¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Pompeyo Ramis Muscato
El refugio de la memoria
Cuando llegamos a una edad muy avanzada —llamémosla “cuarta edad”—, no solo somos elementos extraños dentro de nuestra sociedad, sino que en cierta manera vivimos ausentes de ella. No es tanto que quienes nos rodean sientan poco agradable nuestra presencia cuanto que suponen que ya no deberíamos estar allí. Al cruzarnos en la calle con una persona anciana que no hemos visto desde hace tiempo, solemos pensar: “¿pero este hombre todavía vive?” Pregunta que implica la suposición de que ya no debería vivir. Sin embargo no se nos ocurre imaginar que, reconociéndonos él también, diga para sus adentros: “¡cómo se ha deteriorado este hombre!”. Por eso, al observar yo mismo la ruina física de quienes no he visto desde tiempo atrás, me convierto la oración en pasiva. Al principio este pensamiento puede resultar algo perturbador, pero con la costumbre se nos convierte en un sentimiento tranquilizante. La trayectoria de nuestra vida es parabólica. En ella veo cuatro fases: un ascenso, una breve altiplanicie, un descenso y una recta final imaginaria. En la fase ascendente el tiempo nos parece largo porque esperamos vivir muchos años más de los que hemos vivido. Los años de estudios primarios, de bachillerato y de universidad se nos hacen interminables porque son años de espera impaciente, en los cuales se cumple el dicho popular: “quien espera desespera”. Tan desesperante puede parecer la espera por una emergencia odontológica como por una cita amorosa. Ejemplos de esta clase solía utilizar Einstein para hacer comprender su teoría de la relatividad. Decía: “Cuando un hombre se sienta con una chica bonita durante una hora, le parece un minuto; pero si se sienta en una estufa caliente durante un minuto, le parecerá más de una hora. Eso es relatividad”.
Con la relatividad del tiempo se relativiza también la distancia entre las edades. A un muchacho de quince años, le parece vieja una señora de treinta. Cuando yo era estudiante, veía como viejos a todos los profesores, incluidos los que tenían menos de cuarenta. El más joven que tuve —no llegaba a los treinta y cinco— fue mi primer profesor de Filosofía, Lidwinus Vollering, un holandés ya mencionado en una entrega anterior. Teníamos como manual de apoyo el tratado Elementa Philosophiae Scholasticae, de Sebastian Reinstadler, en dos respetables volúmenes; el mejor manual de filosofía sistemática de cuantos he conocido. Conversando con él a la salida de la primera clase, le pregunté ingenuamente:
-Profesor, ¿cómo es posible que un tratado elemental de Filosofía sea tan extenso y en dos volúmenes?
-Porque es de un autor que agota los temas en extensión y profundidad. Yo mismo estudié con este mismo manual ¡cuando tenía tu edad! –añadió entusiasmado.
¡Huy! —exclamé—, ¡pues sí que es antiguo el libro!
El profesor me clavó una mirada oblicua y me dejó plantado. Enseguida comprendí mi imprudencia y quise correr tras él para pedirle disculpas, pero vi que no tenía sentido.
Ahora, cuando ya he iniciado la imaginaria “recta final” de la parábola, veo pasar volando el poco tiempo que me queda. No volaría tan veloz si me abandonara la salud física y mental de que todavía gozo, gracias a Dios, en este momento. Pero ¿hasta cuándo? Es un interrogante que me inquieta menos ahora que durante los años del “descenso”, quizá porque nos vamos acostumbrando a mirar cada vez más de cerca nuestra finitud. Dentro de las características comunes a todos los viejos, hay diversas variedades entre ellos, debidas a las circunstancias actuales y a las formas en que transcurrió su juventud y la mejor parte de su madurez. Hay ancianos resignados, inquietos, refunfuñones, quejumbrosos, nostálgicos. Incluso abundan los que rebuscan formas de vestir impropias de su edad, o se afanan en procurarse terapias de rejuvenecimiento. No son actitudes caprichosas, pues tienen sus razones: el natural aferramiento a la vida, o tal vez la nostalgia de una juventud y madurez colmadas de lujos y comodidades. Muchos dicen: “que me quiten lo bailado”, sin darse cuenta —pobre gente— de que ya se lo han quitado.
Diversas y largas de enumerar son las características de cada anciano. Los hay de porte apacible y dulce sonrisa desdentada. Otros la muestran lúbrica o picaresca. Mucho abunda la figura del “viejo verde”. Esta última condición depende de cómo transcurrieron sus juventudes. Ateniéndonos al antiguo dicho de “quien no corrió el caballo de joven lo corre de viejo”, los hay que son “verdes” por haber corrido demasiado el caballo, y otros por haberlo corrido poco. En cualquiera de los casos, considero arbitrario —aparte prejuicios sociales— llamar “verdes” a ciertos ancianos, porque si hay que decir “verdes”, todos los hombres lo somos a partir de la adolescencia —algunos incluso antes—; todos sentimos la misma llamada hacia los encantos del otro sexo, aunque convengo en que no es socialmente de buen recibo que un anciano manifieste inadecuadamente esta tendencia natural.
El mundo de los viejos es el mundo de la memoria. Grande y de suma importancia es esta potencia de la mente humana donde se “almacenan” las especies sensibles e inteligibles, que a veces evocamos unas tras otras por orden temporal. Es lo que llamamos reminiscencia o anámnesis. De estas materias primas guardadas en la memoria proceden las artes y las ciencias, como la harina de los graneros. Por muy avanzada que sea tu edad y muchos los impedimentos físicos que te castigan, vale la pena que sigas viviendo si conservas la memoria. Pero si la pierdes, no diré que serás un vegetal, sino algo peor, pues el vegetal tiene su puesto natural en la taxonomía del reino viviente, mientras que tú te convertirás en una máquina biológica mostrenca que no cumplirá ninguna función. Si ya pasaste, como yo, la línea de los ochenta, la memoria de lo que fuiste es la razón de lo que eres. Si la conservas, sigues siendo tú mismo. Pero dado que estamos transitando la recta final, ya no podemos hacer proyectos ni siquiera a corto plazo; pero eso no debe angustiarnos, pues sabemos que no es por incapacidad sino por falta de tiempo. Por eso la actitud más prudente de quienes ya rebasamos los ochenta es la de no hacernos la cuenta ni tan solo del día entero. Lo que no es mucho decir, pues no hay nadie que pueda hacérsela. No se trata de pesimismo ni talante derrotista, sino de una realidad tangible que cada día comprobamos al abrir la página de las noticias.
El anciano puede vivir contento en tanto no le abandonen los recuerdos. Aunque no le estén permitidos grandes ni pequeños planes a futuro, tiene detrás un largo sendero que desandar con la memoria. Los hechos y vivencias del pasado, pueden tener efecto terapéutico para el anciano, si pone voluntad en convencerse de que para él ya no es tiempo de proyectos, sino de evaluar, para su gozo o arrepentimiento, los resultados de los que realizó. Viéndolo serenamente, los recuerdos del pasado son el mejor diván en que el anciano puede recostarse. Si logras conversar contigo mismo sobre lo bueno y malo que te ha ocurrido a lo largo de tu vida, no echarás de menos la compañía que tal vez desearías tener. Inmerso quizás en sus recuerdos, decía Antonio Machado: “converso con el hombre que siempre va conmigo”. Pero los recuerdos no acuden fácilmente a tu memoria si no pones de tu parte un esfuerzo para suscitarlos. A menudo se nos hacen escurridizos, creyendo falsamente que es debido a la pérdida de memoria. A menudo confundimos la falta de memoria con la pereza de recordar. Dice Norberto Bobbio que los recuerdos hay que ir a buscarlos en los rincones más remotos de nuestra memoria. Cierto es que hay momentos en que es fatigoso recordar, pero si sabes tomar el pasado como parte inseparable de tu vida interior, entonces los recuerdos te serán saludables. Hay viejos entusiastas que dicen haber renunciado a sus recuerdos y que se levantan cada mañana con la ilusión de ver y sentir algo nuevo. Un ilustre anciano catalán me ha enviado un e-mail diciéndome que a sus casi ochenta y ocho años, tiene la esperanza de ver una Cataluña libre, independiente del Estado español. Creo muy poco en la sinceridad de esos arrebatos esperanzados. Lo único nuevo que un viejo puede encontrar al día siguiente es un pedazo de su pasado visto desde otra perspectiva; una nueva visión de lo que hemos pensado, de lo que hemos hecho, de lo que hemos amado. Aunque nuestra vejez no sea excesivamente larga, también nos afectan los cambios de los tiempos, sobre todo los actuales en que, volviendo la vista con plena conciencia diez años atrás, notamos una nueva curvatura en nuestra cosmovisión. Somos testigos de curiosas tecnologías a las que no tenemos acceso, porque en realidad ya no nos pertenecen. Sin embargo les damos nuevas interpretaciones en parangón con los actos y vivencias del pasado. Hay ancianos que, según van envejeciendo, se tornan más tolerantes, más afables, más sociables. Otros involucionan en dirección contraria: se vuelven intransigentes, huraños, misántropos; siempre dependiendo de cómo les afecten los cambios del presente en parangón con el pasado.
Reconecto con lo dicho: el anciano, en su última edad, es la síntesis de todo lo que ha sido en el pasado. Unos pocos, dotados de excepcional voluntad de vivir al son del último grito, tal vez logren materialmente conectarse a plenitud con la postmodernidad, pero su espíritu no se desconectará fácilmente de lo pretérito. Es imposible conducir una vejez con la mente y el corazón a la velocidad del tiempo. Deja que este corra sin que te lleve el acervo que tienes acumulado en tu espíritu. De él puedes vivir, pero no más que para ti solo. Porque a partir de la tercera década del siglo XIX, la experiencia y la prudencia del anciano dejaron de ser materia útil para las generaciones más jóvenes. Siglos atrás, cuando las tradiciones eran valores protegidos, los ancianos proyectaban sus recuerdos y vivencias más allá de ellos mismos. Se les veneraba, se les consultaba. Pero hoy día, con la ruptura epistemológica que han ocasionado la ciencia y la tecnología, la aceleración de los acontecimientos no deja espacios intermedios suficientemente largos para que arraigue ninguna tradición. Por eso los viejos no tenemos nada que transmitir a las nuevas generaciones; razón por la cual la sociedad de hoy ya no nos venera como veneraba a los ancianos de ayer. Todavía hay quienes lamentan que nuestros jóvenes ya no escuchen al anciano cual depositario de experiencia y sabiduría. No hay razón para ello, puesto que hoy día, es más útil la experiencia de un hombre de treinta años que la de un anciano de ochenta, debido a que se consideran mejores los proyectos que dinamizan la vida que las sentencias que nos la estancan en la tradición. Puede ser éticamente discutible lo que digo, pero es así como lo veo.
-Entonces, ¿la experiencia y la sabiduría de los viejos ya no valen nada? –me replicarás.
-Hay que distinguir. Si se trata de experiencia y experimentación con resultados que ameritan ser continuados y perfeccionados, entonces el anciano que trabaja sobre la experiencia de su saber es solo viejo en edad, pero no según la dinámica del siglo. Si Galileo y Newton hubiesen prolongado su ancianidad en pleno uso de sus facultades, habrían sido, cada uno en su tiempo, ancianos de experiencia útil, como aún lo son algunos de hoy, tan excepcionalmente como los mencionados. Pero fuera de esos casos rarísimos, la experiencia de quienes ya no tenemos nada que dar solo es válida para nosotros mismos. Por eso el refugio en la memoria, “conversando con el hombre que siempre va contigo”, será tu mejor diván para curar el tedio de tus horas bajas. Debemos aferrarnos a nuestros recuerdos antes que ellos nos abandonen, o nosotros a ellos. La parte de futuro que nos pertenece es tan poca y tan insegura, que no vale la pena dedicarle un minuto de nuestro presente.
Quizá lo mejor de tu memoria sea la galería de amistades que por ella desfilan. Primero, el grupito de amigos y amigas que hacíamos mesa redonda en aquel bar del cabo de las Ramblas, sentados en torno a una jarra de vino peleón, conversando de cine y de literatura y despotricando contra el régimen franquista, con el que, a pesar de todo, vivíamos contentos. Después, el amigo chistoso y ocurrente, al que aún recuerdo con una sonrisa nostálgica; aquel con quien podías hablar de todo lo divino y lo humano, y hasta de lo demasiado humano; la muchacha que te quería y se dejaba querer sin pedir nada a cambio; la que te hablaba de una blusa que le gustaba y no le alcanzaba el dinero para comprarla; el amigo amargado que en todo hallaba dificultades; el pasota al que nada le afectaba; el engreído con su gesto siempre displicente; el que acaparaba la palabra y te obligaba a ponerte al acecho para introducir la tuya; el que te agobiaba contándote sus problemas y nunca quería saber de los tuyos; el que jamás te daba la razón, o te la concedía con recortes; el que no perdía ocasión de humillarte y hacerte sentir inferior; el tímido y apocado que se fue a vivir a Noruega con una dama multimillonaria quince años mayor que él; incluso aquel odioso con quien siempre te propusiste romper pero nunca lo hiciste. Hace tiempo que perdí la pista de casi todos. De unos pocos he sabido que aún viven agobiados de mil achaques. Pero todos ellos, vivos o muertos, forman parte de mi vida, por lo que me sería imposible borrarlos de la memoria. Sigo conversando con algunos, guardando a otros entre paréntesis. Hay unos pocos, hombres y mujeres, muy particulares, cuya falta solo he sentido después que murieron. Se me fueron sin que pudiera, por dejación mía, decirles o preguntarles tantas cosas…
Hasta hace pocos años, un grupo de amigos formábamos cada semana una divertida tertulia sabatina. Todos, excepto dos, eran menores que yo. A cada uno le fue llegando su hora, hasta que me quedé a solas con el más joven de todos. Seguro que él pensaba lo mismo que yo: “¿Quién caerá primero?”. Era un ingeniero químico ilustrado, de quien aprendí muchas curiosidades. Fumador empedernido desde los quince años, ridiculizaba el consejo de su médico sobre la urgencia de abandonar el cigarrillo. Comenzó a padecer obstrucciones respiratorias. Tuvo una lenta agonía de más de un año por cáncer de pulmón. La última vez que lo visité, salió a recibirme lento, disminuido, inflado de corticosteroides, apoyado en un bastón y del brazo de su mujer. Nos vamos quedando solos, no de golpe sino por partes. Dice Séneca que la muerte de los amigos no nos debe doler más de la cuenta. ¿De qué clase de cuenta se trata? Homero concede el derecho de llorar a un amigo solo por un día. ¡Vaya!, como si las lágrimas fuesen la medida del duelo. Por lo que a mí toca, ninguna partida de amigo o amiga entre los más queridos me ha hecho llorar, pero mientras yo viva en plena memoria, ellos vivirán en mí.
-Pero aún te quedarán los amigos vivientes –me dirás
-Son tan pocos, que si los cuento con una sola mano, me sobran dedos. Por supuesto que yo soy el más viejo de ellos. Sea por la distancia, o por pereza, ni los visito ni me visitan. Muy de vez en cuando coincidimos en el velorio de algún colega o personaje conocido. En tales ocasiones, aparte de unas pocas mujeres que rezan el rosario, el resto de la concurrencia se reparte en grupos de amigos y conocidos que formamos improvisadas tertulias, en total desconexión del motivo luctuoso por el que estamos allí. En uno de esos encuentros, un exalumno me hizo esta observación:
-¡Es curioso, profesor!; sabiendo con certeza que algún día el difunto será uno de nosotros, ¿a qué se debe que los velorios se parezcan más a un jolgorio que a una manifestación de duelo? ¿Por qué miramos con tanta indiferencia la muerte de los demás teniendo la seguridad de que también ha de llegar la nuestra?
-Por dos razones —le respondí—: una porque nada de lo que ocurre usualmente causa perturbación. Como sabes, la realidad más común de todo el reino animal es la muerte. En segundo lugar, porque la muerte siempre es algo que ocurre a los demás, así como las fortunas y los infortunios, los accidentes, las tragedias, los homenajes, etc. son sucesos que ocurren a los demás y para los demás.
-¿Cómo es eso, profe?; si tengo un accidente, o me hacen un homenaje, o cuando me muera, ¿no serán cosas que me ocurrirán a mí?
-Sí, pero para los espectadores tú serás de “los demás”.
-Eso son juegos de palabras. Cuando me muera me moriré yo, no los demás.
-En el caso de tu muerte, con mayor razón serás de “los demás”, es decir, de los que ya no están entre los vivos. Y he dicho “con mayor razón” porque ni siquiera tendrás conciencia de que estarás muerto. Resumiendo: los muertos, los que sufren un accidente, los que son homenajeados, son siempre los demás.
-Algo confuso me deja usted; pero yendo a lo más concreto: le confieso que el mayor temor de mi vida es la muerte; aunque usted diga que seré de “los otros”, el que se va a morir seré yo. Este pensamiento, aunque no sea continuo, es el que más me agobia.
-A medida que te vayas haciendo viejo te agobiará menos, aunque sigas, como casi todos los viejos, aferrado a la vida. Si llegas a viejo con buena salud, te quejarás menos de la vejez que de lo poco que dura.
-Sinceramente: ¿usted no teme a la muerte?
-Lo que me da miedo no es la muerte sino morir.
-Profe… usted siempre con sus sutilezas. Pero dígame sinceramente otra cosa: ¿no le preocupa el más allá, el estado post mortem?
-Sinceramente te respondo: no recuerdo haber sentido un momento de angustia sobre el más allá.
-Entonces, ¿qué cree?
-Que el más allá será lo que tenga que ser. No hay nada que decir de lo que no podemos saber con certeza.
-Pero usted tiene una carrera de Teología, según tengo entendido; algo debería saber sobre un tema que ha angustiado a tanta gente.
-En Teología se aprende mucho, pero se aprende sobre todo a dudar. La razón de esa duda reside en que toda la argumentación teológica está en el género de la demostración probable. No en la demostración cierta, porque si las demostraciones teológicas lo fueran, no habría necesidad de la fe. Creer sería igual a saber. Pero no siendo así las cosas, en la Teología cabe la duda trascendental. Aún diría más: toda la Teología es un proceso intelectual con la finalidad de reducir al mínimo las dudas sobre las creencias reveladas, sin que se pueda ir más allá de las demostraciones probables. Por eso yo creo que la duda dogmática es sana si se conduce respetuosamente, y que es además perfectamente compatible con la fe. Tú puedes ser creyente sincero aunque guardes la duda entre paréntesis.
-Yo soy creyente, pero lo que me esclaviza son los dogmas.
-Libérate de los dogmas si los dogmas te esclavizan.
-¿Cómo?
Dejando de pensar en ellos. O repite lo que decía Tertuliano: Prorsus est credibile, quia ineptum est.
-Tradúzcamelo.
-“Con razón es creíble, precisamente porque es absurdo”.
-Sí, pero mientras tanto, ¿cómo hace un hombre de poca fe para liberarse de los temores del más allá?
-No tienes nada que temer. Haz el bien y evita el mal en cuanto puedas; cumple los principios de la ley natural, compórtate como buen ciudadano, y después de la muerte, que sea lo que Dios quiera. Pero en fin, dejemos las especulaciones teológicas para una próxima ocasión.
No quiero terminar esta entrega sin referirme al aspecto pedagógico de la memoria. El viejo encontrará buen refugio en la suya no solo según el número de vivencias que haya tenido desde la infancia y juventud, sino sobre todo por los estudios y lecturas de que se haya nutrido, al menos hasta los treinta y cinco o cuarenta años. Después de esta edad, las aprehensiones de diversa índole van sedimentando cada vez con menos consistencia. Tu memoria se hallará bien amueblada en la medida en que hayas tenido vivencias más intensas y te hayas entregado a lecturas de mayor consistencia. Los que mejor cultivan la memoria son los lectores empedernidos, que siguen leyendo durante toda su vida mientras la vista aguante. De muchas maneras podríamos clasificar a los lectores. Los que mayormente abundan son los lectores de novelas. Pero este es el género literario en que mayormente abunda el desperdicio. No vale la pena ir más allá de las novelas clásicas universalmente reconocidas por su valor literario, de fondo y de forma. No son muchas, pero tampoco tan escasas que te sobre vida para leerlas todas. Aun así, yo prefiero seguir el consejo de Séneca: “Más te vale entregarte a pocos autores que andar vagando entre muchos”. Es bastante probable que las novelas que podríamos llamar “de alta gama” sean aquellas que desearás releer cuando seas viejo, pues casi con la misma firmeza se fijan en la memoria los personajes reales que los ficticios, como Lázaro de Tormes, Don Quijote, Hamlet, Fausto, Quasimodo, Don Abbondio, y tantos otros. Como he dicho antes, la memoria es nuestro almacén de imágenes y aprehensiones intelectivas. De lo bien provisto que lo tengamos depende la mayor o menor frecuencia con que deseamos acudir a él. Que haya ancianos que no recuerdan ni quieren recordar, aun manteniendo sana y clara la mente, probablemente se debe a que la tienen desamueblada por desidia o falta de curiosidad.
Los pedagogos de la posmodernidad suelen descuidar la facultad más fresca y esponjosa que tienen los niños, que es la memoria. No discuto la eficiencia educativa de las técnicas pedagógicas actuales, dirigidas principalmente a suscitar la cognición infantil. Entiendo que técnicas tales como el constructivismo de Piaget inciden también en la memoria, pero solo indirectamente por cuanto es inseparable del entendimiento en los procesos de aprendizaje; pero no implican su ejercicio directo, que le es tan necesario como el de los sentidos externos. El método antiguo, el de los maestros que nos hacían aprender de memoria las conjugaciones verbales, los adverbios y las preposiciones, además de la fatigosa lista de los reyes godos y visigodos, nos proporcionaba un aprendizaje endeble por falta de estructuración, pero el esfuerzo mnemónico no era inútil, pues ejercitaba directamente la facultad más receptiva de la mente infantil.
Finalmente, una sugerencia medio en serio medio en broma. Si alguna vez ocurre la necesidad de castigar a un hijo díscolo, no sugiero violencias físicas, ni gritos ni amonestaciones humillantes. Hay la posibilidad de castigarlo haciéndole un favor: entregarle una cuartilla con un párrafo de discreta extensión —un soneto por ejemplo— y encerrarlo bajo llave hasta que se lo haya aprendido de memoria.
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2017