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Albert Recio Andreu

Ensimismados

I

Llevamos demasiados años a la espera; mucho tiempo en el que una tensión política extrema esconde la ausencia de políticas reales. Catalunya ha conseguido ocupar el lugar central de la política española. Nunca había ocupado tanto espacio. El imperialismo medieval catalano-aragonés sólo llegó hasta Murcia (y acabaron cediendo esta región al Reino de Castilla). Ahora Catalunya ocupa un lugar central en el debate de las elecciones andaluzas, y lo volverá a tener a lo largo del nuevo ciclo electoral que ya llama a la puerta. Un debate en que los símbolos, la tensión emocional y la vaciedad argumental lo ocupan casi todo, tanto en Catalunya como en el resto del país.

El debate catalán sirve para esconder, en todos lados, la vaciedad de las políticas reales. En Catalunya la Generalitat hace tiempo que no opera. Tras los brutales recortes que realizó el primer gobierno de Mas (el que pomposamente se autodenominó “Govern dels Millors”), toda la actividad se centró en dar vuelo al procés, en convencer a la gente de que todos los problemas venían de Madrid y de que el futuro sería maravilloso una vez que se alcanzara la independencia. Y, mientras llegaba la apoteosis del fin de fiesta, el país se sumía en un deterioro de los servicios públicos, en la ausencia de políticas necesarias en muchos ámbitos y, poco a poco, aflora la mierda de una corrupción diseñada al alimón por un puñado de empresas habituadas al mangoneo de la cosa pública y el viejo aparato de Convergència Democràtica.

Pero del procés, como del jamón, se aprovecha todo. Y si en Catalunya ha sido útil para tapar la política de la derecha catalana, en el resto del país ha servido para dar a la derecha una batalla a la que apuntarse y tapar también sus vergüenzas. Nada como una buena bandera para arroparse cuando no se tienen ni ideas interesantes ni ganas de afrontar la realidad. Tan jugoso ha sido el envite catalán que ha servido al mismo tiempo para camuflar la inacción política del PP (tan parecida en todo a la de su “enemigo” catalán) y para dar vida a dos nuevos proyectos políticos, Ciudadanos y Vox. Otro producto “tres en uno” surgido de la manufactura catalana.

Tan bueno ha sido el producto que hasta lo ha comprado una parte de la izquierda radical (todos los grupos afines al trotskismo, parte del comunismo ortodoxo y el anarcocarlismo cupero). Y es que en tiempos de hegemonía capitalista no hay nada que atraiga tanto a estos sectores como la posibilidad de creer que una revolución es posible. También en estos espacios la contrapartida ha sido olvidarse de organizar a la gente para otras cosas. Y es que ya se sabe: uno no puede estar en todo.

Mientras, la gente espera que haya gobiernos que mejoren la educación, la sanidad, los servicios sociales, la cultura; que las políticas ayuden a transformar nuestro sistema productivo y nuestra organización social para adaptarse al cambio climático, para que todo el mundo tenga una renta y unas condiciones de vida dignas, para que se afronten los cambios técnicos; para que se tomen medidas de verdad contra los problemas que genera el patriarcado; para que el empleo mercantil sea sólo una parte de una vida social y personal aceptable…

Escribir hoy, cuando ha habido en Barcelona movilizaciones de parte de la profesión médica, de parte de los docentes, de los estudiantes universitarios y de los bomberos, puede dar la impresión de que las cosas están empezando a cambiar, de que la gente está saliendo de la larga sesión de hipnotismo a la que fue convocada (y vale la pena recordarlo, se apuntó con entusiasmo) y vuelve a luchar por lo principal. De hecho, ha habido gente que nunca lo ha dejado de hacer: los de la PAH, los pensionistas, los movimientos vecinales en defensa de los servicios públicos, las kellys. Pero ahora sería distinto. Pues los que se movilizan son en gran medida una parte de los mismos que han apoyado entusiásticamente el procés (por ejemplo, la movilización de enseñanza ha sido organizada por IAC-USTEC y CGT, los dos sindicatos que convocaron el año pasado una huelga general en apoyo del independentismo). No se puede descartar nada. Es posible que, como la gente ya sabe que lo de la independencia va para largo, piense que ya es hora de volver a exigir lo mínimo. Pero también hay malas lenguas que apuntan que es una movilización en la que se mezclan demandas sociales auténticas con estrategias diseñadas ante el próximo ciclo de elecciones sindicales.

Si realmente se quisieran imponer cambios a corto plazo, lo primero que habría que hacer sería presionar para que se aprueben los presupuestos de las distintas administraciones, puesto que en nuestro sistema fiscal el presupuesto de cada nivel (local y autonómico) depende en buena medida de los presupuestos de niveles superiores. Y en este campo todos los niveles de la Administración (al menos Barcelona, Catalunya y España) parecen conformados a una prórroga presupuestaria que no significa más que prolongar la tortura, la inactividad real de las políticas. Y es también la política catalana la que va a impedir la aprobación de un presupuesto estatal.

Todo conspira para que el empantanamiento no tenga fin. En Catalunya hay bastante gente con influencia mediática que vive del procés. Por otra parte, ninguno de los actores está dispuesto a hacer una autocrítica o una seria revisión de lo inviable de la propuesta independentista, y cuando aparece alguna indicación al respecto, enseguida es sepultada por un exabrupto de alguien más radical que impide profundizar en esta línea. De hecho, tampoco las bases están dispuestas a hacer este ejercicio de reflexión pues nadie tiene interés en reconocer que se ha dejado engañar o ha participado alegremente en una aventura insensata. Pero es que tampoco en la derecha española hay nadie dispuesto a frenar la sinrazón de entender que estamos ante una situación que requiere capacidad de innovación institucional y voluntad de reconstruir el encaje de la periferia. La insensata, y poco justificada, acusación de rebelión y sedición a unos líderes que en todo momento llamaron a una respuesta pacífica y que ni siquiera se atrevieron a realizar el acto simbólico de cambiar la bandera tras proclamar (más bien con sordina) la independencia, no hace más que dar gasolina al independentismo. Estamos ante una dinámica petrificada, donde todo parece moverse pero seguimos varados en el mismo lugar. Y, mientras, los problemas sociales, ecológicos y económicos siguen cavando una fosa de la que costará salir.

II

A la espera de que los movimientos sociales ganen fuerza (aunque no sabemos muy bien cómo fortalecerlos), mientras seguimos empantanados en Catalunya, en toda Europa emerge con fuerza una nueva derecha ultranacionalista, reaccionaria, autoritaria que nunca se fue, pero que ahora se alimenta de las amenazas simbólicas y reales que genera la globalización. De hecho, siempre estuvo aquí, aletargada. Descansa en años de cultura imperialista en muchos países europeos, en dos siglos de socialización nacionalista en todos lados, en la pervivencia de viejas ideas reaccionarias habitualmente promovidas por las distintas iglesias y también en buena parte de las políticas culturales del capitalismo consumista.

No cabe duda de que el procés ha hecho mucho por alimentar a la bestia en nuestros lares. Pero la dimensión del fenómeno indica que se trata de un proceso más general, que tiene que ver no sólo con el impacto de las políticas de ajuste y la frustración de las expectativas sociales (recortes que han afectado de forma muy desigual en los distintos países europeos), sino sobre todo con el miedo a la “invasión de los bárbaros” y el rechazo a las voces agoreras de la crisis ecológica y el fin del crecimiento. También se nutre del simplismo y la impaciencia ante la dificultad de resolver muchos de los problemas complejos que afectan incluso a la vida cotidiana de la gente. El autoritarismo siempre tiene como aliado la simplificación de las soluciones. Y, aunque nunca se suele mostrar eficaz, su prestigio nunca decae.

Estamos en una situación tan peligrosa como la de los años treinta, aunque las circunstancias son otras. Entonces el peligro venía de una movilización de fuerzas reaccionarias para atajar la expansión de la revolución proletaria y las frustraciones generadas por la crisis de 1929. Se basó en promover una intensa movilización social, de corte militarista, y en ofrecer políticas claramente orientadas hacia el expansionismo imperialista. Era un reaccionarismo “hacia afuera” aunque también incluyera una criminal política de limpieza interna. Ahora el modelo apunta hacia otra variante, el de blindarse hacia adentro y el de generar un autoritarismo por delegación compatible con mantener a la gente aislada y enganchada a los diferentes juguetes de la industria electrónica. La limpieza interna puede ser incluso más suave, por cuanto en una sociedad mediática el ostracismo es un potente mecanismo de control social.

Frente a esta amenaza no parece que haya otra opción que desarrollar un amplio frente de gente dispuesta a parar una nueva experiencia reaccionaria. Hace unos años, con el 15-M, Occupy Wall Street o el ascenso electoral de Syriza y Podemos, parecía que estábamos en otra fase de cambio intenso. Hoy, en cambio, la situación ha virado en muchos sitios hacia la amenaza de un giro radical a la derecha. En este contexto, no queda otra que hacer frente a esta amenaza tejiendo un verdadero movimiento social en defensa de los valores democráticos de base que deben sustentar cualquier sociedad decente. Para tratar de generar una respuesta racional, socialmente avanzada, organizada a los problemas que ha hecho aflorar la globalización, a los impactos de la última crisis, a las transformaciones que plantea la amenazante crisis ecológica. Y para ello no parece que la batalla principal pase ni por la cuestión nacional ni por un enfrentamiento entre reforma y revolución. Mientras cada cual siga ensimismado en su parcela, el empuje reaccionario se nos puede llevar por delante. Empieza a ser hora de despertar, de buscar mediaciones para reconocer dónde está la amenaza principal.

30 /

11 /

2018

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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