¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Inés Martín Rodrigo
Entrevista a Karmelo Iribarren
Uno llega a la poesía de Karmelo Iribarren (San Sebastián, 1959) un poco como cuando entras solo en un bar: con timidez y sin pretensiones, albergando la esperanza de que nadie repare en tu presencia y poder, así, esconderte en una esquina y apurar la cerveza, que pides como quien suplica clemencia. A él le gustaría ese símil. Seguro. Incluso es probable que, al leerlo, lo retenga en su memoria para después recuperarlo, horas después, y con él bosquejar un poema. Es lo que, a fin de cuentas, lleva haciendo casi cuarenta años, en silencio, sin reclamar atención, escondido en ese rincón del bar cuya barra regentó hasta que no pudo más, temeroso de beberse la vida antes de tiempo.
Como bien reconoce en esta entrevista, estuvo al borde del abismo, pero para regocijo de sus lectores (y, sobre todo, suyo propio) volvió sobre sus pasos, hasta que perdió de vista el precipicio. Le gusta «demasiado la vida» y, quizás por eso, escribe poemas a través de los que se vive. Quien le ha leído lo sabe; y quien no llega a tiempo de descubrir a un autor poco (re)conocido, a ratos olvidado, y recuperado con acierto por la Editorial Renacimiento.
El verano pasado apareció la antología «Seguro que esta historia te suena. Poesía completa» (1985-2015) y desde hace apenas un mes [marzo 2016, n.d.e.] está en librerías «Haciendo planes», un poemario breve pero hermoso. En él, Iribarren define el amor de esa manera suya, tan sencilla como certera: «Apenas cuatro letras. Y cabe tanto dentro. Y duele tanto cuando te dejan fuera». La próxima semana aparecerá, además, una edición ampliada de «Diario de K», su libro de aforismos. Aunque lo cierto es que con este poeta, curtido en el casco viejo de San Sebastián, no hace falta percha, ni actualidad. Basta con leerle, o escucharle.
¿Qué recuerda de la primera vez que se acercó a la poesía?
No recuerdo ese primer contacto. Pero la prueba de que sentí algo especial es que aquí estamos.
¿Y con qué autores la descubrió?
¿Autores? Quién sabe, Lope, Antonio Machado… Tuve suerte, me dio clases una gran profesora de Literatura. Le gustaba lo que hacía.
Echando la vista atrás, ¿qué piensa ahora de su primer poemario?
Empecé a publicar en los setenta, en revistas, fanzines… Pero el primer libro digno de tal nombre es de mediados de los noventa. Soy –sin serlo– lo que se llama un poeta tardío. En aquel libro estaba lo mejor y lo peor de mí (como poeta, se entiende), porque ya era un poeta hecho. Tal vez había más de lo peor, no lo sé. Lo veo lejano.
¿Qué opinión tiene, por ejemplo, de «La condición urbana», uno de los primeros? ¿Y qué siente si lo compara con «Haciendo planes», el último?
«La condición urbana» es un libro duro y tierno a la vez, lleno de excesos, de ironía, de desencanto, de vida. Está escrito gran parte de él hace más de treinta años. Es en gran medida un producto de los ochenta, aunque se publicase en la década siguiente. «Haciendo planes» es –desde el título– la constatación de que al menos sé reírme de mí mismo, sin acritud. Los poemas aquí son más leves, aunque quizás traten asuntos más profundos.
Hay quien le define como un poeta maldito. ¿Cómo se definiría usted?
Yo soy alguien que pasea a lo largo del río con un paraguas y, a veces, un poema en la cabeza. Estuve en el abismo, pero le eché un par y seguí andando. Me gusta demasiado la vida, esta vida gris hecha de días nada espectaculares que es la mía.
Si tuviera que elegir una generación, ¿con cuál se quedaría?
A mí, por edad, me corresponde la de los ochenta. Pero yo debo mucho a los poetas del cincuenta: González, Biedma, el primer Valente, Brines y hasta Félix Grande, que es ya algo posterior… Y también a los poetas que vinieron después de los novísimos.
¿Qué tipo de literatura le atrae?
Me gusta la literatura que tiene que ver con la vida de la gente, la que emociona, te hace preguntarte cosas, te mueve por dentro. La literatura como juego únicamente nunca me ha interesado, eso es propio de sociedades acomodadas o de individuos sin conflictos o que no quieren mostrarlos.
¿Y qué persigue al escribir?
Al escribir persigo –no sé si consigo– dejar constancia de lo que me pasa. Lo hago con ironía, porque la cosa es muy seria: apenas me pasa nada relevante.
¿Cree en la inspiración?
La inspiración –en la que, con matices, creo– sin un aprendizaje previo sirve para poco.
Y, hablando de inspiración, ¿cómo la encuentra usted?
Mirando la vida, leyendo, escuchando cosas por ahí… A veces uno está receptivo de una forma especial –volvemos a la inspiración– y una ocurrencia es el germen de un poema. Otras veces esa misma ocurrencia pasa desapercibida. He ahí el misterio.
La ironía, el humor si me apura, es una constante en su poesía. ¿Por qué ese uso tan habitual?
Son como pequeñas ventanitas de esperanza, respiraderos, cabos a los que asirse ante tanta tristeza y desolación. La ironía, además, sirve para distanciarse un poco. La vida, en su mejor versión, es una incesante tragicomedia. Hurtar la parte cómica sería absurdo y hasta, en mi caso, un fraude.
¿Cuáles serían, en su opinión, las herramientas más frecuentes en su poesía?
El lenguaje coloquial, el tono irónico o elegíaco, la claridad, la melancolía, el cierre mate pero con pellizco de los poemas, cercano a veces al epigrama… No sé, por ahí.
«Diario de K» es un libro impactante; esos aforismos definen la vida, propia y ajena. ¿Cómo lo concibió?
Siempre he llevado un cuaderno de notas, lo que se llama «cuaderno de escritor». Ahí cabe todo, ideas para poemas, frases con vida propia, aforismos, greguerías, poemas en prosa, párrafos sobre lo humano y lo divino, la vida, en suma. Un día me dio por darle alguna forma a todo ese material, y vi que había algo, y empecé a tomármelo más en serio. Ahora no hay día que se vaya sin decirme antes algo al oído.
En septiembre cumplirá 57 años y publicó su primer poemario a los 36. ¿Qué piensa al mirar atrás? ¿Qué opina del presente que hemos construido?
Los viejos tiempos siempre se ponen líricos. Esto se debe a que éramos más jóvenes, sin más. A partir de una edad dejas de tener futuro, sólo tienes presente. Creo que yo ya estoy ahí.
¿Qué opina de la línea que separa la ficción y la no ficción?
Que es, de tener alguna, la patria del arte.
¿Y qué me dice de la lectura? ¿Es la escuela de la escritura?
Escribir poemas no es algo instintivo, es la consecuencia de haberlos leído. La lectura es fundamental. Como poeta, uno es en gran parte lo que ha leído.
¿Cree que, en la carrera literaria, siempre hay que dejar algo en el camino? ¿Qué hay de la felicidad?
Todos nos dejamos algo por el camino, la vida es así. Los escritores –al menos los que a mí me interesan– lo cuentan, dejan constancia de ese continuo decir adiós. La felicidad es para un rato, pero sin esos ratos nada sería posible.
¿Se puede aprender a escribir?
A escribir se aprende. Prueba de ello es que hoy hay cantidad de gente que escribe bien, correctamente. Otra cosa es la personalidad, la huella personal en lo que uno escribe; ahí, creo, entran otros factores. Es algo que se tiene o no se tiene.
¿Y qué hay de la posteridad?
Me parece a mí que la posteridad hoy interesa más bien poco. Hoy es todo «ya», «ahora», «mío». Yo escribo porque no sé vivir sin hacerlo, no todavía, al menos.
Si le pidiera que se quedara con uno de sus libros, ¿cuál escogería?
La antología «La ciudad», publicada en la editorial Renacimiento.
¿En qué cree Karmelo Iribarren?
En pocas cosas, muy firmemente.
[Fuente: ABC]
16 /
4 /
2016