¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
La resaca del ciclo electoral
1. ¿Se cierra el ciclo del 15 M?
La primavera republicana no ha llegado con las elecciones del 26 de mayo. Ni siquiera ha permitido salvar los muebles a la mayoría de Ayuntamientos del cambio. Y, por ponernos pesimistas, el resultado neutraliza las mejores expectativas que se generaron en las elecciones de abril. El PSOE se siente liberado del marcaje de Unidos Podemos. La derecha consigue retener y recuperar (salvo que en sus querellas internas sean tan estúpidos como lo es una parte de la izquierda) plazas y espacios esenciales. Que Izquierda Unida haya conseguido consolidarse en Zamora o en localidades como Mieres se puede considerar una especie de milagro laico. Creo que en todo ello hay poco que comentar, pues los resultados son elocuentes y no permiten muchas matizaciones: la derecha sigue teniendo una notable base electoral y cuenta con mejores resortes para movilizar a los suyos. La izquierda transformadora se muestra incapaz de consolidar sus mejores resultados, opera siempre sobre una base movediza y sus dirigentes, tienden demasiadas veces a complicarse la vida y a echar por la borda lo conseguido.
Hoy la sensación de derrota es mayor porque en algún momento se llegó a pensar que era posible un cambio profundo. La crisis económica había puesto de manifiesto alguno de los defectos más visibles del capitalismo. Las obscenas políticas neoliberales aplicadas en respuesta a la misma agravaron la situación y deslegitimaron a sus autores. El PSOE se hundió en España tras el ajuste practicado por el gobierno de Rodríguez Zapatero en 2010. El 15 M fue un fogonazo de respuesta a esta situación. Liderado por una nueva generación de activistas que no venían de la nada (el movimiento antiglobalización, parte del movimiento okupa, V de Vivienda, la PAH…) pero que supieron dar una respuesta al descontento. No sólo frente a la política oficial sino también frente a los movimientos sociales tradicionales anquilosados y sin capacidad de respuesta clara a la crisis. Podemos y los Ayuntamientos del cambio fueron en parte una consecuencia del 15 M, aunque para que se consolidaran necesitaron (al menos en el caso de los Ayuntamientos) del apoyo de parte de la izquierda alternativa tradicional.
Quizás lo peor que le pudo pasar a esta insurgencia fue su éxito inicial. La irrupción electoral de Podemos y, sobre todo, la victoria electoral en grandes ciudades tuvo ciertamente muchas cosas buenas. Pero también generó algunas hipotecas que explican la situación actual. En primer lugar reforzó una visión del activismo político en clave de voluntarismo. Un voluntarismo que ignora los condicionantes estructurales y los complejos procesos de formación de las consciencias que limitan y constriñen el campo de lo posible. El éxito reforzó el ego de algunos líderes y les limitó su amplitud de miras. En segundo lugar, el éxito absorbió muchas energías y talentos en la gestión de la política cotidiana y dejo huérfana la consolidación social del proyecto. Si a ello se le suma que en muchos casos las propuestas organizativas del 15M eran bastante ingenuas, el resultado es una falta de implantación social, que es lo que garantiza la sostenibilidad del proyecto a largo plazo. Y en tercer lugar generó unas expectativas desmesuradas en la sociedad. Unas expectativas difíciles de cumplir, especialmente en los Ayuntamientos, debido a la desigual batalla que se establece entre unas instituciones con recursos y competencias limitados, por un lado, y unas fuerzas globales y unos poderes establecidos que desestabilizan continuamente la situación, por otro. En una sociedad más consumidora que crítica, con baja cultura política y socializada en las respuestas inmediatas, la incapacidad de realizar cambios radicales desanima a la parroquia.
A todo ello hay que sumar tres factores adicionales. De una parte la incapacidad manifiesta de muchos de los líderes del nuevo proceso (incluyendo en ello a muchos de los actores provenientes de la izquierda tradicional) de generar dinámicas que reforzaran social y políticamente el proceso. Aquí se salva poca gente. Las rupturas y los personalismos han dominado tanto en Podemos como en Izquierda Unida, como en las personalidades independientes. No ha habido un liderazgo sólido que generara un proyecto incluyente, ni creación estructuras organizativas catalizadoras. Ni, tampoco, mucha voluntad de las bases de entender que sólo un proyecto amplio podría ayudar a consolidar el éxito inicial. En segundo lugar, hay que reconocer que, al menos en el discurso, Pedro Sánchez y los suyos han sabido reorientar el PSOE con miras a reabsorber en parte el impulso del 15-M. Algo a lo que ha contribuido más la forma como ha realizado sus envites (primero la batalla interna en el PSOE, después la moción de censura y la buena lectura de la oportunidad de convocar las elecciones del 23 de Abril) que el contenido de sus políticas. Si precisamente la audacia de los podemitas y los comunes se orientó a practicar una verdadera guerra de movimientos, los practicados por Pedro Sánchez han resultado más oportunos y han neutralizado a su rival. Y en tercer lugar, el “procés” catalán, una verdadera máquina de destrucción masiva de políticas sensatas, dentro y fuera de Catalunya.
Unidas Podemos experimentó un importante retroceso en abril. Las cosas han ido peor en la segunda vuelta. Se paga no sólo el efecto Sánchez sino también tanta pelea interna entre los componentes de muchas de las plataformas del cambio. Hace un mes había alguna probabilidad para un Gobierno de pacto, mientras que ahora las posibilidades son menores. Y el empeño de Pablo Iglesias en insistir en este punto (y al mismo tiempo en no hacer un análisis autocrítico de todo el ciclo) puede conducir a un fracaso mayor. Amenazar con forzar nuevas elecciones más que una jugada de póquer es una insensatez para el propio proyecto. Todo apunta a que hemos entrado en otra fase, a que se ha esfumado el ciclo del 15 M y hemos entramos en otra coyuntura. La historia entera de la izquierda parece marcada por esta dinámica: cortos momentos de auge y grandes expectativas, y periodos de frustrante reacción. Hasta hoy no hemos encontrado un mecanismo que permita una progresión constante en los avances sociales. Y por esto la política de izquierdas debe saber leer cuales son los tempos. Basta mirar el panorama europeo para detectar que en ningún país hay un proyecto alternativo boyante en términos de implantación social.
Más allá de pasar el duelo, lo que debería ser urgente es prepararse bien para la nueva etapa. En primer lugar, tomar nota de los efectos nefastos de la fragmentación, los liderazgos egoístas y el apego a la pequeña tribu. Hace falta un proyecto aglutinador, transversal, pero al mismo tiempo generador de un compromiso colectivo compartido. Hace falta un proyecto que se esfuerce por tejer una red de movimientos y organizaciones sociales implantadas en el territorio y la sociedad (y ayudar a que tengan gente capaz en su seno). Hace falta de una política que ayude a la gente no politizada a entender la naturaleza de nuestros problemas, a prepararla para las nuevas crisis que van a impactar con más o menos prontitud (candidatos a provocarla hay muchos: la inestabilidad financiera, las guerras comerciales, el cambio climático, el pico del petróleo, etc.), a fomentar la cultura de la cooperación, la igualdad, el feminismo y el ecologismo… Y para todo ello posiblemente sea necesario cambiar el modelo de liderazgo y de organización.
2. Barcelona: Una derrota y muchos dilemas
De todas las batallas electorales del pasado domingo quizás la más emblemática sea la de Barcelona. Lo de Madrid, aunque parecido, tiene otros matices: Manuela Carmena no tiene el mismo tono alternativo de Ada Colau, ha vuelto a ganar las elecciones y no ha mantenido el mismo tipo de propuestas radicales. Aunque hay muchos parecidos en el comportamiento de ambas ciudades (y de muchas otras del cambio), me centraré en Barcelona por razones obvias: es el territorio que mejor conozco, en el que llevo muchos años interviniendo y es el proyecto político con el que mayor implicación emocional mantengo.
Lo primero que hay que plantearse es qué cosas se han hecho durante el mandato y entender si la derrota obedece a una mala gestión o a otros factores. La valoración se puede hacer de muchas formas.
Una es atendiendo al análisis presupuestario. La gestión económica es buena, se ha reducido moderadamente un endeudamiento ya de por sí bajo. El crecimiento del gasto se ha concentrado especialmente en servicios sociales y transporte. El aumento del gasto social es imprescindible en una sociedad donde prolifera la pobreza y abundan los problemas (como ocurre en todas las grandes urbes del planeta). Cuanto menos, ayuda a paliar el malestar de la gente con más problemas, a pesar de que difícilmente es percibido por la mayoría como un cambio esencial. El gasto en transporte ha ido orientado a evitar el crecimiento de las tarifas y renovar la flota de autobuses. La práctica congelación de las tarifas del transporte en cuatro años y las mejoras en el transporte en superficie y en la red de carriles-bici es uno de los logros de impacto más general. En la misma dirección, la presión de los comunes sobre la actuación de Aguas de Barcelona ha permitido una rebaja de las tarifas del 10% (la empresa pedía un incremento del 25%). Son dos logros sustanciales, que afectan a mucha gente. Pero ni tienen un hálito épico ni se han sabido explicar muy bien.
Si de las cuestiones monetarias pasamos a los resultados concretos también aparecen muchas cosas interesantes y positivas: un nuevo reglamento de participación (largamente reivindicado por el tejido asociativo social), un acuerdo sobre políticas sociales en perspectiva de 10 años (acogido calurosamente por muchas entidades sociales), la creación de una empresa energética local, de un servicio de dentista para gente sin recursos, de islas peatonales, de guarderías, de servicios de vivienda que han conseguido parar o encontrar soluciones para muchos desahucios, la regulación de algunos aspectos del turismo…
Toda una lluvia de avances que sin embargo no se perciben como el cambio radical. Son los cambios que pueden hacerse desde un Ayuntamiento, pero que difícilmente pueden considerarse la transformación social con la que mucha gente soñó en 2015. Un cambio imposible de alcanzar en cuatro años y en un contexto donde han proliferado las adversidades: flujos globales de capital especulativo, de turismo depredador, de dinámicas laborales que aumentan las desigualdades y la inseguridad económica; el Procés y su impacto polarizador; una Generalitat ausente y un gobierno central marcado por las políticas de austeridad; unos lobbies empresariales que se han empleado a fondo en aislar, difamar y menospreciar la acción del Ayuntamiento. Hirschman hubiera podido ilustrar su análisis de las “retóricas de la intransigencia” con buenos ejemplos de la experiencia local.
No pretendo justificar que la derrota electoral sea provocada sólo por factores externos (aunque estos han sido especialmente potentes, hostiles y persistentes). Ha habido también fallos propios. Se ha pecado de optimismo en la resolución de problemas muy complejos —lo que ha servido a la oposición para denunciar el “fracaso” de las políticas de vivienda y desigualdad (a pesar de que los comunes llevan razón al señalar que han hecho bastante más que nadie antes)— y ha faltado a veces una mayor coordinación de las políticas. La precipitada ruptura de gobierno con el PSC, alimentada por la tensión generada con el encarcelamiento de los líderes independentistas, fue posiblemente el error más grave. No porque los socialistas aportaran mucho (de hecho han tenido estrechas relaciones con los dos grupos empresariales que han desarrollado una política más agresiva: Agbar y el Gremio de Restauradores), sino porque ha permitido a estos tener un discurso propio y dedicarse a preparar las elecciones durante dos años.
Viendo el resultado electoral, es obvio que la derrota ha provenido de una caída de voto en los barrios obreros de la ciudad (y en esto Madrid tiene un perfil parecido). Para el que quiera profundizar en el tema hay un magnífico artículo de Marc Andreu en la revista digital el Crític. Aunque se ha intervenido en estos barrios, lo que a menudo ha fallado es el discurso general y una mayor dedicación de recursos humanos a fortalecer la implantación política. Estoy hablando de barrios donde la crisis social que vive la clase obrera tradicional se refleja también en la fuerza de las organizaciones sociales. Donde proliferan viejos líderes con ideas rancias y donde muchas de las reformas no se acaban de entender. La política local no tiene capacidad para cambiar sustancialmente la situación y esto genera desánimo. A ello hay que sumar, claro está, campañas infames de la oposición usando discursos simplistas (por ejemplo en la semana anterior a las elecciones en mi distrito aparecieron octavillas anónimas con el título “Si tienes coche no votes a la Colau”, una muestra entre otras del uso de la demagogia para generar miedos). El problema actual de los comunes ya lo tenía Iniciativa per Catalunya, pero ahora es una cuestión ineludible si se quiere no solo mejorar los resultados electorales sino también reforzar de verdad la capacidad política de la gente pobre. Ha faltado músculo para organizar a la gente, ideas para favorecer su implicación.
El análisis de los resultados electorales en Barcelona da buenas pistas de lo ocurrido (en general no tan sombrías como lo que da a entender la lectura de los medios). ERC ha ganado porque el independentismo ha practicado el voto útil: lo que gana ERC es menos de lo que pierden Junts (antes PDCat) y CUP (que pierde todos sus escaños) y solo tiene un ligero repunte si se suman los votos de Barcelona es Capital (tampoco el independentismo está libre de aventureros). El bloque de la derecha también está estancado: lo que gana la candidatura de Valls es lo que pierde el PP (aunque quizás haya que tener en cuenta los 8.000 votos de Vox). Y lo que gana el PSOE (71.000 votos) es más de tres veces lo perdido por Comuns (22.000 votos). No hay pues un corrimiento masivo de voto. Lo más probable es que el PSOE haya conseguido movilizar su base (de gente muy mayor) y atraer votos de la derecha, mientras que Comuns ha padecido una desmovilización de su electorado más volátil (por ejemplo de sectores de cultura libertaria atraídos, hace cuatro años, por las expectativas de un cambio radical). Es lo que tienen las ilusiones.
Ahora estamos ante una situación complicada en la que hay más que perder que ganar. Hay que tener la cabeza fría, lo que no siempre es posible en un contexto político tan tensionado como el catalán. A Comuns se le plantean tres alternativas, ninguna sin un precio.
La primera es el acuerdo con ERC. A mi entender es la peor. Por tres razones. Porque ERC ya ha anunciado que va a priorizar el eje procesista. Porque ERC ya ha mostrado en la Generalitat que la gestión de los problemas cotidianos no es lo suyo, que ellos están por “les coses grans”, y la política municipal requiere mucha dedicación a lo concreto. Y porque además la candidatura está claramente sesgada a la derecha (con un Maragall que siempre fue el ala más conservadora del PSC y un Miquel Puig que ha pasado toda su vida en CiU). Entrar en un Gobierno de ERC de segundón es perder toda capacidad de discurso propio, es asociar definitivamente Comuns al independentismo y desdibujar toda capacidad de discurso autónomo (contando además el papel del colosal aparato mediático del independentismo).
La segunda es aceptar la oferta envenenada de PSC y Valls. Tiene la ventaja de que en este caso se mantiene el protagonismo y el liderazgo en la gestión municipal. Tiene en cambio el coste desconocido de los acuerdos que se exigen (no tanto por parte de Valls, que más bien parece buscar una salida airosa a su fiasco con Ciudadanos, sino por un PSOE con evidentes conexiones con las élites). Tendría además que soportar el insoportable acoso de los medios independentistas (incluyendo en ello el doble juego de EUiA, con una pata en Comuns y otra en ERC) y el posible desconcierto de parte de la militancia.
Y la tercera es quedarse en la oposición, convertirse en el aglutinador de las tensiones que generará el nuevo mandato, trabajar para reforzar el proyecto propio y volver a la carga dentro de cuatro años. Una opción que también presenta muchos problemas. Para la gente que ha estado muy implicada en la gestión, siempre resulta difícil dejar la faena a medias. Salir de la primera línea solo tiene posibilidades de reversión si Ada Colau y varios de los principales líderes están dispuestos a centrarse en el proyecto, en jugar el papel de opositores y en liderar un reforzamiento organizativo. Y existe un claro riesgo de decaimiento, cuatro años después, de un proyecto sin ningún apoyo externo.
Hay tres opciones, pues, y ninguna es buena. Es lógico que hoy por hoy Colau y los suyos defiendan un tripartito de izquierdas. No sólo por eludir los problemas que plantean las otras alternativas, sino porque es lo que se ha estado debatiendo en el proceso electoral, lo que reclaman muchos actores sociales. Una ciudad donde proliferan desigualdades, problemas de vivienda, problemas ecológicos, problemas de convivencia, etc., debe exigir a sus políticos que esas sean las prioridades sobre las cuales organizar la política municipal.
Pero es altamente improbable que un acuerdo de este tipo pueda cuajar porque ello complicaría enormemente la batalla de ERC por la hegemonía independentista y la política del PSOE a escala estatal. Y además supondría en la práctica un triunfo de las posiciones de Comuns. Y por ello estimo que lo único posible es hacer una campaña entendible acerca de las prioridades que debe tener la política municipal en los próximos cuatro años, y adoptar la decisión final en coherencia con esta idea.
Estamos en un momento crucial, donde nos jugamos el futuro de la izquierda transformadora en la ciudad. De cómo se salga de este atolladero se pueden derivar muchas cosas. Y, en todo caso, es necesario un replanteamiento a fondo de lo hecho, para no tirar por la borda tanto esfuerzo bienintencionado.
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5 /
2019