¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Olot: el contexto de dos tragedias
Este núcleo industrial de la provincia de Girona ha ocupado en pocos días las páginas de la crónica negra con dos sucesos luctuosos: el asesinato de varios ancianos a manos de un trabajador del geriátrico en el que estaban acogidos y la matanza en cadena de un pequeño empresario de la construcción, su hijo y dos empleados de una sucursal bancaria a manos de un trabajador amenazado con el despido a fin de mes y atenazado por una deuda bancaria. La proximidad de ambos sucesos y el hecho que en la misma localidad tuviera lugar, hace años, el famoso secuestro de la hija de un empresario local, ha generado un debate sobre si Olot reúne características especiales que la hacen particularmente proclive a este tipo de sucesos. No ha faltado tampoco la respuesta local en forma de concentración de 300 personas para reivindicar “el buen nombre del pueblo”.
Al focalizarse en lo local se han perdido otras “pistas” sobre las que conviene llamar la atención. Vale por delante que cada crimen es un hecho particular. Que cada individuo es distinto y que en las acciones criminales, como en muchas otras, intervienen múltiples factores psicológicos, sociales, culturales que no pueden reducirse a una explicación monocausal. Pero, sin caer en esquematismos, resulta bastante obvio que los dos casos comentados se sitúan en una “contexto ambiental” que constituye por sí mismo un marco que hace entendible —aunque no la justifique— la acción de estas personas. Se trata de sucesos particulares que obedecen a pautas ya conocidas, a modelos que se han repetido otras veces y que por ello merecen ser subrayados.
Que a alguna de entre las miles de personas que a diario ven esfumarse su pequeña red de seguridad económica (el empleo que contribuye a dar sentido a su vida social) enloquezca y se tome la justicia por su cuenta no debería sorprender a nadie. Tampoco que algún cliente maltratado de un banco reaccione de igual modo. En los últimos años, son millones las personas que han vivido experiencias semejantes, y muchas de ellas han padecido por ello profundos traumas psicológicos. Posiblemente agravados en muchos casos por la evidencia que su contraparte (el empresario que los despide, el banquero que les embarga) no padece el mismo grado de inseguridad económica (a veces su situación incluso ha mejorado). Cuando alguien experimenta, a la vez, fuertes sentimientos de inseguridad e injusticia hay posibilidades de respuestas explosivas. Que acaben en un crimen o en otro tipo de patología social, que la respuesta dañe al propio individuo —al que aparece como su oponente— o a terceras personas es posiblemente resultado de muchos factores, incluido el azar. Pero donde es más fácil actuar es en contexto original, o éste es al menos el campo donde deberían focalizarse las respuestas.
Las muertes en el geriátrico obedecen a otra pauta, pero en la que la situación laboral tiene también un componente importante. Por eso este tipo de sucesos se repiten con cierta frecuencia. Cuidar a personas que caminan hacia la muerte es siempre una experiencia difícil. Hacerlo en las condiciones que predominan en los geriátricos y otras instituciones parecidas lo es aún mucho más. Se trata en todas partes de una actividad mal retribuida, poco valorada socialmente, psicológicamente exigente, en horarios indeseados. En el mundo de los geriátricos privados las cosas aún son peores, puesto que las presiones por la reducción de costes se traducen en subdotaciones de personal, sobrecarga de trabajo y ausencia de buenas políticas de soporte y formación continuada a la plantilla. No es extraño que las primeras víctimas de la situación sean los propios ancianos: atención inadecuada, falta de estímulos etc. No es extraño que las personas menos indicadas acaben recalando en una actividad que nadie ve como una salida profesional vocacional. Y que de vez en cuando a una de estas personas se le “vaya la olla” y cometa atrocidades que generan enorme alarma social.
Los crímenes de Olot son, además de sucesos trágicos, síntomas de una situación laboral y social que favorece su posibilidad. Son uno de las muchos costes sociales que genera el actual modelo económico y laboral. Una buena oportunidad para empezar a discutir de seguridad económica, de equidad social, de cómo organizar la actividad de cuidado a ancianos y enfermos graves, de cómo generar entornos profesionales adecuados. Es posible que el contexto local influya en actitudes, pero, dados los parámetros actuales, más bien es posible que hechos luctuosos como éstos vuelvan a suceder en otros lugares, sin conexión territorial. Los sucesos de Olot son, en este sentido, la punta de un iceberg de patologías que el contexto socio-económico dominante contribuye a favorecer.
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2011