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Albert Recio Andreu

Europa, ¿democracia o imperio?

Cuaderno de estancamiento: 9

I

Una vez más, los ciudadanos de la Unión Europea estamos convocados a unas elecciones parlamentarias, la forma habitual en que se decide el poder político en los sistemas democráticos. Se supone, por tanto, que lo que votará la población será el proyecto político que más conecte con sus aspiraciones, perspectivas, esperanzas e ideologías. Sabemos por experiencia que en la práctica las cosas son mucho menos simples; que los partidos políticos, al menos los que tienen opciones reales de poder, son más empresas que se promueven mediante el marketing electoral que instrumentos de participación política, y que por tanto la capacidad de penetración de cada partido guarda bastante relación con los recursos que lo avalan y con su presencia habitual en los medios de comunicación; que los programas casi nadie los conoce y suelen ser aparcados una vez que se llega al poder; que a menudo los votantes deciden más por la imagen del candidato que por el proyecto… Pero, con todo, sabemos que al menos el éxito electoral permite el acceso al poder y determina para todo el mandato una parte de las políticas que se llevarán a cabo. Aunque en algunos aspectos esenciales, especialmente los económicos, las diferencias son escasas entre los partidos que acceden al poder, en otros los diferentes gobiernos presentan diferencias significativas.

El modelo institucional de la UE difiere sustancialmente de un modelo democrático tradicional en muchos aspectos: los resultados electorales no determinan el gobierno de la Unión, que se “elige” por un mecanismo alternativo; las leyes que puede elaborar el Parlamento están supeditadas a unos acuerdos que tampoco pueden revisarse en sede parlamentaria; lo que aprueba el Parlamento europeo no se traduce automáticamente en normas de aplicación generalizada en todo el territorio. El Parlamento europeo es más una cámara consultiva que una cámara de representación. Hay muchas y acertadas críticas al modelo de democracia parlamentaria, pero, sin duda, el modelo europeo supone un eslabón bastante más bajo por lo que a democracia se refiere.

II

La falta de democracia no descansa sólo en la configuración de las instituciones políticas. El núcleo central del problema reside en la constitución económica, la que verdaderamente estructura el entramado de la UE. Una constitución europea que, de hecho, consagra una gestión económica neoliberal en la que los intereses de las élites económicas se imponen al conjunto de la población europea excluyendo toda posibilidad de modelos alternativos. No voy a tratar aquí de detallar estos aspectos, pues llevamos muchos años haciéndolo y están bien detectados: ausencia de una verdadera política presupuestaria que permita una gestión colectiva de la economía, imposición de todo tipo de políticas liberalizadoras, imposición de la mercantilización de los servicios públicos, sumisión al poder financiero, destacado papel de los lobbies empresariales en la fijación de las políticas, etc. No deja de ser curioso que la mayor implantación global de una política neoliberal, en teoría de libertad del mercado, haya tenido lugar por medio de un proceso político (en gran parte no democrático). Algo que, por sí solo, indica que la pretensión de los neoliberales de presentar los mercados como un espacio natural es más bien un cuento infantil y que, como vimos desde Pinochet, hay una relación consistente entre políticas neoliberales y gestión autoritaria (sea bajo la égida militar o desde la orientación de pretendidos expertos).

III

Para los apologetas de la UE, estas deficiencias son un mero problema de juventud del modelo actual (aunque no suelen explicarlo ni proponer cambios). Posiblemente, porque quienes tienen realmente el poder carecen de interés alguno en que las cosas cambien en el sentido de la construcción de un estado democrático normal.

La explicación canónica de este bloqueo descansa en la lucha de intereses nacionales que impiden construir una unión verdadera. Es cierto que dichos intereses existen, que cada país juega en función de la percepción nacional de sus élites (y a veces del temor a la reacción de sus electores), pero cuando se analiza la lógica de las políticas comunitarias se percibe claramente que algunos intereses cuentan más que otros y que las políticas comunitarias están fuertemente impregnadas por las exigencias de los grandes países fundadores (especialmente Alemania y Francia), que han evolucionado claramente hacia la hegemonía del bloque alemán.

Puestos a hacer analogías, el modelo europeo parece tener más que ver con una reconfiguración de los viejos modelos imperiales europeos, de Carlomagno al Imperio austro-húngaro, que a un modelo de estado federal a lo Estados Unidos de América. Un marco institucional en el que coexiste un poder central con numerosos territorios (reinos, repúblicas, etc.) relativamente autónomos, pero a los que es posible imponer normas superiores, en función de su poder relativo. Es evidente la distancia que media entre los actuales mandatarios europeos y los viejos emperadores, o entre los políticos nacionales y los antiguos reyes y nobles locales, pero lo que persiste del modelo es la combinación de una pretendida autonomía de la base con la presencia de un suprapoder con capacidad de imponer obligaciones desde arriba.

IV

Desde el punto de vista de la gestión neoliberal y de los intereses de las naciones hegemónicas, este diseño tiene enormes ventajas. La principal es imponer elementos esenciales de sus políticas sin cargar con las responsabilidades de la gestión global.

Algunos aspectos son elocuentes. El más evidente es la ausencia de un sistema de derechos sociales que garantice coberturas básicas a toda la ciudadanía europea. Los efectos de esta ausencia son claros: las políticas comunitarias, que generan niveles de desempleo intolerables en algunos países o regiones, no exigen a los ganadores realizar transferencias que permitan alcanzar niveles de ingresos básicos a todo el mundo. La débil regulación de los derechos laborales permite el desarrollo de una competencia entre trabajadores de distintos países que se traduce en deslocalizaciones de actividades industriales (como es el caso de parte de la fabricación de componentes automovilísticos hacia el este) o en una competencia desleal en el interior de los propios países (con la llegada de empresas foráneas en mercados como la construcción, montajes o servicios, pagando según convenio del país de origen y forzando en todas partes a la baja las condiciones contractuales).

Otro ejemplo evidente lo constituye el sector financiero. La libertad de cada país respecto a las regulaciones fiscales genera la paradoja de que dentro de la UE se encuentren buena parte de los paraísos fiscales y de los territorios de imposición reducida para las grandes empresas (Luxemburgo, Irlanda, Holanda, o la retahíla de territorios británicos —Jersey, Guernesey, Man, Caimán…—). Es sabido que gran parte del tráfico financiero que posibilita la elusión fiscal se diseña y gestiona desde la City londinense.

El modelo actual desprotege a las personas y a los territorios en beneficio de los grandes grupos financieros y de las grandes fortunas, y en parte también posibilita las desigualdades entre naciones de las que también se benefician los habitantes de los países más ricos. En su estadio actual, la UE es la combinación de una estructura de poder en la que participan las élites de los países hegemónicos y las grandes empresas. Como en todo imperio, no todos los habitantes de los países centrales obtienen las mismas ventajas; también en el centro hay perdedores (como muchos de los empleados alemanes en los minijobs). Pero la combinación de naciones desiguales y ausencia de políticas sociales comunes impide generar una fuerza social alternativa con capacidad de forzar un cambio social.

V

La Unión Europea no es solo un imperio hacia dentro, sino que también lo es hacia fuera: hacia el resto de países pobres a los que trata de imponer sus políticas (a pesar de no ser la fuerza hegemónica a escala mundial, supeditada a menudo a las imposiciones estadounidenses, empezando por las militaristas). Por lo que a su grado de autonomía se refiere, tanto la UE como los países principales que la componen desarrollan políticas orientadas a mantener su cuota de poder económico y social.

Uno de los aspectos en que esto se hace evidente es en la política de extranjería. Las políticas migratorias tratan de crear de forma progresiva una fortaleza que impida la libre entrada de foráneos (a excepción de magnates, atletas de élite para equipos nacionales o trabajadores sanitarios para cubrir carencias locales). Uno se acuerda de los muros defensivos del imperio británico o las líneas Maginot o Sigfrido de franceses y alemanes. La historia de todos ellos acabó en fracaso, pero en medio hubo mucho sufrimiento humano. La Europa que deniega el asilo político de forma casi sistemática, que trata de contener a la gente en países pobres dispuestos a colaborar, es la misma que es incapaz de ofrecer a estos países oportunidades de un desarrollo social que garantice una vida digna. La crueldad del trato a los inmigrantes es parte de la exigida para mantener la jerarquía económica mundial. Y también en ello estas políticas se apoyan en la explotación de los valores “nacionales”, del eurocentrismo (y el racismo latente) que ha configurado la historia europea desde, al menos, finales de la Edad Media.

Cabe destacar, además, que cuando las cosas se ponen feas el tratamiento a los de fuera se está expandiendo a los de dentro, como indican las diferentes medidas adoptadas para restringir la permanencia de inmigrantes que en diversos países se aplican a gitanos, rumanos, búlgaros y, de forma incipiente, a toda aquella persona que no encuentre empleo en un plazo breve.

VI

La evaluación de la política comunitaria no puede ser más que catastrófica en cualquiera de los aspectos económicos.

Desde el punto de vista de la economía convencional destaca no sólo el aumento masivo del desempleo sino, especialmente, la insostenible situación en que han quedado buena parte de los países del sur y el este de Europa, a los que se ha impuesto políticas de austeridad sin soporte y espacio para reconvertir su estructura productiva. Los problemas de muchos de estos países se habían creado por el propio modelo de integración y la acción de las grandes empresas multinacionales, y la crisis ha servido para poner en evidencia los problemas latentes. Pero en lugar de propiciar una reorientación de las políticas que generaron estos problemas, las políticas de austeridad simplemente han practicado la técnica del derribo, confiando en que en el solar reaparecerán espontáneamente nuevas actividades.

Desde el punto de vista de las desigualdades sociales la cosa es mucho peor. A escala de toda la UE, el grado de desigualdad es idéntico al que experimenta EE.UU., con la diferencia de que en el caso europeo el componente territorial tiene un peso mucho más significativo que allí. La desigualdad conduce a la creciente pobreza que ya existe en los países perdedores y que se traduce en males sociales de sobra conocidos.

Son tiempos en que las desigualdades de clase y nación preocupan poco a las élites. Pero no deja de ser curioso que incluso la desigualdad de género, que ha obtenido mejor trato mediático y político en los países de la UE gracias al impulso del feminismo, en la práctica no solo se mantiene en términos bastante estáticos (por ejemplo, la amplitud de la brecha salarial es amplio y bastante estable en casi todos los países) sino que las propias políticas comunitarias tienden a reforzarla. La promoción del empleo a tiempo parcial para las mujeres, con la excusa de promover la conciliación con la vida familiar, en la práctica no es más que una variante del viejo modelo de división sexual del trabajo. Un nuevo diseño que permite dejar intactas las formas de organización empresarial, proveyéndolas de un recurso a bajo coste en actividades con carga de trabajo reducida.

Desde el punto de vista de la sostenibilidad ambiental el desastre es completo. A pesar de su retórica y de algunas políticas bienintencionadas, Europa sigue siendo un gran foco de los problemas ambientales. En tanto que gran consumidor de recursos y como productor de dinámicas que contribuyen a reforzar problemas globales como el calentamiento o la generación de residuos.

Como marco institucional, la UE se ha mostrado una gestora desastrosa de la crisis económica, ha contribuido a la generación de mayores desigualdades y no tiene propuestas serias que hacer frente a los graves problemas ambientales a los que nos ha conducido el productivismo capitalista.

VII

La izquierda política y social —lo que queda más o menos organizado de crítica, indignación, resistencia ante ese fracaso— debe tratar de generar respuestas ante esta situación. De hecho, a corto plazo existen dos vías posibles. Una es simplemente romper la UE y el euro y volver a políticas nacionales en las que se supone que habría más margen de intervención alternativa. La otra, tratar de iniciar un discurso colectivo común orientado a generar un movimiento social transnacional que luchara por imponer cambios de rumbo cruciales. Ninguna de las dos vías es sencilla ni está exenta de inconvenientes graves.

La ruptura tiene un problema crucial de partida. Su principal punto de apoyo cultural es el nacionalismo, la idea de que el propio espacio nacional es un espacio cerrado y de que la gestión económica sólo debe centrarse en satisfacer las necesidades de los habitantes del mismo. Se trata de una visión del mundo limitada que en general pierde de vista la naturaleza y el sentido de los numerosos flujos de todo tipo que tienen lugar entre espacios económicos y que están en la base de las desigualdades de desarrollo entre naciones y regiones. Una visión que suele pasar por alto no solo la importancia de los aspectos de intercambio desigual que predominan en la economía mundial, sino también, sobre todo, las bases ecológicas sobre las que se construye la prosperidad. No es casualidad que este espacio esté hoy dominado, a escala europea, por la nueva derecha xenófoba, que añade un componente racista autoritario claramente peligroso.

A corto plazo el espacio de la ruptura está dominado por la derecha dura, que ha ganado fuerte predicamento en muchos países. Para que un proceso de ruptura de la UE pudiera hacerse con otra perspectiva se requerirían dos condiciones básicas: que se produjera un proceso previo de acción capaz de alterar esta hegemonía y que en este proceso se ganara conciencia social de que el marco de referencia no es la nación aislada, sino un nuevo orden mundial justo y sostenible. Y hay que contar con un factor adicional que dificulta la operación: que tantos años de integración económica han alterado profundamente las estructuras productivas de los distintos territorios, volviéndolos menos complejos y aumentando su dependencia externa. Esta situación puede constituir una dificultad importante a la hora de manejar una economía nacional que estaría sometida a todas las presiones externas que emanan de las instituciones supranacionales, de las poderosas multinacionales, y de sus propias debilidades. Ningún país es igual a otro y por eso algunos tienen más oportunidades de sobrevivir en un marco de ruptura, algo que es necesario analizar si se opta por esta vía.

La otra opción consiste en tratar de articular una alternativa europea que plantee un modelo social distinto. Tampoco es una opción fácil. No sólo porque a corto plazo tiene pocas posibilidades de imponer cambios sustanciales en las políticas comunitarias (de hecho, es incluso impensable que esa fuerza alternativa pueda cosechar un gran éxito electoral). También porque entre lo que realmente se mueve existen muchas grietas que atraviesan las percepciones sociales (entre lo social y lo ambiental, pero también en cuanto a los medios de actuación) y porque persisten las perspectivas nacionales que dificultan la defensa de la opción por una política global alternativa en cada uno de los territorios.

Sin ignorar estas dificultades, considero que esta es una vía que cuando menos hay que intentar, por razones diversas. En primer lugar, porque cualquier replanteamiento económico actual debe partir de una consideración de la escala global de muchos problemas, y ello exige movimientos sociales y políticos a esta escala. Todo lo que contribuya a generar un espacio de confluencia en esa línea va a ser útil, y por ello ofrece más opciones que empezar por el “nosotros solos”. En segundo lugar, un trabajo bien hecho en esta dirección, mostrando que hay opciones para un modelo diferente de gestión económica, es una necesidad esencial para derrotar culturalmente no sólo al neoliberalismo comunitario, sino también a los defensores del nacionalismo xenófobo. La lucha por la hegemonía cultural es esencial para generar amplias respuestas sociales, y cuanto más internacionalizada sea una alternativa, mayor capacidad tendrá. En tercer lugar, porque ese mismo proceso de acumulación cultural puede impedir que una eventual ruptura se realice sobre el aislacionismo internacional. No es lo mismo romper la UE sobre la base de una pretendida superioridad nacional que hacerlo por el convencimiento de que las reglas de juego son injustas e inviables. Hay que quebrar el actual entramado institucional: la cuestión es cómo. Y el cómo cuenta mucho, pues no es lo mismo derribar un edificio ordenadamente que hacerlo “a lo Sansón”.

VIII

Todas las opciones son difíciles, y todas requieren mucho trabajo, coraje y claridad de ideas, algo que escasea en estos tiempos difíciles. Pero es algo necesario si queremos salir de este marasmo isoportable de desigualdades, de inseguridad económica generalizada, de desastre social y ambiental a que nos ha llevado el desarrollo del capitalismo en general y las políticas comunitarias en particular. Para salir se requiere mucho activismo social, buenas políticas, cambios sociales por arriba y por abajo. Y como una de las cosas que podemos hacer es votar en las próximas elecciones europeas a los candidatos a formar parte del parlamento consultivo, a quienes nos pidan el voto desde la izquierda (la derecha es lo que es, y la socialdemocracia parece a estas alturas agotada) se les puede exigir que se comprometan a trabajar al menos para desarrollar movimientos a escala europea con los siguientes objetivos:

  • Forzar una evaluación seria de las políticas comunitarias y su impacto sobre el bienestar del conjunto de la población. Evaluar rigurosamente y de forma transparente es un elemento necesario para poner al descubierto los fallos, incongruencias y sesgos de unas políticas elaboradas por tecnócratas y grandes capitalistas.
  • Forzar un cambio en la forma de elaboración de las políticas, lo que supone tanto propugnar un nuevo marco institucional como la eliminación del poder que tienen las multinacionales sobre el mismo.
  • Imponer un marco social común que garantice derechos básicos y evite la presión de la competencia “hacia abajo”.
  • Ofrecer propuestas de cambio en el funcionamiento de las instituciones económicas que promuevan efectivamente la igualdad en términos de género, sociales y entre países.
  • Poner freno a las políticas privatizadoras de los bienes y servicios esenciales.
  • Transformar las políticas migratorias y, al mismo tiempo, el marco de relaciones con los países extracomunitarios.
  • Reconocer la gravedad de la crisis ambiental y exigir un enfoque de ajuste de la organización económica y social que evite el desastre y posibilite la transición hacia una sociedad realmente sostenible.
  • Bloquear todas las tendencias antidemocráticas dominantes y que están asociadas al mantenimiento del statu quo actual.
  • Apoyar el desarrollo de movimientos sociales, experiencias de cambio que propicien una nueva hegemonía social.

Seguramente, todo esto es una especie de carta de buenos deseos. Pero son deseos necesarios y que debemos exigir a quienes piden (individualmente y como organizaciones) ser nuestros representantes. Y si cumplen, no debemos dejarlos solos en estas tareas. Hay que propiciar por una y mil formas un cambio de ciclo político y social. Dinamitar un imperio para que pueda nacer un nuevo marco de instituciones promotoras del bienestar para todos, la sostenibilidad ambiental, la justicia, la igualdad y la democracia.

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2014

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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