¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Ideologías de señoritos y males colectivos
Cuaderno de estancamiento: 10
I
La economía actual está dominada por los grandes grupos capitalistas. Concentran un enorme poder económico, gozan de una gran libertad de acción e influyen de mil y una formas en la política y la sociedad por canales diversos. En la gestión de la economía globalizada juegan un papel esencial un conjunto de organismos internacionales cuyos análisis y recomendaciones están impregnados de neoliberalismo: el FMI, la OCDE, los bancos centrales, la Comisión Europea… Es conocida la existencia de vínculos habituales entre las altas cúpulas empresariales (especialmente las financieras) y estos organismos por medio de puertas giratorias, acciones de lobby, relaciones informales, etc. También resulta evidente que la situación de cada economía nacional no puede considerarse autónoma, sino que existe una clara jerarquía de estados que afecta a la forma en que se configuran la economía y la política. Es el resultado de un largo proceso histórico en el que diversos países han conseguido diferentes grados de poder, espacios de especialización, etc. El imperialismo, la colonización y las guerras han desempeñado un papel importante. Aun así, no todo en la esfera internacional está completamente predeterminado, sino que puede observarse que las diferencias entre estados son, también, el resultado de las decisiones que han tomado sus élites (hasta hoy, el papel del pueblo llano se ha limitado al de víctima, espectador o comparsa), y ello permite entender por qué siguen existiendo diferencias relevantes, incluso entre países con un mismo nivel de desarrollo, en temas como las desigualdades, la especialización productiva, la regulación de la economía, etc.
El que la crisis afecte más a España que a otros países se explica parcialmente por la particular posición económica del país, y ésta es en parte el producto de factores externos, como las políticas comunitarias, los planes de ajuste adoptados en función de los “consejos-amenazas” de la troika. Pero es también el resultado de las opciones por las que en su momento han apostado las élites políticas y económicas. Por poner un ejemplo entendible: mientras que la integración europea ha comportado un sostenido proceso de venta de grupos industriales a multinacionales extranjeras (lo que ha abierto el camino a la sostenida desindustrialización), la banca española ha conseguido eludir la competencia externa y convertirse, tras un largo proceso de concentración, en un poder económico en la esfera internacional. Partiendo del conocimiento de que en los inicios del proceso la banca estaba detrás de bastantes de los grupos vendidos, resulta bastante claro que este doble proceso no es sólo el resultado “natural” de la globalización, sino en parte el producto de la respuesta que han dado las élites locales al mismo. Por esto vale la pena explorar no sólo el papel de los organismos internacionales y de las grandes multinacionales, sino también las visiones que de esta realidad tienen las élites y su influencia en las decisiones políticas locales. Sobre todo porque, mientras que es difícil que a corto plazo pueda modificarse la correlación de fuerzas a escala internacional, es más factible incidir en la política local y tratar de jugar mejor las bazas que dependen de los poderes locales.
II
En una situación como la que vivimos son urgentes las propuestas, y vale la pena analizar con detalle lo que afirman nuestras élites. Con este afán he afrontado la lectura de la muy publicitada obra de Luis Garicano El dilema de España. Ser más productivos para vivir mejor (Península, 2014). Su currículum le sitúa claramente como un referente intelectual de la élite: catedrático de la London School of Economics (tras pasar por Chicago, el templo del neoliberalismo), columnista habitual en El País y, durante algunos años, uno de los pivotes de Fedea, la fundación que el Banco de España promovió en colaboración con el gran capital español (aunque sus integrantes siempre dicen que su trabajo es totalmente independiente, a buen seguro porque sus convicciones no necesitan tutela por parte de sus mecenas), y que además suele presentarse a sí misma como socialdemócrata. De hecho, en el libro Garicano confiesa que su modelo está en las sociedades del norte de Europa, y se supone, por tanto, que su propuesta irá encaminada a acercar nuestra economía a la de estas sociedades. Aceptando este punto de partida, que las sociedades con un mayor desarrollo humano son las nórdicas, vale la pena explorar cuál es la propuesta que nos ofrece.
Su análisis considera tres planos entrelazados: un diagnóstico de los males de la economía española, una interpretación global de las grandes líneas de evolución de la economía mundial y una propuesta de medidas para cambiar el modelo. Las dos primeras sirven para elaborar las alternativas.
Los problemas de la economía española se reducen, en su opinión, a lo ocurrido en la década pasada: el capitalismo de amigos y la burbuja inmobiliaria, cuyos efectos más evidentes han sido “dañar el capital humano y las instituciones”. Como análisis de partida no parece muy profundo. Nadie duda de que hay vínculos directos entre las grandes empresas y los políticos, ni de que la burbuja inmobiliaria ha sido desastrosa a la postre. Pero reducir a esta cuestión todos los problemas de la economía española parece de una banalidad extrema, más propia de un tertuliano que de un investigador serio. No se explica, por ejemplo, por qué la economía española ha tenido un problema tradicional de déficit exterior, creciente en todas las fases de expansión, y que es la contrapartida de su creciente desindustrialización. Tampoco se dedica un mínimo espacio a analizar los problemas de la estructura ni el bajo nivel de inversión tradicional en la economía española. Ni se tiene en cuenta que las burbujas inmobiliarias han sido recurrentes en todas las fases de expansión de la economía. En definitiva, se limita a considerar uno de los aspectos del problema, obviando los procesos históricos y las dinámicas que han conducido a una estructura productiva tan insostenible como la actual.
En su análisis, la burbuja inmobiliaria lo explica todo: no sólo la corrupción y el enriquecimiento, sino también el fracaso en la producción de capital humano, puesto que la facilidad para encontrar empleos bien pagados en las obras vació las escuelas de jóvenes que deberían estar formándose. Quizá sea cierto que en los buenos tiempos de la construcción los jóvenes dejaban el sistema escolar tempranamente, pero esto no se ha traducido en una caída sustancial del número de jóvenes orientados a la formación académica superior (las tasas españolas de universitarios son superiores a las de muchos países europeos). Más bien, los jóvenes que dejaron los estudios eran los que permanecían como zombis en el sistema escolar y lo abandonaron a la carrera en cuanto encontraron posibilidades de empleo. El fracaso escolar de un segmento de nuestra juventud se advierte ya en edades muy anteriores a la de ingreso en la vida laboral, y se refuerza en gran medida porque aquí nunca ha existido un buen sistema de formación profesional alternativo a la carrera académica convencional. Asimismo, para Garicano los culpables de la burbuja son básicamente los políticos a través de su control de las cajas de ahorro, en las que se concentraba este capitalismo de amiguetes. (Si bien es cierto que las cajas se aplicaron alegremente a financiar la burbuja, los bancos no la desdeñaron: casi el 45% de todos los créditos al sector provenían de la banca, pero ésta estaba mejor cubierta por su gran presencia internacional, que diversificaba el riesgo.) Todo tendría, pues, muy fácil arreglo: eliminando el poder de los políticos con buenas reglas, la gente volverá a estudiar y el funcionamiento del mercado hará el resto; sin olvidarse de las reformas laborales, de las que el grupo de Fedea es tan partidario (ya nos hemos referido a ello en otras entregas). Por último, sin ser los culpables principales, los sindicatos y el modelo de la negociación colectiva serían corresponsables de la crisis.
III
Su análisis de la crisis española se inserta en una visión más general de la evolución social. En su caso, dicha evolución se concentra en el cambio técnico provocado por el conocimiento científico del que se derivará, en un plazo relativamente breve, la casi completa automatización de las actividades productivas, que volverá totalmente redundantes los empleos manuales salvo aquellas tareas intermedias o de bajo nivel que requieran relaciones personales y no puedan ser deslocalizables. Tareas que en muchos casos no requieren formación alguna (hay un espacio para la “purria” iletrada) y en otros formación específica (para las medianías); en cualquier caso, el elemento crucial son los grandes cerebros. Por otro lado, el capitalismo de amiguetes lo explica el que los políticos españoles no posean titulaciones en prestigiosas universidades extranjeras ni hablen inglés; y que cobren poco, porque ya se sabe que, en un mundo basado en incentivos monetarios, si la paga es baja se ahuyenta a la gente mejor preparada.
El cambio técnico no sólo conduce a la polarización de los empleos, sino también a la desigualdad. Ésta, en opinión del autor, es inevitable, porque obedece a la oportunidad de explotar las economías de la imagen (para las grandes estrellas deportivas y del espectáculo) y a la necesidad de retribuir la enorme responsabilidad en que incurren los que toman decisiones en las grandes empresas. En esto Garicano es un auténtico “neocon”; ni rastro de reflexión cuando menos sobre los problemas que ha planteado la crisis financiera, en la que se ha podido observar tanto el trasvase a las arcas públicas de los costes económicos de las decisiones erróneas de los grandes líderes como el hecho de que muchos de ellos hayan seguido autoconcediéndose elevados emolumentos incluso en empresas con pérdidas (se ha discutido de los aspectos perversos de muchos incentivos). No se entiende cómo es esto compatible con el modelo socialdemócrata, en el que, a través de los impuestos y sistemas de fijación de salarios con un abanico estrecho, se han reducido las desigualdades. Un mundo con incentivos como el que se defiende en el libro es un mundo con desigualdades crecientes.
IV
Si el análisis es sumamente discutible, los capítulos de propuestas aterran. Para empezar, el título del primer capítulo propositivo resulta clarificador: “Más y mejor mercado, menos pero mejor Estado”. Lo firmaría cualquier liberal, y se limita a exponer lo que ya es un mantra archiconocido: reguladores autónomos del mercado, facilidades de negocio, poca actuación pública. O sea que el 50% del PIB en manos públicas, que es lo que caracteriza a los países nórdicos, no tiene nada que ver con el bienestar. Así pues, si la mejora de nuestra economía pasa por reducir el Estado, el potencial de mejora español (con apenas un 31-35% de sector público) es bastante menor que el de estos países, que tienen una enorme oportunidad de prosperar adelgazando hasta alcanzar nuestro nivel. (El autor se quejará de que el problema es que nuestro sector público es malo, pero entonces la cuestión no es de tamaño sino de funcionamiento.) Tampoco cabe encontrar aquí ninguna reflexión sobre los patentes fallos de los reguladores independientes (especialmente en el campo financiero) ni sobre el funcionamiento real de los servicios públicos privatizados (por ejemplo, sobre el costoso y socialmente ineficiente modelo sanitario norteamericano).
Sin embargo, donde más se luce el autor en sus propuestas es en las líneas de evolución de la economía española, para la que plantea una doble vía: una reforma de la educación orientada a promover universidades de élite y una especialización intensiva en turismo, que es lo que realmente puede ofrecer el país a la gente que no será capaz de alcanzar la cúspide educativa (para incentivarlo sugiere, por ejemplo, exonerar del pago del impuesto de la renta a los mayores de 65 años, para atraer residentes del sur de Europa y convertirnos, ahora sí, en la Florida europea). Como a Garicano no parece importarle la historia ni es propicio a la autocrítica, desconoce que esto es en parte lo que se ha ido haciendo desde la Transición. Por ejemplo, la particular composición formativa de nuestro país, con más universitarios y un claro déficit de gente con formación profesional, nace en buena medida de la percepción de las élites españolas de que este país no se merece una clase obrera educada y de que la búsqueda de la excelencia se debe dar sólo en los niveles altos. Y aunque es cierto que el país ha mejorado su producción científica, ha dejado desarbolada la formación profesional (algo completamente relacionado con la propia desindustrialización y el predominio de las estrategias de bajos salarios), por no mencionar los recortes brutales sufridos en la educación primaria en los últimos años, que al autor tampoco parecen preocuparle (su obsesión es siempre el modelo de gestión, basado en la jerarquización y el poder de los excelentes).
Puestos a ignorar, Garicano pasa completamente por alto la relación turismo-burbuja inmobiliaria, fácilmente reconocible si se analizan la situación y la historia reciente de las comunidades autónomas. Más que promover un cambio, lo que está haciendo es promover la continuación de alguna de las líneas centrales de nuestro desarrollo reciente. No está muy lejos de las ideas de los promotores del Barcelona World, la desregulación de la costa. Simplemente, su propuesta añade un toque de glamour (gente educada en buenas universidades, que habla bien inglés, que es seria) a lo que se ha hecho durante estos últimos años. Expresa sobre todo los prejuicios de una pequeña casta de académicos que se ven a sí mismos como una élite superior y desprecian a la gente normal, que sólo son capaces de mirar en una dirección y que pretenden que la sociedad les dé todo el poder que creen merecer. Son insensibles a los efectos sociales perversos que tienen sus propuestas (como la reforma laboral, en la que tienen parte de responsabilidad intelectual), pues nunca les suele tocar a ellos pagar el pato.
V
Quizás el libro no merece tanta atención y va a caer en el olvido en pocos meses. Aun así, no podemos obviar que refleja la opinión de un grupo con importantes vínculos mediáticos y con grupos de poder. Por esto me ha parecido interesante revisar sus propuestas. Y, a pesar de la farfolla, lo más horripilante es que no tienen ideas nuevas que aportar, sino más bien un “más de lo mismo pero hecho por nosotros, que lo haremos mejor”. Ninguna propuesta sobre cómo garantizaremos a todo el mundo condiciones de vida dignas. Ninguna idea sobre cómo afrontar todos los retos de la crisis ecológica ni las desigualdades de género. Ninguna propuesta de cambio de nuestra estructura productiva, e incluso una total ignorancia de lo que ha permitido a determinadas sociedades ofrecer condiciones de vida más dignas a su población. Los señoritos siguen pensando que el mundo debe acoplarse a sus sueños, y que el resto de los mortales somos meros comparsas de una obra que ellos escriben para todos.
El libro me interesa porque estas mismas convicciones las podemos oír, en grados diversos, en boca de muchos de los colegas de nuestras facultades de Economía. No es casualidad que la respuesta de los decanos de las facultades catalanas al manifiesto de estudiantes que pedía un cambio en la orientación de la formación económica oscilara entre la ignorancia, el desdén y el desprecio. (La revista Diari de l’Educació publicó un extenso reportaje donde se pueden cotejar estas opiniones.) Nuestras élites académicas no detentan el poder, pero, por error u omisión, componen la música que legitima las políticas de los verdaderamente poderosos. Una música que en el libro comentado aterra, por su ignorancia, insuficiencia, parcialidad e incapacidad para ofrecer lo que la gente se merece: condiciones de vida y trabajo dignos, participación social, respeto, equidad y sostenibilidad (de su entorno natural, de su vida social). Porque, a pesar de presentarse como una alternativa rigurosa, simplemente muestra que estas élites sólo pueden ofrecernos leves retoques (no todos mejores) de las ideas que han dominado las políticas durante muchos años.
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5 /
2014