¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan Ramón Capella
Un sistema electoral deficiente
Apunte para la reforma constitucional
El sistema electoral español no lo modela solo la Constitución: hay además una ley electoral. Entre ley y superley construyen una especie de fraude electoral sistémico, reiterado en cada elección, pues el sistema tira a la papelera muchos votos y tiene muy poco de proporcional.
No hay sistema electoral perfecto —dicen, y es verdad—; pero se le quita importancia a la clamorosa imperfección del que tenemos al aducir que ha dado estabilidad al orden político en su conjunto.
Quien así opina adopta, obviamente el punto de vista de los elegidos y no el de los ciudadanos, los electores. Tropezamos aquí con una de las características del sistema constitucional actual: se trata de un sistema centrado en los partidos, partitocrático, y no en la ciudadanía, en las personas vistas políticamente. Dicho de otra manera: se ha creado una cultura política cuyo eje son los partidos y no la ciudadanía, la gente, que ha modelado las percepciones de los analistas y de los comentaristas. El resultado: una cultura política superficial.
Examinemos, en concreto, cómo es el proceso electoral y cuáles son sus condiciones básicas.
La parte que corresponde a la Constitución del 78 en este aparato comevotos es la siguiente: dispone que el sistema ha de ser proporcional. Estipula que la circunscripción electoral es la provincia, y en lo que atañe a las elecciones al congreso de los diputados —lo principal a tener en cuenta aquí—, establece que éste puede tener de 300 a 400 diputados.
El resto del dibujo lo establece la ley electoral general. Esa ley, en lo esencial, recoge un proyecto preconstitucional de Fraga Iribarne, al que se han añadido pequeñas modificaciones que no hacen al caso respecto del problema de la falta de proporcionalidad.
Lo esencial de ese dibujo es lo siguiente: se trata de un sistema electoral plurinominal —y no de un sistema uninominal—, de lista bloqueada. Cada partido o agrupación de electores propone la suya. El ciudadano no tiene nada que tachar o añadir: solo puede dar su aquiescencia a una lista. Solo su aquiescencia, pues como se ha señalado se trata de un sistema electoral esencialmente partitocrático, donde se da preeminencia a los partidos y no a los ciudadanos. A éstos se les hubiera podido empoderar de otra manera; por ejemplo, con la posibilidad de tachar nombres de las listas o la de ejercer un voto doble: de voto (afirmativo) y de veto, de castigo a listas o a nombres.
La diferencia entre los sistemas de lista y los uninominales reside, en que en estos últimos, con gran número de distritos electorales, se da una posibilidad de mayor conocimiento y control de los candidatos y de su trayectoria política por parte de los electores; mientras que en los sistemas plurinominales la preferencia se refiere a partidos y no tanto a personas.
El proceso electoral español es proporcional a una sola vuelta electoral. En Francia, p.ej., el proceso es mayoritario a doble vuelta: en la primera sólo quedan elegidos los candidatos que superan determinadas mayorías, lo que permite alianzas entre los partidos para la segunda ronda electoral que elegirá a los demás. El sistema a una sola vuelta favorece la formación de dos grandes partidos hegemónicos, mientras que la doble vuelta favorece un sistema de partidos múltiples y flexibles, capaces de aliarse con facilidad para la segunda ronda.
El sistema electoral español es formalmente proporcional por definición de la Constitución, pero materialmente no lo es o lo es muy poco: éste es el quid de la cuestión electoral.
Los dos pasos que destruyen la proporcionalidad los dan las circunscripciones electorales y el sistema de asignación de escaños.
Veamos primero el dibujo de las circunscripciones. La parte principal de la máquina de engullir votos corresponde a la ley electoral. Para empezar, asigna un mínimo de dos diputados por provincia y a Ceuta y Melilla uno a cada ciudad. Fija en 350 el número de diputados. Y para distribuir los 248 diputados restantes hay que contemplar dos cosas: la distribución de escaños por provincia y la asignación de escaños en función de los resultados del escrutinio.
La atribución de un mínimo de dos diputados por provincia significa que en las provincias menos pobladas se exigen muchos menos votos para determinar un diputado que en las más pobladas. He aquí una primera y grave ruptura del principio constitucional de la proporcionalidad. Se favorece de un modo general que sean las provincias del despoblado mundo agrario el que prevalezca en detrimento de las grandes ciudades. Como si el sistema de la ley se hiciera contra los votantes de Madrid y Barcelona.
Pero la desproporción queda determinada incluso antes, en la propia Constitución, al establecer que la circunscripción electoral es la provincia. Claro: las comunidades autónomas no existían en 1978; habiéndolas, las circunscripciones electorales deberían ser éstas, lo que haría consecuente no primar a nadie y repartir todos los escaños estrictamente en función de la población con derecho a voto de cada comunidad autónoma.
El número de diputados del congreso influye también en la desviación de la proporcionalidad. Si se aceptara el número máximo posibilitado por la Constitución actual, 400 —número muy inferior a los 500 o más diputados de sistemas cercanos—, la distribución de escaños podría aproximarse más al mandato constitucional de la proporcionalidad.
Un ejemplo claro de desproporción escandalosa en la asignación territorial de escaños lo suministra, aunque en elecciones autonómicas, la Disposición Transitoria Tercera del Estatuto catalán de 1979: una norma transitoria cuidadosamente conservada en vigor hasta hoy, y que ya dura casi cuarenta años.
En virtud de esa norma, en Barcelona ha de haber un diputado cada 50.000 habitantes, con un máximo de 85, y en las restantes provincias catalanas uno cada 40.000, hasta 50 diputados.
Si multiplicamos 50.000 por 85 obtenemos la cifra de 4.250.000, inferior en más de un millón y cuarto a la población de la provincia barcelonesa, que era de 5.543.000 habitantes en 2016. Dicho de otro modo: Barcelona tendría que elegir no 85 diputados sino por lo menos 110. Los casi dos millones de habitantes totalizados por las restantes provincias catalanas eligen 50 diputados al parlamento catalán. Eso basta para explicar, sin más, por qué en elecciones catalanas la mayoría de votos puede no traducirse en mayoría de escaños.
Además, si en la provincia de Barcelona se diera un diputado cada 40.000 habitantes, como en las demás provincias catalanas, entonces su número tendría que elevarse a 138 por lo menos. Está claro que los habitantes de la provincia de Barcelona sufren un tipo nuevo de discriminación: discriminación geográfico-política en elecciones autonómicas.
La distribución de escaños por provincia en la ley electoral general no es tan escandalosa como en Cataluña, que también usa esa ley, aunque lo hace con la excepción en la distribución de escaños antes referida, pues a sus mayorías parlamentarias la tal excepción les ha parecido mejor que tener una ley electoral propia.
Todo lo anterior se refiere al desproporcionado número de escaños asignado a las circunscripciones electorales. Lo que sigue se refiere al sistema de asignación de los escaños de cada circunscripción, esto es, al sistema por el cual los votos determinan la asignación de los escaños a cada partido o agrupación de electores. Atenderemos al sistema referido al Congreso de los diputados.
Se hubiera podido recurrir a otros sistemas de asignación (parece que el más proporcional es el método de Sainte Lagué, no adoptado aquí). La traducción de los votos en escaños se rige por un método derivado de la ley matemática d’Hont que expone el art. 163 de la ley electoral.
Ante todo se prescinde de dos tipos de votos: los de los partidos o agrupaciones que no superan el 3% del total, por una parte, y por otra los votos en blanco.
Los votos en blanco expresan falta de confianza en las propuestas políticas o en los equipos políticos que se presentan a las elecciones. La práctica de excluirlos puede ser considerada antidemocrática. En circunstancias normales, se trata de pocos votos ciudadanos; sin embargo en alguna circunstancia el número de votos en blanco puede crecer, y hasta resultar abrumador. El Ensayo sobre la lucidez de Saramago se puede ver como un aviso poético al respecto. Por eso cabe proponer que esos votos se tengan como «votos a la agrupación de los votos en blanco», y dejar escaños vacíos en caso de que el número de aquellos votos les permita entrar en línea de cuenta en una distribución proporcional.
También podría ser discutible el precepto legal de prescindir de los votos que no superan la barrera del 3% en una circunscripción electoral. Sobre todo porque, de aceptarse una de las propuestas de reforma constitucional que figuran más abajo, esos votos —esas voluntades ciudadanas— podrían llegar a surtir efectos.
El procedimiento general de asignación es el siguiente: en cada circunscripción se ordenan de mayor a menor, en una columna, los votos de los partidos que han obtenido más del 3% del total. Luego cada una de esas cifras se divide por 1, 2, 3… hasta el número de escaños a distribuir, formando filas con esos cocientes. Los escaños se asignan a los partidos que obtienen los cocientes mayores.
Este sistema de reparto tiene la característica de inutilizar gran número de votos, que nunca entrarán en línea de cuenta. Son los votos que han dado lugar a cocientes que no determinan nada en ningún caso.
Eso hay que cambiarlo: tras cada voto despreciado por el mecanismo electoral de asignación de escaños hay un ciudadano despreciado.
El modo de acabar —al menos, significativamente— con la inutilización de votos constiría en la creación, al lado de unas nuevas circunscripciones electorales por comunidades autónomas, de un Colegio Estatal de Restos al que fueran a sumarse los votos de cada partido que no han entrado en línea de cuenta en las circunscripciones, así como el total de los votos en blanco, y distribuir en ese colegio un número concorde o proporcionado de escaños a los partidos o agrupaciones de electores.
En conclusión: habría que modificar la Constitución y la ley electoral en los siguientes puntos:
- Constituir en circunscripción electoral a las comunidades autónomas;
- Instituir un Colegio Estatal de Restos;
- Asignar a cada circunscripción electoral un número de escaños estrictamente proporcional a su población;
- Elevar el número de diputados a 400 o más.
Ninguna reforma de la Constitución de 1978 saneará el sistema parlamentario si no se reforma el sistema electoral, si no se acaba con el escándalo del desprecio a la proporcionalidad, que es desprecio a la ciudadanía.
En los años de vigencia del sistema constitucional las opciones políticas reales de la ciudadanía no se han visto reflejadas con exactitud en el parlamento. Si así hubiera sido, otras hubieras sido las mayorías, otras las alianzas, y seguramente menor la corrupción política. El sistema electoral es una de las grandes vergüenzas del sistema político español. O más exactamente: el sistema tiene beneficiarios y perjudicados: vergüenza para los beneficiarios opuestos a la rectificación.
[Juan Ramón Capella es catedrático de Filosofía del Derecho. Su último libro es Impolíticos Jardines (Trotta, 2016)]
[Fuente: infoLibre]
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