¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Rafael Argullol
Alegato contra la codicia
Tras subir lentamente las escaleras,
arrastrado por la apretada multitud de pasajeros,
sale por la boca del metro de Syntagma,
justo delante del Parlamento, en el momento mismo
en que el reloj señala las nueve en punto.
A esta hora la muchedumbre llena la plaza,
y Dimitris Christulas, desconcertado
por el movimiento que observa a su alrededor,
busca refugio detrás de un árbol.
Enseguida saca el revólver
del bolsillo derecho de su americana
para dirigirlo a su sien.
Cuando su dedo índice roza el gatillo
se da cuenta de que su escondite no es perfecto.
Le observan, en efecto, una mujer empeñada
en arreglar una rueda del cochecito de su hijo;
y un vendedor ambulante de Senegal
que acaba de extender en la acera
una manta para los falsos bolsos de marcas caras;
y un muchacho montado en una bicicleta,
quien es el más cercano a Christulas
y el único que escucha sus palabras:
«no quiero dejar deudas a mi hija».
De inmediato se produce el silencio,
el silencio sobre Syntagma, sobre Atenas, sobre el mundo.
Al día siguiente, escandalizados, los noticieros
informan de la muerte de Dimitris Christulas.
Dan detalles: se había trasladado en el metro
desde su barrio de Ambelokipi hasta Syntagma.
Era un farmacéutico jubilado de 77 años,
y la tarde anterior le había pagado al casero
el importe del último alquiler de su piso.
En el bolsillo izquierdo de su americana
tenía, redactada cuidadosamente, una nota
con los motivos de su acción: era —según afirmaba—
demasiado viejo para empuñar un kalashnikov y rebelarse,
como aconsejaba que hicieran los jóvenes,
y se negaba a buscar en la basura,
en contenedores y papeleras,
el alimento al que creía tener derecho
después de decenas de años de trabajo.
Los noticieros se extienden en estadísticas
sobre la difícil vida de los ancianos
y el terrible azote que cae sobre Grecia,
con la propagación de la epidemia de suicidios;
entretanto, muchos atenienses rodean el árbol
de la plaza Syntagma con flores y cirios.
Pero volvamos al silencio que se apodera del escenario
mientras Christulas percibe en la yema de su dedo
el extraño frío del gatillo. Ese silencio tenso,
abrumador, cargado de presagios,
más estruendoso que cualquier ruido.
Nadie puede escapar a ese silencio
porque está alojado en la boca del estómago,
en el hígado, en el pulmón, en la víscera más íntima.
Yo, os aseguro, no consigo arrancarlo de mí mismo
cuando veo a los Christulas
que no han tenido el arrojo de Christulas,
hurgar en los contenedores y papeleras de mi barrio,
la cara azorada, los ojos evasivos,
en ceremonias repetidas bajo el estigma de la deshonra.
Los nuevos mendigos, a diferencia de los antiguos,
—curtidos en la tarea, supervivientes de hierro—
se sumergen torpemente en la basura,
vacilantes, inexpertos, al borde del pánico,
como si estuvieran inmersos en una pesadilla
de la que ya no lograrán despertar.
Los hay a cientos por el centro de la ciudad,
con sus mejillas afeitadas, sus corbatas
y sus dignos trajes raídos, al principio.
Luego, a medida en que pasan los días,
desaparecen las corbatas, brotan las barbas
y los pantalones, ya sin raya, se exhiben sucios y arrugados.
El nuevo mendigo ya compite con el viejo mendigo
en el áspero dominio de la calle:
«un euro para comer, amigo»;
«un euro para comer, hermano».
Algunos nada dicen mientras representan
en la obra el papel que nunca imaginaron.
Un anciano, en mi calle,
—un anciano de no menos de 90 años—,
vestido con un elegante abrigo negro,
con gesto digno deja el sombrero también negro
a sus pies, para las monedas,
y empieza a tocar con un oboe una pieza de Mozart.
Siempre es la misma,
una única pieza en su repertorio,
y la toca rematadamente mal;
y cuando alguien acerca la mano a su sombrero
para soltar una moneda, se sonroja
antes de saludar militarmente.
Otro, cerca de él, canta
—con mayor habilidad—
unas cuantas arias de ópera;
otro, ya enajenado,
hace ademán de bailar entre los turistas;
otro, quieto, muy quieto,
sentado en una sillita plegable
—de esas de pescador de caña—
mira con ojos despavoridos a la gente que pasa.
Y es difícil no sentir el silencio aniquilante
que rodea a la hermandad del asfalto,
el mismo silencio, el mismo
que se agolpa en la plaza Syntagma
cuando Dimitris Christulas
acerca la pistola a su cabeza.
Ese es asimismo el silencio
en el que se enroscan
las extrañas palabras del hombre
que tengo delante —un viejo, como todos,
aunque todos son viejos, ese tipo de hombres.
Busca también él algo en la papelera
y luego, de repente, señala con el dedo
a un edificio que está a su frente:
la sede de la Bolsa, neoclásica,
anodina, cerrada a cal y canto,
pues hoy es domingo, y las finanzas
también descansan en el Día del Señor.
Es un hombre encorvado, de aspecto tímido,
que me recuerda a mi padre
—a como era mi padre en sus últimos años,
bastante más bajo que en mi infancia.
Compro el periódico en el quiosco
situado frente a la Bolsa,
sin perder de vista el dedo que señala.
Hasta que veo que el dedo se hace puño
y el hombre amenaza al invisible adversario
que acecha detrás mío. Exclama:
«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».
Lo dice con vehemencia pero sin gritar,
en voz muy baja, casi un murmullo,
como hacía también, airado, mi padre, en raras ocasiones.
«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».
Pasa junto a mi y se acerca
a la puerta acristalada de la Bolsa.
Algunos transeúntes se quedan observándolo
mientras sigue levantando el puño contra el edificio
y su imagen se agiganta en la distorsión del cristal.
Súbitamente el planeta deja de girar.
El sol del mediodía
clava en tierra los pasos y los gestos
—la ciudad, los paseantes, el puño amenazador—,
y otra vez estalla el silencio
que envuelve el último ademán de Christulas
allá en Syntagma, en el corazón de Atenas.
«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».
Detrás de la gran fachada de cristal
—como si fuera la gigantesca bola de un mago—
puedo contemplarlos claramente,
juntos, en el nervioso tropel de la compraventa,
y uno a uno, el depredador dispuesto
al asalto final sobre la presa.
«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».
En el espejo deformante
todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,
pues, por cobardía o miedo,
renunciamos al deber de explicar que el hombre
era el único animal que se había preguntado
por lo que había tras la línea del horizonte,
y nos rendimos a lo más cruel y sangriento,
el único animal que atesora con avaricia
mucho más de lo que pueda necesitar en una vida,
y a costa de destruir la vida de los otros.
Todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,
porque hemos permitido que un ser implacable,
nacido en la cloaca de la peor pasión,
se apoderara de la entera condición humana
y dictara sus brutales leyes al universo.
De modo que el codicioso,
bárbaro adorador del ídolo de oro,
avanza a cara descubierta, libre de toda atadura,
saqueador de la belleza, dueño del mundo.
Somos, pues, culpables.
Nuestro delito ha sido dejar
que el depredador que hay en nosotros
expulsara a todo lo noble y digno
que estábamos obligados a preservar
para seguir siendo considerados seres humanos.
Hemos dejado que se nos robaran
hasta las palabras, y ahora nuestro lenguaje
ya es el lenguaje del mercado, del beneficio,
del tráfico de almas,
sin ningún lugar para la compasión.
Nos hemos ofrecido en sacrificio
para ser carne de una rapiña sin límites
y nuestros restos yacen, esparcidos,
alrededor del altar.
Y falta ya muy poco
para que también la libertad
nos sea arrebatada
por el amor a la codicia,
que parece ya el único amor permitido.
O eso es lo que cree
ese hombre que amenaza sin ira a un edificio
—ese hombre que me recuerda a mi padre anciano—
mientras entona una acusación a los espectros:
«¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!».
Y eso mismo es lo que cree
Dimitris Christulas, la mano apretada en la culata,
al observar la plaza Syntagma, centro de Atenas,
situada tan sólo a unos quilómetros
del corazón antiguo, la Acrópolis,
donde hace exactamente 2.454 años
se representó por primera vez Antígona,
y el hombre cantó a lo más elevado de sí mismo:
«Muchas cosas hay portentosas,
pero ninguna tan portentosa como el hombre»
proclama, en el teatro, el coro de ancianos.
Dimitris Christulas dispara.
Al caer se lleva consigo un retazo
del azulísimo cielo de Grecia.
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