La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Política de las emociones: marea negra, marea amarilla
I
Pensábamos vivir en un país diferente, donde la respuesta a la crisis y la globalización, en lugar de favorecer el crecimiento de la extrema derecha, había generado la nueva izquierda de Podemos. Pero esto fue hace cuatro años, cuando también en otros países parecía que podía ocurrir lo mismo; cuando Syriza triunfaba en Grecia, cuando se constituía el tripartito portugués, cuando Bernie Sanders y Jeremy Corbin eran estrellas en ascenso, y cuando la nueva izquierda española estaba a punto de obtener el control de importantes ciudades del país.
Pero cuatro años son muchos, y entretanto ha habido situaciones que han activado al sector más tradicional de la población española. Catalunya en primer término, pero también el tema de los refugiados y el temor a una avalancha migratoria, temor que es difícil de sostener con datos estadísticos pero que constituye un reclamo poderoso para las mentes influenciables (sin olvidar el miedo que genera entre los machos alfa la nueva fase de movilización feminista). Los independentistas catalanes son culpables de sus propios errores, pero es indudable que su revuelta ha posibilitado que la derecha pura y dura haya encontrado una vía de activación de una base social dispuesta a ello.
Por el contrario, la izquierda ha perdido atractivo y desmovilizado a sus bases. Parte de este desencanto obedece al simple hecho de que no se cumplieron las expectativas de victoria en las elecciones generales. Los votantes de izquierdas a veces parecen comportarse como los inversores financieros que huyen de las empresas que no consiguen cumplir unas expectativas demasiado optimistas, aunque sus resultados financieros sean buenos. Parte de este extrañamiento es fruto de la incapacidad de la izquierda organizada para resolver adecuadamente sus conflictos internos, para gestionar su inevitable diversidad y para evitar, demasiadas veces, que la disidencia se convierta en un conflicto mayor (y, lo que es peor aún, de la pulsión de muchos líderes a generar un conflicto político cada vez que sienten que sus méritos no son reconocidos).
Se debe también a que el espacio de Unidos Podemos ha sido incapaz de trasladar a parte de las bases la necesidad y oportunidad de un proyecto común, y a menudo han proliferado los sectarios más interesados en mantener su pequeña parcela de poder que en desarrollar una línea de acción colectiva. Y es consecuencia también de que la gestión realizada en los grandes ayuntamientos no ha provocado los cambios radicales que la gente creía. Esto último quizá sea en lo que menos responsabilidad tienen quienes han gestionado las instituciones, aunque sin duda pecaron de voluntarismo y pensaron que bastaba con acceder al poder municipal para realizar transformaciones profundas. En su defensa hay que reconocer que han hecho bastantes cosas (en mi ciudad, lo más relevante ha sido un aumento del gasto social, que ha paliado la grave situación que padece una parte de la población, y un aumento del gasto en movilidad que ha reducido el coste real del transporte público), pero estas cosas ni llegan a todo el mundo (especialmente el gasto social), ni son vistosas, ni sirven para resolver otras demandas sociales —como la de numerosos equipamientos pendientes, la subsanación de los problemas de vivienda, de la precariedad—, ni han generado una ruptura total con la hegemonía de los intereses especulativos. Era ingenuo pensar que ayuntamientos aislados, en un contexto de globalización, políticas neoliberales y parálisis institucional, podrían cambiar las cosas. Y puede ser aún más erróneo no reconocer estas limitaciones, no explicarlas y no elaborar una propuesta de cambios creíbles que ayuden a recuperar parte del entusiasmo perdido.
Las elecciones andaluzas han sido una bofetada de realidad y un aviso. Culpar de todo ello a Susana Díaz y su troupe es lo más fácil. Su responsabilidad pasada y presente es indudable, pero el ascenso de la derecha, con un discurso netamente ultra en las tres formaciones, y la caída de Unidos Podemos no pueden ser obviadas tan simplemente. Hay que analizar cuáles son los procesos que activan o desmovilizan a la gente. Es la única forma de poder desarrollar una política con sentido.
II
Si en España noviembre ha traído la marea negra, en Francia —este país al que tanto seguimos mirando— ha traído la marea de los chalecos amarillos. Un movimiento en sí mismo extraño del que sólo están claras algunas cosas: su capacidad de generar “incendios sociales” a través de las redes, especialmente como respuesta a una acción puntual que impacta (en este caso el anuncio del aumento del gasóleo), y la ausencia de una dirección y unos objetivos claros, más allá del rechazo al poder político en general y a Macron en particular.
En algunos aspectos recuerda al 15-M del “no nos representan”. En otros, no: mientras que allí hubo “ágora” y debate (todo lo ingenuo que se quiera, pero salían ideas y propuestas), aquí hay mucha más acción que propuestas. Presencié en directo la manifestación de Montpellier el día 8 de diciembre (estaba ejerciendo de turista, sinceramente). Unas mil personas se manifestaban por el centro (la ciudad tiene un cuarto de millón de habitantes, y la conurbación supera el medio millón) sin consignas ni pancartas. Se limitaban a bloquear actividades (un centro comercial, un mercadillo navideño) sin generar mayores tensiones. De hecho, el centro comercial había sido bloqueado por la acción de un piquete de unas quince personas y la pasividad policial (nada que ver con lo que hemos experimentado en jornadas de huelga, por ejemplo delante de El Corte Inglés). Quizá mi observación sea sesgada, quizá en París fuera muy diferente, quizá el día 8 la cosa ya anduviese a la baja. Pero es bastante obvio que el movimiento carece de una dirección clara. Que es más una respuesta reactiva que propositiva. Que reúne a gente que vota a Le Pen (aunque ahora parece que el partido no está por la labor, pues huele a sangre electoral) y a gente de Mélenchon, esta última dispuesta a apuntarse a todos los follones con el convencimiento de que estos siempre producen resultados progresistas. Más o menos el mismo tipo de pulsiones que han llevado a muchos izquierdistas catalanes a ser abducidos por el procés, con la esperanza de que acabe provocando una “ventana de oportunidad” para un cambio social más profundo. Pero raras veces este tipo de movidas evolucionan hacia procesos traducibles en políticas alternativas, en gran medida porque la espoleta que los genera se sustenta más en valores tradicionales que en una demanda de cambio social real.
Que Macron representa un modelo de política desde la élite es indudable. Que sus propuestas han impactado negativamente en las clases populares, también. Que las movilizaciones reflejan el hartazgo por una situación que la gente de a pie viene padeciendo desde hace tiempo, tres cuartos de lo mismo. Pero lo que resulta llamativo es la radicalidad y rapidez con que ha calado una respuesta social contra el aumento del precio del combustible, frente a, por ejemplo, la timidez y la falta de contundencia ante unas reformas laborales de mucho mayor calado.
III
En todas las mareas actuales juega un factor común: hay algún elemento emocional que tiene un enorme impacto catalizador. Y en todos ellos se trata de un elemento que apunta a valores, creencias o experiencias conservadoras. Es evidente en los movimientos nacionalistas convergentes que se confrontan en el espacio español. Independentistas y unionistas apelan a una visión mítica del país, sin contaminación externa. Aunque en el nacionalismo catalán proliferan los grupos que se definen como anticapitalistas, su convicción de que con la independencia todo resultará más fácil parte del convencimiento de que Catalunya tiene una tradición mucho más democrática que el resto del país. Y si de las declaraciones de los líderes se pasa al debate con la gente que los apoya, afloran con mucha más facilidad valores y prejuicios tradicionales. Aunque es cierto que hay una diferencia notable respecto a lo que se intuye en el votante de Vox y el votante independentista, lo que subsiste es la visión reduccionista del otro.
Pero este, el del nacionalismo identitario, es sólo uno de los factores que enervan a un sector de la población y lo movilizan. Hay cosas más modernas que generan respuestas igualmente potentes. Todo lo que tiene que ver con el coche privado es una de ellas. Que la espoleta de los chalecos amarillos haya sido el aumento de los impuestos al gasóleo no es una curiosidad. El coste de los carburantes ha intervenido en movimientos sociales explosivos en diversos países subdesarrollados en los que el porcentaje de propietarios de vehículos es sustancialmente inferior. (Sin contar el relevante papel que han tenido los peajes de autopistas en la construcción de la sensación de agravio que ha impulsado al independentismo catalán.) La reacción airada de un sector de la población cuando se toca algo que afecta al coche es algo habitual en la política urbana: cualquier líder vecinal puede explicar los enfrentamientos que ha experimentado cada vez que un solar es transformado en un equipamiento o una zona verde, o cada vez que se pacifica una calle (y se pierden espacios de aparcamiento), por no mencionar el debate actual que genera la implantación de carriles bici. El coche es un tótem consumista de primera dimensión; un tótem que combina aspectos de estatus, de autonomía personal. El coche ha posibilitado un desarrollo espacial y una gestión de la vida cotidiana impensables con otro modelo de transporte, y cualquier regulación que lo afecte impacta en la cotidianidad de mucha gente. No es casualidad que sea el mundo rural y semirrural el que responde con más energía, pues es allí donde el vehículo privado desempeña un papel más esencial en la gestión del día a día, y donde los nuevos impuestos impactan más en el bolsillo de la gente.
Si algo de nuevo tiene el conflicto francés es que apunta a un tipo de conflictos que pueden proliferar en el futuro próximo. La crisis ecológica empieza a mostrar sus primeros síntomas importantes y obliga a aplicar algunas regulaciones. Pero estas no son generales ni se traducen en cambios de orientación que afecten a los intereses económicos dominantes. Son medidas parciales que impactan más en unos colectivos que en otros y que, lejos de propiciar una comprensión seria de la naturaleza de los problemas, lo que hace es generar agravios a sectores particulares. El de los impuestos al gasóleo o el de las restricciones de tráfico a los vehículos más contaminantes son buenos ejemplos. Afectan más a la gente con menos ingresos, que no puede renovar su equipo, que a la gente pudiente que acabará comprando los vehículos que se adapten a la nueva regulación (de hecho, se trata de una medida pensada para que el sector automovilístico pueda prolongar su ciclo de vida), y por ello es una fuente de tensiones y respuestas virulentas; respuestas en que los políticos que adoptan medidas son fácilmente vilipendiados por miles de personas que han construido parte de su vida diaria en torno al coche.
Los políticos ultra tienen muchos campos donde fertilizar su demagogia apoyándose en los valores y las prácticas de toda la vida, creando chivos expiatorios y ofreciendo respuestas simplistas a problemas graves y complejos. Y apuntarse a este terreno con la esperanza de que, tratando de estar al frente de las movilizaciones, se conseguirá encauzar la situación hacia otro territorio es lo más ingenuo e inútil que puede hacer la gente de izquierdas. Supone ignorar a qué responden y qué dinámicas tienen las pulsiones que han generado el movimiento. Lo importante no es quién dirige sino hacia dónde se va; supone proponer una ruta alternativa a problemas reales de la gente, transformar la dinámica de las pulsiones instantáneas en un proceso de reflexión y respuesta colectiva.
IV
Las emociones son inevitables en cualquier actividad social. Olvidarlas y pensar que las personas actúan siempre como respuesta a una reflexión profunda e informada es inútil. Lo saben muy bien los miles (o millones) de psicólogos, especialistas en marketing, que asesoran a las empresas y los grandes líderes para hacer que la gente se comporte en un determinado sentido. No siempre se consigue, pero es obvio que su papel resulta esencial para la continuidad del sistema, para la supervivencia de la cultura de la competencia individual y el consumismo.
Pero basar la acción política en el manejo de emociones es seguramente la mejor vía para que el sistema social siga generando movimientos que no sólo son incapaces de generar un proceso de verdadera transformación e impugnación del poder del capital, sino que a menudo conducen a verdaderas catástrofes. Conocer el papel de las emociones es tan necesario como buscar formas de acción política y social que reduzcan su papel. Supone de entrada replantearse el papel de los nuevos medios de comunicación que tanta influencia están teniendo en la generación de respuestas reactivas, movidas de corto alcance (en cuanto a su continuidad temporal) y legitimación de discursos reaccionarios. El 15-M tuvo la virtud de generar un debate sobre la democracia, pero, inevitablemente, predominaron las respuestas simplistas y la ingenuidad. Ahora toca revisar la experiencia y buscar salidas frente a la suma de mareas que pueden anegar cualquier posibilidad de avanzar hacia sociedades democráticas, igualitarias y ecológicamente sostenibles. Y me temo que algunas de las respuestas deben darse con urgencia, pues alguna de las mareas amenaza en el horizonte.
30 /
12 /
2018