¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José María Camblor
Animalismo para principiantes
Desde una perspectiva histórica, se pueden ver las conquistas del movimiento emancipatorio del modo en que se expande una onda en el agua, como una serie de círculos concéntricos en los que se ha ido extendiendo la protección jurídica cada vez sobre un mayor número de áreas y a un mayor número de sujetos. Así, los primitivos derechos políticos y civiles se han ampliado primero con los llamados derechos de segunda generación (sociales y económicos) y luego con los de la llamada tercera generación (ecológicos, al desarrollo, a la paz, etc.). De igual manera, los sujetos susceptibles de emancipación han pasado (a grandes rasgos, puesto que a veces los diferentes cambios se han ido solapando cronológicamente) de ser los burgueses o los propietarios a cualquier varón independientemente de su patrimonio, ampliándose luego a los trabajadores, más tarde a las mujeres, después a las personas de raza negra, luego a las personas LGBTIQ, etc. Es decir, individuos que no se consideraban titulares de determinados derechos o incluso de ningún derecho (el caso de los esclavos) pasaron a adquirir el estatus de sujetos de pleno derecho, al menos en la teoría. El horizonte emancipatorio parece ya acabado con relación a la concreción de los derechos y de los sujetos de los mismos, y ahora su objetivo se cifraría en conseguir su efectividad plena y su implantación universal para que todos puedan disfrutarlos. Es decir, todos los sujetos incluidos en las categorías mencionadas, que abarcarían a todos los individuos de la especie humana.
Sin embargo, hay quien sostiene que el horizonte relativo a las categorías de sujetos susceptibles de emancipación no se ha cerrado todavía y que debería ser más inclusivo. A lo largo de la historia, muchas personas, entre las que se encuentran, por nombrar solo unas pocas, Pitágoras, Plutarco, Séneca, Newton, Leonardo, Spinoza, Voltaire, Kafka, Gandhi, Tolstoi, Nietzsche o Bernard Shaw, han atacado la crueldad hacia las mal llamadas “bestias” (puesto que la brutalidad es mucho más reprobable cuando el que la comete es consciente de ella) y hoy en día muchos siguen pensado que en el movimiento emancipatorio también tienen que tener cabida aquellos seres sin voz, pero dotados de dolor: los animales. Desde la época en que Francisco de Asís se dirigía a ellos como “sus hermanos” hasta la actualidad, el número de esas voces se ha ido incrementando hasta formar una corriente de unas dimensiones tales que es difícil de ignorar y que, ¿quién sabe?, quizá acabe transformando el mundo: el movimiento animalista. Por eso quizá valga la pena, sobre todo para aquellos que no están familiarizados con él, detenerse un momento a entenderlo y a conocer sus objetivos y aspectos generales. Con tal propósito, proponemos aquí un vocabulario básico para ir tratando de deslindar conceptos al aproximarnos al fenómeno social del animalismo, siendo conscientes de que no todo el mundo ha de coincidir con las definiciones propuestas.
ANIMALES: Lo somos todos los seres humanos y también los son las otras especies de animales no racionales. En general, a lo largo de este escrito, aunque de manera impropia y solo en aras de facilitar la lectura, utilizaremos únicamente el término “animales” cuando hagamos referencia a los segundos. Un simple vistazo a la biomasa global de animales grandes muestra la voracidad con que unos animales hacemos uso de otros: los animales salvajes grandes suman 100.000.000 de toneladas, los seres humanos, 300.000.000 y los animales domesticados, 700.000.000. Teniendo en cuenta el tamaño de muchos de los animales salvajes (elefantes, hipopótamos, osos, jirafas…) en comparación con el de los individuos humanos y que nuestra biomasa triplica la suya, salta a la vista el exiguo número de ejemplares que conserva cada especie de animales salvajes y nuestro afán depredador, que va conduciendo inexorablemente a los demás animales a la desaparición (sin mencionar siquiera a la infinidad de especies extintas ya por nuestra mano). De igual manera, queda patente el carácter instrumental (alimenticio, lúdico, como materia prima) que conferimos a los animales, observando que la suma de nuestra biomasa y la de los animales salvajes apenas supera la mitad de la biomasa de los animales domésticos. Se ha utilizado a propósito la expresión ejemplar (animal) por contraposición a individuo (humano) para evidenciar que el propio lenguaje, de manera natural, despoja de entidad al primero y lo considera una mera muestra de algo.
JUSTIFICACIÓN: “Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre las bestias de la tierra, y sobre cuantos animales se mueven sobre ella”.
Sobre esta frase, el autoproclamado “rey de la creación” ha construido en los últimos milenios la justificación ética del uso ilimitado de los animales. Cuando, con el tiempo, esa fundamentación ha empezado a perder peso, se han buscado nuevos argumentos, entre los que destacan la superioridad de la especie humana o la naturaleza de las cosas. Que los animales pueden e incluso deben ser usados es algo que está tan íntimamente interiorizado en nuestro imaginario colectivo y en nuestra cultura que la mayoría de las personas ni se plantea siquiera que pueda ponerse en cuestión algo tan obvio. Desde pequeños aprendemos a andar y a hablar al mismo tiempo que a usar animales, de manera que nos resulta tan natural el hacer esto último como lo primero.
Pero aquí, se adopte la postura que se adopte al respecto, hay algunas consideraciones que se deben hacer en cuanto a la solidez de los argumentos esgrimidos. Primera, que el hecho de que se pueda considerar superior a un individuo (en el sentido que sea) no es una justificación ética en sí para que haga lo que quiera con un ser inferior. Lo único que se puede afirmar es que puede hacerlo, pero poder no es una justificación ética. Si lo fuera, estaría justificado que un hombre más fuerte pudiera someter a un hombre más débil, o, por ejemplo, que una hipotética raza de alienígenas súper inteligentes, hipótesis no descabellada según la comunidad científica, sometiera a la raza humana por el mero hecho de poder hacerlo.
Otra consideración es que la naturaleza de las cosas tampoco es una justificación ética per se. Además de que lo único que es natural es la posibilidad factual de que los humanos puedan digerir y nutrirse de carne de animal, no que deban hacerlo (nótese que es exactamente la misma posibilidad factual que tienen de digerir carne humana y nutrirse de ella), el ser humano lleva durante toda su existencia combatiendo a la naturaleza y adaptándola a sus necesidades, sin que en ningún caso considere que ese modificar el curso natural de las cosas suponga ningún problema, sino más bien todo lo contrario.
Esto no quiere decir que se pueda o no justificar éticamente el uso de los animales (eso no es lo que se cuestiona ahora aquí), sino que, en caso de hacerlo, debe hacerse de forma consistente. En este sentido, los dos argumentos aquí expuestos, que son los que están en la base de cualquier justificación ética del uso indiscriminado de los animales (espero que se me excuse obviar la discusión del argumento divino) no son válidos. Si se desea mantener como ético ese uso se deberá acudir a otros argumentos.
ANIMALISTA: A pesar de que la palabra “animalista” en la acepción que aquí le daremos no figura en el Diccionario de la lengua española de la RAE, su uso según ese sentido se ha extendido y cada vez más personas se consideran a sí mismas animalistas. Sí la recogen otras obras, entre ellas, el Diccionario de uso del español de María Moliner. Según estos textos, animalista sería aquella persona que defiende a los animales. Esto no implica que a un animalista le tengan que gustar los animales, de manera análoga que no es necesario ser homosexual para defender los derechos LGBTIQ ni mujer para ser feminista. A sensu contrario, a una persona a la que le encanten los cachorros de perro y los caballos, pero que se zampe un filete de ternera sin plantearse siquiera el hecho de que antes de pasar por su plato ha sido parte de un animal que ha sufrido y ha sido sacrificado, o que, aun planteándoselo, no le importe lo más mínimo, no se le puede llamar en propiedad animalista. Un animalista combatirá, por ejemplo, cosas tales como el abandono de perros o las tiendas de venta de animales. En un sentido laxo, muchos de nosotros podríamos considerarnos animalistas, pero quizá sea más apropiado dejar ese término para aquellas personas verdaderamente comprometidas y concienciadas en la defensa de los animales y cuyos actos son consecuentes con ella.
VEGANO: Es aquella persona que no hace uso de ningún producto proveniente de los animales. Según esto, un ovolactovegetariano no sería vegano y un vegetariano que vistiera pieles tampoco lo sería. En general, las personas veganas son animalistas y el respeto y protección de los animales es el motivo de su veganismo, pero si el no uso de animales obedece a razones de salud o de cualquier otra índole, no puede hablarse de animalismo. En sentido estricto, tampoco sería vegano alguien que acudiera a un espectáculo circense con animales o al zoo. No todos los animalistas son veganos. Es posible que haya una persona que se preocupe por el bienestar y la defensa de los animales, pero considere (con o sin razón, aquí no entramos en eso) que la ingesta de carne es connatural a la persona y que cierto grado de violencia interespecífica (entre humanos y otras especies) es ineliminable, así que, sin renunciar al consumo de carne animal, promueva un trato en la medida de lo posible compasivo en el uso de los animales. Normalmente, estas personas aceptan la “necesidad”* de alimentarse de animales, pero rechazan categóricamente otros usos, como la tauromaquia, el uso de animales en espectáculos, la peletería, etc. A estas personas se las suele denominar bienestaristas, pues no se oponen al aprovechamiento de los animales, aunque buscan disminuir su malestar en el proceso de explotación, por contraposición a los abolicionistas, que buscan eliminar éste completamente.
(*) Entrecomillamos la palabra necesidad porque, en propiedad, y en el estado de desarrollo actual de las sociedades modernas, el consumo de animales para la alimentación no es una necesidad. La mayoría de estudios confirman que una nutrición exenta de proteína animal no es perjudicial, e incluso existen estudios que la consideran más saludable. Pero, en todo caso, lo que sí es cierto es que una dieta basada en parte en el consumo de carne, sea o no lo óptimo, no es imprescindible para la subsistencia.
ECOLOGISMO. Un ecologista es una persona concienciada con la protección del medio ambiente y los recursos naturales del planeta, y por eso se preocupará, además de por la deforestación de la Amazonia, por ejemplo, por la protección del lince ibérico o de las ballenas como especie. A un animalista le interesa la protección de la ballena como individuo específico que sufre, pero podría tenerle sin cuidado la extinción de las especies del orden de los cetáceos. Normalmente, las personas concienciadas con la ecología suelen ser sensibles al dolor de los animales como individuos y los animalistas suelen preocuparse por los ecosistemas y por la naturaleza, pero los objetivos de ambos movimientos son diferentes.
DERECHOS: En relación con la discusión sobre los derechos de los animales, existen dos posiciones enfrentadas: la de los que afirman que los tienen y la de quienes lo niegan. En primer lugar, hay que decir que no es estrictamente necesario que los animales tengan derechos para que se defiendan sus intereses y bienestar. Sin embargo, muchas personas consideran que no solo sería mucho más eficaz la protección de los animales si se les atribuyeran derechos, sino que hacerlo es la consecuencia natural de la evolución del movimiento emancipatorio. Entre ellas, se podría mencionar a nivel internacional al filósofo utilitarista australiano Peter Singer y en España al catedrático de Lógica y Filosofía de la ciencia Jesús Mosterín, pero la lista es interminable. Aunque la aceptación de los animales como sujetos de derecho aún está muy lejos de alcanzarse, se han dado algunos pasos en ese sentido, como la Declaración Universal de los Derechos de los Animales, proclamada por la Liga Internacional de los Derechos del Animal en 1978 en la sede de la UNESCO en París, a la que ofrecieron su apoyo algunas personalidades del ámbito de la cultura, como es el caso de la primera mujer en entrar en la Academia Francesa de la Lengua, Marguerite Yourcenar.
En España, pocos pensadores contrarios a los derechos de los animales se toman la molestia de teorizar sobre ello, pues se da por sentado que la imposibilidad de tales derechos cae por su propio peso. Entre los que sí lo hacen, se encuentra el filósofo Fernando Savater, que a nuestro juicio sustenta su tesis negacionista en argumentos teñidos de cierto dogmatismo. Considera que los animales no tienen derechos pues tampoco tienen deberes. Para él, esa reciprocidad la exige un supuesto mito fundacional del Derecho, en la estela del contrato social rousseauniano, por el que los seres humanos se reconocen como iguales y pactan una serie de derechos y obligaciones recíprocas, lo que excluiría a los animales, diferentes a nosotros e incapaces de pactar por naturaleza. Este iusnaturalismo de nuevo cuño, que Savater no aplica a otros asuntos (se mantiene muy crítico con la fundamentación dogmática de la religión, por ejemplo), ignora que la supuesta aquiescencia originaria de los miembros de la sociedad, de la que se derivaría el Derecho, no es más que una explicación metafórica a posteriori y que este no es otra cosa que el producto histórico de una confrontación de intereses y poderes. Cualquier derecho, por mucho que con el tiempo se haya consolidado socialmente y se considere indiscutible por la mayoría de la población como si hubiera estado ahí siempre, en un principio fue controvertido, quizá discutido por la mayoría, e incluso pudo parecer utópico o inalcanzable.
En realidad, el beneficiario de un derecho no necesita ser consciente de él, ni tener obligación alguna, ni ser él mismo quien lo ejercite. De hecho, ni siquiera necesita ser una persona. Las tres primeras condiciones no las cumpliría, por ejemplo, un niño muy pequeño o alguna persona inimputable, como un enfermo de alzhéimer en un estadio severo, y la última no la cumpliría, por ejemplo, una sociedad anónima, que no es más que una ficción jurídica. Nada impide que se atribuyan derechos a los animales y que el ejercicio de los mismos se tutele jurisdiccionalmente. Es solo una cuestión de voluntad.
El Derecho no es un hecho inamovible de la naturaleza, sino un constructo del ser humano, un instrumento organizativo que sirve a determinados fines y opera en determinadas situaciones. Los derechos subjetivos no son algo que una persona “posea” como posee un brazo, por ejemplo, sino más bien, a grandes rasgos, una relación que se establece entre el Estado y las personas, por la que aquel constriñe a estas a hacer o no hacer algo. Lo relevante aquí desde el punto de vista jurídico no es tanto el beneficio que recibe el derechohabiente como el deber que se impone a la persona obligada. El beneficiado por ese derecho no tiene por qué haber luchado por él, ni estar interesado en él, ni siquiera poder ejercerlo por sí mismo o saber de su existencia. Que un derecho existe no quiere decir más que que en una organización social determinada hay una norma que lo prescribe y un aparato represivo que lo garantiza. Esto solo describe un hecho, no prejuzga su legitimidad ética (desde luego, para que un derecho perdure en un ordenamiento jurídico ha de ser visto como legítimo por una gran parte de la sociedad en que va a ser aplicado, pero ello es meramente una cuestión práctica). Así, los esclavos negros de las plantaciones del Sur de los Estados Unidos en el S. XIX o los esclavos en la Atenas del S. V a. C. podrían haber tenido todas las aspiraciones o intereses legítimos que se quiera, pero legalmente eran individuos sin derecho alguno, mientras que sí los tenían entidades inexistentes como, en la primera organización política mencionada, las sociedades mercantiles y en la segunda, los dioses.
DOLOR: Que los animales sufren es algo que pocas personas niegan en la actualidad de una manera seria. En cambio, hay mucha gente que sostiene que ese dolor no es relevante o no lo es lo suficiente para ser tenido en consideración. El dolor es un mecanismo de defensa de los animales que se originó en los organismos más primitivos y que fue desarrollándose hasta los superiores a lo largo de la evolución. Como fundamentalmente es una experiencia subjetiva es muy difícil, si no imposible, objetivarla. No podemos conocer, porque de momento no existe forma de medirlo, la cantidad o la calidad del dolor de los individuos de otras especies. En rigor, por las mismas razones, tampoco podemos conocer esos datos en relación con otros seres humanos. El único dolor que podemos saber cómo es es el propio. El dolor ajeno solo podemos imaginarlo o deducirlo, ya sea por el testimonio del que lo padece, en caso de que pueda hablar, ya sea por indicios de cualquier clase (semejanza de la reacción ante el dolor con la que uno pueda tener, similitud de la respuesta fisiológica, etc.). No parece desacertado pensar, sobre todo en relación con animales que poseen sistema nervioso central, particularmente los mamíferos, aunque no cabe descartarlo del resto de especies, que su dolor es muy similar al del ser humano, puesto que las reacciones que se desencadenan en sus organismos (pánico, liberación de hormonas, activación de determinados centros especializados en la evitación del peligro, la huida, etc.) son equivalentes a las humanas. No en vano, la secuenciación del genoma de varios animales ha demostrado que compartimos la mayor parte del ADN con ellos. Se estima que los ratones o los cerdos se asemejan a nosotros en porcentajes elevadísimos (se utilizan válvulas coronarias de cerdo en implantes de corazón), y la comparación con gorilas o chimpancés arroja cifras próximas al 99%. Por otra parte, si bien es cierto que en el cerebro humano algunas de las funciones asociadas con el dolor se localizan en el córtex cerebral (la parte del tejido nervioso evolutivamente más moderna y la más desarrollada en los primates y especialmente en los humanos, en la que se ubican, entre otras cosas, el control de las habilidades cognitivas), también lo es que no existe evidencia de que eso implique una mayor intensidad. El cerebro es muy maleable (hay funciones que residen en determinadas regiones y, en un cerebro que las tenga dañadas, pueden ser asumidas por otras a las que en principio no les correspondería funcionalmente hacerlo) y es factible que simplemente ciertas áreas de evolución posterior hayan asumido funciones que en otros organismos realizaban otras áreas. En todo caso, cuando un chimpancé o una vaca o un humano siente miedo, se producen en áreas similares del cerebro los mismos procesos neurológicos, lo que permite pensar que provocan sensaciones parecidas.
Quedan pues atrás los tiempos en que el antropocentrismo de Descartes le hacía considerar a los animales poco más que complejos autómatas mecánicos, aunque es verdad también que esa tendencia a ignorar lo evidente, producto probablemente de un amor propio mal entendido, parece difícil de erradicar. Algunas personas que minimizan el sufrimiento de los animales establecen una serie de distinciones semánticas entre el dolor y el sufrir o incluso entre el dolor físico y el sufrir filosófico, signifique esto lo que signifique, pero, dejando aparte sutilezas bizantinas en la terminología, lo que parece admitido generalmente de manera bastante incontrovertible es que, por lo menos en el caso de los animales más modernos en la escala evolutiva, como las aves o los mamíferos (aunque cada vez hay más estudios que permitirían incluir en esto a especies evolutivamente más antiguas, como los peces) los animales son capaces de sufrimiento físico y psicológico. Las consecuencias que deban derivarse de tal cosa ya entran en el campo de la ética, pero como hecho de la realidad no tiene sentido negarlo.
ESPECISMO: Al igual que el racismo es la discriminación por causa de la raza y el machismo la discriminación por razón de sexo, el especismo es la discriminación basada en la diferencia de especie. Para los antiespecistas, el especismo es un prejuicio antropocentrista. Todos los seres vivos tienen intereses, entendidos estos como una inclinación a lo que les resulta provechoso o les beneficia y un rechazo de lo que les perjudica, y esto, ya sea tras una elaborada ponderación de los pros y los contras de lo que algo supone para ellos, ya sea producto de una pulsión íntima e irreflexiva. De hecho, los tienen tanto si son conscientes de ellos (en el sentido de poder articularlos en el pensamiento) como si no lo son. Por ejemplo, un bebé, aunque no lo sepa (de hecho, no conoce el significado de la muerte), tiene interés en seguir vivo o (aunque en el momento presente sienta bienestar y sea incapaz de imaginar lo contrario) en no sufrir dolor. Una persona especista (término no recogido en el diccionario de la RAE) considera que los intereses de un individuo de otra especie no tienen el mismo valor que los de los individuos de la especie humana. Ser animalista no implica no ser especista. Hay animalistas que consideran que los intereses de los seres humanos deben anteponerse a los de otros animales, pero eso no implica que estos últimos no sean dignos de protección. En puridad, una persona no especista sería aquella que no considera superiores los intereses (como tales: luego pueden hacerse todas las matizaciones que se quiera) de, por poner un ejemplo, un registrador de la propiedad a los de una mosca de la fruta. Esto, por supuesto, es una posición moral, lo que no implica que en la vida real a las personas no especistas no les pueda impresionar más la muerte de un vecino que la de una hormiga y que, incluso, pongan más esfuerzo en evitar la primera que la segunda. Pero esto no resta valor ético a su posición, puesto que es una pulsión muy humana (en realidad, podría decirse, muy animal) valorar intuitivamente más lo cercano que lo lejano (más la familia que el clan, el clan que la tribu, la tribu que otros grupos, la raza que otras razas, la especie que otras especies). En este sentido, la idea que pueda tener una persona que sostenga que todos los niños tienen igual derecho a la vida y que ninguno la merece más que otro no pierde valor como tal por el hecho de que esa persona, llegado el momento, ante una elección hipotética o real, salve la vida de su propio hijo, aunque sea sacrificando a dos niños desconocidos. Que el antiespecismo tenga o no base suficiente es algo que está abierto a discusión.
INDUSTRIA: El cantante Paul McCartney ha llegado a afirmar que “si los mataderos tuvieran paredes de cristal, todos seríamos vegetarianos”. Independientemente de que uno desee o no ser vegetariano, cualquier persona mínimamente sensible debería admitir que una cosa es alimentarse de otros animales y otra diferente torturar sistemáticamente al animal que uno se va a comer.
La ética capitalista-consumista y la manera en que las sociedades modernas producen en masa bienes de consumo ha llevado a deshumanizar la producción y cosificarlo todo, y ello se percibe incluso en la terminología utilizada: los trabajadores ahora son considerados, al igual que, por ejemplo, las piezas de recambio, como meros recursos de una empresa, concretamente “recursos humanos”. Esta cosificación es mucho más acusada en el caso de los animales (a fin de cuentas, los trabajadores protestan y pueden asociarse y los animales, excepto en las novelas de Orwell, no). En el tipo de producción preindustrial, las gallinas podían corretear libres por un corral y, si bien se les robaba los huevos y ocasionalmente se les cortaba el pescuezo para meterlas en el puchero, tenían una vida relativamente feliz o, cuando menos, no desgraciada. Ahora, son hacinadas en naves industriales sin ventanas (que pueden albergar hasta más de 200.000 gallinas) y previamente se les corta el pico para evitar que, debido al estrés continuo al que son sometidas, se picoteen entre sí. Pasan toda su vida en jaulas de alambre, en las que disponen de un espacio diminuto que les impide extender las alas o moverse sin subirse sobre las que tienen al lado y las obliga a defecar unas sobre otras. Son alimentadas de manera insalubre y, aunque nunca han visto la luz del día, no pueden tampoco disfrutar de momentos de oscuridad, pues se las mantiene expuestas a una luz artificial permanente para estimular la puesta. Los huevos obtenidos de una manera menos lesiva para las gallinas duplican fácilmente su precio. En la actualidad se están dando pequeños pasos para mejorar mínimamente las condiciones de cría y explotación de animales, pero como eso supone encarecimiento de los costes de producción, la normativa se incumple sin que, por lo general, se produzca ningún tipo de sanción.
Este es solo un ejemplo de cómo se trata a los animales en la industria avícola, pero lo mismo ocurre en el resto de la industria alimentaria (granjas porcinas, de ganado vacuno, etc.), sin mencionar, por ejemplo, la industria peletera, el uso de animales de tiro o la industria médico-farmacéutica. Cada año mueren más de cien millones de animales en laboratorios víctimas de vivisección y otros experimentos, en un proceso que ha venido a denominarse “el segundo holocausto”, y esto ocurre a pesar de que muchos profesionales médicos ponen en cuestión la eficacia y validez de este tipo de pruebas.
La realidad pura y dura es que en nuestra cultura se ha llegado a considerar a los animales simplemente como materia prima, como objetos, y se los trata como tales, sin consideración alguna al hecho de que son seres que sufren.
DIGNIDAD: Normalmente se niega la dignidad a los animales por considerar que esta solo es predicable de las personas. La dignidad no es más que la consideración de que alguien merece algo, es decir, es digno de algo. Ese algo concretamente es un trato benévolo y un respeto. Eso significa que la dignidad, como el deseo, reside más en el que observa (en este caso en el que debe actuar con relación a las personas) que en la propia persona deseada o considerada digna, es decir, no es un atributo natural de la persona, sino una exigencia moral que debe observar quien trata con ella. Eso no implica que, al igual que puede encontrarse un fundamento externo en la respuesta fisiológica que despierta el deseo (una mirada, un roce), no se pueda hallar también una fundamentación más o menos objetiva a la asignación de la dignidad, una razón por la que deba atribuírsele a las personas. ¿Pero cuál? La inteligencia no es lo que otorga dignidad; de otro modo, debería considerarse a los computadores, que en muchos aspectos son más inteligentes que nosotros y que en el futuro podrán probablemente serlo en todos, como sujetos dignos. Tampoco la confieren las propias acciones; si ello fuera así, una persona que cometiera delitos o se comportara reprobablemente, perdería su dignidad y se la podría tratar como a una cosa, lo cual, en una sociedad civilizada, no ocurre. Lo distintivo, lo que hace a una persona merecedora de respeto y un trato considerado, es su capacidad de sentir emociones. Concretamente su capacidad de sufrir. Una persona que no sufriera no necesitaría ser tratada con respeto o con consideración, pues no le produciría daño alguno lo contrario. La dignidad no se basa pues en la capacidad de sentir cualquier emoción, como, por ejemplo, el amor o la felicidad, sino en la capacidad de sentir sufrimiento en ausencia de esas o cualesquiera otras emociones positivas. Así que, sea cual sea la fundamentación más o menos romántica o antropocéntrica que se quiera dar a la dignidad de la persona (en general, la mayoría de la gente no exige una argumentación, sino que da por hecho platónicamente que es algo intrínseco al ser humano y no una consideración debida a este por parte de los otros seres humanos) se basa fundamentalmente en el dolor, en nuestra naturaleza de seres sufrientes. Eso no quiere decir que la inteligencia no tenga ningún papel aquí, pero lo tiene solo en cuanto a su mediación para modular o percibir el dolor, no en sí misma. Así, alguien a quien otra persona insulta se sentirá herido en su dignidad porque su inteligencia (como conducto únicamente) le ha permitido entender la palabra proferida por el otro como una ofensa y eso le ha causado un dolor o daño moral (este ahora ya sí sentimiento y por eso relevante en cuanto a su dignidad). En la medida en que esto sea correcto, no existe una razón para negar la dignidad a los animales como individuos sufrientes (ver la voz DOLOR).
ACTIVISMO: Existen personas que dedican parte de su energía, de su tiempo y de su patrimonio a luchar por los animales. Aunque mucha gente y algunos gobiernos los consideran poco menos que terroristas (se ha acuñado, por ejemplo, la palabra ecoterrorista), estas personas no solo son generosas, sino valientes, pues en ocasiones se juegan su integridad física o la posibilidad de entrar en prisión (algunos de sus actos incluyen el rescate de animales de granjas en los que son torturados o de laboratorios de vivisección), y se han dado casos en que los activistas han muerto en el ejercicio de estas acciones. A nivel global, cabe nombrar organizaciones como la ONG PETA, People for the Ethical Treatment of Animals (Personas por el Trato Ético de los Animales), que organiza manifestaciones y protestas o implementa impactantes campañas publicitarias, o el ALF, Animal Liberation Front (Frente de Liberación Animal), que utiliza la acción directa y el sabotaje de instalaciones. En España existen muchas asociaciones animalistas (señaladamente Igualdad Animal) e incluso un partido político, el PACMA (Partido Animalista Contra el Maltrato Animal), que en las elecciones generales de 2016 consiguió casi 300.000 votos para el Congreso de los Diputados y más de 1.200.000 para el Senado. El activismo en el Estado español está creciendo ininterrumpidamente, lo que ha alertado a los grandes poderes con intereses en la explotación animal, que han reaccionado poniendo en marcha todos los mecanismos a su alcance para combatirlo (jurídicos, políticos, prensa, etc.). Existen asimismo varios santuarios para animales, en los que se recoge y cuida a animales de varias especies (cerdos, vacas o gallinas rescatados de granjas, monos liberados de laboratorios experimentales, perros abandonados, caballos, etc.), que conviven juntos y se relacionan entre ellos como en una especie de edén previo al pecado original, en el que según se nos cuenta, los animales confraternizaban y vivían unos con otros en paz.
PRACTICIDAD: El animalismo, como se ha indicado, busca la defensa y el bienestar de los animales, pero existen razones de otra índole que aconsejan la limitación del consumo de carne y que hacen que cada vez más personas, no por motivos caritativos o de solidaridad con los animales, sino puramente prácticos, decidan eliminar o reducir la carne de su dieta. Algunas de esas razones son: la salud (la OMS considera el consumo de carne procesada cancerígeno y probablemente también el consumo de carne roja, y que, en general, una dieta rica en carne de cualquier tipo de ganado provoca obesidad y enfermedades cardiovasculares); la conservación de hábitats de gran valor ecológico (informes de Greenpeace señalan que la ganadería industrial es la primera causa de deforestación en la Amazonia); el freno del cambio climático (como es sabido, el ganado, especialmente el bovino, es responsable de un alto porcentaje de las emisiones de gases de efecto invernadero); la protección de los recursos hídricos; la evitación de la degradación de los suelos; la defensa de la biodiversidad, etc.
FUTURO: La barbarie ha sido una de las grandes protagonistas en la larga crónica de la humanidad. Aún no están escritas las páginas de lo venidero y no sabemos si la escribirán los defensores de los animales o sus adversarios. Como la historia nos enseña que la involución o incluso el hundimiento civilizatorio pueden ocurrir, no existe ninguna garantía para que pensemos que va a prosperar el intento de erradicar el mayor dolor posible del mundo y ampliar el respeto y trato benevolente a todos los seres capaces de sufrir, máxime cuando la violencia intraespecífica es el pan cotidiano de los miembros de la especie humana, que explotamos diariamente con nuestros actos y forma de vida a los propios miembros de nuestra especie sin pestañear. No obstante, sí hay razones para albergar cierto optimismo, puesto que cada año aumenta la cantidad de personas que ponen en cuestión el uso y el abuso de los animales, así como se incrementa el número de vegetarianos en el mundo (se ofrecen cálculos que oscilan alrededor de 500 millones de personas). La tecnología creciente puede ser un enorme aliado para el animalismo, no solo por la posibilidad de transmitir sus postulados a través de internet, sino por los avances de todo tipo que puedan repercutir en el bienestar de los animales, especialmente en el campo de la nutrición (extensión y mejora de los alimentos ecológicos y sostenibles, producción de carne cultivada a través de células madre, etc.).
Quizá llegue un día no lejano en que, con sus actos, los seres humanos acaben dejando obsoleta aquella frase que en su día escribió el autor checo Milan Kundera y que, desafortunadamente, en la actualidad mantiene intacta toda su vigencia. Reza así: “El verdadero examen moral de la humanidad consiste en su actitud ante los animales. Y en este sentido, los hombres han sufrido una derrota tan fundamental que todas las demás derrotas provienen de ahí”.
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8 /
2017