¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan Merelo-Barberá
Armenia: la importancia de llamarlo genocidio
Cada abril, por primavera, los nietos de la diáspora armenia nos recuerdan, pocos días después del aniversario de la II República, otra fecha, la del 24 de abril de 1915; reivindican un nombre para la tragedia que mantienen registrada en su memoria histórica. Más de millón y medio de personas perecieron asesinadas o abandonadas a su suerte en los desiertos de Mesopotamia y Siria, víctimas de la represión planificada por el entonces imperio otomano. Quienes lo reconocen como genocidio lo destacan como el primero de la historia, pues la palabra “genocidio” se utiliza a partir del jurista Rafel Lemkin, que tras la Segunda Guerra se inspiró en lo sucedido con los armenios para tipificar como delito internacional la “Shoá”, el crimen sin nombre de los nazis, en palabras de Churchill. “¿Quién se acuerda de los armenios?”, habría preguntado Hitler al planificar la solución final de los judíos y gitanos.
Armenia era un enclave cristiano sin estado —aliado, y en parte también ocupado por Rusia— que convivía entre pueblos musulmanes, a su vez amenazados por los imperios occidentales. Pocas semanas antes había ocurrido Galípoli. El desembarco de los buques franceses, ingleses, australianos y neozelandeses, que terminó en fracaso sin liberar la vía al mar de abastecimiento a Rusia. Mas tarde llegaría la hambruna, y después la revolución bolchevique, y con ella la configuración de otro futuro imperio. El otomano terminó con la extirpación del enemigo interno, los armenios. Para ello había utilizado a otras etnias, los kurdos, que sin embargo no tuvieron ninguna participación en la planificación porque no detentaban el poder político.
El enemigo interno es una construcción que cohesiona el sentimiento de los pueblos en torno a una idea, generalmente la patria, a costa de otros grupos. Es el odio, la primera fase del impulso genocida. Entre pueblos poderosos, la cosa termina en guerra, y de su resultado darán cuenta los futuros mapas políticos. Pero los pueblos más vulnerables terminan desapareciendo, incluso de la historia.
En 2015 sorprende el tesón de los nietos de aquellas víctimas, que no cesa; su imaginativa, aunque en absoluto fantasiosa, elaboración de una ciudadanía en un país extraño, hoy casi diríamos virtual, nutrido sólo por el respeto de un colectivo hacia sus ancestros. Es la cara oculta de un sufrimiento nacional que ha ido sobreviviendo en el exilio; porque en la otra cara, la de los poderes terrenales, se localiza Armenia, un estado con las habituales disputas territoriales, que la enfrentan a Nagorni Karavaj y a la misma Turquia. Pero el largo recorrido hacia esta independencia política se trazó en línea quebrada, al vaivén de intereses ajenos; desde el Tratado de Sèvres, nunca ratificado por la Turquia de Ataturk y finalmente derogado por el Tratado de Lausana (1923), hasta el reconocimiento de las demás naciones a consecuencia de la desintegración de la URSS.
Los armenios aparecen como con dos patrias: la de sus ocupantes o países de acogida, y la del recuerdo. Sean europeos, asiáticos o americanos, cohesionan entre todos una red en torno a unos valores que aquí, a menudo, nos suenan casi místicos. Hablamos de la trascendencia, algo propio las tragedias, en un contexto que se aproximaba a la hasta hace poco soterrada guerra de religiones de estos días. De hecho, sentimos simpatía por el movimiento armenio porque también quisiéramos para nuestras particulares memorias históricas una nación de dignidad afuera del tiempo, pero reconocida en el mundo de hoy por encima de nuestras vicisitudes políticas o religiosas.
Aunque sea imposible una sentencia que les pueda dar justicia, esa palabra tan vaga que sirve para mantener la esperanza en el futuro, los armenios vienen consolidando contenidos a la dignidad humana, otra palabra demasiado abstracta para dotarla de efectividad si los vientos no le son favorables. La mayoria de los estados de la UE y de USA, además de los para nosotros familiares parlamentos catalán y vasco, ya tienen reconocido que lo ocurrido fue un genocidio. No así el Congreso de los diputados español. El Parlamento de la UE y el Papa, generalmente por estas fechas de abril, hacen también un llamamiento para que se acepte la propuesta, aunque no ocultan su carácter polémico.
Pero ¿dónde radica esta polémica? Porque a estas alturas casi nadie duda de los antecedentes penales de la mayoria de patrias que pueblan Europa y la negativa de Turquía no parece ir mucho más allá del juego entre poderes terrenales. Es la palabra genocidio lo que preocupa, su carácter todavia estigmatizador y ofensivo, no obstante ser ya bastantes las condenas de los tribunales internacionales.
En el periodo de entreguerras, cuando la traumatizada Europa se reconoció a si mísma como un territorio poblado por tribus belicosas, se constituyó la Sociedad de Naciones. Los consensos actuarían como diques de contención para preservar la paz. Una cierta idea de cosmopolitismo gravitaba en torno a una universalidad que se enfrentaba a los particularismos. Pero la Sociedad de Naciones quedó corta. Le faltó arquitectura jurídica suficiente. Los principios y valores humanitarios son difíciles de mantener simplemente por consenso, sobre todo mientras la idea de patria continuaba manejando los sentimientos de sus ciudadanos. Nada pudieron hacer por una Armenia sin estado protector; los consensos terminaron ante la vindicación de los alemanes, los vencidos de la Primera Guerra, que habían estado alimentando sentimientos nacionales y victimistas, exacerbados por el estado nazi hasta convertirlos en un sentimiento de uniforme patrioterismo selectivo y racista, motor para la programada expansión imperialista.
Terminada la Segunda Guerra, el encargo de la paz pasó a la ONU. Sin base alguna de arquitectura jurídica, el nuevo orden necesariamente volvería a fundamentarse en un consenso sobre lo que constituían los valores humanitarios, un consenso entre los estados, nunca de personas ni pueblos, controlado además por el Consejo de Seguridad. La creación de un ámbito jurídico universal, en contraposición a lo estrictamente internacional, sería el acierto. Allí se refugiaría la Declaración de DDHH —en realidad una recomendación, esta vez dirigida a las personas y los pueblos, además de a las instituciones— y la Convención para la Prevención del Delito del Genocidio (1948), que generó la responsabilidad penal individual y la jurisdicción universal, al posibilitar que las jurisdicciones nacionales tuvieran competencias extraterritoriales. No obstante, el Consejo se dividió pronto en dos bloques con influencias ideológicas supraestatales, lo que acabaría instaurando, en el catálogo de derechos humanos, prioridades en función de fines políticos. De este modo, valores como el derecho a la vida y a la libertad no se tratarían de forma equivalente. Los derechos de las personas más vulnerables fueron los primeros en desaparecer.
En el mundo de hoy, la memoria de lo ocurrido con los pueblos durante aquella guerra fría sigue conviviendo con un universal deseo de paz. Pero los conflictos armados perviven, y no son ajenos ni la nunca resuelta confrontación entre los monoteismos religiosos —otra de las causas del genocidio armenio—, ni a la desigualdad económica entre los países. La Corte Penal Internacional, cuyo estatuto tampoco han ratificado los poderosos de la tierra, de momento sólo emprende lo que parecen ser ensayos clínico-jurídicos en aplicación del derecho penal a conflictos intestinos del continente africano; un continente donde, a la vista televisada de todo occidente, sus habitantes son abandonados a su suerte; una suerte que acaba, como en el mundo de ayer, en el mar o en la larga travesía por el desierto hacia la muerte, mientras empiezan a instaurarse estados religiosos (ISIS), seguramente con voluntad expansionista. Serán otras generaciones quienes recojan la memoria histórica de nueva la barbarie. De ahí que debamos tomar buena nota de lo sucedido con los armenios y de la importancia de recordarlo como un crimen universal. Sin polémicas que antepongan los orgullos patrios a las consideraciones humanitarias del sufrimiento nacional de un pueblo.
Se trata de trascender sobre los intereses de los estados, de apoyar la conciencia de lo universal. Si hay discrepancia sobre el legado armenio, indica a los intereses particulares de los estados. El estado español teme las emergencias nacionalistas, las alianzas europeas continúan asustadas si se permeabilizan las fronteras turcas. Pero los derechos están por encima de las contingencias políticas. Son muchos los hijos del exilio —también los armenios de Turquia, también los republicanos españoles—, que se identifican como pertenecientes a una ciudadanía paralela a la que imponen sus pasaportes. Un mundo en un limbo sin tiempo, donde el sufrimiento sea reconocido por las personas, no por las contingencias políticas. Y todo para dar consistencia a la estigmatización de los delitos cometidos contra la vida truncada de sus ancestros, un estigma que jurídicamente continúa siendo un mecanismo de prevención contra la comisión de nuevos delitos.
Nadie acusa al pueblo turco, sino a la necesidad de que las patrias asuman las tragedias causadas por lo desmanes de sus imperios, algo que posiblemente deberían asumir otros muchos estados. Es la actitud patriotera lo que perjudica, ese conjunto de incongruencias entre lo que se hace y lo que se dice. Porque si los estados consideran que dar poder a los nacionalismos interiores es poner en peligro al estado, es en nombre de la patria cuando lo ponen en peligro cada vez que tienen un interés generalmente no consensuado; las patrias exacerban el orgullo para dar savia a la existencia del estado, pero nunca reconocen que, al fín, el estado no es más que el resultado de un grupo social que un día venció sobre los otros.
Por todo esto el reconocimiento del genocidio armenio es algo más que una buena intención. El horror queda para siempre en la memoria de los muertos. La memoria de las siguientes generaciones tiene la intensidad del eco recibido para que no se olvide; para que se incorpore en la cultura jurídica internacional lo que es el instinto de lo injusto, de los derechos arrebatados, ahora que el nombre de las cosas jurídicas está continuamente actualizándose.
24 /
4 /
2015