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Albert Recio Andreu

Imperialismo defensivo: de populismos y migraciones

Cuaderno postcrisis: 9

I

La dinámica del capitalismo se ha basado en la expansión permanente. En términos espaciales y en términos de un creciente número de actividades  sujetas a la lógica de la rentabilidad privada.  Las sociedades capitalistas se desarrollaron dentro del proceso que el historiador Alfred Crosby llamó acertadamente de creación de “nuevas Europas”. Un proceso a través del cual Europa exportó personas, tecnologías, animales, vegetales y parásitos para tratar de reproducir en otras latitudes el mismo tipo de producción que existía en Europa. Crosby llamó acertadamente a este proceso “Imperialismo Ecológico” porque de lo que se trataba era de reproducir el hábitat productivo europeo.  Esta primera fase colonizadora incluye muchas de las características que podemos encontrar en las sucesivas fases del capitalismo:  papel crucial de la esfera pública que garantiza condiciones básicas del proceso (de la financiación de las primera exploraciones, a la construcción de infraestructuras y la garantía de los mecanismos coactivos básicos),  proyectos de enriquecimiento privado cobijados bajo esta intervención,  destrucción de las condiciones sociales y materiales que garantizaban la vida de los pueblos colonizados,  ignorancia de los impactos ambientales, recurso recurrente a la violencia tanto pública como privada. La historia posterior ha experimentado numerosas variaciones del proceso pero la tendencia a la expansión, a la reproducción de modelos productivos y sociales, no ha cesado. La globalización neoliberal del último periodo ha sido una nueva variante de un viejo proceso adaptado a las nuevas condiciones del mundo post-colonial y a las potencialidades que ofrecían las tecnologías del transporte y las comunicaciones.

Hay muchos aspectos comunes en estos procesos. En primer lugar, un olvido bastante persistente de las condiciones sociales y ambientales que sustentan la posibilidad de un proceso productivo reproducible. Esto es muy obvio en la economía extractiva de la minería (y de gran parte de la pesca) o en la destrucción de comunidades humanas generada por el esclavismo, pero su continuidad es evidente tanto en la relación que establece la economía capitalista con el mantenimiento de la vida (básicamente realizado en la esfera doméstica) como en la continuada ignorancia de los ciclos naturales y la proliferación de desastres ecológicos. En segundo lugar, la persistencia de una visión eurocéntrica, racista con respecto al resto de poblaciones con las que se interacciona. Sin este supremacismo moral hubiera sido más difícil autolegitimar  el esclavismo, la expulsión de las poblaciones indígenas, la servidumbre y la rapiña que caracterizan gran parte de nuestras relaciones con el Sur. En tercer lugar, la ya comentada colaboración público-privada, en la que el sector público garantizó los elementos de fuerza y las infraestructuras básicas de modo que empresas e individuos se limitaron a desarrollar sus “proyectos” privados dentro del contexto que los hacía viables. Y en cuarto lugar, una permanente transformación de la geografía productiva  del planeta, con tendencias a la concentración espacial de las actividades, la desertización de otros espacios, etc. Quizás la resultante más evidente es la imparable tendencia a la urbanización.

II

En la actual fase de globalización se mantienen muchos de estos elementos, pero otros se han alterado de forma relevante. En primer lugar, gran parte de la producción mundial se ha desplazado hacia países diferentes de las “viejas y nuevas Europas”. Aunque esta expansión ha estado inicialmente propiciada por las deslocalizaciones productivas desde los países centrales, no se puede pasar por alto que países como China, Japón o Corea del Sur tienen un grado de autonomía nada despreciable y también en ellos la combinación entre la esfera pública y el capitalismo privado juega un papel esencial a la hora de determinar su modelo de desarrollo. En segundo lugar, la empresa capitalista ha experimentado una notable mutación, especialmente el núcleo de grandes empresas que controlan las decisiones productivas básicas. Una transformación que afecta tanto a la organización de la producción, como al papel jugado por el área financiera y el núcleo central del poder empresarial.  De un modelo de producción concentrado en el espacio y basado en estructuras productivas muy rígidas se ha pasado a un modelo de empresa red que supone tanto la externalización (geográfica y contractual) de muchos procesos como la modularización de las actividades internas.  La financiarización no sólo implica la formación de un complejo sistema financiero (y la conversión de parte de la actividad en una especie de casino) sino que significa una verdadera transformación en las pautas de gestión de las empresas “productivas”. Y el núcleo central de la actividad se ha desplazado desde el control directo de la producción al dominio de los derechos que conceden poder de mercado: marcas, patentes, contratos de gestión. Y en tercer lugar, el despliegue de una inmensa red mundial de transportes y comunicaciones, que no sólo favorece la circulación de todo tipo de flujos financieros y mercancías sino que genera iconos, imágenes y percepciones a escala planetaria (escribir esto en pleno mundial de futbol es una obviedad).

Con todo ello, las grandes empresas, los ricos del planeta, han alcanzado un inusitado nivel de poder y de enriquecimiento.  Pero a costa de hacer emerger o de reforzar nuevos problemas y de generar nuevos conflictos. El reconocimiento de las insoportables  desigualdades (de clase, de género) entre países o el peligro del cambio climático  son sólo alguno de los más acuciantes.

III

En este contexto es donde debe situarse el debate sobre las migraciones. Éstas han sido habituales a lo largo de la historia humana y han tenido un papel relevante en la generación de muchos cambios sociales y políticos. El imperio romano y el mundo esclavista se hundieron en parte por la presión de las migraciones externas. El capitalismo moderno se consolidó en parte por un proceso migratorio masivo hacia las nuevas Europas. Una migración por un lado voluntaria y por otro forzada (de esclavos africanos, de convictos europeos).

Las migraciones  tienen que ver tanto con procesos de atracción como de expulsión. La gente emigra para prosperar o simplemente porque se le hace insufrible la vida en su lugar de origen. A veces son autónomas, desorganizadas, y otras son impulsadas por los futuros empleadores. Este último caso suele ser a menudo lo que ocurre al principio de cualquier flujo migratorio entre territorios anteriormente poco relacionados: la primera inmigración importante de mujeres para trabajar en el servicio doméstico en España, a principios de la década de 1980, provino de Filipinas, un país lejano y cuyo idioma habitual era el tagalo y el inglés. Estas mujeres vinieron porque sectores burgueses no encontraban mano de obra barata en España y una orden religiosa se dedicó a organizar el “mercado”, a facilitar no sólo el transporte sino a certificar la moralidad del proceso. Una vez establecida una “playa de desembarco”, el proceso puede adquirir mayor autonomía.

A diferencia de las fases iniciales del capitalismo, los flujos predominantes en la actualidad son del tipo Sur-Norte (aunque no hay que perder de vista el impacto que generan los desplazamientos en sentido inverso, mayormente directivos de multinacionales, agentes de organismos públicos y ongs, así como intervenciones armadas). Estos flujos obedecen tanto a efectos de expulsión como a efectos de atracción. Entre los primeros destacan los conflictos armados, los impactos del cambio climático, la expulsión de campesinos, la pobreza y la ausencia de perspectivas en los países de origen, y también los efectos-llamada: hay espacios del mercado laboral que se cubren sistemáticamente con extranjeros, como es el caso de gran parte de los servicios de cuidados, y los cambios demográficos en los países europeos indican que este efecto será persistente y continuo. No puede tampoco despreciarse el atractivo que el mundo rico ejerce para muchas personas, en términos económicos y de libertad individual. En este último caso es bastante probable que la globalización de los medios de comunicación contribuya a reforzar el fenómeno, en la medida en que el discurso implícito que irradian de los medios suele sublimar la visión de las caras amables del sistema y esconder en cambio los defectos. En su conjunto, se trata de una migración consustancial a la propia dinámica del sistema. Muchos de los procesos de expulsión están directamente relacionados con intereses de los países ricos (como las guerras por el control de recursos minerales) o los efectos de nuestro modelo de desarrollo (por ejemplo el cambio climático). En otros casos las migraciones cubren necesidades específicas de los países ricos y en otros más “nuestros” aparatos de propaganda alientan las ilusiones de mucha gente. No se puede pretender que se globalicen los flujos de información, de materiales, de bienes y de información, y que no ocurra lo mismo con los movimientos de población.

IV

La globalización ha reestructurado la economía mundial y ha impactado en la economía y la sociedades capitalistas centrales. Y su impacto ha afectado tanto a la estructura productiva y al empleo como al funcionamiento del sector público. Durante muchos años el estado no sólo ha jugado un papel esencial en crear las bases para el desarrollo capitalista, sino que también ha constituido el espacio donde ha podido desarrollarse el conflicto social y donde se han podido poner en práctica medidas y regulaciones orientadas a limitar el poder del capital y paliar sus efectos. La acción del estado ha requerido el desarrollo, en todas partes, de una cultura nacionalista entre la población. Un nacionalismo que ha servido para movilizar a la gente cuando se ha requerido (por ejemplo en las guerras), para legitimar las aventuras imperiales pero también para justificar medidas de protección de derechos sociales. Y ha provocado que mucha gente interprete el mundo en clave dual —extranjeros y nacionales— o que evalúe el desarrollo en clave de mérito nacional, ignorando el impacto que tiene esto en el resto del mundo.

Hoy, en los países centrales, una parte importante de esta población socializada en el nacionalismo y el supremacismo europeo vive en medio de una gran zozobra. Con miedos justificados —desempleo, deterioro de las condiciones del empleo, de los servicios sociales, etc.— o no. Educada además en una infracultura de individualismo consumista que dificulta el entendimiento de procesos básicos, como los impactos ambientales, y que dificulta una evaluación sosegada de dilemas colectivos [1] . Y frente a estos desafíos se abre un enorme campo de acción para los reaccionarios defensores del cierre social. Esta es la clave de los nuevos movimientos de derechas que se están imponiendo en muchas de las viejas y nuevas Europas y que están poniendo en jaque la base de cualquier política democrática. Pues se basan en aceptar como normal un trato discriminatorio, racista, frente a “la gente de fuera”, así como en promover una forma de hacer política basada en el caudillismo.

Un desafío que no podrá solo plantearse en términos ético-democráticos. Si bien la defensa de principios básicos es ineludible. El problema de fondo es que la globalización neoliberal (favorecida por las nuevas tecnologías y el despilfarro energético en el que estamos instalados), como toda la globalización anterior, nunca fue un proyecto universal. Exigía mantener enormes desigualdades entre grupos sociales diferentes. No sólo en beneficio de las élites, sino también de la gente de unos países determinados. El análisis del capitalismo real resulta incompleto si se limita a considerar la propiedad y las relaciones de clase. Hay que añadirle el papel del patriarcado en la reproducción social y las estructuras de género. Y el del imperialismo como mecanismo de imposición de condiciones de desigualdad entre habitantes de países diferentes. Y el efecto que todo ello sumado genera sobre la base material de nuestra existencia, la naturaleza.

Luchar contra el capitalismo hoy, responder a su modelo explotador y depredador, requiere más que nunca de un pensamiento cosmopolita, orientado a elaborar propuestas de desarrollo viable, justo y deseable para el conjunto de la sociedad. Si algo bueno nos debería dejar la fase neoliberal debería ser que nos sitúa inevitablemente frente a la necesidad de pensar una economía en clave planetaria, de humanidad. A volver a la senda que trataba de esbozar el “proletarios de todo el mundo, uníos” pero sin caer en su optimismo ingenuo.

Hoy las sociedades capitalistas más desarrolladas parecen orientarse hacia un imperialismo hacia adentro, con barreras, con carnets de acceso exclusivo (Israel es posiblemente una versión extrema de este modelo). Pero no es ni deseable ni posiblemente viable a largo plazo. Necesitamos urgentemente retomar la búsqueda de un globalismo igualitario, ecológico, cosmopolita.

 

Notas

[1] En las ciudades actuales dos de los grandes debates cotidianos tienen que ver con la tenencia de perros y con el automóvil.  Cualquier intento de regulación de ambas cuestiones choca con una feroz oposición del “partido canino” y el “partido del coche” (muy transversales ambos en términos de clase, género o nacionalidad) basado en la defensa de la libertad de elección e ignorante de los impactos sociales y ambientales de ambos tipos de consumo.

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6 /

2018

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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