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Albert Recio Andreu

Movimientos sociales y representación política: una historia de desamor

I

La actualidad política, más allá del cansino tema de el procés, viene marcada por la superposición de dos procesos contradictorios. Por una parte un renacido auge de las grandes movilizaciones, como demuestran la jornada feminista del 8 de marzo y las manifestaciones de los jubilados. Por otra, la avalancha de encuestas que apuntan al potencial crecimiento electoral de Ciudadanos (que obtuvo su primer éxito en las elecciones catalanas). Mientras que las primeras apuntan a un renacimiento de demandas sociales que cuestionan la política y el modelo económico-social dominante, los segundas apuntan al avance de una formación política conservadora, liberal en lo económico y enemiga de las demandas fundamentales de los dos movimientos citados. En el caso de la movilización feminista, Ciudadanos estuvo claramente en contra, y aunque en el tema de las pensiones ha sido más cauto, solo hay que analizar sus posicionamientos económicos para entender que es tan partidario de recortar el sistema de pensiones como de la mayor parte de las propuestas neoliberales.

De hecho, las encuestas vienen mostrando en España lo mismo que está ocurriendo en gran parte de Europa: la hegemonía política de la derecha, más o menos extrema, y la marginación política de la izquierda. No es solo que la gente se haya desencantado del social-liberalismo practicado por la socialdemocracia, sino que tampoco sus críticos por la izquierda han corrido mejor suerte (aunque el 16% de votos que se le presupone a Unidos Podemos aún sigue siendo mucho mejor de lo que hay en otros lares, quizá un reflejo del mayor grado de movilización de nuestra sociedad). Una situación tan deprimente es el producto de factores diversos, algunos estructurales y otros más coyunturales. Tratar de entenderlos es la única forma de encontrar antídotos, cuando menos de encontrar líneas de acción en las que seguir trabajando.

II

La cuestión posiblemente más esencial es el elevado grado de individualización que han alcanzado las relaciones sociales. Con ello no quiero decir que estemos en una mera sociedad de individuos. La posición social de cada individuo está fuertemente condicionada por elementos estructurales que están en la base de muchas de las desigualdades sociales presentes. Lo que quiero subrayar es, por el contrario, que estas estructuras operan de tal forma que los individuos tienen dificultades para generar nexos y sistemas de relaciones sociales que les permitan reconocer su propia situación “de clase” y construir estructuras sólidas alternativas. Quizá esto ha sido siempre difícil en cualquier sociedad, pero es evidente que en algún momento de la historia pasada se produjeron construcciones sociales, como los sindicatos y los partidos de masas, que permitieron una socialización y una praxis social mucho más colectivas.

La individualización actual no puede explicarse solo en clave economicista. No es un mero reflejo de la destrucción generada por los nuevos modelos de organización del trabajo, aunque estos desempeñan ciertamente un papel muy relevante. Asistimos desde hace años a un intento sistemático por parte del capital de individualizar al máximo las relaciones laborales, de impedir la acción colectiva, de manipular subjetividades. Es un proceso que se desarrolla por mecanismos diversos, no solo por el crecimiento de las formas “atípicas” de contratación y por la ofensiva para dinamitar la negociación colectiva. Está también en las diversas formas de evaluación individual; en la creación de carreras profesionales competitivas; en las prácticas de flexibilidad horaria; en las políticas de deslocalización, y en los amedrentadores discursos acerca del fin del trabajo y en el humillante tratamiento del empleo “no cualificado”.

Sus efectos son diversos. Para mí, el más importante es que deja a muchas personas sin asideros mentales y sociales para pensar sus vidas. Algo que opera, además, de forma diferente en diferentes segmentos de la población. Allí donde prolifera el empleo manual, se encuentra la expresión más brutal de estos métodos: empleos temporales, a tiempo parcial, horarios flexibles, interposición de intermediarios, desempleo recurrente, estigma social, etc. En otros casos el proceso es más sutil pero igualmente palpable: evaluación continua, carreras profesionales interminables, presión sobre las pautas de vida extralaborales. No es solo que cada individuo vive la presión de forma distinta, sino que la variedad de circunstancias vitales le impide a menudo reconocer que hay elementos comunes en situaciones diferentes. En estos días de lucha feminista, por ejemplo, hemos oído muchas más quejas por el “techo de cristal” que por “el suelo pegajoso” al que están condenadas muchas más mujeres, aunque ambos fenómenos formen parte de un mismo modelo de gestión social patriarcal-capitalista.

Pero la individualización no es solo el producto de los cambios en el mundo del trabajo, sino también de transformaciones generadas en la vida cotidiana, voluntaria o involuntariamente, por el capitalismo. En la década de 1960, se podía percibir ya el impacto que sobre las relaciones sociales tuvo el binomio coche-televisión al propiciar formas de vida que cambiaron las estructuras urbanas, los mecanismos de socialización e información. Y hoy estamos viendo una nueva versión del mismo proceso con la nueva oleada de tecnologías de la información, que están generando verdaderas patologías de adictos a las redes o propiciando formas de distribución que atentan contra el paisaje urbano (la distribución online tiene efectos no solo sobre el empleo, sino también sobre el comercio de proximidad, sobre las condiciones de trabajo y posiblemente sobre el medio ambiente). Hoy es fácil ser avasallados por una gran cantidad de información, pero es difícil contar con buenos mecanismos de filtraje, con procesos deliberativos bien desarrollados, con una socialización basada en una sólida empatía (“tan poco roce genera poco cariño”). La cultura del consumidor compulsivo, de la respuesta poco reflexiva habitual en las redes sociales, acaba por contaminar gran parte de los comportamientos individuales.

La educación es el otro gran campo de transformación social, al que casi siempre le hemos dado un valor positivo, indudable, sin entender sus efectos indeseados. Por un lado, el éxito o fracaso educativo, en parte reflejo de la situación social de partida y del modelo educativo de cada país, promueve tanto una visión más individualista de la sociedad (del propio mérito), una menor capacidad de resistencia frente a las políticas de individualización, como un reforzamiento de los prejuicios frente a los que no consiguen superar con éxito los filtros selectivos. Se generan demasiados egos maleducados entre los que tienen éxito y demasiada poca conciencia social. Se produce demasiada presión social que incapacita a los que fracasan, y que en muchos casos partían de circunstancias que daban al fracaso un elevado nivel de probabilidad.

Y una sociedad de individuos escasamente “socializados”, en el sentido de formar parte de estructuras sociales que favorecen la reflexión y la interacción, es fácilmente presa de manipulaciones diversas, fácilmente voluble y al mismo tiempo suspicaz. Lo expresaban bien algunas personas entrevistadas durante las últimas manifestaciones: “Nadie nos representa, nadie nos apoya”, desconocedoras de las propuestas de cada partido, desconocedoras de las organizaciones que en cada caso habían propiciado la movilización.

III

Una movilización no es una alternativa. Como recordaba hace unos días Leo Panitch en un sugerente artículo (“El partido de la revolución”, Sin Permiso, 6-3-2018), las revueltas han sido constantes a lo largo de la historia; lo novedoso fue que estas revueltas, casi siempre derrotadas, dieran lugar a organizaciones estables de masas a finales del siglo XIX. Una movilización se produce cuando hay un estado de ánimo favorable, y este puede construirse de muchas formas. Cuando se aplicaron los recortes en Catalunya, hubo movilizaciones en zonas ajenas al Área Metropolitana, especialmente en algunos pueblos que experimentaron el traumático cierre de parte de su centro de asistencia primaria. Pero la indignación y la movilización desaparecieron cuando las propuestas independentistas, bien arraigadas en la base de estas poblaciones, desviaron las energías hacia una cuestión completamente diferente. De la misma forma que no puede pasarse por alto el papel jugado por diversos medios de comunicación en los días previos al 8-M (lo que en nada desmerece su éxito) o el impacto del asesinato masivo de Parkland en la generación del imponente movimiento juvenil norteamericano a favor de la regulación de armas.

Las movilizaciones a menudo son reactivas. Requieren de un escenario adecuado pero difícil de sostener en el tiempo. Lo explicó hace años Albert O. Hirschman en su inestimable Salida, voz y lealtad. Y lo son porque quiebran la vida cotidiana, hecha de rutinas y obligaciones. La transformación de las movilizaciones en un movimiento depende en gran medida de la capacidad de integrar en la vida cotidiana de la gente actividades de participación social. Cualquiera que haya participado activamente en cualquier organización, no solo política, puede reconocer este hecho. Y esta transformación solo es posible si se generan canales y mecanismos de organización social que facilitan este tránsito. Mi experiencia vital es que en todas las organizaciones hay un reducido grupo de entusiastas que cargan con el peso del trabajo, pero su capacidad de penetración social depende de que estén rodeados de un continuo social receptivo y capaz de activarse ante retos concretos.

En la construcción de los últimos proyectos alternativos todo esto ha quedado bastante ignorado. La fascinación, por un lado, por las movilizaciones puntuales, como las del 15-M, y, por otro, la confianza en el recurso a las redes sociales han propiciado propuestas organizativas que solo pueden funcionar en un elevado clima de movilización, que a menudo no promueven la reflexión ordenada ni favorecen esta socialización básica en el trabajo conjunto. Quizá lo peor sea que a menudo se han ignorado y despreciado los espacios organizados preexistentes y que demasiadas veces se ha entablado una relación de rivalidad cuando lo más sensato era tender puentes, compartir experiencias y construir proyectos. Muestra de ello es el desprecio mostrado por una parte del movimiento feminista y algún dirigente de Podemos hacia la convocatoria de huelga de dos horas que hicieron UGT y CCOO el 8-M; una propuesta bastante sensata a tenor de las posibilidades reales de huelga (aunque, al menos en Catalunya, los sindicatos sí llamaron a la huelga de 24 horas en el sector de la limpieza, que lucha por su convenio), que propició asambleas de mujeres en muchos centros de trabajo y ayudó a que el día 8 de marzo de 2018 se pudiera hablar de huelga feminista. En lugar de entender que con esto se ganaban aliados y se llegaba a sectores diferentes (los sindicatos, al menos CCOO, convocaron asambleas de delegados en que hombres y mujeres fueron instruidos en la importancia de las movilizaciones feministas) algunos y algunas optaron por la confrontación. Convertir la movilización en movimiento requiere construir a partir de mimbres diversos, es decir, requiere empatía, paciencia, tolerancia y ganas de sumar.

IV

La izquierda tampoco tiene un programa creíble, o uno que la gente vea como practicable y conducente a cambiar las cosas de inmediato. Lo que está ocurriendo con los “ayuntamientos del cambio” es sintomático. Ganaron elecciones aupados en una formidable oleada de entusiasmo. Ganaron, como ha ocurrido con algunas revoluciones, de forma más fácil de lo previsto, cuando al principio casi nadie lo creía posible. Pero, al igual que en muchos casos de cambio revolucionario, lo difícil viene después. Lo fácil es aprovechar una coyuntura; lo difícil, llevar a cabo transformaciones de calado, perceptibles como avances para mucha gente.

En el caso de los ayuntamientos, ello se ve agravado porque se trata de entidades que tienen un poder político pequeño en comparación con los gobiernos autonómicos, el Estado central y las instituciones supranacionales; agravado porque las fuerzas del capital en la fase de globalización neoliberal azotan inmisericordemente el espacio urbano; agravado porque hay que hacer frente a un omnipresente mensaje hostil por parte de la mayor parte de los medios; agravado por la insuficiente fuerza de cuadros expertos, que conduce muchas veces a confiar en gentes más dispuestas a entorpecer los cambios que a reforzarlos.

No es que se hayan hecho las cosas mal. Es que, por bien que se hagan —y fallos los hay—, la capacidad de generar esta percepción de cambio es reducida. Y para mucha gente al final es difícil percibir el cambio. Sí lo suele ser para la gente más implicada, la más experta, pero, también entre esta, a menudo las dificultades de una gestión alternativa en un contexto hostil se viven como una traición, una falta de voluntad, etc. Creo que los “ayuntamientos del cambio”, al menos el de Barcelona, han hecho muchas cosas bien, incomparablemente mejor que sus antecesores directos. Pero sin duda no han sido capaces de revertir las grandes tendencias que asolan la ciudad en forma de problemas de vivienda, desigualdades y dotaciones insuficientes de muchos servicios públicos. Y han estado sometidos a un bombardeo inmisericorde no solo por parte de sus tradicionales enemigos de clase, sino también por los partidos “amigos” , más atentos a la lucha electoral (aunque, a mi juicio, sí que fue un error incalificable la ruptura del pacto con el PSC, que lo único que hizo fue sumar un enemigo más y acentuar la imagen de aislamiento). Pero el resultado relevante, en términos subjetivos, es que una parte del electorado posiblemente haya perdido el entusiasmo y se haya reforzado el prejuicio de que “no hay alternativa”. O, lo que es peor, impresionados por el movimiento independentista, se echen en brazos de Ciudadanos, que no explica nada de lo que piensa hacer pero es eficaz en su mensaje emocional.

Si del plano local pasamos al general, la cosa es aún peor. La izquierda está en todo el mundo pendiente de ganar credibilidad. Es cierto que cualquier proyecto transformador incluye un componente utópico, aunque siempre hay que diferenciar lo que es utopía en el sentido de un proyecto imposible y lo que es utópico porque se trata de propuestas que no pueden prosperar por la correlación de fuerzas preexistente. Lo primero es desechable; lo segundo exige la elaboración de una estrategia que, cuando menos, permita avanzar en esta dirección. Demasiadas veces, los programas de izquierdas son meras relaciones de propuestas bienintencionadas carentes de estrategia. Son incapaces de diferenciar lo que es posible llevar a término por mero voluntarismo, lo que requiere levantar resistencias y lo que simplemente necesita de mayor elaboración. Y esto exige construir un modelo organizativo, crear una verdadera red alternativa capaz de ofrecer una respuesta que ahora solo se intuye. Exige también una comprensión de qué cosas funcionaron y qué otras no en los experimentos sociales pasados.

V

Que exista un contraste entre las movilizaciones sociales y el auge de la derecha no tiene por qué ser inevitable. Es un enorme desafío político-cultural que requiere de mucho trabajo y reflexión, para lo cual trato de sugerir un conjunto de cuestiones que hay que considerar a la vez:

  • La de cómo funcionan las estructuras que organizan la vida de la gente e influyen en las percepciones que se tienen de las cosas. Hacer frente a la manipulación exige un amplio trabajo de organización social, de innovación social, de conocimiento del comportamiento humano. Exige movilizar a lo mejor del conocimiento científico para hacer frente a las tendencias cada vez más totalitarias del capitalismo global.
  • Exige revisar la experiencia organizativa de los últimos tiempos, sus carencias, sus excesivas tendencias al canibalismo, su falta de realismo. Construir un movimiento alternativo solo será posible si se es capaz de encajar muchas piezas sueltas, de encontrar espacios donde la gente se sienta bien tratada y parte de un proyecto común.
  • Tener una lista de propuestas no es tener una alternativa. Hace falta elaborar una verdadera estrategia, un mapa que permita avanzar hacia transformaciones profundas. Y exige también saber explicar y comunicar dónde están los problemas que impiden el cambio, por qué son tan modestos los avances. Presiento que esto último es una cuestión urgente para los “ayuntamientos del cambio”.

Post scriptum: seguimos hundiéndonos en el pantano catalán

Este mes no pensaba escribir sobre Catalunya y opté por meterme en un berenjenal más general. Pero, justo cuando estoy acabando estas líneas, volvemos a entrar en un período de enormes convulsiones y el cuerpo pide marcha.

Hace tiempo que yo y muchas personas de mi entorno vivimos en la desazón de estar metidos en una dialéctica perversa que solo nos lleva al desastre. Coincido con los que explican la inoperancia, la insensatez y la inconsistencia de los líderes independentistas. La gestión posterior a las elecciones ha sido otra muestra de irresponsabilidad frente a sus propias bases, frente al país. De seguir jugando a un juego que saben perdido exigiendo a su gente una fe ciega (aunque, hasta donde conozco, es también posible que una parte importante de la gente que se creyó la viabilidad y deseabilidad del proceso independentista siga tan convencida de ello que empuja a sus líderes a que les siga contando el mismo cuento). Un juego que les está permitiendo al Gobierno de Rajoy y a su posible recambio no solo aplicar el 155 sino seguir hinchando su discurso autoritario, intolerante. Inés Arrimadas, por ejemplo, puede hacer creíble su vacío discurso político y aparecer como una gran lideresa gracias a las inconsistentes jugadas de sus adversarios. (Y con ello pasar de tapadillo el reaccionario proyecto social de su partido, que posiblemente votarán una parte de sus principales víctimas.) La aplicación del 155, por ejemplo, lo que está implicando es un bloqueo, en muchos casos por mera dinámica burocrática, del funcionamiento cotidiano del Gobierno catalán.

Pero si los políticos cercanos a mí son impresentables, en el otro bloque predominan simplemente los perfectos herederos de la criminal derecha española. Solo las formas son algo menos brutales. Resulta bochornoso que se convierta en un golpe de Estado y una insurrección armada una simple, jocosa y en ciertos aspectos inexperta movilización, como la que se produjo el 1 de octubre. O la curiosa “proclamación de independencia”, en la que el Gobierno en pleno se fue de fin de semana y algunos directamente salieron corriendo. Vale la pena revisar las imágenes del pleno del Parlament del 27 de octubre para advertir que aquello, si algo era, era un funeral (un Junqueras totalmente callado, con la mirada baja, posiblemente pensando que se había metido en un buen lío por no frenar a tiempo). Y resulta irritante el auto del juez Llarena, con su mezcla de argumentos jurídicos y políticos, que abochornan tanto como la sucesión de recurrentes sentencias que atentan contra la libertad de expresión.

Los dos bandos siguen optando por la guerra. Unos a lo tonto, los otros con un arsenal enorme. Y, como en todas las guerras, las víctimas somos la mayoría. Al menos en Catalunya, donde las últimas iniciativas bélicas vuelven a romper los pocos hilos de construcción alternativa que podían inferirse de las declaraciones de algún político de ERC, del PSC y de los Comunes. La brutalidad de la intervención judicial vuelve a poner a los Comunes en una posición incómoda frente a una parte de sus bases sociales. Y, una vez más, el posible impacto emocional que sobre alguno de sus líderes provoca el encarcelamiento de la cúpula independentista les puede llevar a un excesivo seguidismo respecto a estas formaciones.

Para no ahogarnos definitivamente necesitamos muchas energías. Un discurso claro, que explique lo inaceptable de los dos planteamientos, que proponga tejer una propuesta inclusiva en Catalunya. Pero necesitamos también un movimiento que en el resto de España no solo combata abiertamente la deriva autoritaria y el españolismo de pandereta, sino también que sea propositivo respecto a una nueva articulación de un Estado plurinacional.

30 /

3 /

2018

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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