La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
De elecciones, procesos y comunes
I
Los resultados de las elecciones catalanas ratifican una situación que se resiste a cambiar. En términos bélicos se asemeja a la estabilidad de frentes que persistió durante varios años en la Primera Guerra Mundial, y también como entonces es la tropa la que acaba pagando los movimientos tácticos de los altos jefes (aunque se trate en parte de una tropa convencida y dispuesta a movilizarse cuando es necesario, especialmente en el bando independentista, intensamente subyugado por la narrativa desarrollada por el procés). En la coyuntura en que tuvieron lugar las elecciones, era inevitable que el tema identitario jugara un papel esencial a la hora de depositar la papeleta y que las posiciones intermedias tuvieran todos los números para pasarlo mal.
A grandes rasgos, el bloque independentista mantiene su apoyo en torno al 47% de los votos. Puede que una parte de los votantes de Els Comuns se inclinaran también por una posición independentista, pero en todo caso el independentismo roza escasamente el 50%. En el otro lado no puede hablarse de un bloque consolidado. El procés se ha construido en un largo ciclo de movilizaciones que se iniciaron con la celebración de consultas locales, siguieron con la masiva manifestación en rechazo de la sentencia del Tribunal Constitucional y se amplificaron con las movilizaciones en torno a las diades del 11 de septiembre, la consulta del 9 de noviembre de 2014, las elecciones “plebiscitarias” de 2015 y el gobierno Puigdemont. Un proceso altamente articulado en torno a la ANC y Òmnium Cultural y que ha contado en todo momento con el apoyo y el impulso de medios de comunicación públicos (TV3 y Catalunya Ràdio) y privados (los diarios Ara, El Punt Avui y diversas webs). Ha contado con un relato y una épica, particularmente reforzados el 1 de octubre (tanto por la capacidad de acción mostrada por el movimiento como por la violenta intervención de unas fuerzas de seguridad a las que fácilmente se podía considerar fuerzas de ocupación) y, posteriormente, por el encarcelamiento de varios de los líderes en procedimientos judiciales cuando menos retorcidos.
En el otro bando no ha existido nada parecido. Durante mucho tiempo, una parte de la población ha vivido esta manifestación como una cuestión externa. En los días transcurridos entre la proclamación de la DUI y la aplicación del 155, asistí a varios debates de entidades sociales en que resultaba patente que en la mayoría de los movimientos sociales (sindicatos, asociaciones de vecinos, etc.) no había interés en discutir el asunto porque se percibía que ello sólo acarrearía tensiones y complicaría el funcionamiento habitual de su actividad principal. Tampoco en los barrios donde la gente ha votado mayoritariamente a Ciudadanos se apreciaba una tensión creciente. Las banderas españolas sólo aparecieron después del 1-O, cuando parecía inminente la proclamación de la DUI y los medios de comunicación estatalistas lanzaron una campaña masiva de contrapropaganda. Las dos grandes manifestaciones antiindependentistas fueron más una reacción fruto del miedo que la culminación de un proceso de largo alcance. Y que no se trata de movimientos de naturaleza parecida pudo comprobarse el mismo día de las elecciones: mientras que los partidos independentistas movilizaron a mucha gente en tareas electorales, enrolando a voluntarios para ejercer de apoderados y consiguiendo tener una nutrida presencia en los barrios obreros, los partidos unionistas —especialmente Ciudadanos y el PP— tuvieron que echar mano de voluntarios venidos de otras partes de España para realizar la misma labor.
Que no se trate de dos movimientos organizados uno frente a otro no quiere decir que no se haya llegado a una situación de enfrentamiento entre bandos. En las elecciones del 21 de diciembre se ha vivido un ambiente parecido al de un Barça-Madrid, en que sobran los hinchas del otro club y en que cada bando interpreta que es el contrario el que comete faltas y que el árbitro pita en su contra. Y en este clima era evidente que quien mantuviera una posición distinta lo iba a pasar mal y que dentro de cada bloque saldría reforzado el que esgrimiera un posicionamiento más simplista. De aquí que hayan sido Ciudadanos y el submarino Puigdemont los grandes vencedores de la jornada y que tengamos un resultado desastroso en términos tanto de izquierda-derecha como de continuidad del envite. Han ganado dos partidos neoliberales y quienes han exhibido un discurso más intransigente acerca del tema nacional.
II
Es evidente que en el resultado de las elecciones la cuestión identitaria desempeña un papel esencial, y esta tiene una conexión directa con cuestiones territoriales y de clase social. La Catalunya independentista es mayoritariamente la extrametropolitana y la de las clases medias educadas. Las comarcas no metropolitanas han constituido siempre la base del catalanismo identitario, de la que alguna vez se tildó de “Catalunya catalana”. Ahí es donde se ha basado fundamentalmente el éxito electoral de Puigdemont, donde se ha mostrado la solidez social de las viejas bases de Convergència (y donde también se localizan algunos de los primeros éxitos electorales de la CUP). La novedad del procés fue que consiguió sumar a las posiciones independentistas a una parte de las capas urbanas que anteriormente votaban al PSC, y en estas zonas metropolitanas se ha impuesto ERC. La deriva de estos sectores hacia el independentismo es resultado tanto de la eficaz propaganda independentista como de las reacciones a las agresivas políticas del Partido Popular, y ha recibido un importante refuerzo a medida que se ponían de manifiesto la solidez electoral de la derecha española y las escasas posibilidades de generar una profunda transformación de las instituciones estatales. La combinación de estos dos sectores ha tenido una enorme capacidad de movilización porque ha permitido aunar la fuerza del viejo tradicionalismo catalán con la de capas importantes de la gente que maneja los códigos de creación de ideas y las tecnologías de la comunicación. De ahí se deriva su fuerza pero también, posiblemente, la propia debilidad del procés. Este ha avanzado mientras se ha tratado de una movilización festiva, pacífica, de bajo coste para sus participantes. Ir más allá implicaba un enfrentamiento de otro tipo, afrontar unos niveles de represión para los que la gran mayoría no está preparada y que no está dispuesta a aceptar. Y no me refiero sólo a la cuestión del encarcelamiento, sino a cómo soportar un proceso de desobediencia civil de largo recorrido que, cuando menos, implica jugarse la carrera profesional, afrontar multas cuantiosas, etc. La inacción que siguió a la proclamación de la DUI es posiblemente la manifestación más patente de que ni siquiera los principales protagonistas estaban dispuestos a ir demasiado lejos. Si alguien ha demostrado que no entendía mucho de la situación catalana son diversos sectores de la izquierda que en los entornos de la CUP y Els Comuns pensaban que estábamos ante un proceso de masas casi revolucionario. Tomar los deseos por la realidad es un viejo error que todos cometemos, pero que pagamos caro.
En el sector social que se opone a la independencia, que ha estado detrás del éxito electoral de Ciudadanos, hay también una amalgama. La base social más amplia la constituye la clase obrera tradicional, con raíces en otras partes de España (es posible que también incluya a sectores de latinoamericanos). Es gente asentada en Catalunya y que ahora se ha sentido “agredida” por una parte del discurso independentista, ha temido los efectos para sus vidas de una eventual independencia y ha sido socializada por los medios de comunicación estatales. Tildarlos de “españolistas” es erróneo, entre otras cosas porque es la misma gente que ha considerado que la inmersión lingüística en catalán formaba parte de su proceso de arraigo (y de mejora social para sus hijos), la misma gente que muchas veces ha protagonizado los movimientos sociales que más han transformado la sociedad catalana (y que ha padecido las políticas neoliberales), pero que, ante la disyuntiva de elegir entre blanco y negro, se radicaliza en una dirección. Es la misma gente que ha votado durante años al PSC, que ha encumbrado en diversas alcaldías a los “ayuntamientos del cambio” y que ha dado por dos veces el triunfo a Els Comuns en las elecciones generales.
Es cierto también que este sector no tiene ni representa la dirección del proceso, que también está en manos de sectores de clase media, de técnicos y funcionarios que sí mantienen una posición centralista y unificadora del Estado, que tienen fobia al predominio del catalán y que cuentan con medios para transformar los miedos y las resistencias en un proyecto político. Y ahora han cosechado un éxito innegable. Una muestra de la coexistencia de estos dos sectores es que en Barcelona fue, a la vez, en el distrito más pobre y en el más rico de la ciudad donde Ciudadanos obtuvo más votos.
El resultado de las elecciones es un verdadero desastre: hegemonía de las derechas por encima de la brecha por cuestiones nacionales y enormes incertidumbres por el devenir inmediato. Tras la fallida proclamación de la DUI y la aplicación del 155, parecía evidente que el independentismo sabía que había tocado techo en sus pretensiones de independencia, sobre todo por la ausencia de los imprescindibles apoyos internacionales, y que por tanto debería recomponer su propuesta. Pero hay, cuando menos, dos cuestiones que dificultan esta salida. Por una parte, las desproporcionadas y provocativas iniciativas político-judiciales que ya han llevado a la cárcel a algunos líderes y que amenazan a muchos más. En este contexto es difícil serenar los ánimos y pedir racionalidad. Por otra, la propia pugna en el campo independentista, especialmente la opción elegida por el PDeCAT para encubrir su corrupción y conservar el poder. Más bien parece orientada a mantener el clima de tensión que a buscar salidas. Y en el bando conservador predominan también los tics autoritarios, centralistas, criminalizadores del independentismo que pueden ayudar a generar una nueva espiral que nos lleve a no se sabe dónde y a seguir posponiendo los debates y las políticas urgentes que necesita una sociedad atenazada por la destrucción de los derechos sociales, la precariedad, la crisis ecológica, la desigualdad y la injusticia social.
Pero, aun siendo todo esto grave, hay un resultado de la situación actual que me parece particularmente peligroso. Me refiero a la imposibilidad de generar un nuevo bloque social capaz de impulsar políticas de transformación. En sociedades tan complejas, con un elevado nivel de estratificación social (derivado de la segmentación laboral desarrollada por el mundo empresarial), con las diferencias socioculturales que genera el proceso educativo, resulta evidente que se requiere la construcción de algún tipo de alianza social que aglutine a diversos sectores sociales en torno a una transformación social profunda. De hecho, esto ya fue evidente para la mayor parte de los políticos marxistas desde, cuando menos, principios del siglo XX (cuando las estructuras sociales eran más simples que las actuales). Sin embargo, lo que deja tras de sí el procés es una gran parte de los sectores sociales educados que han sido atraídos al independentismo, en parte como rechazo al reaccionarismo del PP (y de Ciudadanos), enfrentados a una clase obrera (industrial y de servicios) que es la que vota en contra del proyecto independentista. En todo el procés ha habido un claro intento de construcción de una superioridad moral que ha calado hondo en sus activistas, y que impide entender las razones de los no independentistas en otra clave que no sea la de apoyar la opción reaccionaria. Es algo perceptible en más de un debate y que puede dificultar enormemente la reconstrucción de un proyecto alternativo.
III
En este contexto, que Els Comuns obtuvieran un buen resultado habría sido más un milagro que una posibilidad real. En un enfrentamiento polarizado, cualquier posición intermedia tiende a ser vilipendiada u objeto de incomprensión, sobre todo cuando algunos de los dilemas que he planteado existen también en el seno de la organización e impiden desarrollar un discurso suficientemente claro. Este discurso sí ha existido en la campaña electoral, pero fue bastante menos rotundo (con palabras y gestos) en los dos últimos años del procés, no sólo porque los sectores independentistas fueron especialmente activos en la toma de muchas decisiones, sino también porque existía el temor de que posicionarse claramente contra el procés fuera hacer el juego a la derecha cavernícola. Y también porque las contradicciones sociales que he tratado de delinear están, como no podía ser de otra forma, entre las propias bases sociales de Els Comuns.
El resultado electoral parece bastante claro. Aunque el declive electoral ha sido modesto (si se compara con el resultado obtenido por Catalunya Sí Que Es Pot en las anteriores autonómicas), la sangría de votos se ha producido fundamentalmente en los barrios y poblaciones donde ha ganado Ciudadanos. Por ejemplo, en la ciudad de Barcelona las pérdidas se han producido en los seis distritos donde existe una mayor concentración de clase obrera y donde, a pesar de la bajada, se sigue manteniendo una cuota de votos superior al 10% (lo mismo es aplicable a la mayor parte de las poblaciones obreras del área metropolitana), y, en cambio, hay una cierta mejoría del voto en los otros cuatro distritos, donde nunca se alcanza el 10% y el estatus social es más elevado. Es posible que algo influya el que la propuesta de En Comú Podem sea más elaborada que la de sus rivales y el mensaje sea más difícil de comunicar. Pero lo que recogemos de gente cercana de estos barrios es que existía el temor de que al final se acabara apoyando al bloque independentista. Un descenso electoral moderado puede ser asumible. El peligro es que Ciudadanos consiga, al menos por un tiempo, reforzar su base electoral en sectores de la clase obrera y bloquear cualquier avance de proyectos alternativos.
Los ayuntamientos del cambio, Barcelona en Comú en particular, han significado un paso adelante, modesto pero claro, en cuanto a transformación social. Y ahora la polarización impuesta por el procés, y los errores y dificultades propios, generan una amenaza que no puede pasarse por alto. Hay una base de partida que no puede ignorarse. En todas estas zonas obreras el voto no ha bajado del 9-10%, lo que indica que persiste una base social obrera progresista que ha sido capaz de entender que hay otras alternativas a considerar. Que esta base se convierta en una fuerza decisiva depende de tres cuestiones que hasta ahora Els Comuns no han acabado de desarrollar: a) realizar propuestas que superen la dinámica de los dos bloques en una sociedad, la catalana, que empieza a estar agotada por un proceso sin salida; b) plantear con fuerza la agenda de transformación social, algo que pasa inevitablemente por el apoyo a dinámicas y movimientos sociales que van más allá del propio universo organizativo, y c) articular en serio un modelo organizativo que pase por encima de los viejos núcleos que han participado en las confluencias, poniendo especial atención a la organización de las capas sociales que son su principal soporte (sin perder de vista la necesidad de reformular una nueva relación entre estratos sociales enfrentados por el procés).
30 /
12 /
2017