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Albert Recio Andreu

El tsunami del golfo de México

Las catástrofes naturales parecen ser ya una noticia, que como los atascos de las operaciones salida y las competiciones deportivas vuelven cada cierto tiempo. Pero en este caso aún no sabemos si se trata de una simple casualidad o de un subproducto seguro del efecto invernadero. No faltará quien se apunte a la primera opción con tal de asegurar que las cosas importantes sigan como siempre.

Pero hasta ahora los grandes desastres ocurrían en espacios habitados por los pobres del planeta, o en países asiáticos, que para la dominante población blanca, preferentemente de habla inglesa, viene a ser lo mismo. Lo verdaderamente espectacular es que ahora la tromba de agua ha arrasado una parte del centro del imperio, poniendo de manifiesto sus miserias. Las imágenes que estos días vemos en televisión son impactantes no tanto por la destrucción que muestran (guerras y desastres naturales nos las han hecho habituales), sino por el grado de tensión social y desconcierto que se advierten precisamente allí donde en teoría reina la eficiencia tecnocrática.

Lo fácil es pensar que los americanos son estúpidos, o al menos que lo es su casta dirigente. Y su actuación de estos días da pistas para ello. Con un presidente capaz de movilizar a miles de soldados a miles de kilómetros para destruir y ocupar un país con un pretexto mentiroso, pero inepto a la hora de organizar un buen servicio de emergencia civil o de movilizar a este mismo ejército para una función real de seguridad al lado de casa. O un histérico gobernador más preocupado en evitar el pillaje de unos cuantos supermercados que en montar un servicio de evacuación y socorro eficaz. A quienes ven en cada estadounidense un paranoico peligroso, posiblemente las imágenes de estos individuos armados dispuestos a disparar a la primera de cambio le reforzarán sus prejuicios. Pero debemos estar alerta sobre esta visión simplista que al fin y al cabo nos viene filtrada por unos medios que tienden a magnificar la importancia de ciertos comportamientos, creando mayor histeria (no podemos olvidar que es esta visión la que ha producido un sistema penal generador de un aumento brutal de la población reclusa precisamente en un período de retroceso de los delitos): mientras se criminaliza a los asaltantes de tiendas, en su mayoría pobres y hambrientos, simplemente se nos habla de los hábiles comerciantes que estos días han triplicado el precio de los generadores eléctricos. A uno le queda la duda de saber si realmente había violencia por doquier (incluidos disparos a helicópteros), o sólo acciones puntuales que se magnifican porque las estructuras político-mediáticas hace tiempo que traducen todo a cuestiones de «orden» o simplemente las utilizan como una excusa para tapar su ineficacia a la hora de responder a las necesidades reales de la población.

Pero hay también que preguntarse qué pasaría aquí si tuviéramos que hacer frente a un desastre de estas características (a veces hemos estado cerca, por ejemplo en 1989 cuando Vandellós estuvo a punto de explotar). Y es que nuestras sociedades constituyen mecanismos muy complejos y voluminosos siempre expuestos a un colapso súbito para el que a menudo no hay ni organización, ni medios, ni culturas sociales de respuesta. El desprecio real de estos problemas en el que se ha instalado la clase dominante y sus élites asociadas (grandes y pequeños empresarios, dirigentes políticos, una buena parte de la «intelligentsia» tecnocrática y mediática) ha calado en el conjunto de la sociedad haciéndola creer que todo tiene una respuesta tecnológica y que cuando ésta no se aplica es por mera mala fe de los que mandan (habitualmente los políticos) hasta dejarla incapacitada para la acción colectiva y la respuesta razonable. Los colapsos automovilísticos, la angustia y la desesperación, la respuesta violentamente individualista de individuos armados para defender su propiedad que presenciamos estos días son las respuestas esperables de una población que se ha desarrollado en este medio ambiente. Y sigo pensando que los norteamericanos tampoco son tan diferentes de nosotros cuando analizamos todos los procesos sociales que se han desarrollado, por ejemplo, en torno a los planes hidrológicos, los incendios forestales o los problemas de tráfico y consumo de drogas. Como mucho Estados Unidos representa el caso extremo de una tendencia general, que su clase dirigente se ha propuesto promover, de predominio de los intereses crematísticos privados, de desprecio medioambiental, de clasismo.

Hay estos días muchas experiencias a valorar. Cómo las políticas neoliberales de reducción de las inversiones y servicios básicos puede acabar generando graves problemas. Cómo el minusvalorar amenazas naturales y despreciar el posible impacto del efecto invernadero puede conducir al suicidio colectivo. Y sobre todo cómo funciona el mercado y la iniciativa privada cuando se trata de dar respuesta a cuestiones globales que afectan a un gran número de población. La información que recibimos estos días da muchísimas pistas para ello: unos diques que se rompen posiblemente porque no habían sido bien condicionados (en los EE.UU. hace años que los economistas de izquierdas denuncian la sistemática infradotación en equipamientos básicos y ahora se sabe que Bush regateó presupuesto a Nueva Orleans), un sistema de transporte público casi inexistente que impide la evacuación del que no tiene coche (incluidos los turistas atrapados en los hoteles), la ausencia total de planes de evacuación y socorro (las veinte mil personas recluidas en el «Dome» recordaban más a los presos del Estadio Nacional de Santiago que a otra cosa), la endeblez de unas viviendas situadas en zonas donde los ciclones son habituales… La naturaleza provoca desastres, pero parece bastante claro que en sus efectos tiene mucho que ver la actuación humana.

Tenemos argumentos para dar en los morros a estos neoliberales de salón que propugnan con altivez la prevalencia del mercado y la demolición de los sistemas públicos. Y para empezar a discutir en serio con la larga caterva de tecnócratas que siguen atados al discurso del crecimiento tecnológico hacia el desastre. Pero también para empezar en serio a desarrollar una tarea cultural entre nuestra gente, seducida por unos modelos de vida y consumo insostenibles que se ponen en evidencia a cada paso. (por esto una de las cosas más tristes del verano fue leer que el Secretario General de CC.OO. había comentado en una conferencia la necesidad de contar con la energía nuclear para garantizar la competitividad, mostrando un completo despiste en las cuestiones fundamentales). Porque si no conseguimos desarrollar una potente presión social que ponga las necesidades básicas como eje prioritario de las políticas económicas simplemente nos queda esperar el próximo desastre y confiar que le toque a otro. Los males que el Katrina ha puesto al descubierto tienen unos responsables concretos, pero para descabalgarlos se requiere un amplio movimiento que aspire a otro modelo social. Y construirlo es tarea de todas aquellas personas que nos horrorizamos y compadecemos del sufrimiento ajeno y no queremos que vuelva a repetirse.

9 /

2005

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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