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Albert Recio Andreu

¿Cuatrienio negro?

I

El devenir histórico no evoluciona en función de un guion pre-escrito. Pero las estructuras sociales, económicas, internacionales, etc., marcan un campo de posibilidades y de resistencias. Y el proceso al que se ha llegado en un momento concreto condiciona la coyuntura. Una gran parte del éxito de una determinada iniciativa política descansa en entender cuáles son las estructuras profundas, cuáles son las dinámicas presentes y cuáles son las posibilidades de intervenir para hacer que las cosas vayan a favor. Nunca he entendido bien la referencia a Lenin del «análisis concreto de la situación concreta», pero intuyo que más o menos iba de esto.

No siempre los agentes políticos, los partidos, los militantes, son conscientes de la necesidad de elaborar propuestas que tengan en cuenta estos tres elementos ―estructura, dinámica pasada y posibilidades alternativas―. Hay mucho de pasión, de improvisación, de inercia en las respuestas. Y por ello, también se producen muchos desastres imprevistos. La izquierda, en todas sus variantes, es bastante tenaz en la repetición de errores. Quizá porque siempre se tiene que desenvolver en una estructura hostil, porque sus deseos de transformación le juegan malas pasadas, y porque el campo de las pasiones acaba dominando sobre la necesidad de construir una acción política paciente.

Hoy nos enfrentamos a una nueva situación en la que urgen las salidas inteligentes y sobran los iluminados. Corremos el riesgo de que el alivio experimentado al expulsar al PP del Gobierno hace menos de un año haya sido solo eso, un receso momentáneo. Y que, con variantes, se vuelva a repetir lo ocurrido en épocas anteriores: la vuelta al poder de una derecha inmisericorde, zafia, brutal.

Una derecha que viene aupada por una situación mundial favorable. Que siempre cuenta con muchos recursos económicos. Que controla importantes aparatos de creación de conciencia (desde la escuela católica hasta importantes medios de comunicación, pasando por poderosos «think tanks»). Que tiene a su favor una estructura social donde la individualización y el consumismo han debilitado muchos de los nexos sociales sobre los que se fundaban los proyectos transformadores. Que cuenta con un suelo social formado por hombres socializados en la milenaria tradición patriarcal, de individuos adictos al cambio técnico e ignorantes de los impactos naturales de nuestra actividad…

Y que llega a esta nueva cita electoral tras un período de fuerte crispación en torno a cosas tan sensibles como las banderas y las identidades nacionales.

II

La crispación la ha generado, principalmente, el movimiento independentista catalán. Su desafío, más verbal que real, ha activado todas las pulsaciones que permiten a la derecha españolista alcanzar un predicamento que quizás en otras circunstancias no tendría. Con un Partido Popular que una y otra vez debe acudir a tribunales por sus innumerables casos de corrupción y con un Ciudadanos cuyas propuestas neoliberales difícilmente seducirían a parte de sus votantes. Pero una derecha que puede tapar todas sus fechorías y sus debilidades con la apelación a la unidad nacional. Los independentistas catalanes han conseguido alimentar, hasta límites inconmensurables, la tensión que se vive en un Barça-Madrid. Y ya se sabe que cuando las cosas van de emociones la razón suele esfumarse. Y que el “trifálico” (a veces hay lapsus esclarecedores) pacto de la derecha (moderada y ultra) corre el peligro de garantizarnos un cuatrienio negro.

Lo peor de todo es que una gran parte de la izquierda transformadora, de militantes y activistas, se ha quedado sin voz propia en esta pelea de gallos. O simplemente ha estado abducida por el independentismo. La defensa de un abstracto derecho de autodeterminación, la valiosa inclinación a ponerse al lado del débil, la sugestión de que el movimiento independentista era una ventana abierta a una profundización democrática o, directamente, una puerta a una transformación social más radical, ha acabado por bloquear cualquier posibilidad de voz propia en este conflicto. Estos días que ando releyendo a Rosa Luxemburgo, me asalta la idea que el nacionalismo es la piedra en la que siempre tropieza la izquierda. Una izquierda que hasta el momento ha sido incapaz de generar, en los grandes momentos, un movimiento potente que una a la gente por abajo en lugar de ponerla a formar detrás de unas banderas que otros controlan.

Esta pérdida de voz propia proviene tanto de la adscripción dogmática a un abstracto «derecho de autodeterminación» (evitando evaluar las consecuencias de su aplicación) cómo de la fascinación generada por las movilizaciones independentistas de los últimos años. Unas movilizaciones que en gran parte se desarrollaron alimentadas por un machacón discurso que situaba todos los problemas de la sociedad catalana en su dependencia respecto al estado español, y que aseguraba que la independencia era cuestión de mera voluntad. Que ofrecía, por tanto, la posibilidad de alcanzar la utopía a bajo coste. Y que, para alimentar los ánimos, pintaba al Estado español totalmente irreformable (casi una mera prolongación del franquismo) y reforzaba una visión idílica de la sociedad catalana (casi siempre se cuestionan los programas políticos de los medios de comunicación; a mi modo de ver esta construcción es mucho más potente en buena parte de los espacios de entretenimiento y deporte). Este era precisamente el discurso que una izquierda con clarividencia debería haber combatido con ahínco.

Era falso que la independencia fuera cosa fácil. El estado español no lo iba a permitir, ni contaba con ningún apoyo internacional serio. Entre otras cosas, porque el desgajamiento de Catalunya supondría un nuevo elemento de tensión, económico y político, para el conjunto de Europa. Y no es cierto que los problemas de la sociedad catalana sean provocados desde Madrid (lo que no quiere decir que los Gobiernos centrales no tengan ninguna responsabilidad y que muchas de sus actuaciones hayan jugado un papel esencial en exacerbar la tensión). De hecho, la conversión de Artur Mas al independentismo fue en parte una maniobra para esconder y desviar la reacción social provocada por las «retalladles», la corrupción pujolista y la inanidad de sus políticas. Del cerco al Parlament pasamos al país de las esteladas. Y se generó una dinámica donde lo que ha estado ausente es toda posibilidad de proceso deliberativo. Donde se ha confundido democracia con el mero acto de votar en una consulta en la que no existía ninguna de las condiciones formales básicas que garantizan la pulcritud del proceso. Era, además, bastante claro que no había ninguna estrategia clara por parte de los dirigentes independentistas, que muchos eran conscientes de que la vía unilateral era obligada, que casi nadie estaba dispuesto a ejercer una desobediencia activa verdaderamente radical. Tampoco lo tenían claro los nominados como sindicatura electoral (que renunciaron a la primera amenaza de multa), ni los cientos de altos funcionarios de la Generalitat que acataron sin chistar la aplicación del 155, ni mucho menos los líderes políticos que tras proclamar la independencia se fueron a dormir a Francia por si las moscas y se olvidaron incluso de cambiar la bandera. El procés ha sido mucho más una revuelta pasional, una acción política manipulada, una aventura desnortada, que otra cosa. Y ha generado más una cultura de autoafirmación nacionalista, de desprecio al debate documentado y de banalización de los procesos participativos, que de una democratización social profunda.

La gente de izquierda ha sido, en general, incapaz de tener una voz propia en el proceso. Una voz que se opusiera a los discursos anticatalanes y autoritarios de la derecha y al mismo tiempo pusiera en evidencia la inviabilidad del proceso independentista, la falsedad de su propaganda, su ausencia de estrategia realista y sus déficits democráticos e igualitarios. También que la tensión entre españolistas e independentistas ha servido en todos lados para tapar la ausencia de políticas sociales y económicas necesarias, para camuflar una mera inacción.

No era fácil hacerlo. En el tipo de dinámica en la que estamos inmersos es difícil encontrar un punto medio. La «revuelta independentista» fue alimentada por la continuada campaña anticatalanista del PP (incluidas sus maniobras de control de la cúpula judicial) y por la incapacidad de llevar a cabo un encaje más adecuado en la articulación de un estado donde coexisten sensibilidades muy diferenciadas del hecho nacional. Y aún lo ha hecho más difícil la desaforada actuación de la alta judicatura con el mantenimiento de prisiones provisionales abusivas y calificaciones desaforadas de los delitos. Los líderes independentistas podían ser objeto de un proceso judicial por algunas de sus actuaciones, pero sobre todo requieren ser objeto de un proceso político por su aventurerismo, su manipulación, su irresponsabilidad y su incoherencia. Y precisamente es la judicialización del proceso, su planteamiento sesgado (sensación que la actuación de los fiscales en lo que llevamos de juicio no ha hecho más que reforzar), el mayor obstáculo para serenar los ánimos.

Las peleas sobre lo nacional siempre tienden a bloquear los debates sobre el resto de cuestiones. Siempre generan tal nivel de pasión que enturbia ánimos e impide el debate sereno. Siempre coloca a los disidentes de uno y otro bando bajo sospecha. En la situación presente, con una izquierda alternativa tan poco madura, tan poco asentada, tan sujeta a presiones, quizás era pedirle demasiado que asumiera la osadía de hablar claro y aguantara el chaparrón. Pero el rey sigue estando desnudo y se sigue notando la ausencia de la voz del niño que lo haga evidente.

III

El independentismo ha vuelto a dar la nota en la cuestión presupuestaria. Ha preferido cargarse al Gobierno y abrir la posibilidad de un cuatrienio negro que realizar una acción táctica de repliegue. Es, hasta hoy, la última jugada del juego de la gallina que llevan protagonizando las diferentes familias del soberanismo (tan bien narradas y analizadas por el periodista Guillem Martínez en sus contribuciones a la revista digital Ctxt). Cuando parecía que ERC había asumido una posición más sensata respecto a la situación que sus competidores de Junts per Catalunya, ha sido ERC el primero que ha corrido a anunciar su veto a los presupuestos del Estado, seguramente para tomar la delantera a la gente de Puigdemont. Más o menos lo mismo que hicieron en octubre del 2017, cuando varios de sus líderes se afanaron en cuestionar que Puigdemont anunciara una convocatoria de elecciones que habría frenado el 155. Y fue ERC la que inició la campaña a favor de un referéndum de independencia que acabaría generando la situación actual. Son demasiadas ocasiones para mostrar sentido de la oportunidad.

En la situación actual, la victoria de un tripartito derechista es probable. Y no conviene minusvalorar la amenaza. En los últimos seis años de Gobierno Rajoy ya hemos asistido a una regresión de derechos sociales y políticos considerables. El corto Gobierno de Sánchez no ha tenido tiempo ni demasiada voluntad para revertir los más dañinos (la reforma laboral, la ley mordaza…). Una derecha reforzada sólo promete reforzar el desastre. Los que han hecho caer al Gobierno prefieren jugar a la ruleta rusa. Supongo que algunas de sus mentes pensantes creen que un Gobierno derechista puede decantar a su favor la opinión pública catalana. Pero ignoran tanto la polarización política que ya se ha producido en Catalunya como el peligro que puede suponer el trío de Colón y la larga sombra de un Aznar sin complejos.

Y cuando la irresponsabilidad ha precipitado una situación dramática, una parte de los Comunes anuncia, precisamente, que va a crear una nueva organización política soberanista que presumiblemente está dispuesta a hacer un frente con ERC. Y es la gente de este entorno la que está creando un discurso paralelo según el cual lo que quieren las élites españolas es una reedición del nonato pacto PSOE-Ciudadanos, y lo del tripartito es fundamentalmente un espantajo para hacer aceptable este pacto. Es posible que alguien haga este tipo de apuesta, aunque las élites económicas del país nunca han hecho ascos a gobiernos de derechas (que además estarán bien alineados con la ultraderecha de Trump). Más bien suena a un argumento construido para obviar la enorme responsabilidad de ERC y Junts per Catalunya y seguir jugando al procés.

Seguimos viviendo en un país donde la única posibilidad de generar transformaciones mínimas pasa por una alianza de toda la izquierda y el nacionalismo periférico. No es un problema de deseo, me baso en el análisis de los resultados electorales, de observar cómo los actuales son bastante parecidos a los de la Segunda República, e indican que hay una estructura socio-política relativamente estable, aunque algunas coyunturas lo pueden alterar (como la mayoría absoluta del PSOE en 1982, que expresó de forma nítida una voluntad de liquidar el franquismo). Y para hacerla posible, requiere que todas las partes sean capaces de articular soluciones aceptables. Y esto vale tanto para los independentistas como para la izquierda alternativa. Entenderlo posiblemente nos ayudara a todos a elaborar mejores propuestas, a desarrollar vías más sólidas de transformación. Algo que será mucho más difícil si en los próximos cuatro años se produce un nuevo retroceso político.

Parte del desastre ya se ha producido. Es inevitable. Pero aún hay espacio para evitar lo peor, antes y después de las elecciones. El primer paso para ello debería consistir en tratar de imponer una visión realista de la situación, en reconocer que la trayectoria seguida ha contribuido a generar el problema, en tratar de propiciar una dinámica que nos saque del pozo.

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2019

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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