La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Un comentario laico sobre la propiedad inspirado por un indeseable
Cuaderno pandémico: 9
I
Reducir las desigualdades y reorientar el modelo social en clave ecológica exige tocar muchas piezas. La confianza de los economistas convencionales en dejarlo todo en manos de los precios ha contribuido a agravar los problemas, y por esto hay cada vez más voces que apuntan a la necesidad de intervenir en otros mecanismos y medidas. Piketty, por ejemplo, ha llamado la atención sobre una cuestión crucial, la de la propiedad, en su caso centrado sólo en la cuestión de la distribución de la renta. Abrir este melón es retomar un viejo tema que el neoliberalismo había considerado tabú. De hecho, gran parte de la construcción ideológica de los últimos años ha consistido en reinstalar la propiedad privada como un derecho superior a todos los demás, del que se derivaba el corolario de que el único papel de la empresa era enriquecer a sus propietarios por encima de todo.
En las propuestas más simplistas de la izquierda bastaba con expropiar la propiedad privada y pasar a una economía centralizada para resolver todos los problemas que generan las economías capitalistas. Era una solución un tanto burda, que perdía de vista la diversidad de situaciones en las que funcionan normas de propiedad que asignan derechos sobre activos diversos (de consumo, de producción) y que ignoraba la misma diversidad de variantes que pueden observarse en el estudio de la historia económica precapitalista. Hoy, además, propugnar la simple socialización de la propiedad está fuera de las capacidades reales de la izquierda (no sólo por la resistencia de los grandes propietarios, sino también por la propia hegemonía cultural que el concepto de “propiedad” ejerce en amplias capas de la población).
Hay, en cambio, mucho recorrido si el enfoque de partida se centra en limitar el derecho de propiedad para eliminar o neutralizar sus efectos más dañinos. De hecho, esta ya ha sido la práctica habitual de las mejores políticas públicas; por ejemplo, lo que el derecho del suelo que establece calificaciones diferentes para áreas distintas está haciendo es limitar los derechos de la propiedad en aspectos tanto cualitativos como distributivos, puesto que las ganancias privadas que pueden obtenerse con un terreno dependen en gran medida de los usos que se puedan hacer de ellas. Por esto las políticas urbanísticas y ambientales son, en buena medida, un tipo particular de lucha de clases, como perciben adecuadamente muchos activistas vecinales o ecologistas. Hay otros muchos ejemplos en los que puede observarse esta relación entre regulaciones y propiedad y que explican que una parte sustancial de las políticas de derechas esté orientada a eliminar obstáculos a la rentabilidad privada denunciando las “trabas burocráticas”, o que ponen de manifiesto lo poco interesadas que están las instituciones financieras en apoyar el cooperativismo y otras formas de propiedad social. Por esto es de nuevo necesario plantear sobre qué regulaciones de la propiedad deberíamos plantear propuestas fundamentales.
II
El problema crucial de la propiedad capitalista es el de la concentración de poder. Cuanta menos gente controle una parte mayor de los recursos productivos, más probabilidades habrá de que sus intereses particulares se impongan al resto de la colectividad. La economía convencional está mal preparada (o simplemente está ideológicamente diseñada) para analizar esta cuestión. La única manera en que la aborda es en términos de monopolios y oligopolios en mercados concretos. No es una cuestión baladí, como observamos a diario en el mercado eléctrico, pero no agota ni mucho menos los efectos perversos de la concentración de poder económico.
Los modelos tradicionales de expansión del poder capitalista, más de los monopolios horizontales, estaban constituidos por la integración vertical: compras de proveedores para garantizarse suministros o de empresas que vendían productos que daban salida a los de la empresa original (por ejemplo, empresas siderúrgicas comprando o creando filiales de construcción naval, armamento, maquinaria…). Se trata de modelos que aún persisten pero que han dado paso a formas más diversificadas de poder y gestión, como las que caracterizan tanto a las cadenas de proveedores y subcontratas como a las de franquicias. En todas ellas existen relaciones de poder entre desiguales que desempeñan un papel sustancial en la creación de desigualdades salariales. La limitación y regulación de estos procesos es una de las variadas formas en que se puede imponer un modelo social más igualitario.
Lo peor es posiblemente la enorme capacidad de los grandes poderes económicos para influir en otros muchos espacios de la vida social: medios de comunicación, instituciones reguladoras, sistema judicial… El papel político que juegan las grandes plataformas tecnológicas es un ejemplo claro de ello. La reciente compra de Twitter por parte de Elon Musk, que está en el origen de esta nota, es otro. Musk tiene un proyecto, desconozco hasta qué punto elaborado, de cambio social basado en un conjunto de nuevas tecnologías. Dado lo que sabemos sobre estas, no apunta ni al igualitarismo ni a un ecologismo serio. Que pase a controlar una potente red de comunicación hace sospechar que con ello puede conseguir un altavoz importante para difundir sus ideas e intereses. No es el único, pero es un caso vistoso de lo que está ocurriendo con otras muchas empresas. En estas mismas páginas ya he explicado en otras ocasiones las maniobras de Agbar, la principal gestora del agua pública en España, para mantener sus monopolios locales usando una enorme fuerza económica para poner en funcionamiento una enorme batería de medidas frente a sus opositores: publicidad convencional, clientelismo social y político, ofensiva legal, espionaje y ataques a movimientos sociales, acercamiento al poder judicial…
Una línea de trabajo esencial debería ser la de generar diques a esta expansión del capital hacia otras áreas, algo que tendría que incluir, por ejemplo, limitaciones al control de los medios de comunicación, a la financiación de los partidos, a los mecanismos de puertas giratorias, etc. Hay mucha experiencia acumulada, de éxitos y fracasos, que debe ser estudiada con el objeto de buscar las soluciones institucionales más eficaces, y teniendo claro que este es también un espacio donde la lucha por el poder entre las élites capitalistas y la democracia social constituye una batalla esencial.
Una variante de esta batalla tiene también que ver con la propia regulación de la actividad pública. Las políticas neoliberales promovieron un amplio abanico de privatizaciones y externalizaciones que se han traducido en una transferencia de renta y control al capital privado. Los movimientos sociales se han centrado a menudo en exigir la vuelta a lo público. En muchos casos esto es adecuado, pero en otros entraña el peligro de promover modelos de gestión demasiado burocráticos, y además pierde de vista toda la experiencia de gestión de la economía social, de la autogestión, que en campos como las actividades culturales y recreativas o en aquellas que requieran una atención personalizada puede ser más adecuada que el modelo burocrático. En Barcelona tenemos una importante experiencia de gestión cívica de equipamientos y de gestión de servicios especializados (por ejemplo, en uno de los últimos conflictos en los que he participado desempeñó un papel esencial una cooperativa de especialistas en conflictos que aportó su experiencia en rebajar la tensión) que está siendo puesta en cuestión por los intereses privados, que exigen de forma sistemática que para su adjudicación se aplique el modelo tradicional de concurso, en el que el precio juega un papel esencial. Hace unos años, en el Parlament se presentó un proyecto de ley sobre contratación pública (la Ley Aragonès) que, aunque era incompleto, abría ciertas posibilidades, pero una parte de la izquierda más dogmática atacó frontalmente la ley acusándola de privatizadora y consiguieron que fuera retirada. Ahora que nos enfrentamos a una ofensiva brutal del sector privado, carecemos de un modelo contractual que abra espacios a la gestión no capitalista.
III
Está también la cuestión que plantea Piketty, la de modificar la estructura de propiedad de las empresas. Su planteamiento recoge la idea de los fondos de inversión que promovió el sindicalismo sueco. Curiosamente, desprecia el cooperativismo ignorando, por ejemplo, la experiencia del País Vasco. Cambiar la estructura de propiedad de las empresas no es trivial. Una parte del drama productivo de los últimos años ha consistido precisamente en el paso del capitalismo familiar al de los fondos de inversión, mucho más cortoplacistas y depredadores (sin perder de vista que han sido estas mismas familias las que les han abierto la puerta para monetizar su propiedad). En el contexto actual de inflación, he sugerido que una alternativa para eludir la cuestión de la espiral inflacionaria con la que desde todos los ámbitos de poder se atacará a las demandas de aumentos salariales y la reimplantación de mecanismos de revisión salarial podría ser reemplazar aumentos salariales por propiedad colectiva, preferiblemente a través de un fondo público que pudiera invertir en el conjunto del sistema productivo para eludir los problemas que genera ligar la situación de los trabajadores a una empresa concreta. Dicho fondo podría contribuir también a la reorientación productiva e ir acompañado de reformas que dieran a los trabajadores derechos de participación en las empresas. No es la panacea ni va a ser aceptado por la patronal, pero puede ayudar a cambiar el clima cultural e introducir un espacio de debate y reforma sobre la propiedad empresarial, su poder.
IV
Hasta aquí cuatro apuntes deslavazados, meras sugerencias provocadas por la operación Elon Musk, por la enésima repetición de una operación obscena; por el convencimiento de que en la situación actual nos faltan medidas que mitiguen la fortaleza del capitalismo corporativo y financiero, así como por el convencimiento de que sólo con grandes ideas y demandas genéricas es difícil transformar de verdad las cosas, de que hacen falta muchas propuestas intermedias, de detalle, específicas, que no son respuestas universales pero pueden ayudar a que florezcan, y de que el tema de la propiedad, el de los derechos de la gente sobre las cosas, no empezó con el capitalismo, sino que tiene una larga historia que en parte es una muestra de los conflictos y las dificultades. La crisis ecológica, además, exige repensar la relación de la especie humana con el resto del mundo real, y también en este campo es necesario pensar qué formas de acceso, de derechos, van a ser útiles en este trayecto.
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4 /
2022