¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Gabriel Inzaurralde
Crónicas del país de Anna Frank
3 de marzo de 2017: San Ilario
Es altamente probable que dentro de unos días el país de Anna Frank estrene su primer gobierno de ultraderecha. Me pregunto por el estatuto de estos días, de estos pocos días antes del 15 de marzo. Hace poco me enteré por un folleto de que había una calle en la holandesa ciudad de Maastricht, a la orilla del Mosa, que ningún vecino había pisado jamás. Se llama la calle de Ilarius o de San Ilarius. Fuimos inmediatamente para allá y la encontramos entre la niebla de febrero. Es un lindo callejón estrechito y aparentemente no lleva a ningún lado, (¿o sí?). Quise caminarlo, pero enseguida sentí cierta angustia inexplicable como la de los personajes de El Ángel exterminador que no podían pasar el límite de un salón sin sentir un pánico desconocido. Siempre hay una calle por la que nunca pasamos. Me pregunto si no habrá llegado la hora de atravesarla.
4 de marzo de 2017: La huelga de febrero de 1942
Anna Frank nunca pudo llegar a ser holandesa porque las autoridades le negaron la nacionalidad. Pero aquí, como refugiada, fue a la escuela e hizo amigas, y cuando llegaron los alemanes, tuvo que esconderse con su familia en un desván secreto y allí escribió su diario. Y fue en Holanda donde la delataron y desde donde partió como tantos otros a los campos de destrucción. Holanda (después de Polonia) fue el país que más judíos aportó a la maquinaria de aniquilamiento. La policía colaboró notablemente con el ocupante. Hay que decir también que fue el único país que conoció una revuelta obrera contra los transportes de judíos y en plena ocupación: la huelga de febrero de 1942. Cuatro mil huelguistas de Ámsterdam pretendieron impedir que los trenes siniestros salieran. La mayoría de estos ferroviarios y albañiles murieron fusilados. Se acaba de descubrir la carta de uno de ellos dirigida a su mujer poco antes de la ejecución: “Nuestra hijita no puede entenderlo ahora, pero le explicarás un día que su padre no traicionó, y que cae por sus ideales esperando que esto no sea en vano”. En aquel tiempo remoto los obreros solían ser comunistas.
5 de marzo de 2017: El bebé de Rosemary
Puede que dentro de unos días el país de Anna Frank estrene su primer gobierno de ultraderecha. Me pregunto por el estatuto de estos días, de estos pocos días antes del 15 de marzo. Cómo los recordaremos en el futuro. Ser contemporáneo, decía Giorgio Agamben en un texto célebre, no es ser actual, sino ser ligeramente anacrónico. Hoy, en Holanda, la mejor manera de ser contemporáneo es aprovechar la fascinante experiencia de releer los años 30 en las mismísimas calles donde todo ocurrió. La judía de izquierda Hannah Arendt solía contar que una de las cosas más impresionantes fue percibir que la mayoría de las personas a tu alrededor empezaban a compartir el sentido común del nazismo, o el nazismo vuelto sentido común. Según Arendt, en la Alemania de 1933, la consigna entre muchos intelectuales fue “adaptarse”.
Hoy en Holanda es una palabra con mucha fortuna, y refiere a la necesaria asimilación del extranjero a “la cultura del país”, aunque nadie sabe exactamente cuál es. Holanda no es una dictadura, ni siquiera es un estado autoritario. Holanda sigue siendo un estado de derecho y sus méritos, en este sentido, superan de lejos a los de nuestros países. Sigue siendo en esencia oficialmente tolerante, aunque todos los días se realizan recortes a esta tolerancia. Hoy la palabra raza se sustituye por la palabra cultura. Hoy la derecha no defiende una raza y su pureza sino una identidad nacional amenazada. Hoy no es el judío la amenaza interna, sino el árabe. Este nuevo sentido común, este tejido de falacias y medias verdades, lo sostienen hoy los periodistas, los profesores y los políticos de casi todos los partidos.
Los vecinos, por ejemplo, hablan de seres espectrales que les han robado no se sabe bien qué, si no es la felicidad, es la seguridad, y si no es la seguridad es “su libertad de expresión”. A ellos se alude con frases vagas y movimientos de cabeza, pero siempre suponen que uno sabe de quienes se habla. Te hablan de gente que acosa a las hijas del país, quiere islamizar Holanda e imponer la sharia, poner bombas y ensuciarte la galería.
Mis vecinos sufren el estrés de la modernidad neoliberal, pero todos piensan que la culpa la tienen los extranjeros y la izquierda que los amparó. La condición de la tolerancia es la posibilidad de suprimirla. Quien te tolera se reserva el derecho a perder la paciencia. La antigua corrección política se fundaba en la palabra tolerancia, la nueva política no hizo más que desplegar las consecuencias del moralismo de izquierda y afirma que esa paciencia (que es la tolerancia) se ha terminado. Curiosamente, los amigos te aclaran que no es con vos la cosa. La cosa es con los otros, los indefinibles otros. Ser o no ser ese otro: esa es la cuestión. Se ha vuelto incluso un tabú comparar a Wilders con el nazismo o llamarle racista a él, que es un “defensor de Israel”. Hoy el racismo no es racismo, esa cosa que suena mal, es la normalidad, la nueva corrección. Hace tiempo que el aire de Holanda está enrarecido y lo peor es que nos hemos acostumbrado. Hasta que uno se despierte en la casa del bebé de Rosemary.
7 de marzo de 2017: «En casa se te enseña a respetar a la policía»
Puede que dentro de unos días el país de Anna Frank tenga, por primera vez en su historia, un gobierno de ultraderecha votado democráticamente. El partido que los sondeos señalan como el más votado defiende un programa de pocas palabras y grandes consecuencias. Se trata de defender la identidad nacional, la cultura propia frente a los peligros de la islamización de Holanda. Se trata de una derecha autoproclamada defensora de la mujer y del gay, pro-judía y anti-árabe, se trata justamente de defender a Occidente de nuevas hordas destructivas “que amenazan nuestro estilo de vida”. El segundo partido más votado, siempre según los sondeos, es el de los liberales de derecha, hoy gobernante y que también promete severidad con los extranjeros, los ilegales, los refugiados y la defensa de nuestro estilo de vida. El primero quiere salir de la unión europea, el segundo no. El primer candidato preferido se llama Geert Wilders, que es el involuntariamente histriónico y siniestro representante local de lo que se ha dado en llamar la pos-verdad. El segundo es el alegre y optimista neoliberal Mark Rutte. Todo apunta a que las elecciones serán entre una derecha y la otra. Es significativo que ambos partidos se reclamen defensores de la libertad. El de ultraderecha se llama Partido por la libertad (PVV) y el liberal de derecha se llama Partido por la libertad y la democracia (VVD). Ambos tienen su raíz en el antiguo liberalismo.
Ya me decía mi padre que cuando viera juntarse a muchos defensores de la libertad, saliera corriendo. Pero la campaña del VVD no tiene como eje la libertad precisamente sino la normalidad. Sus afiches electorales muestran un multiple choice que ofrece frases como la siguiente: “En casa me enseñaron a respetar a la policía”. “¿Muy normal o anormal?” Se rellena el circulito donde dice «Muy normal». Resulta notable que cada vez que aparece la gente muy normal y partidaria de la libertad, llega siempre con la policía. Hoy todo lo que suene a represión, a persecución, a vigilancia y a control, atrae votos. Lo que demuestra que cuando el capitalismo se queda sin adversarios, la normalidad adquiere una tonalidad policial y delatora. Y hoy todos quieren ser normales. Excepto yo, que cada vez estoy más raro.
9 de marzo de 2017: El pánico vacuno
Dentro de unos días el país de Anna Frank estrenará su primer gobierno de ultraderecha votado por la gente. Nadie parece alarmarse por eso. Los muy pocos que se han manifestado contra este peligro resultan patéticos o paranoicos o excéntricos o anacrónicos. El miedo, si lo hay, viene de otro lado y es por otras cosas que trae la noche. Cosas más indeterminadas. Hace dos semanas leí en el diario que un extraño mal está afectando a las vacas de Groningen, en el norte del Reino. Parece que las vacas sufren de repente un ataque de pánico y empiezan a correr en manada y desaforadamente, una noche sí y otra también. Nadie sabe qué les pasa. ¿Saben ellas algo que nosotros todavía no sabemos?
11 de marzo de 2017: Los olvidados prodigios
Entre tanto yo, holandés errante, sigo viajando por el interior de este país. Es mi modesta, solitaria y excéntrica campaña electoral. Allí donde me inviten a hablar de literatura, hablo del aluvión inmigratorio. No el de ahora sino el del Río de la Plata. Aprovecho que el holandés promedial ignora esas cosas. Es como si la memoria colectiva europea empezara con el Plan Marshall.
En Rotterdam, Eindhoven, Leiden, Amersfort, Arnhem, Deventer, hablo de inmigración. Si hay que hablar de Arlt hablo de la inmigración, si de Onetti, lo mismo, si de Quiroga o si de Borges, no importa: busco la manera de conectar el tema con la inmigración. Y entonces muestro fotos de europeos hacinados en barcos o inundando el puerto de Buenos Aires, muchedumbres de desesperados en las aduanas. Muestro controles, hoteles de inmigrantes, bártulos, vacunaciones, conventillos y miríadas de niños en la calle con el aspecto del pibe de Chaplin. Muestro primeros de mayo en Montevideo, celebrados en cuatro idiomas. Muestro obreros de gorra y mujeres con velos o pañuelos en la cabeza y cubiertas de ropas frondosas y remendadas.
Hago una pausa de segundos y observo a mi audiencia: todos esos ojos asombrados, todos esos ceños fruncidos, todas esas bocas entreabiertas, todas esas cabezas obligadas de repente a comparar a sus propios abuelos o tatarabuelos con el sirio Ahmed, sentado en el suelo con sus bolsas de plástico y su colchón enrollado. Espero con paciencia las primeras manos levantadas y la pregunta de rigor, la que ya me sé de memoria ¿Pero entonces…era igual que ahora…? ¿era como ahora que los inmigrantes llegan en masa a Holanda? “No”, respondo, con displicencia calculada, «como ahora no: aquéllos eran más «.
Muestro cuadros estadísticos, mapas y trayectorias atlánticas. Afirmo: “Entre 1880 y 1950, Europa entera, la Rusia zarista y el imperio otomano exportaron millones de inmigrantes a la América del Sur”. “Huían de la persecución política, del progrom, del hambre y de la guerra” (más murmullos). Una señora muy mayor levanta la mano y pregunta: ¿Pero todos esos emigrantes, quizás analfabetos, se adaptaron a la cultura de ustedes? Respondo lo de siempre: “no tanto… Eran mayoría. Nos cambiaron la manera de comer y de bailar” (risas).
¿Y esos inmigrantes…aprendieron correctamente el idioma español? “No”, les digo, “Inventaron otro, un español con acento que no era ni peninsular ni criollo; un español raro y nuevo, que suena a italiano y tiene giros y mezclas del gallego, del vasco y hasta del yiddish. Es la lengua que hablo yo”.
(Los miro, los cuento, hago un pronóstico cauteloso ¿Estaré arrebatándole algún alma al consenso paranoico?, ¿o estaré perdiendo la mía? ¿creen ellos en las invasiones bárbaras? ¿Puede la historia robarle votos a la derecha?)
“En cualquier caso, les digo, esos inmigrantes nos trajeron de Europa su invento más prodigioso, algo que nos cambió la vida”.
De repente todos quieren adivinar: ¿La disciplina? ¿La biblia protestante? ¿La ginebra Bols? ¿El bandoneón? ¿el concepto del ahorro?
“No”, respondo yo, “la huelga general”.
12 de marzo de 2017: El narrador tecnocrático
La pobreza en relatos es pobreza en experiencias. La humanidad sin relatos es humanidad desorientada, sin consejo. El centrismo político que gobierna este país desde hace décadas, convirtió la política en administración y la razón en tecnocracia. Es el famoso modelo del pólder: un eterno consenso de funcionarios y expertos “sin ideología”, es decir, sin ideas y sin verdades. La izquierda sólo supo adornarlo con su sentido moral o moralista, pero no generó contra-relatos o contra-ficciones. Tampoco imágenes nuevas. El estado es un mal narrador o un narrador perverso. Ahora este centro mudo y opaco se enfrenta a su propia protuberancia: una derecha retóricamente feroz que ha refundado el conflicto y distribuye amigos y enemigos. Gane quien gane, la derecha ya impuso su estética oscura y su sentido de la vida. En el fondo, el payaso mediático y el tecnócrata comparten un mismo horizonte sensible, la misma narración mediocre. Entre ellos se complementan. Juntos acaban de inventar un conflicto con Turquía, para demostrar «coraje» frente al «islam» (y su siniestro payaso turco). Pero más allá de la astucia electoralista, el incidente educa a la gente en el resentimiento al extranjero y en la falsa contradicción. Nos falta la lengua que articule las formas de una nueva y antigua infelicidad y el estado es un productor de estrés, una máquina de desconcertar. El ideologema nacionalista de las invasiones islámicas sorprende por su precariedad, su infantilismo, su simpleza, y a la vez por su éxito arrollador. Opera en una sociedad despolitizada, menesterosa de relatos. Y este es el único que hay.
15 de marzo de 2017: Acabo de votar en el país de Anna Frank
Considerando que el sistema de participación basado en la consulta electoral es, si no irrelevante, por lo menos esencialmente fraudulento, he dudado si votar o no. El buen sentido aconseja votar en blanco o no votar. Pero el buen tiempo y la necesidad que tenía de hacer compras estratégicas me llevaron al buzón electoral del barrio. Dije compras estratégicas, no “voto estratégico”. Nunca voté a un idiota para detener a otro. Si las elecciones tuvieran algún sentido, ese debería ser la fugaz visibilidad de los principios.
Me tocó votar exactamente en el mismo momento en que lo hacía mi vecina, la mujer del perrito y del papagayo y con la que me llevo muy bien desde hace años. Somos viejos habitantes de este barrio de Crooswijk de remota tradición obrera y luchadora. Es el barrio más pobre de Holanda, al menos según un estudio de 2015. La vi inclinada rellenando muy decidida su círculo blanco con el lápiz rojo mientras yo me demoraba examinando el cuantioso menú. Sé que ella vota a la extrema derecha por razones que yo podría compartir. Desconfía de las élites, los managers, la tecnocracia, pero sobre todo desconfía de los extranjeros contra los que, en sí, no tiene nada, como me dice siempre, pero prefiere que se vayan. No es nada personal.
Yo, finalmente, no voté en blanco. Me decidí por un partido nuevo e insignificante, cuyo único tema es la defensa del artículo 1 de la constitución holandesa, que declara solemnemente la igualdad de todos los que habitan este exiguo territorio y prohíbe todo tipo de discriminación. Suprimirlo es una aspiración explícita de la ultraderecha. Sentí que mi voto era un voto oscuro, casi invisible, tipo mensaje en una botella. Voté con vocación de extranjería.
Los extranjeros no representamos ninguna identidad amenazada, porque no la tenemos. Ni siquiera podríamos entendernos entre nosotros. Los extranjeros no son sujetos sino objetos de las políticas del Estado. No constituyen un factor político sino una figura espectral, el objetivo de la paciencia o de la impaciencia del nativo, una figura útil para sus miedos, su indulgencia o su caridad. El extranjero es el resto desubicado que sobra en todas partes. Representan un límite impreciso, un exceso de la comunidad, sin identidad ni representación, silencioso y trashumante; consecuencia de muchas cosas y causa de nada. El extranjero es el producto de una infracción ontológica al axioma de igualdad. Si representa algo es la H de humanidad sin aditivos identitarios. La posibilidad de una isla. Eso pensé mientras ponía mi papeleta inútil en la urna de Crooswijk, mi barrio obrero.
¿Qué tal vecina? ¿Cómo anda el papagayo? ¿y el gran can? Bueno, ¡que la pase bien! A disfrutar de este solecito. ¿Sabe una cosa vecina? Algún día nos encontraremos, y este barrio nuestro volverá a temblar.
[Fuente: Brecha]
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