropical o en general el manto forestal de la Tierra. Y eso es el resultado de una evolución ideológica que pasó por un estadio intermedio. A mediados de los años setenta el principal argumento anti-eco­logista era decir que los datos ecologistas eran demasiado agregados, que no se podía trabajar con esos datos, porque eran fruto de una agregación excesiva. Eso fue, por ejemplo, la crítica al primer informe del Club de Roma. En cambio, ahora ya se hace abiertamente una negativa de esos datos.

Hay también otra tendencia que, sin interpretarse abiertamente como anti-ecologista y como progresista a ultranza, está dando un importante fundamento filosófico y cosmológico a las tendencias anti-ecologistas. Es la cosmología de un científico ruso, pero que vive en Bélgica, que se llama Ilya Prigogine [3]. Es un Premio Nobel con una teoría física bastante especulativa, entre la física y la filosofía, de la cual se desprende que la idea ecológica de homeóstasis sería una idea falsa. Según sus seguidores, sobre todo, sería falsa la idea de que la naturaleza viva por equili­brios. Por ejemplo, en una célebre metáfora suya, cuando se tiene una masa de agua en una olla es un orden, pero si aceptamos que esa agua puede vivir, no son necesariamente los mismos equilibrios en su desarrollo. Si se calienta empieza un movimiento caótico de las moléculas de esa agua, que tal vez se pueda definir como orden; pero en el momento en que esa agua se pone a hervir, aunque no hay el equilibrio estático del principio, sin embargo, hay un nuevo orden, que podríamos llamar orden de ebullición. Eso sucede normalmente en la naturaleza. Consecuencia política: no hay por qué preocuparse del equilibrio natural del oxígeno o del carbónico o del ozono. La naturaleza llegará a un nuevo orden.

Yo creo que, sin ser físico, por puro sentido común, por puro análisis, este razonamiento no encuentra pertinencia para las cuestiones de política económica y de política ecológica. Porque la cuestión no es si la naturaleza tiene o no estructuras homeostáticas, y es posible o no que se establezcan órdenes naturales en grados diferentes de energía; la auténtica cuestión es si el nuevo orden es soportable para la especie humana. Claro que el agua hirviendo es un nuevo orden, pero en agua hirviendo no podemos vivir y esta es la cuestión política. Una cosa es la cuestión física, de si hay varios órdenes posibles, que a lo mejor sí; otra cuestión es la cuestión políticamente importante: si la especie humana puede vivir en estos nuevos mundos o no. Y esto es lo que interesa.

En la nueva influencia de las ciencias naturales sobre las ciencias sociales, que estudiaremos en el último tema, está ocurriendo que algunos científicos naturales hacen enérgicas críticas a las ciencias sociales, y particularmente a la economía y a la sociología, que son quizá interesantes desde el punto de vista filosófico general, pero que curiosamente olvidan el punto vital de las ciencias sociales, que es el conocimiento de la vida de la especie humana, no de otras cosas. Por ejemplo, esto mismo que he dicho de la teoría biológica de las estructuras homeostáticas, a saber, que el conocimiento de las mismas es impertinente para las ciencias sociales, que no sirve para nada en ciencias sociales.

Pues lo mismo pasa con la socio-biología. Los socio-biólogos están dispuestos a tirar por la borda toda la tradición socioló­gica y económica, porque según ellos esto no son ciencias, porque no tienen en cuenta el sustrato biológico de la vida social. La economía nunca se ha basado en la biología, la sociología tampoco, y sin embargo el ser humano es un animal y por consiguiente habría que basarse en la biología. Bueno, esto es una crítica respetable, pero las consecuencias me parecen impertinen­tes. Por ejemplo, Edward Wilson –que es el principal socio-biólogo–, en su crítica de las ciencias sociales tiene datos, estudios, para demostrar que las formas de sociabilidad de la especie humana se parecen mucho a las de ciertos insectos y en cambio no se parecen a las de otros mamíferos superiores. Entonces me pregunto yo, ¿para qué sirve a un sociólogo la teoría de la evolución biológica, si luego resulta que las formas de sociabilidad humanas son parecidas no a las del pariente biológico, sino a unas que son biológicamente muy lejanas? Entonces, ¿qué tiene que hacer el evolucionismo biológico en sociología? Pues muy poco o nada. Con esto no quiero decir que no parezca bueno un estudio biológico para economistas o para sociólogos; seguramente sería bueno. Pero no parecen en cambio pertinentes los argumentos que están sacando los científicos naturales en sus críticas a las ciencias sociales.

Otras veces, en cambio, hay físicos que dicen cosas que sí que me parecen de mucho interés para economistas, y por eso algunos economistas las han recogido muy bien. Es el caso de la termodi­námica. Pero teorías criticas generales como la de los físicos, o biológicas generales como la de Wilson, a mí por ahora me parecen irrelevantes para las ciencias sociales. El que haya un orden natural con el mundo en ebullición, no me dice nada desde el punto de vista de las ciencias sociales, porque la cuestión es si en ese mundo podría haber sociedad o no.

Es una cosa, en realidad, que ya ha ocurrido en el pasado. Desde el punto de vista de las algas, nosotros somos producto de la contaminación. Porque, según la opinión más extendida sobre los orígenes de la vida en la Tierra antes de la atmósfera conocida, la atmósfera terrestre ha sido fundamentalmente una atmósfera de carbónico, en la cual había algas que respiran carbónico. El oxígeno ha sido fundamentalmente un contaminante producido por esas plantas. Del mismo modo que, a la inversa, el carbónico es el contaminante que producimos nosotros, porque los contaminantes lo son respecto a alguien. El carbónico que es contaminante para nosotros era el medio de vida de esas algas y el oxígeno que era para ellas un contaminante que acabó matándolas, no a todas, es en cambio nuestro medio. Por tanto, en el fondo no es ningún descubrimiento que haya órdenes naturales diversos. Hubo un orden biológico protagonizado por una atmósfera carbónica, sólo que para nosotros, modestamente, tenía el inconveniente de que no había animales como nosotros en esa Tierra. Y parece elemental que, en ciencias sociales, el presupuesto sería un orden natural en el que pueda haber sociedad; si no, no tiene sentido que sigamos hablando de ciencias sociales.

Pero en todo caso, para seguir con el tema, el éxito que están teniendo demuestra una orientación de sensibilidad, de nuevo tipo, desinteresada por los problemas de política ecológica. Desinterés que no afecta a todo el mundo, pero sí a cierta gente. Ha habido ciertos cambios curiosos relacionados con una nueva religiosidad de tipo panteísta. Por ejemplo, uno de los catedrá­ticos de física más interesantes de esta universidad, que es un hombre muy sensible, muy agudo, de repente, cuando he vuelto, me lo encuentro completamente despreocupado de cuestiones ecológicas, que le habían preocupado mucho hasta hace dos años [4]. O bien, un excelente tratadista madrileño de temas energéticos, que ahora ha abandonado por completo la temática de la política energética, esta vez, curiosamente por una cuestión muy notable. No por la euforia sobre el progreso, sino por un estado de ánimo también característico de algunos intelectuales y que tiene el mismo resultado a través de una concepción ideológica contrapues­ta. Las reflexiones que hace para abandonar sus estudios de política energética es que total, como vamos a volar por los aires uno de estos días, no vale la pena seguir trabajando; es decir, una posición de fatalismo pesimista integral. Pero ya sea por euforia progresista, ya sea por fatalismo pesimista, se puede registrar esto, cierto abandono de preocupaciones de política ecológica por parte de cierta gente, no de todos.

 

La discusión del método en las ciencias sociales

Hay que observar que, de los dos planos en que se puede introducir una crítica de la ciencia, una desconfianza ante la ciencia, el plano del conocimiento y el plano material de aplicación, a primera vista parece que las ciencias sociales sean menos perjudiciales. Porque la aplicación de las ciencias sociales nunca ha tenido la trascen­dencia práctica que tiene la aplicación de las ciencias de la naturaleza en la vida cotidiana. Pero, sin embargo, aunque eso es en principio verdad, no lo es del todo. A medida que avanza nuestra época, son más abundantes las técnicas prácticas de intervención basadas en conocimiento social: manipulación de datos de opinión, uso con astucia sociológica o psicosociológica de los grandes medios de comunicación, el cruce de técnicas científico-naturales y científico sociales para manipular a la población; o como por ejemplo la emisión subliminal, por debajo del umbral de percepción, en televisión. Como es sabido, para que el cerebro humano retenga una imagen debe durar por lo menos 1/16 de segundo. Si la exposición ante la vista dura menos, no lo registramos conscientemente, pero todo parece indicar que el cerebro lo registra inconscientemente. Es una técnica, muy sencilla en el fondo, de influir subterráneamente en la gente. Corrientemente y por televisión se ve imágenes de menos de 1/16 de segundo y esto lo utilizaban algunas compañías norteamericanas con finalidades comerciales. Parece –según algunas investigaciones, que luego fueron retiradas inmediatamente de la opinión pública– que efectivamente la gente respondía, que quien había recibido los estímulos inconscientes realmente realizaba las compras induci­das.

Todo ello abría posibilidades insospechadas desde el punto de vista político, como técnica de manipulación infinitamente superior a una paliza. Esta se puede resistir, pero en cambio, que a uno le formen el incons­ciente, no se sabe cómo se puede resistir. De aquí que sea materia de prohibiciones en varios estados de USA, el único país donde de verdad se ha publicado algo sobre esta cuestión; aunque ya hace muchos años, más de quince, que no he oído nada de esto. En todo caso, sin que yo sepa cómo ha evolucionado esta cuestión, es un buen ejemplo del flujo de técnicas científico-naturales y científico-sociales para exponer en la vida cotidiana. De modo que no es tan completamente verdad que las ciencias sociales sean inocuas desde el punto de vista de las consecuencias materiales, aunque seguramente no son, por el momento, tan directamente eficaces como la física y la química; pero no deja de ser imaginable también una cierta repercusión.

Hay otro campo en el que es más fácil ver la repercusión material de las ciencias sociales –mucho más tradicional y nada propio del siglo XX, ni de su sofisticado encuentro con la ciencia de la naturaleza, sino algo mucho más tradicional–, que es el efecto generalmente inocente de antropólogos y etnólogos sobre poblaciones no europeas. Hoy en día, sobre todo han desarrollado técnicas mucho más respetuosas con la vida de estas comunidades; por ejemplo, un antropólogo moderno no suele ir descaradamente fotografiando indígenas en África central, sino que suele usar unos aparatos que permiten disimular su observación. No sólo para sorprenderle con mayor espontaneidad, sino también para intervenir menos en su vida. Y así otras técnicas, como por ejemplo el hecho de que un etnólogo contemporáneo considere inadmisible llegar a una comunidad ajena, estar quince días y marcharse [5].

Pero en otras épocas no ha sido así, como es sabido incluso personajes que los europeos estábamos acostumbrados a considerar dignos de todo respeto, como Livingstone y Stanley, son gente que han efectuado por África viajes en que prácticamente destruían lo que encontraban a su paso inconscientemente. Los exploradores no pretendían destruir nada, pero, de hecho, ni tenían maneras de entender la vida de las comunidades a las que llegaban, ni eran tampoco capaces de respetarlas. Y no digamos en el caso, no ya del siglo XIX, sino de actividades más antiguas, de uno de los personajes más venerables en ciertos aspectos de la conquista de México, el obispo Vasco de Quiroga. Del mismo modo que puede decirse que protegió a los indios toda su vida frente a la explotación de las tierras, para protegerse también en la otra vida, quemó todos sus libros religiosos liquidando la tradición religiosa. Es decir, aunque a muchos de ellos habría que considerarles padres de las ciencias sociales, la fundación de una ciencia social por parte de estos hombres ha sido, al mismo tiempo, la destrucción de comunidades como las estudiadas. Ya sea directamente, por la acción misma ‘civilizatoria’ de antropólogos y etnólogos, ya sea simplemente por la apertura de caminos para la intervención comercial y militar posterior. El caso de África es muy evidente.

En todo caso podemos mantener la idea fundamental de que en ciencias sociales el aspecto material de la crítica de la ciencia no es tan importante como en la ciencia de la naturaleza, pero con la salvedad de que se debe insistir en ello también. Por lo demás, se puede decir que en ciencias sociales, a diferencia de lo que sucede en ciencias naturales, la conciencia de una crisis de fundamentos es prácticamente eterna, siempre ha existido. Esto hay que relativizarlo, como es obvio. Cuando vimos en el tema anterior la idea de fundamentos, sugerí que, en el fondo, crisis de fundamentos la hay siempre, porque nunca hay fundamentos seguros [6]; lo que pasa es que en algunas épocas hay una conciencia muy viva de estar un poco en el vacío, o de no poder cumplir ambiciones que en otras épocas se tenían acerca de la ciencia, mientras que en otras épocas hay mucha seguridad para ello. Pues bien, el grado máximo de esa conciencia de crisis de fundamentos se ha tenido siempre en ciencias sociales, en las cuales se ha podido registrar incluso una duda permanente acerca del objeto. Sin ánimo de ironizar, ni de socavar la vocación científica de nadie, hay que tener en cuenta que todavía hoy es objeto de disputa la definición de sociología. ¿Quién está seguro que sabe exactamente una definición de sociología que satisfaga a todos? Nadie.

Y en otros planos, constantemente, en la misma ciencia económica, que es quizá la más formalizada y formalizable de todas, la que se presenta sin duda con más pretensión de cientificidad, no pasan años sin que algún gran economista nos recuerde que tal o cual investigación no tiene nada que ver con la realidad, que es puro formalismo, un puro juego intelectual, etc. Y esto lo puede decir, por ejemplo, John Kenneth Galbraith a propósito de la teoría del equilibrio. Es decir, se trata de un campo en el cual hasta el mismo objeto de estudio y hasta la misma virtualidad real de ese estudio son verdaderamente objeto de discusión.

El hecho de que el derecho sea un sistema coherente, lógico, de leyes, diferencia la codificación de la simple recopilación. La idea de que las leyes tienen que estar recopiladas, puestas juntas para que las gentes las puedan consultar y conocer, es naturalmente una bonita idea. Recopilaciones de leyes ha habido por lo menos en las tres monarquías más antiguas de Occidente: la española, la francesa y la inglesa. Recopilar el derecho es simplemente reunir, amontonar en un libro disposiciones que están vigentes, sin más criterio para su recopilación que el hecho de su vigencia, sin tener en cuenta posibles relaciones entre ellas y, lo que es más grave, sin tener en cuenta posibles contradicciones entre ellas. Una recopilación es siempre una reunión de lo que se considera el derecho vigente.

En cambio, una codificación es el intento de armonizar y hacer sistemática toda la legislación vigente con el fin de eliminar lo que no sea del todo coherente, para conseguir un cuerpo que parezca tener vigencia, no ya sólo por el hecho de haber sido producido en la práctica social, sino por el hecho de presentarse como un cuerpo consistente, que parezca deducible de unos primeros principios, de unas primeras leyes. Es claro que hay una relación entre esa idea de compilación y aquello que es propio del siglo XVII y XVIII con el nombre de “iusnaturalismo”. El derecho natural es una asignatura todavía de muchas facultades de derecho y es parte del departamento de Filosofía de Derecho; pretende un tipo de investigación sobre el derecho, que no es empírica, no está destinada a averiguar cuál es el derecho legítimamente existente, cuál el Código Civil o el Código del Comercio que de verdad existe, sino destinada a estudiar lo que sería derecho natural, puramente racional. De aquí la expresión ‘derecho natural’.

Pues bien, iusnaturalismo es la doctrina de la construcción de ese derecho natural. La idea misma es muy antigua, es ya propia de los juristas romanos. De ellos viene la idea de derecho natural, que es la idea de un derecho que fuera previo y más profundo que cualquier derecho positivo. Y propio de la naturale­za humana. Pues bien, en el siglo XVII y XVIII el iusnaturalismo, la teoría derecho natural, se había desarrollado mucho en relación con la constitución de la moderna sociedad mercantil, burguesa, incipientemente capitalista, la cual tenía entre sus necesidades culturales y políticas la de no quedar sujeta a los lazos del derecho natural privado tradicional. Era muy natural y muy obvio que una nueva cultura social y económica, un nuevo modo de producción, basado entre otras cosas en la liberación de ciertos vínculos jurídicos para el tráfico comercial y económico que conocemos todavía hoy, levantara la idea de un derecho natural previo a, y muchas veces en pugna con, los vínculos tradicionales expuestos por el derecho feudal a la vida económi­ca, por ejemplo, aduanas locales y derechos territoriales.

Pues bien, a partir de esos siglos se había desarrollado mucho el iusnaturalismo, que produjo autores de mucha importancia, como Grotius y Puffendorf. Los dos están traducidos, pero no son lecturas muy agradables. Es claro que el movimiento codificador de principios del XIX tiene que ver mucho con el iusnaturalismo, pero esta vez laico. El iusnaturalismo clásico es muy teológico, es el derecho natural que se supone que caracteriza a la naturaleza humana y se entiende muchas veces como promulgado directamente por la divinidad. A diferencia del derecho positivo, que sería, en cambio, el promulgado accidentalmente por los poderes humanos en el curso de la historia. Los codificadores de principios del XIX, que son generalmente personajes relacionados con la Revolución Francesa, practican un iusnaturalismo más laico, pero emparentado con el tradicional, con la idea de un derecho lógico, natural, absoluto, previo a los hechos y muchas veces en pugna con las leyes. Por ese rasgo racionalista y revolucionario de ruptura con el derecho tradicio­nal y constitución de un nuevo derecho puramente lógico, era natural que el primer país, en el que el movimiento codificador cuajara verdaderamente en un nuevo código de derecho, fuera Francia, la Francia de la revolución.

El primer proyecto de codificar todo el derecho francés se produce todavía en el periodo revolucionario y lleva el nombre del diputado que presidía la comisión. Fue en 1800. Napoleón, cuando no era emperador todavía, nombra una comisión de codifica­dores y en sólo cuatro años consigue tener el código civil francés, el llamado Código Napoleónico. Es un momento de enorme influencia en la vida de Europa. El código francés (se promulgó el 21 de marzo de 1804) ha sido el centro de influencia para toda Europa y, a través de Europa, para Sudamérica entera, parte de Norteamérica, muchas zonas de África y de Asia. Y en cambio, ha tenido mucha menos influencia en las áreas anglosajonas, porque han sido áreas más tradicionalistas en la forma, que nunca recibieron del todo una inspiración codificadora: tenían demasiado respeto a las normas clásicas de su reino.

Podemos pasar a Italia, que es el Estado en el que se produce el siguiente paso codificador. La codificación italiana es del 1866; ha pasado mucho tiempo, pues. El Código Napoleónico ha tenido, mientras tanto, muchísima influencia, pero no hasta el punto de conseguir cuajar en nuevos códigos. En el caso español, por ejemplo, la influencia del código francés es más grande en la Constitución de 1812, pero no llegó a hacer en tan poco tiempo un código civil. En Italia, el ser uno de los primeros países en seguir la vía codificadora tiene también su explicación. Italia es un Estado muy joven, el más joven de Europa, y además construido en pugna con un poder tradicional, con el poder temporal del Papado. Hasta la construcción del Estado italiano el Papa era también un señor territorial, no simplemente un monarca espiritual. El Estado italiano, en su primera fase, es un Estado muy moderno, muy heredero de la revolución francesa, muy en pugna con el derecho tradicional. De ahí que fuera uno de los primeros en seguir el ejemplo napoleónico. Un caso muy contrario fue Alemania. Hubo una grandísima resistencia a la codificación por la influencia de la escuela histórica del derecho. Allí el movimiento codificador no se impone definitivamente hasta la victoria sobre Francia en la guerra franco-prusiana de 1870. Entonces el movimiento unificador de Alemania hace aparecer a los gobernantes alemanes la idea de un código civil unitario como algo muy deseable. Alemania era un mosaico de Estados hasta Bismark y precisamente la unificación formal de todos los Estados alemanes en un solo Estado alemán fue consecuencia de la guerra franco-prusiana. Es entonces, a raíz de esa victoria y en el proceso de construcción de un Estado alemán unitario, cuando surge la idea codificadora. Pero el código civil alemán, curiosamente, no empezará a estar vigente hasta este siglo. Entró en vigencia el primero de enero de 1900.

Y por último, para terminar con estos ejemplos, volvamos al caso español. Como he dicho antes, la primera manifestación de la influencia de esta idea de iusnaturalismo, de un derecho natural unitario, lógico, está en las Cortes de Cádiz. En la Constitución de 1812, en el artículo 258, se lee: “El código civil y el criminal y el de comercio serán los mismos para toda la nación”. La idea del derecho unitario, simple, consistente, propio de la burguesía en su fase de expansión. Y el código civil español tuvo vigencia desde el primero de enero de 1869.

Aunque estos pocos datos ejemplificadores me parecían de interés para situar las cosas históricamente, lo que importa de todas maneras, fundamentalmente, es la significación cultural, ideológica y científica del movimiento codificador. Frente a la idea de que una realidad social como el derecho se debe estructurar racionalmente –no simplemente por reunión de los datos recogidos en él, esto era el racionalismo del movimiento codificador–, surgió enseguida –desencadenando la forma clásica para la Edad Moderna (siglos XIX y XX) de lo que son las disputas del método, y de fundamentos en ciencias sociales– un antirracionalismo nacionalista, enemigo de la Revolución Francesa en un plano político, nacionalista en el sentido de estar en oposición a la idea de un derecho natural universal y sustentador de derechos nacionales, tradicionales.

La verdad es que esta vez las ideas suelen ser bastante más complicadas que las simplificaciones que tendemos a hacer los profesores con nuestra costumbre de poner las cosas muy claras. Porque en el cuadro según el cual el movimiento codificador y racionalista se niega a aceptar el derecho tradicional, promoviendo una transformación revolucionaria del orden social, mientras que la idea historicista de un derecho sólo nacional, no universal, no natural sino cultural, sería apreciada por el movimiento romántico, aunque es verdad fundamentalmente, es un idea simplista y con muchas excepciones. En la misma cultura ilustrada francesa, por ejemplo, en un personaje tan característi­co de la Ilustración francesa como Voltaire, estaba también presente la idea de que la base del derecho son las costumbres y no la razón. Lo que pasa es que aquí se puede afirmar que lo predominante en la cultura ilustrada deciochesca es la idea de que el derecho es razón, mientras que lo predominante en la cultura romántica de la primera mitad del XIX es la idea de que el derecho es costumbre y tradición. Pero sólo son ideas predominantes. No se puede pensar que en el siglo XVIII no existiera un cultivo de la idea de derecho como costumbre, porque de hecho ha existido y además, repito, en personajes tan típicamente ilustrados como Voltaire o Montesquieu. Este último ha glorificado, peculiarizado, el modelo inglés de derecho, con toda la teoría de frenos y balanzas, como modelo sumamente deseable. Montesquieu alaba el sistema inglés no como algo lógicamente deducible de ideas de justicia ni de buen gobierno, sino claramente como cristalización de la costumbre. En Las cartas persas ha presentado las leyes de los pueblos como fruto de sus circunstancias internas, e incluso externas, climatológicas, geográfi­cas, económicas. Es decir, que, en realidad, muchos ilustrados eran también muy sensibles al concepto de costumbre; pero sí se puede decir que lo predominante ha sido la idea del derecho como sistema lógico, mientras que lo característico del romanticismo de la primera mitad del siglo XIX es la idea del derecho y la ley como costumbre, como tradición.

 

El historicismo como método en ciencias sociales

Vamos a mencionar cuatro autores muy principales de la escuela histórica del derecho, que es la más antigua de todas las escuelas históricas. Son: Burke, Savigny, von Haller y Carlyle.

Edmund Burke es importante. Es un autor inglés, grandísimo historia­dor, autor, por lo que nos interesa a nosotros, de un libro que se publicó en 1790 titulado Reflexiones acerca de la revolución en Francia. Es uno de los escritores más potentes de la colección reaccionaria en sentido estricto en Europa. Reaccionario en sentido estricto quiere decir que reacciona contra le Revolución Francesa y lo que viene después. Pocas veces un pensador reaccionario, conservador, ha tenido la calidad intelectual y la fuerza literaria de Burke. Su obra está traducida, es de lectura muy bonita, como a menudo ocurre con los grandes historiadores; y además tiene el interés histórico de contener una primera remodelación sistemática, de tipo historicista, de tipo anti-racionalista en materia de derecho y de política, con la tesis clásica de que es imposible organizar la vida social con criterios deductivos, con criterios de racionalidad; que la vida social sólo puede organizarse por su sabiduría tradicional, por la costumbre de siempre, y que intentar organizarla racionalmente sólo puede conllevar un desastre.

La obra de Burke era principalmente histórica y política, en cambio Friedrich Carl von Savigny (el fundador de la escuela histórica alemana) es jurídica. Su obra principal, yo no creo que esté traducida; se llama De la vocación de nuestro tiempo para la legislación y la ciencia del derecho. Desde el punto de vista metodológico, la obra de Savigny es mucho más importante que la de Burke. Savigny desarrolla toda una teoría historicista del método con las ideas fundamentales que luego se encontrarán, por ejemplo, en la escuela histórica de la economía. La idea de que el modo de conocer un producto social –en su caso, el derecho– es la historia. Pero no en el sentido de intentar una deducción racional de esos conceptos; porque los productos sociales, fundamentalmen­te en derecho, son fruto no de ninguna actividad científica consciente, sino de lo que Savigny llama por primera vez él ‘espíritu del pueblo’, que en alemán la significación se entiende más bien en un sentido nacional. Entonces, la idea de Savigny es que el derecho del pueblo, como su cultura, su lengua, como sus instituciones en general, no son fruto de consideraciones racionales, sino que ese espíritu nacional inconsciente haría imposible administrar a una sociedad unas leyes pensadas de modo plenamente racional y no teniendo en cuenta su peculiaridad nacional.

Es muy interesante que, en ese momento de principios del siglo XIX, la acentuación de lo nacional tiene claramente una función conservadora. El partido, por así decirlo, o la mentalidad que está intentando innovar en Europa es la mentalidad racionalista, universalista, la que intenta abolir las viejas leyes basándose en la idea de un derecho universal, igual para todos los pueblos y fruto de la simple razón. Derecho que ha de incorporar y de realizar los principios de la Revolución Francesa (la igualdad, la fraternidad, la libertad), mientras que el pensamiento nacionalista es claramente en ese momento una reacción conserva­dora, que lo que intenta es preservar, conservar los derechos nacionales, los derechos que existen, los derechos anteriores a la Revolución Francesa, las costumbres de origen medieval.

En el caso español es la mentalidad carlista, la que recoge la herencia de la escuela romántica de un modo directo. Los pensadores tradicionalistas españoles –incluso los que lo son tibiamente, como Donoso Cortés– son directamente discípulos de la escuela histórica y practican el método de la escuela histórica. El caso español es muy visible por la circunstancia de que se mezclara una pugna dinástica en medio, dando un carácter particu­lar, muy concreto a esa lucha de conceptos. Pero veramente todo nacionalismo es idéntico, con conservación de los derechos tradicionales.

El tercer autor que me parecía que valía la pena incluir es Karl Ludwig von Haller. Es el más jurista de todos y en su obra principal es La restauración de las ciencias del Derecho considera que los intentos de restauración racionalista del derecho son falsos; que restaurar la ciencia entre el derecho consiste en volverla a insertar en el orden social existente. Von Haller era un jurista muy erudito, que dominaba muy bien los derechos tradicionales de toda Europa.

Y el último personaje que quería citar, Thomas Carlyle –o Carlysle, en su forma antigua–, no es un jurista; es un escritor, historia­dor también grandísimo. Escribió Los héroes, su obra principal. Vivió de 1795 a 1881, es más tardío que los demás. En la historia de la ciencia económica tiene alguna significación, porque ha influido bastante en Stuart Mill; pero la verdad es que Carlyle era todo lo contrario de un liberal, mientras que Stuart Mill era el prototipo de economista liberal y de político liberal. En su libro Los héroes, por ejemplo, construye una apología de la importancia de las grandes culturas de la historia, valorando la grandeza de estos personajes, su genialidad no explicable, digamos irracional, frente a una visión más racionalista del progreso característica de los creadores ilustrados. La importancia que tiene este autor, como su particular originalidad dentro del pensamiento historicista, consiste en que al mismo tiempo que comparte las demás opiniones básicas de todos los historicistas –la idea de que en ciencias humanas no se puede proceder racionalistamente–, es además un crítico muy sistemático de la vida capitalista. Carlyle es el autor más importante de lo que entendía Marx por anticapitalismo de derechas o socialismo reaccionario, por así decirlo [7].

La crítica de la cultura y de la estructura capitalistas por Carlyle no es, ni mucho menos, menos severa que la de los socialistas de izquierda. La diferencia estriba en que el punto de vista desde el cual critican la vida cotidiana capitalista es el subrayar antiguos valores. Si alguno de ustedes ha leído el Manifiesto Comunista puede advertir muy bien lo que quiero decir, porque en las primeras páginas Marx está claramente recogiendo los motivos del socialismo reaccionario. Además, dice, por ejemplo, que el capitalismo ha desarrollado mucho las fuerzas productivas, pero que ha convertido todo en tráfico mercantil, ha terminado con la mística del caballero medieval, ha congelado en las heladas aguas del cálculo mercantil la diversión sentimen­tal del ciudadano en la ciudad medieval; y está recogiendo, precisamente, los elementos de pensamiento de autores como Carlyle, que han hecho ya, antes que él, este tipo de crítica.

En la última etapa de su vida hay curiosas coincidencias con los movimientos de izquierda ingleses, con el cartismo radical, haciéndole un personaje muy original, muy peculiar, a la vez, por así decirlo de extrema derecha y de extrema izquierda en su crítica social y por otra parte un gran escritor. Charles Dickens le debe su Una historia en dos ciudades. Dickens es un liberal teórico completo, tiene mucha sensibili­dad, sin embargo, para los problemas de pobreza, de degradación de formas de vida de las clases pobres trabajadoras. Y esta sensibilidad venía de su lectura de Carlyle principalmente, que le permitió conservar esa sensibilidad para con la nueva pobreza, por así decirlo; la pobreza que no era la pobreza tradicional del mendigo medieval, sino que era la pobreza del proletario ex­-campesino, desarraigado en la ciudad en la cual debe sobrevivir como trabajador asalariado.

No se puede decir que Carlyle sea un jurista; por eso es una pequeña libertad que me he tomado al elegir la lista de ejemplos. Tanto Burke, como Savigny, como von Haller, los son. Carlyle no; es sobre todo un historiador y escritor, pero cronológicamente pertenece al mismo movimiento; de modo que, al decir que la escuela histórica se origina en el derecho, habría que añadir “y también la presencia de algún escritor e historiador no propiamente jurista”.

Cronológicamente habría que poner detrás de los juristas, en cuanto a la construcción del pensamiento historicista en ciencias sociales, a los historiadores. Entre ellos el historicista es una réplica, una resistencia, una crítica a la tendencia ilustrada del siglo XVIII a concebir la historia como un patrón racional de progreso continuo, universal. Desde principios del siglo XIX empieza a haber historiadores –que llamamos escuela histórica– que opinan que esa manera de historiar característica del siglo XVIII no es historia, sino que es en gran parte filosofía. Es decir, visión intelectual ideológica del proceso histórico. Frente a ello, los historiadores positivistas o historicistas reclaman que la historia sea historia y no filosofía.

El principal historiador en la escuela es Leopold von Ranke, de quien hay bastante traducción al castellano y cuya revista, Revista Histórico Política, se puede considerar el órgano del historicismo; tenía como lema explicar lo que verdaderamente ocurrió. Este “verdaderamente” o “propiamente” es polémico contra la concepción filosófico-progresista característica del XVIII. Era muy natural que en historia cuajara de manera particularmente pregnante la idea historicista y los creadores de la época han producido monumentos hermosísimos de lectura muy digna. El propio von Ranke, por ejemplo, autor de una historia del Papado monumental, el origen de la historiografía científica sobre el Papado. Hasta llegar a los libros de Jacob Buckhardt traducidos, por lo menos dos de los cuales podrían leerse: La culminación del Renacimiento en Italia y La historia de la civilización griega. Los dos son libros muy hermosos, particularmente el del Renacimiento y los dos muy característicos de este historicismo positivista, desprendido de la idea de que haya que contar la historia como progreso indefinido.

Otro autor digno de ser mencionado y cuyas obras también están traducidas es Hippolyte Taine. Autor entre otras cosas de una filosofía del arte muy característica de la concepción positivista de la historia del arte. Estudia el arte en función de las condiciones internas de una sociedad. Es muy célebre su estudio del arte holandés, los Países Bajos en general, partiendo de las condiciones geográficas y económicas de la sociedad de los Países Bajos inmediatamente posterior a la independencia del dominio español. Toda esta historia optimista es uno de los más hermosos movimientos culturales europeos. Las obras de estos grandes historiadores de la segunda mitad del siglo XIX son de una lectura verdaderamente muy bonita.

Los sociólogos han representado inicialmente el empuje más explícito de fundamentación de ciencias sociales, y también se sitúa su obra más monumental en la primera mitad del XIX. El Curso de filosofía positiva de Comte empezó a publicarse en 1830 y terminó el último volumen en 1842. Pero es realmente muy notable que la sociología, que es la ciencia social en la que primero ha habido un intento de tanta fundamentación como lo seis tomos de Comte, sea desde entonces una ciencia social de la que se puede decir que más permanentemente está en crisis de fundamentos. En el sentido de que más bibliografía tiene como critica, probablemente en ninguna ciencia social es tan frecuente como en sociología el tipo de libro que examina qué es sociolo­gía, hasta el punto de que en estos momentos, desde algunos años, quizás los libros de sociología más breves se llaman La crisis de la Sociología o cosa parecida.

 

En método en la escuela histórica

La pregunta general de la escuela histórica es una orientación de tipo anti-clásica, de reacción contra el deductivismo de los clásicos ingleses en economía. Si se sigue la definición que hace Schumpeter de la escuela histórica, que es una descripción muy bien hecha y realizada además con conocimiento directo, la idea fundamental de la escuela histórica es la idea de totalidad. Sobre todo, reconoce en el método de la economía clásica, que es un método fragmentario construido sobre la base de abstracción de una conducta económica pura. Para la escuela histórica eso no existe, la conducta nunca es económicamente pura en el doble sentido de que tiene también otras motivaciones, culturales por ejemplo, sociológicas y en el sentido de que además son influidas por el marco institucional: Estado, leyes, etc.

Podemos fijar unas cuantas fechas o acontecimientos que permiten el desarrollo de la polémica. Se podría decir que la presencia de la escuela histórica empieza a ser una cosa evidente con la obra de Rossi, Lecciones acerca de la economía estatal según el método histórico. Estas últimas palabras –según el método histórico– reflejan bastante bien la naturaleza de manifiesto metodológico que tenía este curso.

Los intereses de la escuela histórica en vez de dirigirse a un tipo de concepción teórica, digamos universal, del tipo de los clásicos ingleses –Adam Smith, por ejemplo–, están orientados a la investigación económica monográfica. En vez de una investigación general sobre la causa de la riqueza de las naciones, los estudios son, por ejemplo, sobre la historia agraria, o bien las investigaciones sobre el derecho agrario y la política de poblamiento de los eslavos, de los godos, de los ostrogodos, de los visigodos y de los celtas y los irlandeses. En fin, investigaciones muy monográficas de las que los libros de la escuela histórica se prometen el verdadero conocimiento de la realidad económica, mucho más que con investigaciones de tipo teórico o general, como son las características de los clásicos ingleses. Esto es sobre todo característico de la escuela histórica antigua.

Esta expresión, escuela histórica antigua, media y moderna, la tomo de Schumpeter. Pero la clasificación, como todas, aunque es interesante, tiene su elemento arbitrario; porque con estudios de este estilo, de la escuela histórica antigua, en investigaciones muy monográ­ficas que no hacen teoría económica sino estas investigaciones tan particulares, estos autores en realidad constituyen una tradición que penetra hasta el siglo XX. Es decir, no es que haya –como sugieren estos rótulos de Schumpeter– una escuela antigua, después una media y luego una moderna, sino que más bien son estilos intelectuales distintos, que no son del todo claros cronológicamente, aunque sea verdad que la escuela histórica antigua es la primera, claro.

El periodo más brillante y célebre de la escuela histórica es el protagonizado por Schmoller. Esta época es la de mayor influencia de la escuela histórica. En cuanto a características ideológicas son las mismas de antes, la concepción de la investigación económica como investigación monográfica de base histórica y no una investigación teórica con pretensión de universal. En el caso de Schmoller, la influencia en Alemania y en Centroeuropa en general no es sólo teórica; Schmoller fundó además una asociación llamada Asociación de Política Social, que ha sido el punto de origen de casi toda la ideología socialdemócrata europea. En esta asociación se creó ese tipo de pensamiento del socialismo reformista que en el plano político era sobre todo un socialismo de catedráticos y que se traducía en un tipo de práctica política más bien ilustrada, dirigida por los jefes con poco movimiento de bases. Más bien, con técnicas políticas de tipo tradicional, de élites políticas.

Más adelante tendremos ocasión de reflexionar acerca de estas prolongaciones ideológicas y políticas de escuelas metodológicas. Recordarán que en el mismo marco de la inspiración historicista que estamos estudiando ahora en economía, en derecho por ejemplo, lo que esta inspiración había dado en el terreno político e ideológico, era todo lo contrario a la socialdemocracia. Era una tendencia, en el caso de Burke, o de von Haller, o de Savigny, extremadamente conservadora, incluso reaccionaria en un sentido estricto.

En esta fase intermedia de la escuela histórica es cuando se coloca la política, lo que conocen como disputa del método dentro de la historia de las doctrinas económicas. Se desarrolló cronológicamente, más o menos. En 1883, cuando se publican las investigaciones de Carl Menger, cuyo título es Investigaciones acerca del método de las ciencias sociales y en particular de la economía política; es el comienzo de la resurrección de las ideas metodológicas neoclásicas, con una gran valoración de lo teórico y lo deductivo.

Schmoller reacciona al libro de Menger con una reseña crítica muy negativa en su Anuario. La disputa propiamente dicha consiste en que Menger contesta y lo hace con un libro muy polémico, en 1884, titulado Los errores del historicismo en la economía política alemana. Este es el momento más tenso de la polémica que tiene todavía un último coletazo en el último libro de Schmoller, en 1897, Cuestiones fundamentales de la política social de la teoría económica.

En esta polémica, en realidad, está definido ya lo que va a ser toda la discusión metodológica de la ciencia económica, también en el siglo XX –aunque se presente con bastante más sofisticación matemática–. De todos modos, las ideas ya son esas: por parte de economistas de tipo Menger, la convicción de que los historicistas no hacen ciencia, sino que hacen otra cosa, narración histórica o lo que sea, pero no ciencia económica; y por parte de los economistas historicistas, la convicción de que los matemáticos, los teoricistas en realidad, no están hablando de economía, sino de valores abstractos que son un juego matemático o un juego formal, o un juego puramente conceptual. Estas dos grandes familias de economistas, en realidad, siguen existiendo hoy, no es nada anacrónico, y los orígenes de la polémica están ahí, en la bibliografía anterior.

De la última época de la escuela histórica, sí que hay traducciones en castellano, de Werner Sombart. Su libro principal es El apogeo del capitalismo de 1902. Ello demuestra que no existen unas diferencias cronológicas importantes entre la escuela histórica media y moderna. Lo que sí que existe es una diferencia de estilo.

El otro grandísimo monumento de la escuela histórica es Economía y Sociedad de Max Weber, escrita 1921. Este es un libro que en los lectores provoca reacciones muy curiosas. A mí me pareció un libro apasionante que se lee como una novela; en cambio hay otra gente que le parece aburridísimo. Esta obra es bastante más profunda que la obra de Sombart. Aunque es un buen libro y una buena representación del pensamiento de la escuela histórica, es de todas maneras, un libro más divulgador, escrito con ánimo de ser leído por un gran público.

Con esto tenemos descrita la escuela histórica alemana, en lo esencial. Pero esta escuela ha tenido una prolongación muy interesante, que durante bastante tiempo no fue tenida en cuenta casi, y ahora, por obra de la gran popularidad de John Kenneth Galbraith, vuelve a ser tenida en cuenta. Es su influencia en el institucionalismo norteamericano. Los economistas institucionalistas norteamericanos la verdad es que son bastante incomprensibles, si no se tiene en cuenta que en el fondo son discípulos de la escuela histórica. Es frecuente distinguir tres etapas en el desarrollo del institucionalismo norteamericano, de las cuales, en mi opinión, las más interesantes son la primera y la tercera, aunque la segunda tuvo mucha influencia política, como veremos.

La primera es la protagonizada por Thorstein Veblen. Se puede considerar que la obra de Veblen ocupa entre finales de siglo, 1890, y 1925. La segunda etapa no tiene autores de la misma celebridad teórica, aunque cuenta con toda una serie de economistas que influyeron muchísimo en el New Deal americano, el presidente Franklin D. Roosvelt y su política económica. Por ejemplo, Wesley Mitchell. No conozco ninguna traducción de estos autores. En la tercera etapa, por último, el personaje más conocido es Galbraith.

Lo esencial desde el punto de vista teórico, el instituciona­lismo viene de Veblen y es sobre todo un rechazo del enfoque formal neoclásico; un rechazo también de la conducta económica pura, dando importancia a los factores culturales de la vida económica. Veblen ha formulado muy enfáticamente algunas ideas que hoy nos parecen de dominio común; por ejemplo, la idea de la tecnología como un motor fundamental de la vida económica. No estoy seguro de que no lo haya dicho alguien antes de Veblen, pero, en todo caso, Veblen le dedicó un estudio a la idea y es el que de verdad la ha difundido. Su insistencia –es también hoy en día bastante de dominio común– en distinguir en la vida económica entre lo que él llama industria y lo que llama negocio, es decir, con una clara percepción de la importancia de lo que hoy llamaríamos las finanzas. Es también una idea que se puede decir lanzada al mundo de la opinión por Veblen.

Y luego, curiosamente al mismo tiempo, una cierta tendencia moral o moralista. Hizo resucitar una vieja definición de Aristóteles entre economía y actividad pecuniaria. Economía como saber de la administración, pero no presidida por el ansia de ganar, sino simplemente por el deseo de ordenar la supervivencia o reproducción. Y en cambio, Aristóteles con la mentalidad del aristócrata griego, llamaba lo pecunario a lo que hacen los comerciantes que quieren ganar, los esclavos que se enriquecen, en definitiva, lo que hacía la gente vulgar que no merecía para él el nombre “económico”, sino que era para él algo secundario, rechazable, impropio del hombre libre. Pues Veblen, curiosamente, a fines del siglo XIX resucita con toda seriedad esta distinción aristotélica, que es claramente una distinción moral y no teórica [8].

Había en Veblen, además de estos elementos metodológicos, de negación de la idea de una vida económica pura, etc., cierta perspectiva socialista utópica, con una utopía tecnocrática, con una gran confianza en que la tecnología superaría pronto la incidencia de la mortalidad, la satisfacción de necesidades, etc.; y ello se teñía de un cierto socialismo moral, que tiene que ver con esta resurrección de la distinción entre lo económico y lo pecuniario. Precisamente, esta pugna socialista utópica de Veblen es lo que desaparece en sus herederos, en sus discípulos.

Los economistas de la segunda fase de la escuela son, en cambio, los inspiradores del New Deal, los conductores de la idea de un capitalismo domesticado. No confían en los mecanismos liberales que han producido, en su opinión, la desgracia de la vida popular anterior y que han culminado en el desastre de 1929. Como efecto de esas crisis cobran tanto prestigio los economistas institucionalistas creadores del New Deal y ellos desarrollan el tipo de política que se conoce como la política del presidente Roosevelt.

Desde el punto de vista doctrinal, este pensamiento, por ejemplo John Commons, hablaba de capitalismo razonable para describir su proyecto de política rooseveltiana. Entendía por capitalismo razonable un capitalismo dotado de técnicas destinadas a paliar los costes sociales de cierta fase de la economía capitalista. Precisamente las medidas que hoy conocemos son medidas anti-cíclicas –casi todos los países capitalistas tienen un desarrollo de los sistemas de seguridad social, asistencia médica generalizada, etc.–, que están hoy en discu­sión.

En este periodo, hay conatos de ideas que luego hará populares en la última fase Galbraith; como, por ejemplo, la idea propia de un economista muy poco leído, pero que en cambio debe atribuírsele el mérito de haber dicho por vez primera que los directores de empresas constituyen un cuarto poder: el poder directivo o planificador de la sociedad. Al lado de los tres poderes clásicos del Estado, ejecutivo, legislativo y judicial, hay un cuarto poder: el poder de planificación o directivo, que es ejercido por los directores de las grandes compañías. En el fondo, esta idea, aunque este autor no se haya hecho célebre por ella, luego está en la base de la idea de Galbraith. Según este, quien de verdad dirige la economía es la tecno-estructura de las grandes empresas. En esta última fase de la escuela institucionalista, la idea básica es –podríamos decir– la del capitalismo dirigido; no en el sentido de una propuesta de que el capitalismo sea dirigido, sino casi como afirmación de que ya lo es, como planificación indicativa y sobre la base –que ya entonces es utilizable– de la contabilidad nacional.

¿Por qué digo que el institucionalismo se tiene que considerar como un descendiente de la escuela histórica alemana? En primer lugar, por una razón de hecho: porque Veblen en el fondo había estudiado con la escuela histórica, principalmente con un autor secundario del que fue Veblen discípulo directo. Pero es por el hecho de que esta manera de concebir la vida económica como algo que no es autónomo, que ha de ser inserto en el marco cultural, institucional, etc., es una aportación característica de la escuela histórica y aunque en Norteamérica tome ciertos rasgos diferenciales evidentes, no se puede olvidar su proceden­cia.

Habrán observado que no he mencionado el nombre de Marx en la escuela histórica, pero que sin embargo más de un rasgo de los que he dicho de la escuela histórica se parece bastante a la metodología de Marx. No lo he mencionado dentro de ella, porque Marx es bastante un caso aparte, relativamente aislado en la época; pero, en cambio, este es un buen momento para considerar a Marx, porque sin duda hay, en mi opinión, un parentesco claro entre la escuela histórica y Marx. No en el sentido de que pueda ver a Marx como descendiente de la escuela histórica, eso es imposible por razón cronológica. Marx empezó a escribir antes, pero básicamente es un contemporáneo. Pero además, por el hecho de que Marx es, por otro lado, muy obviamente heredero de los clásicos ingleses, mientras que la escuela histórica alemana es una oposición a los clásicos. Marx no se puede imaginar sin Smith antes y sin Ricardo sobre todo. De modo que no es que se pueda colocar en el mismo tronco la economía de Marx y la de la escuela histórica, pero hay un parentesco claro de época y de explicaciones, por ejemplo, la idea de totalidad característica de la escuela histórica, en Marx está igual. El conjunto de la obra de Marx no es economía pura, en el sentido de que incorpora también, como la escuela histórica, factores políticos, cultura­les, institucionales, históricos. Ese parentesco es evidente, lo que ocurre es que en Marx nunca se niega la existencia de un núcleo de economía pura, de tipo deductivo, al modo de Smith y Ricardo, mientras que la escuela histórica niega que ello tenga validez.

La actitud metodológica de Marx ha evolucionado bastante a lo largo de su vida, el joven Marx, por ejemplo, se parece mucho más a la escuela histórica que el Marx maduro. Por Marx joven entiendo el Marx de hasta el año 1850-57 –en esos años se produce el cambio de su actitud metodológica en economía–, el Marx joven está convencido de que la economía clásica inglesa, tal como se le presenta en el autor que conoce mejor, Ricardo, es una disciplina ficticia y además incluso inmoral. Es una infamia, porque trabaja con abstracciones, con cifras medias y con ellas ocultan la realidad económico-social. Esto lo habría podido compartir cualquier miembro de la escuela histórica. Por ejemplo, el año 1843 es el año de la aparición del curso de Wilhelm Roscher; pues bien, los manuscritos en los que Marx dice esto de que la economía clásica inglesa es una infamia, son también del año 1843. Son verdaderamente productos intelectuales coetáneos.

En cambio, el Marx maduro es un Marx, por así decirlo, muy ricardiano. Trabaja constantemente con conceptos medios: la tasa media, cifras medias, etc. Algunos conceptos fundamentales del sistema de Marx están fundados sobre el cálculo de tasas medias. Ha habido, por tanto, una inversión clara, no tal vez de la inspiración, el Marx maduro sigue aspirando a un producto intelectual que sea lo que hoy llamaríamos a la vez economía, historia, sociología y política. Pero no lo hace por el procedi­miento de disolver la economía pura, sino más bien por el procedimiento de integrarla en este otro conjunto totalizador que hoy consideraríamos propio de varias ciencias a la vez, desde el punto de vista de la división académica. De modo que no ha cambiado la inspiración, pero sí el método.

¿Y cuál es esa inspiración metodológica totalizadora? Hay un par de lugares clásicos para estudiar las concepciones metodoló­gicas de Marx y ambos están traducidos. Uno es la introducción que escribió en 1857 y que luego no publicó a la Introducción de la Crítica de la Economía Política. Esta obra de 1859 se suele publicar con todas sus introducciones. Y el otro lugar que vale la pena estudiar es el Epílogo para la segunda edición del libro primero de El Capital, de 1873.

El programa metodológico de Marx ha cambiado mucho en el curso de su vida intelectual. Pero además de una evolución importante hay el hecho de que sus ideas metodológicas han sido siempre bastante confusas y oscuras. Con ello no estoy haciendo aquí ningún juicio acerca de la calidad del trabajo, pero sí acerca de la concepción filosófica respecto de su método y esto se debe, en mi opinión, al hecho de que en la mentalidad científica de Marx están operando tres conceptos distintos de método y de ciencia:

a) El concepto hegeliano de ciencia y método.

b) La noción joven hegeliana de ciencia y método.

c) El concepto de ciencia y método corriente de la época –por ejemplo, el de Ricardo–.

El que haya estos tres conceptos de método científico y de ciencia presentes en su trabajo es una afirmación que podemos hacer hoy en día, a posteriori, pero es un hecho del que, en mi opinión, el propio Marx no ha tenido consciencia [9]. De aquí la escasa claridad de sus desarrollos acerca del método. Como suele ocurrir en la vida intelectual, esto no siempre le provoca callejones sin salida; muchas veces, más bien, le procura penetraciones agudas, interesantes. Pero cuando se trata de estudiar sus concepciones metodológicas, sí que determina una oscuridad bastante apreciable.

La razón principal es la influen­cia de Hegel. Este es un gran metafísico, un escritor filosófico admirable, y además muy culto, había leído muchos textos científicos; pero, en mi opinión, sin adherirse a la idea moderna de ciencia. Para Hegel, ciencia sigue siendo un saber absoluto, como para los griegos; un saber indiscutible, seguro para siempre, mientras que realmente la idea moderna de ciencia se caracteriza por lo contrario (la ciencia real, no la formal, es decir, la que trata sobre el mundo, desde la física hasta la economía). En un sentido moderno de ciencia, más bien se caracteriza por ser un saber constantemente revisable, por definición no seguro. En cambio, la idea hegeliana de ciencia es la idea del saber absoluto, cierto, seguro. La verdad es que esa idea no científica de saber es muy comprensible en un filósofo idealista.

Si intentamos introducirnos en un filósofo idealista, que cree que el ser de la naturaleza es el del pensamiento, que no hay diferencia entre ser real y pensamiento, entonces la idea de un saber absoluto no resulta tan desmesurada ni pintoresca. Porque si de verdad toda la realidad tiene la misma naturaleza que nuestro pensar, se puede admitir que haya una coincidencia integral entre un pensamiento bien instruido, bien educado, y la realidad misma. Y Marx es en todo esto un discípulo de Hegel, salvo en el idealismo. Entonces en él resulta mucho menos claro y justificable una noción absoluta de conocimiento, porque no es idealista.

Y no es que Marx haya pretendido nunca abiertamente que la ciencia sea un saber absoluto, pero sí que restos de esta concepción se encuentran en su obra. ¿Qué restos? Por ejemplo, el siguiente y muy interesante. En la Introducción de 1957, Marx reproduce una idea de que el método científico es un método que asciende de lo abstracto a lo concreto. En el uso corriente del lenguaje es obvio que ninguno de nosotros dice esto, más bien decimos que se asciende de los concreto a lo abstracto. Es decir, nosotros consideramos que se asciende cuando se pasa de la percepción de tal o cual perro a la idea de mamífero; pensamos que se sube a la generalidad. No diríamos que se sube desde mamífero hasta ‘Bobby’, sino al contrario, diríamos entonces que se baja. En cambio, para un hegeliano se asciende de lo abstracto a lo concreto.

En un filósofo materialista y científico-realista como Marx eso suena raro; en Hegel eso suena muy natural, porque piensa que la historia de la realidad es la historia de la idea. El pensamiento ha empezado con la idea general de ser; que lo que al principio hubo, que el primer ser es el ser como tal sin mayor determina­ción, el ser en abstracto, y que la historia del ser, su evolución a través del tiempo ha consistido en irse concretando. Primero estaba la idea pura de ser; luego esa idea pura de ser hace emanar de sí la nada; luego se sintetizan ser y nada y el producto es el devenir. Y así comienza una carrera ontológica que realmente como economistas ni como sociólogos les sirve de nada, pero que, si queremos entender un poco qué ha pasado con esta idea de dialéctica en ciencias sociales, no hay más remedio que recordar brevemente, aunque no nos interese de un modo directo. Para los sociólogos tiene más interés, porque es un pensamiento muy difundido en la época, está también en Comte, por ejemplo.

Pues bien, si el pensamiento es de la misma naturaleza que el ser o viceversa, entonces, puesto que el camino del ser ha sido y es un camino de lo abstracto a lo concreto, Hegel piensa con cierta coherencia idealista que el camino del conocimiento es el mismo, también va de lo abstracto a lo concreto, va ascendiendo de lo vacío, de lo abstracto a lo concreto. Marx ha heredado esta idea, la reproduce literalmente en esta introducción de 1857, pero en él tiene ya otro carácter; no puede ser hegeliano puro, puesto que no le acompaña la ontología del idealismo. Más bien, ya en Marx –y también en Hegel menos conscientemente– lo que hay es una reformulación de esta idea muy en la línea de la escuela histórica. En Marx, la idea hegeliana de que el método científico de la economía ha de pasar de lo abstracto a lo concreto, con quien tiene parentesco es con la escuela histórica. Un modelo puede ser atemporal, pero un singular económico no puede ser atemporal, tiene que ser una sociedad existente en un momento determinado y en un lugar determinado. Entre la idea hegeliana, por tanto, al menos tal como Marx la reproduce, de que el método en la economía política tiene que ascender de lo abstracto a lo concreto, y la aspiración de la escuela histórica de que el conocimiento sea de lo singular histórico –entendiendo por ello cualquier presencia histórica irrepetible– hay un parentesco evidente.

De todas maneras, a Marx le quedaba el problema de formular con coherencia, en un contexto no idealista, esa idea hegeliana de conocimiento como paso de lo abstracto a lo concreto. Para eso lo que hace es introducir una distinción –que no estaba en Hegel– entre concreto real y concreto de pensamiento. El punto de partida del conocimiento es lo concreto real, pero de ese concreto real el pensamiento consigue un abstracto. Y de ese abstracto, por acumulación de conocimientos y análisis, va consiguiendo un concreto de pensamiento. Para un filósofo idealista concreto real y concreto de pensamiento serían lo mismo. Marx evita una ontología idealista por el procedimiento de decir: lo concreto real está al principio del conocer y lo que hay al final es un concreto; pero no lo concreto real, sino lo concreto pensado, la versión intelectual de la concreción histórica de la que se ha partido. Con lo cual la idea deja su matriz idealista, se convierte en una idea de sentido común y caracteriza muy bien la aspiración de conocimiento de la economía de Marx.

En el curso de su conocimiento, de su acumulación de datos, de los análisis de datos, etc., va a tener una noción más concreta. Esto es el fondo de sentido común que subyace a la idea cuando se la despoja de metafísica idealista. Pero, así y todo, para quien no viene de la metafísica de Hegel, como es mi caso, la idea tiene un punto débil claro. Y es que identifica ‘concepto general’ con ‘concepto vago’. Una cosa es que al empezar a estudiar una materia uno sepa muy poco, tenga una idea muy vaga, y otra cosa son conceptos generales que pueden ser clarísimos obtenidos sobre la base de cierto conocimiento. No es lo mismo que lo que uno sabe sea vago, impreciso, pobre, que el hecho de que sea general. La noción muy general, por ejemplo, de mamífero no tiene por qué ser más vaga, al contrario, es más clara, que la noción de Bobby. Mamífero es un término técnico, bien definido, claro [10].

En cambio, los pensadores de la tradición hegeliana tienden a identificar lo general con lo vago. No hay más que un caso en que esto tiene cierta justificación, en mi opinión, que es cuando se trata de materias históricas. Si realmente uno, por ejemplo, ante la idea de péndulo, lo que se propone realmente es conocer íntima, intuitivamente, estéticamente, un determinado viejo péndulo que hay en casa de su abuela, sin duda, no se va a satisfacer con las leyes del péndulo de la física. Entre otras cosas porque las leyes del péndulo no sirven para todo péndulo y, además, en concreto no representan ningún péndulo. Entonces, si de verdad es un interés estético de determinado péndulo, claro que lo esencial para él no es la ley del péndulo; aunque también tiene su importancia saber cómo funciona un péndulo.

Para toda la escuela histórica, por un lado, y para Marx, en paralelo con ella, ocurre que el objeto de conocimiento se parece mucho al péndulo de la casa de la abuela, por así decirlo. Su verdadero interés es el conocimiento individualizado de ciertos momentos históricos. En el caso de Marx con la diferencia de que él tiene asumido –el Marx maduro– que incluso para conocer el péndulo de la abuela necesita la teoría física del péndulo. Dicho de otro modo, que también para su investigación necesita la economía clásica y también las matemáticas. A los cuarenta y tantos años se puso a estudiar matemáticas y a los cincuenta produjo un ensayo sobre cálculo infinitesimal, en una época en que todavía no había teoría del cálculo infinitesimal universalmente aceptada. Intentó repetidamente con sus amigos matemáticos que le matematizaran y le formalizaran su teoría de las crisis; él tenía asimilada la necesidad metodológica del trabajo también teórico puro, pero la finalidad se parecía mucho a la de la escuela histórica: era la comprensión de presentes históricos o de pasados históricos concretos y definidos. En su caso, en el caso de su obra principal, El Capital, la comprensión del capitalismo.

Sobre ese trasfondo puedo intentar modestamente discutir un poco la idea de dialéctica marxiana, de una forma que no coincide del todo con las dos principales interpretaciones de la dialécti­ca marxista que hoy se encuentran en metodología. Hay quien considera que la dialéctica hegeliano-marxista es un método de conocimiento superior, más completo que los métodos corrientes de la ciencia. Y en el otro extremo, hay quien considera que es pura palabrería, sin ningún interés científico. Yo opino que la idea de que exista un método dialéctico distinto de los métodos corrientes de la ciencia es falsa, si por método se entiende una sucesión de operaciones regulada y repetible. Si por método se entiende estilo intelectual, entonces es válido.

En mi opinión la idea de método dialéctico o de dialéctica es una de las últimas grandes metáforas metafísicas. Después de la filosofía abunda bastante en la teoría del conocimiento, sobre todo, pero también en mitología, en ideas que han recogido, en realidad metafóricamente, experiencia pre-científica, de la vida cotidiana, contribuyendo así, sin ninguna duda, a estructurar la experiencia vital de la gente; no es que sean ideas inútiles, pero en mi opinión no son ideas científicas, no son ideas exactas. Daré algunos ejemplos.

En la filosofía de Aristóteles, el par de concretos potencia y acto para explicar el cambio es un ejemplo. Explica que los seres naturales pueden cambiar porque son compuestos de potencia, es decir, de capacidad y de actualidad, es decir, de realización. De modo que cuando un determinado ser pasa de su estado a a un estado b, lo que ocurre es que ya tenía el estado b en potencia y lo ha pasado al acto. En mi opinión esto no es una explicación, sino que es describir con palabras cultas lo que ya sabemos. Decir que un objeto era en potencia b cuando sabemos que ha pasado a b, pues claro es evidente. Si ha pasado a b es que podía pasar a b, sin ninguna duda. Como decía la lógica clásica del ser al poder va la consecuencia. Si algo es, es que podía ser lo que es.

Pero estas metáforas filosóficas ordenan la experiencia vital, a veces con cierta gracia poética y otras sin ninguna gracia. Por ejemplo, en el mismo Aristóteles hay esta frase muy graciosa, con cierta calidad poética para explicar el hecho de que el ser humano sea capaz de comprender los objetos materiales. Eso ocurre porque el alma es, en cierto modo, todas las cosas. Eso no explica nada, claro, pero en cambio es sugerente y tiene calidades poéticas; y hasta es sugerente para líneas de investi­gación. Si alguien nos dice que el alma es en cierto modo todas las cosas, es decir, que hay comunidad real entre alma y cosa, pues tiene abierto el campo para empezar a estudiar en qué consiste esa comunidad. Mientras que si piensa que son absoluta­mente heterogéneas, pues más bien tenderá a explicar el conoci­miento de las cosas materiales por un milagro, como hicieron algunos filósofos renacentistas e idealistas.

Pues bien, en mi opinión, las ideas fundamentales de la dialéctica son eso: metáforas filosóficas pre-científicas. Por ejemplo, la idea de que la categoría negación de la negación sirva para explicar la realidad. En Engels, por ejemplo, se puede leer que una planta de cebada, con su semilla es la negación de la negación de un grano de cebada. Lo cual querría decir lo siguiente: que el grano de cebada, una vez sembrado es destruido, negado, pero luego germinado, lo que germina de ese grano, es la negación de la muerte del grano, pues es la negación de la negación del grano. Esto como adagio a la potencia aristotélica puede tener su gracia, como codificación puramente intuitiva y metafórica de experiencia pre-científica; pero uno empieza a enterarse de qué pasa cuando hace química y no cuando dice que el tallo es la negación de la negación del grano.

Por tanto, como método y como categorías lógicas, la dialéctica está en el mismo plano que las grandes metáforas de la tradición filosófica. Pero al mismo tiempo, bajo el nombre de dialéctica, han circulado siempre, ya desde Hegel, incluso desde antes de Hegel, con un precedente antiquísimo en Platón, la idea de un tipo de conocimiento no ya particular, sino absoluto, es decir, que lo incluye todo, que lo interpenetra todo –es lo que quiere decir entre otras cosas la palabra dialéctica en griego, “que discurre a través de todo”. La etimología de dialéctica muy probablemente –aunque estas cosas son omitidas por los filólogos– quiere decir precisamente ir reuniéndolo todo a través de todo. Y esto, a lo que no se le puede llamar método ni lógica en un sentido estricto, más bien habría que considerarlo como un programa intelectual. Y es, por así decirlo, una versión logicista de la aspiración de escuela histórica, tal como la habíamos visto descrita por Schumpeter. Escribía como datos fundamentales de la escuela histórica la aspiración a la globalidad, incluyendo puntos de vista económicos en sentido estricto, sociológicos, institucionales. Pues bien, este rasgo es también capital en la tradición dialéctica, con la diferencia de que la escuela histórica tiende a concebir que esa aspiración, ese programa, se debe realizar intuitiva y empírica­mente, mientras que en la dialéctica marxiana la aspiración es realizar este programa por vías de análisis lógico-científico, con los métodos corrientes. Y en este punto nuestra relación del marxismo con el historicismo sería discutida por otros historiadores del método. No hay que tomarlo como algo evidente, ni mucho menos; todo marxista tradicional, por un lado, y todo filósofo analítico, por otro, discutirían esta interpretación, estaría en desacuerdo. Pero como es lo que yo pienso, me permito decirlo.

En apoyo de esta interpretación se puede extraer el segundo texto que referí, el epílogo de Marx a la segunda edición del libro primero de El Capital, porque precisamente ahí Marx se encuentra con la necesidad de contestar a críticos que le elogian y le critican por su método. Son sobre todo dos críticos –uno anónimo y otro economista ruso de la época– los que aciertan mucho en su crítica de lo que Marx hace en concreto, es decir, la práctica de su método y en cambio se muestran contrarios a su lenguaje dialéctico hegeliano. Marx, puesto ante estos críticos –que son por una parte los dos que lo han dejado mejor y además han apreciado su libro, pero que por otra parte le dicen que ese método hegeliano es inútil y contraproducente–, se siente obligado a justificar lo que ha hecho. Y entonces explica que hay que distinguir entre método de exposición y método de investigación. La investigación ha de hacerse con los métodos corrientes, recogiendo un dato empírico, analizando, deduciendo, induciendo, como cualquier científico. Pero que, en cambio, con el método de exposición es posible conseguir un conjunto vivo que refleje la auténtica vida del material, y, entonces, dice que cuanto más se consigue este objetivo de dar un cuadro vivo de la realidad, más les parece a los críticos que utilizado un método idealista dialéctico.

Luego empieza una comparación entre su método y el de Hegel completamente confusa, inútil, que demuestra que está defendiendo su texto con escasa convicción, en mi opinión. Hace el criterio de distinción entre método y sistema de Hegel; el método vale para todo el mundo y el sistema es sólo idealista. Eso es una afirmación insostenible y el propio Hegel lo sabía. Hegel ha escrito que el método era su sistema y su sistema su método. Y en mi opinión, es una excusa que Marx busca para engañarse a sí mismo, acerca de la combinación entre su hegelismo y su carácter científico, para intentar armonizar las dos caras de su obra.

Y luego dice que lo que él hace es invertir el método de Hegel, que es una metáfora que en mi opinión también es absurda. Un método no se puede invertir. No se sabe qué quiere decir invertir un método. Puedo pensar en qué quiere decir invertir un sistema de teoremas. Si tengo un sistema de teoremas y considero principal el primero, secundario el segundo y terciario el tercero, puedo invertirlos y considerar fundamental el tercero. Eso aún entendería qué quiere decir, pero invertir un método no quiere decir nada. De modo que esa parte del epílogo es en mi opinión muy inútil; pero en cambio parece muy útil su observación de que una cosa es investigar, para lo cual no hay más métodos que los de siempre, y otra es exponer, para lo cual se entiende vale la dialéctica, para recomponer la vida del todo. Esto en mi opinión se relaciona mucho con el hecho de que Marx se negara a editar la primera edición de El Capital, pues como hoy diríamos por fascículos, como le había propuesto su editor. Porque la razón que da para no editarlo así es literalmente que su obra es un conjunto artístico. Y esta es una idea de mucho interés, le emparenta otra vez en la escuela histórica, que también tenía una noción artística del conocimiento y creo yo que confirma un poco mi manera de leer el asunto, haciendo ver que el objetivo dialéctico es un objetivo de conocimiento muy parecido al estético histórico, es un programa que consiste en buscar como producto de conocimiento la reconstrucción de la sociedad histórica concreta [11].

La dialéctica es una palabra muy cargada de pasiones ideológi­cas y con la que es difícil aclararse. Resumiré lo que se puede decir a la vista, por un lado, de la obra en conjunto de Marx, y por otra parte de la noticia que él tenía de lo que había hecho. La pretensión de que la dialéctica sea una lógica es falsa, en mi opinión; no hay ningún conjunto de reglas dialécticas de funcionamiento exacto. Dialéctica es más bien una cualidad de ciertos productos intelectuales, no un método, en el sentido riguroso de método.

Dialéctico es un adjetivo sí aplicable a un tipo de producto intelectual caracterizable por varios rasgos, principalmente su globalidad y su totalidad, el carácter muy interno, endógeno de la explicación –un objeto está explicado cuando lo está con elementos y factores que son internos a él, que no son exógenos– y eso implica, en mayor o menor medida, un punto de vista histórico, porque la integración de un objeto social es siempre histórica, no existen objetos sociales atemporales. En este sentido, se puede decir que una teoría o unas concepciones son más o menos dialécticas, en la medida en que es más o menos englobante, más o menos auto-explicable y más o menos histórica. Pero en cambio, no se puede decir que exista una lógica llamada la dialéctica, cuyas reglas no aparecen por ningún lado, de una manera respetable, porque cuando aparecen resultan ser en el fondo metáforas referentes más bien a la experiencia cotidiana –como la idea de la negación de la negación o la idea del salto de la cantidad a la calidad–; estos conceptos que son tan metafóricos y tan pre-científicos como los clásicos conceptos aristotélicos de la filosofía tradicional de potencia y acto o materia y forma.

 

Especificidad del método en ciencias sociales

Hoy querría pasar al último de los capítulos de esa gran conmoción de disputas acerca del método de las ciencias sociales; es el capítulo filosófico. Lo pongo en último lugar, primero por razones cronológicas; porque contra un tópico bastante extendido no suele ser verdad que los filósofos lleguen antes que los demás científicos, más bien al contrario. Según una graciosa metáfora de Hegel, el búho de Minerva despliega sus alas a la caída de la tarde; quiere decir, que la filosofía llega al final. Y efectivamente es así, si uno mira las fechas en las que se difunde la obra de los filósofos historicistas ve que son fechas bastantes más tardías que las del historicismo jurídico o económico. Con ello no quiero decir que siempre sea así; sin duda hay siempre algún que otro atisbo de filósofos que es temprano, que es incluso anticipatorio, pero la verdad es que el grueso de las corrientes filosóficas no suele iniciar una época, sino que más bien, precisamente porque es verbalización, la formulación más completa de un ideario, suele llegar en el momento maduro.

En filosofía, lo que hemos estudiado como escuelas históricas de las varias ciencias sociales se conoce con el nombre de historicismo y también con el de vitalismo. Y es una filosofía que recoge de manera muy interesante, muy clara, muy pregnante las motivaciones fundamentales de las varias escuelas históricas, desde la jurídica hasta la económica, en la forma también de una disputa del método. Quizá el libro más célebre y además uno de los más tempranos de esta filosofía historicista y vitalista es el libro de Dilthey, publicado por F.C.E. [Fondo de Cultura Económica] y que se llama Introducción a las ciencias del espíritu de 1883. Es un volumen extenso pero muy bueno de leer; es un libro que se puede recomendar. Esta expresión, ciencias del espíritu, es muy característica de la exageración filosófica de estas disputas del método a finales del XIX. Con la afirmación de que hay ciencias del espíritu, distintas de las ciencias naturales, se está inaugurando en el plano filosófico el planteamiento más general de la cuestión: métodos históricos versus métodos científicos naturales. Pero, sobre todo, el libro es importante porque en él aparece por primera vez desarrollada la teoría de la comprensión como método de las ciencias sociales o ciencias del espíritu, como decía él. Comprensión es la manera de traducir la palabra alemana Verstehen y hay por cierto un libro de metodología de las ciencias sociales de Quentin Gibson, llamado Lógica de la investigación social, que es un libro muy bueno, aunque es de los cincuenta. Lo usaría con mucho gusto como manual, si no fuera porque el traductor –como muy a menudo ocurre– no sabía nada de metodología de la ciencia y cada vez que en el libro aparece “método de la comprensión”, él escribe “método analógico”, que es una cosa completamente distinta y se arma un lío considerable que siempre me ha impedido recomendar este libro.

¿Y qué se entiende por método de la comprensión? Lo siguiente: la idea de que en ciencias sociales no cabe, no es posible, una explicación de los fenómenos, ni tiene interés explicar causalmente los fenómenos –como se hace en física, por ejemplo–. Según Dilthey eso no tiene interés para las ciencias sociales. Aquí lo que importa es comprender íntimamente el objeto. El modelo de estos filósofos es siempre el modelo histórico. Lo que dice, lo que está pensando en su fondo con esto, es que conocer la verdad, pongamos por caso pues, de las ciudades comerciales de los Países Bajos en el siglo XVI, no es tanto enunciar una serie de relaciones causales económicas o demográfi­cas, cuanto empaparse del ambiente vital de esas ciudades. Lo que hay detrás de esta metodología de la comprensión es la convicción de que conocer la verdad de un dato histórico es vivirlo; no simplemente explicarlo como una teoría, sino vivirlo íntimamente, desde dentro; que la única manera de verdad de entender la República Romana sería, por algún género de hipnosis o de metempsicosis, convertirse por un rato en un romano del siglo I y vivirlo desde dentro.

Por eso el concepto básico de esta metodología de la compren­sión en ciencias sociales es la idea de vivencia, como tradujo Ortega la palabra alemana Erlebnis. Se trata de entender el momento culminante del conocimiento no como un razonamiento, ni como una demostración, sino como una experiencia directa de lo estudiado, de lo conocido, como una vivencia de lo conocido. Esta es una metodología bastante elitista, porque no hay ninguna garantía para controlar intersubjetivamente, socialmente, los reductos de una metodología así. Si yo sostengo que mi compren­sión, mi vivencia de lo que es la instrucción del pueblo ritual o del banquete fúnebre, es mucho más profunda y más íntima que la vivencia que tiene cualquier otra persona, pues cuando se trata de vivencias es muy difícil demostrar lo contrario. Y si una metodología consiste en tener vivencias íntimas, no se ve tampoco cómo pueden regularse las normas del procedimiento de acuerdo con ciertas leyes o reglas. De modo que el criterio de voluntad es exclusivamente determinante del producto y se tiende a suponer, además, que eso depende mucho de la capacidad y la sensibilidad de cada investigador.

De nuevo aquí, el modelo de los historiadores. No hay ninguna duda de que los grandes historiadores positivistas de finales del siglo pasado, que eran además grandísimos escritores, como por ejemplo Buckhardt, eran autores realmente muy dotados, incluso con talento estético, parar reproducir en sus libros algo así como una vivencia directa de las realidades históricas que exponían. Un libro como La historia de la literatura griega de Albin Lesky, o como La historia del Imperio Romano de Theodor Mommsen, se leen como novelas apasionantes. Tienen una potencia de resurrección del objeto que estudian extraordinaria y ese es el modelo de un filósofo como Dilthey. La obra de esos historiadores capaces de reconstruir con gran erudición, por un lado, lo que han estudiado, pero por otro, además, con una enorme capacidad de retrato. Pero eso es, repito, una idea de método bastante aristocrática, no controlable y más bien supeditada a la genialidad de cada autor.

Por unos u otros caminos, estas ideas básicas de Dilthey, que se continúan muchas veces sincrónicamente –no por influencia sino por coincidencia en el tiempo–, van a constituir toda una filosofía del método de ciencias naturales y ciencias sociales en contrapo­sición, que ha dado de sí además de esta idea de la comprensión –como método en ciencias sociales contrapuesta a la explicación en ciencias naturales–, algunas otras distinciones de interés. Principalmente dos, una de Wilhelm Windelband y otra de Heinrich Rickert.

Windelband es el autor de la distinción entre ciencias nomotécnicas y ciencias ideográficas. Ciencias nomotécnicas quiere decir ciencias de leyes; nomos en griego quiere decir ley; y este final de la palabra, tecnos, viene de un verbo que significa poner, que además de su sentido normal en un sentido intelectual significa afirmar algo. De modo que una ciencia nomotécnica es una ciencia que afirma leyes o pone leyes. En cambio, ideográficas quiere decir que describen lo peculiar, lo singular; ídion es un adjetivo griego que significa lo propio, lo singular, lo exclusivo de uno; y gráfica significa escribir, describir, contar… Una ciencia ideográfica es una ciencia que no afirma leyes generales, sino que describe lo propio, lo singular. Un idiota, por ejemplo, en griego lo que quiere decir es una persona encerrada en sí misma, aferrada a lo propio, que no es capaz de salir de su peculiaridad y sin ideas generales. Ideográfica quiere decir eso, descriptiva de lo particular. Esto está en textos de Windelband que se encuentran traducidos; la introducción de la idea se encuentra en Historia y Ciencia Natural de 1894; pero sus textos principales se encuentran traducidos al castellano en un libro titulado Preludios filosófi­cos.

La idea es que las ciencias de la naturaleza son nomotécnicas, que afirman leyes, mientras que las ciencias de la sociedad o del espíritu han de llegar a ser ciencias ideográficas, descriptivas de lo singular sobre un modelo histórico. Por consiguiente, una ciencia de la sociedad del tipo de la economía clásica o neoclásica, para un autor como Windelband serían ciencias nomotécnicas, hechas según el modelo de las ciencias naturales, no según la peculiaridad más característica de las ciencias del espíritu.

Y el tercer autor que querría citar en este contexto es Rickert. Estos son, pues, los tres principales filósofos de la escuela historicista o vitalista, y en cierta medida podríamos incluir también a Ortega y Gasset, por lo menos en su época hasta la guerra civil. Rickert es el que ha introducido la contraposición, que se ha hecho ya célebre y que todo el mundo usamos, entre ciencia natural y ciencia cultural. Así se llama uno de sus libros principales Ciencia cultural y ciencia natural, que está publicado en una edición de 1898 y en una segunda edición en 1910. Esta segunda edición, está traducida muy bien y además en una colección barata, Austral de Espasa-Calpe. Es un libro que se lee muy bien también. Cualquiera de estos tres hijos principa­les de la escuela histórica es de buena lectura para un economis­ta o un sociólogo, no tiene mayores problemas.

En las páginas 97-98 de su obra, Rickert está explicando las ideas de Windelband, que es anterior a él y por el que está influido. Cita las manifestaciones de Windelband, quien junto al proceder nomotécnico de las ciencias naturales pone el proceder ideográfico de la historia, caracterizándolo como encaminado a la exposición de lo singular y particular. Y si añadimos la advertencia de que el proceder nomotécnico debe referirse no sólo al descubrimiento de leyes en sentido estricto, sino también a la elaboración de conceptos empíricos universales [12], aquella distinción es indudablemente exacta. Esta observación quiere decir que para Rickert no sólo es propio de las ciencias de la naturaleza el establecer leyes, sino incluso el manejar conceptos empíricos obtenidos por inducción, por generalización de observaciones, mientras que en ciencias sociales, ciencias del espíritu, está pensando, aunque no lo dice aquí directamente, que los conceptos se obtienen no por generalización inducida, sino por intuición comprensiva, por vivencia.

“Yo mismo”, escribe Rickert, “para llegar a los conceptos puramente lógicos, y por tanto puramente formales, de naturaleza e historia (con los cuales me refiero no a dos realidades distintas, sino a la misma realidad desde dos distintos puntos de vista) he intentado formular el problema lógico fundamental de una clasificación de las ciencias por sus métodos de la siguiente manera: la realidad se hace naturaleza cuando la consideramos con referencia a lo universal, se hace historia cuando la consideramos con referencia a lo particular”. Este es un matiz fino, de progreso sobre Dilthey y Windelband, que vale la pena que comentemos un poco. Rickert está heredando de estos autores la distinción entre dos grupos de ciencias, pero lo va a desligar de la distinción ciencias de la naturaleza/ciencias de la sociedad. Él piensa que en cualquier objeto real es posible una constelación nomotécnica o una constelación ideográfica, que cualquier cosa se puede estudiar –dicho de otro modo– como naturaleza o como sociedad. De tal modo –podríamos comentar nosotros– que para él un texto de economía matemática –de econometría, por ejemplo– sería un trozo de ciencia natural nomotécnica, mientras que una historia de los mercaderes del trigo en el mercado de Medinaceli en el siglo XV sería un trozo de ciencia histórica o de ciencia social. Aunque nosotros llamaremos economía a las dos cosas.

“Y en consecuencia con ello quiero oponer”, escribe Rickert, “al proceder generalizador de la ciencia natural, el proceder individualizador de la historia, entendiendo por historia toda ciencia social. Con esta distinción poseemos ya el principio formal que buscábamos para la división de las ciencias y quien quiera trabajar en la teoría de la ciencia con un sentido verdaderamente lógico tiene que partir de esa distinción formal. De lo contrario nunca logrará entender la esencia lógica de las ciencias empíricas. Es un hecho que puede acaso lamentarse, pero con lamentos no se entenderá nunca que la contemplación científica tal como se lleva a cabo en realidad, se divide en esas dos direcciones opuestas lógicamente una a otra. Esta división o separación y no cualesquiera otra diferente en los objetos es la que ha de tener en cuenta ante todo la teoría de la ciencia”. Tal distinción se convierte, pues, para Rickert en el tema central de la metodología, de la teoría de la ciencia.

Ese desarrollo, esa exposición así de sistemática de las ciencias con la idea básica de que la distinción no es una distinción de objetos materiales, sino que es una distinción de enfoque, según busquemos en un objeto un conocimiento de leyes o un conocimiento singularizado, es muy interesante, seguramente se puede compartir o por lo menos respetar, aunque uno no sea un historicista, ni un filósofo de la comprensión. En cambio, he aquí un ejemplo de la ideología de la metodología de la comprensión ya mucho más propia de la escuela, no tan fácil de compartir por quien no esté convencido de los principios básicos de los principios historicistas de la vivencia, de la comprensión, etc. (pp.117 y 124):

En la mayoría de los casos le basta al historiador para conseguir completamente sus fines (esto es, para exponer la individualidad y particularidad de su objeto) el concepto de los conceptos generales que ya posee en el estadio pre-científico. La exactitud de los elementos conceptuales en las ciencias natura­les, que es de una importancia decisiva en una ciencia generalizadora, resulta insignificante para él. Es más, quizás se encuentre que su conocimiento general pre-científico es para él un guía mucho más seguro que cualquier teoría psicológica, porque hace que su exposición sea más fácil de entender por todos los que con él comparten ese conocimiento, que si emplease conceptos científicos.

Esta es una posición muy radical desde el punto de vista vitalista. Lo que está diciendo –parece casi mentira–, que lo mejor para el científico social es, pues, que no sepa mucho, no tenga conceptos sociológicos científicos, sino que trabaje, sobre todo el historiador, con conceptos intuitivos de la vida cotidiana; que el disponer de una teoría psicológica, por ejemplo, hasta le puede perjudicar. Esta es una versión muy extrema de la idea de un metodología de la comprensión intuitiva, vivencial, no regulada por reglas de método clásico, y es por otra parte el punto en el cual, a pesar de la afinidad de época, las ideas metódicas de Marx se diferenciaban –decía yo– de las de la más pura escuela histórica, por el hecho de que Marx, en cambio, no se decidía a renunciar al tipo de análisis teórico de los economistas clásicos; mientras que el historicista puro sí, está dispuesto a tirar por la borda, cuando hace historia, absoluta­mente toda la conceptuación exacta en ciencias sociales.

¿Nietzsche, metodológicamente, participa de estas ideas vitalistas? Nietzsche tiene una herencia, es posterior, no tanto porque fuera mucho más joven, sino porque está ya en otra época. El vitalismo de Nietzsche no está inspirado en la historia, sino en la biología, en un cruce de motivaciones filosóficas emparen­tado con la escuela histórica en el sentido de que vienen del idealismo alemán, pero por otra parte con una componente de lectura de Darwin muy clara, que en cambio los historicistas no tienen.

Nietzsche es, metodológicamente hablando –entre otras cosas por las condiciones vitales y físicas de salud en que ha vivido–, un escritor que nunca se ha propuesto hacer obra sistemática, sino una obra aforística, hecha de párrafos cortos, quizá con una excepción importante, El origen de la tragedia, que es una obra juvenil en la que tiene una escritura académica. Pero luego, el suyo es un estilo mucho más emparentado con el del filósofo-poeta que con el del filósofo-tratadista, y por consiguiente no se le puede considerar como filósofo con aportaciones positivas al método, aunque sí con aportaciones críticas. No se puede tener la esperanza de encontrar en Nietzsche ideas acerca de cómo proceder, aunque se puedan encontrar muchísimas ideas acerca de los defectos del modo de proceder lógico tradicional. Pero cuando hablamos de vitalismo en Nietzsche, hay que matizar que no es el vitalismo de la escuela histórica, porque no es de fundamento histórico, sino mucho más de fundamento biológico.

Ortega está también emparentado con eso, pero Ortega ha vacilado mucho. En su juventud se calificaba a sí mismo de racio-vitalista –Ortega siempre intentó una síntesis entre esas corrientes y el racionalismo–; y luego, en su madurez, hizo un cambio de un vitalismo a otro. Del vitalismo de base biológica al vitalismo de base histórica. Y en su madurez hablaba más bien de cultivar la razón histórica. Pues bien, en esa carrera de Ortega están las dos caras de lo que se suele llamar vitalismo, la más biológica y la más histórica.

 

Notas:

[1] Aunque el texto recogido por los alumnos de Sacristán no está claro en este punto, parece que se refiere a Herman Khan, fundador del Hudson Institute, que defendía tesis optimistas sobre el futuro de la humanidad, desdeñando los peligros de la tecnología y las guerras nucleares. (Nota del editor)

[2] En agosto de 1976 el diario El País publicó una serie de cinco artículos de Adrian Berry sobre su proyecto de futuro para la humanidad. (Nota del editor)

[3] En el texto transcrito por los alumnos de Sacristán falta este nombre, pero la descripción que hace de la teoría nos hace pensar en Ilya Prigogine; este científico de origen ruso vivió y se nacionalizó en Bélgica no en Francia como se afirma en el texto transcrito –Sacristán comete aquí un error, o bien la transcripción está equivocada-.  (Nota del editor)

[4] El nombre de este autor, ni el siguiente mencionado no aparecen en el texto transcrito. (Nota del editor)

[5] Sacristán se refiere al trabajo de campo como técnica de investigación en antropología social, que exige la identificación del científico con el grupo con el que está viviendo y compartiendo su cultura, de modo que sea posible captar comprensivamente el significado de los elementos que componen la vida social: ritos, instituciones, símbolos, mitos, tecnología, etc. La identificación subjetiva del investigador con la comunidad investigada puede ser explícitamente conocida por el colectivo, de modo que sea críticamente asumida. Esa actitud metodológica sería equivalente a la que anima al ‘intelectual orgánico’ en sus relaciones con la clase obrera y las clases populares, como postula Gramsci. (Nota del editor)

[6] La posición de Sacristán acerca de los principios de las ciencias, que se encuentran en las proposiciones ontológicas básicas, es la siguiente: los fundamentos –axiomas y principios de una ciencia, formal o empírica-, son resultado de una elección por parte de los científicos; lo que no significa que sean convencionales o arbitrarios, sino que la elección está determinada por la cultura del científico y por los fines que se propone alcanzar. Tras el giro historicista en la filosofía de la ciencia, la determinación de los fundamentos se hace, ya desde la lógica dialéctica del desarrollo científico o historia interna –según Imre Lakatos-, ya desde las condiciones socio-históricas que determinan su investigación o historia externa –según Thomas Kuhn-. En el caso de las ciencias sociales, esa ausencia de fundamentos se refiere a la ausencia de un paradigma universalmente reconocido por los científicos –ya que Sacristán entiende que el marxismo tampoco está constituido como ciencia social suficientemente corroborada en ese momento histórico-. (Nota del editor)

[7] En la clasificación que hacen Marx y Engels de la literatura comunista y socialista, en la parte III de El manifiesto comunista, la primera categoría se denomina “el socialismo reaccionario”, dentro del cual se encuentran: “el socialismo feudal” –en donde cabe la personalidad de Carlyle: el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del aristócrata; “el socialismo pequeño-burgués”: este socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos modos de producción y de cambio…; y “el socialismo alemán o verdadero socialismo”: este ‘verdadero’ socialismo le venía al dedillo a los gobiernos absolutos alemanes pues le servía de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. (Nota del editor)

[8] Esta distinción de Veblen se puede traducir en términos económicos como valor de uso –la utilidad de una cosa- y valor de cambio –se establece por su precio, lo pecuniario, el valor del producto en el intercambio comercial-. Marx denomina respectivamente a ambos, la sustancia del valor y la magnitud del valor, despojándolos del matiz moral aristotélico: Los dos factores de la mercancía: valor de uso y valor (sustancia del valor, magnitud del valor), El capital, Tomo I, Sección Primera, Capítulo 1, La mercancía. La idea de una economía basada en la producción de valores de uso habría de ser el fundamento de la política de un Estado de Bienestar, aboliendo la destructividad intrínseca al modo de producción capitalista. Marx señala aquí que ‘los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza’.  (Nota del editor)

[9] Estos tres métodos que Marx y Engels utilizaron pueden compararse a tres métodos vigentes en ciencias sociales: a) el método hipotético-deductivo, propio de las ciencias físico-químicas adoptado por la economía clásica, de donde lo toma Marx; b) el método funcionalista, basado en los conceptos de estructura y función que se utiliza en biología, y contiene la idea de globalidad transmitida por la escuela histórica; c) el método intencional, propio de las ciencias sociales en exclusiva, que toma al ser humano como sujeto que planifica su acción en función de objetivos considerados deseables. Marx y Engels fueron los primeros en utilizar al tiempo los tres métodos, de ahí la actualidad de su trabajo científico. (Nota del editor)

[10] En las explicaciones que Sacristán ofrece en este Curso de Metodología de las Ciencias Sociales aparece un tipo de ontología enraizada en la tradición aristotélica del método científico. En la clasificación filosófica se denomina conceptualismo a esta ontología, según la cual las entidades conceptuales construidas por la mente humana para explicar los fenómenos tienen existencia real. El aristotelismo, sin embargo, tiene diferentes matices que se han desarrollado en la historia. La formulación moderna de ese conceptualismo puede entenderse en el sentido de W.v.O. Quine, filósofo al que Sacristán dedicó especial atención: existe aquello que está representado en una función pronominal dada la formalización de una teoría científica. Dicho de otro modo, existen aquellas entidades teóricas que necesitamos para explicar los hechos. En mi tesis doctoral he denominado a esa posición el relativismo ontológico. (Nota del editor)

[11] Sacristán interpreta un pasaje de El capital donde Marx expone algunas intuiciones sobre el método de la ciencia, que también podría denominarse método de análisis y síntesis siguiendo a Newton; el análisis es propio del trabajo científico de investigación, abstrayendo los diferentes aspectos factuales; y la síntesis consiste en la exposición y explicación de los hechos mediante hipótesis teóricas –entendiendo por teórico aquellas entidades que no son perceptibles mediante los sentidos-. Como ha señalado al principio del curso, el problema de la civilización capitalista se puede entender como una consecuencia del retraso de las ciencias sociales; pues la ciencia social desarrollada por Marx es superior a la sociología capitalista, pero ha resultado todavía insuficiente para lograr un desarrollo civilizatorio racional –excepto si consideramos favorablemente el desarrollo de la República Popular China-. En mi opinión, la aclaración que hace Sacristán sobre el método en Marx debe servir de base para el desarrollo de la ciencia social. En su ensayo sobre Lenin, Sacristán explica cuál es el objetivo de la síntesis dialéctica realizada a partir de los datos aportados por la ciencia: constituir el conocimiento factual a partir de los valores de la emancipación, como guía para elaborar el programa político revolucionario. (Nota del editor)

[12] Llama la atención esta denominación que utiliza Sacristán para los conceptos teóricos que tienen aplicación en la explicación científica, y debe entenderse en el sentido de su conceptualismo ontológico. En la técnica lógica más aceptada hoy en día, influida por la crítica empirista, se entiende que el universal es el conjunto vacío, por tanto, un concepto no empírico. La afirmación de conceptos empíricos universales está relacionada con el reconocimiento de la existencia real de esas entidades descubiertas por la ciencia, cuya incidencia en la vida cotidiana resulta tan peligrosa. Sacristán se sitúa así en la tradición de los grandes científicos modernos, como Newton que afirmaba hypothesis non fingo –‘no me imagino hipótesis’, afirmando la realidad de su sistema planetario- y Galileo, e puor si muove –‘pero se mueve’, oponiéndose a la crítica teológica de la teoría heliocéntrica-. El matiz que introduce Sacristán está en la línea antes referida de Quine como relativismo ontológico, teniendo en cuenta que las afirmaciones metafísicas, como esta que venimos comentando, se encuentran en dependencia del proyecto histórico-político constituido en función de la percepción de la coyuntura que atraviesa la humanidad. (Nota del editor)

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2022

Señores políticos:

impedir una guerra

sale más barato

que pagarla.

Gloria Fuertes
Poema «Economía»

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