¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Pilar Aguilar
Meridiano de género: 1
La ficción audiovisual y la violencia contra las mujeres
La redacción de mientras tanto tiene el placer de inaugurar “Meridiano de género”, un espacio de reflexión coordinado por Alicia H. Puleo, profesora de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Valladolid y teórica ecofeminista que forma parte del Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid. Desde este “meridiano”, miraremos el mundo a partir de la hermenéutica de la sospecha feminista que se pregunta por los condicionamientos de género que nos troquelan a todos y todas y, por ello, justamente, es tan importante descubrir.
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Ni en las escuelas, ni en las leyes, ni en las familias se afirma ya de manera palmaria que los hombres sean más que las mujeres (más importantes, más esenciales y más valiosos). Ahora bien, en vista del gran número de mujeres que son violentadas y maltratadas de diversos modos hasta llegar al asesinato y en vista de que, como demuestran numerosos estudios [1], el machismo está en la base del maltrato y de la violencia contra las mujeres, forzoso es reconocer que la ideología patriarcal es un constructo que permanece anidado en el imaginario social, en los mapas afectivos y sentimentales de mucha gente. Cabe, entonces, preguntarse cómo se trasmite y se interioriza. Los caminos son variados pero he de reconocer —y tal constatación apena a una amante del cine como yo— que la ficción audiovisual constituye una poderosa vía de educación emocional en el machismo.
La anulación simbólica de las mujeres
Pese a los avances que hemos conseguido, el relato de ficción audiovisual sigue centrando, de forma obstinada, el protagonismo en los varones. Tal opción no es inocua. En efecto: el protagonista es el que encarna el significado que el relato propone. Es el eje en torno al cual giran los demás personajes y los acontecimientos. Es el ser que articula el sentido de la historia.
El acaparamiento del protagonismo por parte de los varones nos predica que ellos son la parte importante de la humanidad, los seres dignos de encarnar las propuestas significativas, los valores, las normas, la coherencia, las expectativas, las aventuras físicas y simbólicas que socialmente todos y todas compartimos. ¿Qué papel construye el relato audiovisual para los personajes femeninos? Ser las compañeras, o las ayudantes, o el descanso erótico-sexual, o la perdición, o un obstáculo que se interpone entre los personajes masculinos y su destino.
Ese mundo ficcional tan tendenciosamente viril conforma, sin embargo, nuestro ocio, nuestros modelos vitales, nuestro imaginario, nuestra interpretación de la realidad. Es una educación emocional altamente peligrosa pues nos dice que el significado y la trascendencia de los personajes femeninos dependen de la relación que tengan con los varones. Construye a las mujeres como seres-para-otro, seres subalternos, de segunda clase, fundados en exigencias narrativas ajenas. Seres que, por lo tanto, carecen de sentido por sí mismos y solo significan y existen en relación con otro. Tal mensaje está en la base de una primera y brutal violencia simbólica que es sustento de todas las demás pues, como bien señala Françoise Collin, “Cuando el relato de una vida sólo puede narrarse desde la perspectiva de las otras, el yo es una víctima sufriente que ha perdido el control sobre su propia existencia” [2].
Entre el silencio y la contemplación morbosa
Otros muchos aspectos coadyuvan al maltrato hacia las mujeres que la ficción audiovisual ejerce y promueve. Analizarlos, siquiera someramente, es del todo imposible en estas pocas páginas. Traté el tema con mayor detenimiento en trabajos anteriores [3]. A ellos remito para quienes deseen profundizar algo más. Me limitaré aquí a apuntar algunas observaciones.
En primer lugar, cabe destacar que, a pesar del grave y extendido problema social que constituye la violencia contra las mujeres, muy pocas películas tratan este asunto. Un film como Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003) sigue siendo una rara avis. Ahora bien, no representar un tema es ya, de por sí, una forma de invisibilizarlo y menospreciarlo.
En segundo lugar (y lo que es casi peor): cuando se muestran acciones, palabras, hechos que objetivamente pueden calificarse como violencia machista, rara vez la instancia narradora construye una mirada de reprobación o de rechazo. La representación, por el contrario, muestra e ilustra los hechos como divertidos, justificados, intrascendentes, inexistentes, patrañas que las mujeres cuentan para vengarse de los pobres varones o para apoderarse cual parásitos de los bienes que ellos han ganado con esfuerzo.
Así, en el último análisis de contenido que realicé sobre cine español, comprobé que, en un 75% de las películas dirigidas por varones, ese era el modo en el que se filmaba y se mostraba la violencia contra las mujeres: como asunto ameno, o trivial, o provocado por la mujer y/o, en el fondo, querido por ésta. Es un dato que debería llamar nuestra atención.
Aclaremos que analicé las 42 películas españolas que tuvieron más público de las producidas entre los años 2000 y 2006. Concretamente, las 27 más vistas de las dirigidas por varones y las 13 más vistas de las dirigidas por mujeres. Cabe destacar que, por el contrario, las realizadoras, siempre que mostraban violencia contra las mujeres, la representan con rechazo.
Esta modalidad de minimizar y/o “amenizar” el asunto se encuentra, ante todo, en comedias y melodramas. Los géneros de acción, policíaco, de terror (grosso modo y por resumir gráficamente: cine estadunidense de “buenos y malos”) lo representan de otro modo: no quitándole hierro, sino recreándose en él. El que maltrata, viola, tortura, etc. a una mujer es un “malo”, eso queda claro. Pero, una vez que se han cubierto las espaldas (las espaldas morales, se entiende) con una aparente condena, muestran las agresiones a las mujeres con gran vistosidad y regodeo. Instalan al espectador y a la espectadora en el voyeurismo contemplativo de la violencia, del sufrimiento y la impotencia de la víctima. Y digo víctima porque rara vez un personaje femenino alcanza el estatus de oponente activo. Su salvación, si ha lugar, no dependerá de su propia iniciativa, valentía, heroicidad, etc., sino de las de otro personaje. Un caso emblemático que ilustra lo que digo es Copycat, (Jon Amiel en 1995) aunque otras muchas películas de psicópatas o episodios de series televisivas como, por ejemplo CSI: El acosador siguen ese esquema representativo.
Aclaremos que los personajes masculinos también pueden sufrir y ser torturados, pero no se construyen como simples mártires, sino como seres ser activos y heroicos. Sabemos que, antes o después, lograrán triunfar gracias a la astucia, la fuerza, la habilidad, el valor. Su sufrimiento es trascendente y merece nuestra gratitud pues es el precio que pagan por “salvarnos de los malos”.
Otras modalidades de maltrato
1. El relato como maquinaria de castigo
Frecuentemente, y apelando a los más diversos pretextos y subterfugios, el relato castiga a las mujeres. Así, en Los pájaros (Hitchcock 1963), se destroza con gran saña a la protagonista. Ésta, en la primera escena de la película, aparece alegre, segura de sí misma, independiente, autónoma, moviéndose con libertad y sabiendo a dónde va, dueña de sus actos, luciendo un perfecto moño del que no escapa ni un solo pelo, con un traje-coraza de alta costura, controlando tanto más sus movimientos cuanto que camina firme sobre tacones de aguja. Pero, como comenté en otro lugar [4], “Si pasamos a la última escena, el contraste impresiona: ella surge de la oscuridad, llevada casi en volandas porque sola ni se sostiene, hecha un guiñapo, sin coraza, sin corona, sin capacidad de decisión ni tan siquiera de movimientos, idiotizada, infantilizada, destruida. Luego, es encajonada en un espacio agobiante que, no por ser reducido, controla. Esa mujer ha sido totalmente sometida e integrada en la ley patriarcal. Ya ha llegado donde iba. Ya está debidamente enmarcada en la estructura androcéntrica del esposo, madre del esposo —en quien él puede delegar las llaves simbólicas [5]— y niña, como elemento de doble uso: que sirve, por una parte, para activar y actualizar la función maternal —que tanto juego da y tanto ata— y, por otra, la niña es la posible trasmisora del mal, la que lo transporta en germen consigo, la que pregunta con aparente ingenuidad: ‘¿Puedo llevarme los periquitos?’. No en vano todas somos hijas de Eva y herederas de Pandora”.
2. Subterfugios
A menudo, los films muestran mujeres vejadas, maltratadas, humilladas e incluso asesinadas que, lejos de defenderse o quejarse, parecen encantadas con lo que les ocurre. El masoquismo femenino es, por supuesto, “un clásico”. Pero pensemos estas frases de Jutta Brückner: “En el seno del imaginario se realizan experiencias que no quieren o no pueden hacerse realidad porque conducen a zonas que son el límite mismo de toda experiencia. La imaginación calma los deseos fantásticos, no los deseos reales. Cuando las mujeres soñaban (y sueñan) con sujeción sexual no es por deseo, por ejemplo, de ser violada en el sucio pasillo de una casa sino por deseo de verse totalmente sumergida y perdida en sus propios deseos” (Brückner 1982b: 122) [6].
Y veamos lo que ocurre en Belle de jour (Buñuel, 1967). La protagonista tiene fantasías masoquistas. Podría representarlas y escenificarlas pidiendo a su marido la incorporación de rituales sádicos en su relación sexual, o buscando a un joven atractivo y complaciente para que “la maltrate” en un guión controlado por ella misma. Pero no, lo que hace es poner su cuerpo a disposición de los “clientes” de un prostíbulo para que ellos la humillen, la desprecien, la usen como les apetezca.
En este film, sin embargo, como señalé en otro lugar [7], el “cliente” masoquista —eminente profesor de universidad— que también gusta de ser humillado y castigado “sí distingue perfectamente entre deseos imaginarios y plasmación de esos deseos. No deja, pues, su cátedra y se pone a servir a una marquesa tiránica que lo humille y maltrate realmente. En la realización de su fantasía sadomasoquista, él no dimite de su poder. Al contrario: elige pareja, vestuario, guión, tiempo y modos. Es decir, el cliente no quiere la realidad, quiere la fantasía, quiere una puesta en escena masoquista en la que él lleve las riendas. Quiere una representación de la que él sea el director”.
El placer masoquista que se les atribuye a las mujeres también se muestra, a menudo, cuando se representan violaciones y, sobre todo, la prostitución. La mayoría de las películas dirigidas por varones [8] que muestran mujeres prostituidas, no construyen una representación de rechazo. Ocultan, por supuesto, la miseria y la trata (que es lo que sustenta el 99% de los casos de mujeres prostituidas en Occidente), o el pasado traumático (que es lo que hay detrás de un 0,99% restante). Muy al contrario, las prostitutas suelen ser vocacionales y sentirse felices [9].
3. El amor como pretexto de sumisión
Un excelente y muy utilizado subterfugio para que las mujeres sufran y se muestren dispuestas —cuando no encantadas— con ello es el amor. Bajo todas sus formas pero preferentemente amor romántico y amor de madre.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1995). So pretexto de que la protagonista ama a su esposo, la película hace una apología del maltrato y la violencia de género. Así, al sufrir el accidente, él le pide a ella que haga el amor con otros hombres, pues sostiene que tal cosa le ayudará a sanar (¿?). “Hacer el amor” no significa que ella tenga que sentir amor, ni deseo, ni, por supuesto, placer. Significa que ha de poner su cuerpo al servicio de cualquier varón y soportar que éste le haga lo que le plazca, incluso que la torture. De hecho, cuanto más sufrimiento, más amor. Suprema lección de “generosidad” que terminará con la muerte de ella y, a cambio, con la sanación del ser amado. ¡Oh, maravillosa recompensa!
Otro ejemplo memorable es Crepúsculo (C. Hardwiche, 2008). Analizado fríamente, el planteamiento de la película eriza la piel. Cuando él le confiesa que es un asesino depredador que ya ha matado, ella dice: “No me importa”. Cuando él insiste en que también la quiere matar a ella y que nunca ha deseado tanto la sangre de un humano, ella responde: “Confío en ti”. Por amor, la protagonista está dispuesta a hacer cualquier cosa. No en vano la primera frase del film es: “Nunca me había planteado la forma de morir, pero morir por amor me parece una buena manera de hacerlo”. Pasma la naturalidad con la que se liga amor y muerte. El colofón es la escena final, en el baile. La chica, tiene una pierna rota (¿nueva versión “mujer con la pata quebrada y en casa”?). Así, cuando él le propone que bailen, lo que hace es subirla encima de sus propios zapatos. Es, pues, él quien baila por los dos. Ella es llevada, pues ya no tiene movilidad propia. La escena representa simbólicamente la aceptación de las mujeres para que un hombre las “haga suyas” y las lleve por donde han de ir.
En el apartado “madres” también muchas y diversas películas proponen el sufrimiento de las mujeres e incluso a la muerte como muestra de amor. Así lo hace Bailar en la oscuridad (Lars Von Triers, 2000). Lo hace también —aunque en tono menos dramático— Cándida (Guillermo Fesser, 2006). Ambos films son una loa a las mujeres que aceptan sacrificarse por amor (materno en este caso).
Para darse cuenta de ello, basta con pensar en una película que retratara la vida de un protagonista masculino tan salvajemente explotado como lo es Cándida. Casi con toda certeza nos presentaría la rebelión (o, al menos, el intento de rebelión) del sujeto sometido. Sería extremadamente inusual que la víctima no se liberara o tratara de liberarse. Cándida, por el contrario, no sólo no se rebela sino que, pudiendo escapar, elige volver a su martirio. Vuelve para cuidar a “sus polluelos” —palabra que, aplicada a personas totalmente adultas y explotadoras, resulta una incongruencia total—.
4. Un ejemplo indignante
Quiero terminar comentando siquiera brevemente Carmen (V. Aranda, 2003) que es un canto apoteósico al asesinato de mujeres. Invito a l@s lectores y lectoras a que la vean y observen la puesta en escena, el decorado, la actuación de los actores, el vestuario, etc., de la secuencia en la que Don Jose mata a Carmen. Fíjense en los planos que contraponen “la Virgen y la puta”. Vean los contraplanos de él, víctima suplicante ante esa mala mujer, a la que, sin embargo, le ofrece todo lo que tiene y, por supuesto, su perdón. Frente a un sufrimiento tan sobrecogedor, ella, con gestualidad convulsiva, incongruente e histérica, se pasea —y se ofrece ante los espectadores— desnuda (el mantón solo es el toque “racial español”).
Tampoco se asusta cuando él saca la navaja. Al contrario. Se le acerca, se coloca la faca en su propio pecho, le pide que la mate y se lanza a besarlo con pasión. Es más, al hincarle él la hoja (con sonido incorporado para añadir un punto de regusto sádico), Carmen muestra una expresión de placer orgásmico. La escena acaba con un movimiento envolvente de cámara mientras ella cae “estéticamente” a los pies de don José. La orquesta sinfónica acompaña sin retención alguna tan bello suceso en un apoteósico plano cenital…
Nótese que, en comparación con la novela de Merimée (escrita hace 160 años), esta versión es mucho más reaccionaria. Con ello no quiero decir que la novela sea feminista, ni mucho menos. Describe una sociedad patriarcal donde las mujeres, a lo sumo, llegan a reconocer su deseo, aunque aún no se atreven a considerarlo legítimo.
La ópera Carmen (1876) hace una propuesta mucho más avanzada. En ella, Carmen no sólo reconoce su deseo sino que lo reivindica. Afirma explícitamente: “Carmen, libre nació y libre morirá”. Tanto el personaje de la novela como el de la ópera saben, sin embargo, que los varones siguen teniendo todo el poder, incluido el de matarlas. Saben, pues, que serán asesinadas, pero no disfrutan con ello. No piden morir, ni se lanzan a besar apasionadamente a su asesino.
Ser individuo no es un asunto individual
Hemos luchado mucho para hacer que lo personal se considere político. Gracias a esas luchas, al revés de lo que ocurría hace siglo y medio, la violencia contra las mujeres está explícitamente condenada por las leyes en el mundo occidental. Las propuestas narrativas que se nos hacen continúan, sin embargo, y de forma masiva, justificando por los más diversos caminos estos maltratos, atropellos y asesinatos: nos niegan el papel de sujetos, insisten en que a las mujeres “les va la marcha” y predican que el amor todo lo bendice, incluido el asesinato.
Como acertadamente señala Amelia Valcárcel, “Ser individuo no es asunto individual”. Necesitamos, por lo tanto, representaciones audiovisuales que concedan protagonismo a las mujeres, que valoren sus experiencias, que no resuman sus vidas en la historia de amor, que no consideren que su destino es ser-para-otro. Desde luego ya hay films —aunque sean minoría— que lo hacen. Así ocurre casi siempre en los dirigidos por mujeres y, por ello, es necesario promover y apoyar desde todos los ángulos el trabajo de las directoras. Necesitamos miradas nuevas que nos ayuden a construir un mundo más equilibrado, más justo, más sano para todos los seres humanos y, por supuesto, para las mujeres.
Notas
—, “La violencia de género: de cuestión privada a problema social”, en Revista de Intervención Psicosocial, vol. 9, 2000, n.º 1.
[2] Collin, F. «Por una ética de los limites» en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, n.º 6, monográfico, noviembre, CSIC, 1992.
[3] Aguilar, Pilar: “El cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres” en Ángeles de la Concha (coord.), El sustrato cultural de la violencia de género, Madrid, Síntesis, 2010, pp. 241-276; “La violencia contra las mujeres en el relato mediático”, en Claves de la Razón Práctica, n.º 126, 2002, pp. 75-78; “La violencia sexual contra las mujeres en el relato audiovisual”, en Pedro Sangro y Juan F. Plaza (eds.), La representación de las mujeres en el cine y la televisión contemporáneos, Barcelona, Laertes, 2010, pp. 141-158
[4] “El cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres”, op. cit.
[5] Numerosas películas muestran (con mayor o menor distanciamiento crítico y con diversas focalizaciones) este temible tipo de mujeres depositarias reales y/o simbólicas de las llaves patriarcales: Rebeca (Hitchcock, 1940), Encadenados (Hitchcock, 1946), Al rojo vivo (Raoul Walsk, 1949), Inch’allah dimanche (Yasmina Benguigui, 2002), etc.
[6] La traducción es mía.
[7] “El cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres”, op. cit.
[8] Algo muy distinto ocurre con los films dirigidos por mujeres. Así, los cortos Miente (Isabel de Ocampo, 2009) y Escúchame (Mabel Lozano, 2011) o el largo Evelyn (I. de Ocampo, 2012).
[9] Traté el tema con mayor detenimiento en Prostitución. Ataque directo a los derechos humanos, Comisión de Violencia del CELEM, Madrid, pp. 9-30.
[Pilar Aguilar es ensayista y crítica de cine. Licenciada en Ciencias Cinematográficas y Audiovisuales por la Universidad Denis Diderot de París, entre sus últimos trabajos cabe destacar “La representación de las mujeres en las películas españolas: un análisis de contenido”, en Fátima Arranz (coord.), Cine y género en España, Cátedra, 2010, y “La prostitución en el cine: una historia de agitación y propaganda”, en VV.AA., Prostitución: ataque directo a los derechos humanos, Comisión de Violencia de CELEM, 2010]
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