¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Andreu Espasa
Arthur Rosenberg, historiador del socialismo y la democracia real
A finales de los años treinta, Nueva York era la capital emblemática del izquierdismo estadounidense. Era la época del Frente Popular, que en los Estados Unidos se concretaba en un amplio movimiento social que daba un apoyo crítico al presidente Roosevelt y donde el Partido Comunista de los Estados Unidos jugaba un papel central. Sus principales luchas eran la erradicación de la discriminación racista, la extensión de los derechos sindicales y la solidaridad internacionalista con China y, sobre todo, con la España republicana. El grueso de la izquierda frentepopulista eran sindicalistas, pero entre sus filas también se contaban numerosos artistas e intelectuales, muchos de los cuales eran refugiados de la Alemania nazi. Arthur Rosenberg, historiador de la democracia y el socialismo, era una las cabezas más privilegiadas de aquella generación.
La etapa norteamericana de Arthur Rosenberg es el último episodio de una biografía política y académica muy accidentada. Nació en Berlín en 1889, en el seno de una familia de clase media judía. Al estallar la Primera Guerra Mundial, Rosenberg era un joven de ideología nacionalista alemana que trabajaba como profesor de historia antigua. Se alistó como voluntario al ejército imperial en 1915 y sirvió la mayor parte del tiempo en su Departamento de Prensa de Guerra. Para Rosenberg, la catástrofe de la guerra significó una profunda decepción con el sistema político imperial. El joven historiador abandonó el nacionalismo alemán para abrazar la causa del internacionalismo proletario. En noviembre de 1918, Rosenberg se afilió al Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD). Dos años más tarde siguió al ala izquierda del USPD en su confluencia con el Partido Comunista Alemán, donde ocupó varios cargos. Su producción académica también se vio profundamente afectada por su nuevo compromiso político. Después de la guerra, su interés se irá desplazando progresivamente al campo de la historia contemporánea.
A partir del otoño de 1925, Rosenberg empezó a mostrar signos de desconformidad con la línea política de sus camaradas hasta que, finalmente, en abril de 1927, abandonó el partido comunista, denunciando la subordinación de los distintos partidos del Comintern a las directrices de Moscú como principal causa de su ruptura. Rosenberg también lamentaba que la política de los comunistas hubiera derivado en una fraseología revolucionaria —romántica e inofensiva— que ya no servía para derrocar el orden capitalista. Siguió como diputado independiente en el Reichstag hasta 1928 y se reincorporó a la enseñanza, desde donde trató de conciliar su pasión política y su carrera profesional a través de escritos sobre la historia de la democracia. La vida calmada fuera de la política duró pocos años. Huyó de Alemania en cuanto Hitler fue nombrado canciller, en el invierno de 1933. Después de una breve estancia en Suiza, retomó el rumbo hacia Inglaterra, donde trabajó como lector de historia antigua durante tres años en la Universidad de Liverpool. Acabado el contrato en Liverpool aceptó una oferta en Brooklyn College, en los Estados Unidos. Rosenberg llegó a Nueva York con su familia en noviembre de 1937. Con el raquítico sueldo que recibía por sus clases y las ayudas de una organización de solidaridad con los refugiados, el historiador alemán se dispuso a rehacer su vida como intelectual comprometido. Entre las pertenencias que había traído hasta Nueva York se encontraba el manuscrito del que sería su último libro: Democracia y Socialismo [1].
La democracia entendida como el gobierno de la mayoría de pobres libres
Entre las principales premisas de la obra de Rosenberg, destacan la voluntad de historizar la democracia, el rechazo a las abstracciones descontextualizadas de cierta literatura politológica y la centralidad de un análisis de clases libre de esquematismos deterministas. En efecto, la importancia otorgada por Rosenberg a las clases sociales en la historia de la democracia no va reñida con una visión llena de matices y respetuosa con la complejidad histórica. Las clases sociales no son estáticas ni tienen un comportamiento predecible, sino que son realidades dinámicas y fluidas, donde el elemento subjetivo ejerce una influencia relevante. El historiador berlinés no pretendía definir categorías de clase válidas para cualquier contexto histórico ni limitar la clase a factores meramente económicos. Rosenberg tampoco veía posible escribir una historia de la democracia a partir del relato embellecido de sus defensores intelectuales, cómodamente instalados en una liberal República de las Ideas en la que no hacía falta esforzarse por entender las condiciones económicas y sociales de cada periodo histórico. Es por eso por lo que Rosenberg se propone la novedosa tarea de historizar la democracia, trazando la evolución de su significado variable y definiendo las fuerzas sociales que le han dado apoyo a lo largo del tiempo.
En Democracia y lucha de clases en la Antigüedad (1921) encontramos un buen ejemplo de su método histórico. Rosenberg nos recuerda que la democracia, según los antiguos, era el gobierno de las clases populares, de la mayoría de pobres libres. La extensión que conformaba esta mayoría era cambiante y dependía de cada momento histórico, pero no sólo a causa de las exigencias de los diferentes modos de producción. También influía la habilidad del movimiento democrático a la hora de agrupar la mayoría del pueblo a su alrededor y aislar a los más ricos. Para Rosenberg, las clases sociales se crean y se redefinen a través de la lucha política. La originalidad de su marxismo queda demostrada en su desafío a determinadas certezas de la historiografía marxista tradicional. Como marxista, defiende que la lucha de clases es el motor de la historia, pero, para que esta afirmación mantenga un valor heurístico, exige que se examine de cerca las distintas clases en lucha en cada momento histórico determinado. El carácter heterodoxo del marxismo de Rosenberg llega al extremo de hacerle rechazar la teoría histórico-evolutiva de los modos de producción. Ya en 1921, el historiador socialista señala que, en la Antigüedad, la lucha de clases determinante no se dio entre esclavos y amos. Sitúa la esclavitud como una relación social minoritaria y como un régimen de explotación menos duro que la servidumbre de la gleba, la cual aparece de forma intermitente durante la Antigüedad. Rosenberg concluye que, en contra de lo que se afirma en el primer capítulo del Manifiesto Comunista, las principales luchas de clases para los antiguos no fueron entre señores, por un lado, y esclavos o siervos, por el otro, sino entre pobres libres —demos, la plebe— y ciudadanos ricos —los oligoi, los patricios—[2].
Las bases del marxismo original de Rosenberg aplicadas a la historia de la democracia ya se pueden apreciar en sus textos de principios de los años veinte. La misma metodología y temática le servirá para explicar el bolchevismo [Una Historia del Bolchevismo (1932)] y los orígenes de la República de Weimar [Alemania Imperial (1928)]. En 1938 aparecerá en Holanda la versión alemana de Democracia y Socialismo (1938) y, un año más tarde, la traducción en inglés [3]. Democracia y Socialismo será su obra más ambiciosa, tanto por el alcance cronológico como por la dimensión internacional del período estudiado. Como indica su título, el libro trata sobre la relación histórica del movimiento socialista con la democracia e intenta demostrar que desde los tiempos de Marx y Engels el socialismo se había insertado en la tradición de la democracia revolucionaria. La primera parte del libro trata de la democracia moderna antes de Marx, con especial atención a Jefferson y Robespierre, a quienes considera dos versiones del mismo movimiento democrático, a pesar de la leyenda negra que persigue al revolucionario francés. El grueso del libro, no obstante, se encuentra en la segunda parte, dedicada a la evolución del pensamiento socialista desde 1848 hasta los inicios de la Segunda Internacional.
En un principio, como se puede observar en el último capítulo del Manifiesto Comunista, Marx y Engels situaban el comunismo como una rama del movimiento democrático. Si se autodefinían como comunistas y demócratas es porque entendían que el objetivo de socializar la propiedad de los medios de producción sólo se conseguiría como resultado de una gran revolución democrática, que diera al proletariado el dominio político que le correspondía por su gran fuerza numérica y su misión histórica específica. Además, Marx y Engels nunca creyeron que su modesta organización, la Liga Comunista, fuera capaz de tomar el poder en ninguna nación europea. Los escritos anteriores a 1848 muestran una gran convicción en la inminencia de la revolución porque, como comunistas, tenían plena conciencia de pertenecer al amplio movimiento democrático. Su tarea intelectual consistía en influir al movimiento democrático con el objetivo de liberarlo de ilusiones y retrasos propios de la pequeña burguesía y hacerlo consciente de la necesidad de centralizar la actividad industrial moderna, con un programa de transición gradual hacia el socialismo donde los privilegios de cuna más injustificables, como el derecho a herencia o los impuestos regresivos, serían abolidos inmediatamente. El movimiento democrático se fundaba en una coalición interclasista que incluía trabajadores, campesinos y pequeña burguesía. En esta vasta coalición, la misión de los comunistas consistía en el fortalecimiento del liderazgo del proletariado, dado que ninguna otra clase social se encontraba en mejor posición para entender la necesidad histórica y el significado profundo del movimiento democrático. Del mismo modo que el éxito de la revolución democrática pasaba por el liderazgo del proletariado, el éxito del socialismo era inconcebible sin su medio principal, es decir, sin la conquista del poder por parte del proletariado a través de la revolución democrática. La teoría política de Marx y Engels, pues, no se puede entender sin tener en cuenta su relación con el movimiento democrático de masas.
Después de 1850, las relaciones de Marx y Engels con los líderes oficiales del movimiento democrático sufrieron un gran cambio. Para los líderes comunistas, los dirigentes oficiales del movimiento democrático, una vez aislados y derrotados, perdieron todo interés. Las duras críticas contra los líderes demócratas no evidenciaban, sin embargo, una renuncia sustancial en la apuesta democrática de Marx y Engels. Para los socialistas, el auténtico cambio hacia el movimiento democrático se dio a partir de la derrota obrera en la Comuna de París. En octubre de 1847, Friedrich Engels escribía que las discusiones entre comunistas y demócratas no tenían ningún sentido, ya que unos y otros coincidían en todas las cuestiones de política inmediata. Además, el dominio del proletariado equivalía al dominio democrático de la mayoría. En cambio, una generación después, en diciembre de 1884, el mismo Engels escribiría en una carta sobre el peligro de que las fuerzas de la reacción, en una situación revolucionaria, se agruparan bajo la bandera de la “pura democracia” para impedir la hegemonía política del proletariado. La evolución de los conceptos democracia y socialismo es aún más profunda si se tiene en cuenta que, antes de 1848, democracia era una palabra ofensiva para la gran burguesía, una palabra que olía a sangre y barricadas, mientras que socialismo tenía unas connotaciones más bien inofensivas, asociadas con aquellos que se entretenían en discutir sobre modelos de utopía social.
En efecto, la derrota de la Comuna de París de 1871 y la represión posterior supusieron un duro golpe para el movimiento obrero europeo. El exterminio de decenas de miles de obreros también trajo consigo la aniquilación de la memoria democrática popular. Se esfumó el significado de pueblo y de democracia, tal y como se entendían en la tradición política de la democracia revolucionaria. El movimiento obrero socialista que renació en Francia ignoró el legado de Robespierre, un radical de clase media sobre quién caerá una leyenda negra. El declive del movimiento democrático coincidió con un importante cambio de percepción hacia el sufragio universal. Hasta 1848, se entendía que la extensión del derecho a voto tendría como consecuencia inevitable el dominio económico y político de las masas. Las luchas por la extensión del sufragio se libraron con la vehemencia y ferocidad que una creencia como ésta podía suscitar en todos los bandos, pero la experiencia posterior provocó un fuerte desencanto en los sectores politizados de las clases populares, sobre todo en los obreros franceses, traumatizados por el hecho de que la supresión de la Comuna había contado con la aprobación de una Asamblea legitimada por el sufragio universal masculino. En la medida en que la obtención del sufragio universal no suponía una amenaza para las clases altas ni una mejora notable en las condiciones de vida de los trabajadores, la fracción más radical del movimiento obrero empezó a despreciar el sistema democrático, que ya no se asociaba con el autogobierno de las masas como medio para su emancipación social y política, sino con la organización política del capitalismo.
La socialdemocracia alemana liderada por Ferdinand Lassalle también supondrá un punto de ruptura respecto a la etapa anterior, cuando el socialismo se entendía como una rama de la tradición de la democracia revolucionaria, basada en un movimiento interclasista y popular. Uno de los motivos de disputa más graves entre Lassalle y Marx será justamente el desprecio de los socialdemócratas alemanes hacia la necesidad de aliarse con la clase media. En el Congreso de unificación de los socialdemócratas alemanes de 1875 celebrado en el municipio de Gotha, la tendencia de Lassalle era la dominante. El programa adoptado, conocido como el Programa de Gotha, contenía muchas concesiones de los socialistas “marxistas”. Para Marx y Engels, el resultado de la negociación fue muy decepcionante, ya que el nuevo partido sufría el mal del sectarismo obrerista, además de ser excesivamente estatista e insuficientemente internacionalista. La Segunda Internacional vivirá, durante décadas, con una política de obrerismo estrecho, cifrando sus esperanzas de crecimiento numérico al proceso mecánico de proletarización de las clases medias.
Lenin, buen lector de Marx, fue el dirigente socialista que recuperó el viejo programa marxista: revolución democrática con el liderazgo del proletariado. En la profunda crisis de legitimidad a que la Primera Guerra Mundial condenó al zarismo, la bandera de la democracia revolucionaria se mostró muy eficaz en la toma de poder. El programa inicial de los bolcheviques era, en efecto, un programa de radicalidad democrática: poder para los consejos democráticos de trabajadores, campesinos y soldados, convocatoria inmediata de elecciones para la Asamblea Constituyente, cese incondicional de la guerra imperialista a través de negociaciones de paz transparentes, con luz y taquígrafos, y confiscación de la gran propiedad agrícola. Los enemigos de la Revolución Rusa eran la aristocracia latifundista, la gran burguesía industrial y la burocracia absolutista —en ningún caso, la democracia o la clase media—. El trágico golpe de timón vendrá después, cuando las circunstancias de extrema dureza que los bolcheviques deberán afrontar para sobrevivir los forzarán a abandonar los ideales ultrademocráticos de democracia soviética —es decir, democracia directa, asamblearia— por el recurso desesperado a la dictadura de partido. Ésta no fue la única contradicción que tuvo que afrontar Lenin. Además, los bolcheviques habían llegado al poder con un partido que pretendía hacer una revolución democrática, pero que, internamente, se había regido con prácticas autoritarias, heredadas, según Rosenberg, de las mismas malas prácticas de Marx y Engels en sus relaciones con los trabajadores socialistas.
El descrédito casi absoluto que sufrió la democracia entre el movimiento obrero no llegará hasta los últimos años de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, en la posguerra. Este cambio no se deberá en exclusiva al éxito aparente de la nueva dictadura bolchevique. En Estados Unidos, por ejemplo, la guerra se había librado como una cruzada para construir a world safe for democracy. El impagable monto de deuda impuesto a la nueva República alemana, la creciente desigualdad social de los años veinte y el final abrupto de la falsa prosperidad en el crack de 1929 revelaron el carácter cínico y vacío de las promesas democráticas de las potencias vencedoras. El ascenso del fascismo en los años treinta cambiará las cosas de nuevo. La irrupción de un movimiento explícitamente antidemocrático y antiilustrado, que se proponía exterminar las conquistas democráticas de la clase trabajadora y hasta el propio movimiento obrero, hará revivir una nueva fe democrática entre los trabajadores. Con la aparición de la cultura política del frentepopulismo, la defensa de la democracia irá acompañada de una drástica redefinición de sus bases. El carácter democrático de un régimen ya no se juzgará únicamente en función del respeto a sus aspectos procedimentales, como el sufragio universal o el derecho a la libertad de expresión. El nuevo empuje del frentepopulismo enfatizará la necesaria inclusión de fuertes garantías sociales como prerrequisito indispensable para una democracia plena. Para la izquierda frentepopulista, el fortalecimiento de los aspectos sustanciales de la democracia —servicios de educación y sanidad públicas accesibles para todos, seguridad económica en caso de infortunio, nacionalización de los monopolios— constituían la mejor garantía para evitar que un régimen aparentemente pluralista acabara en manos de la oligarquía como máscara instrumental para su dominio sobre la mayoría popular.
Es en este contexto de resurgimiento democrático entre la izquierda, donde los libros de Rosenberg cobrarán un sentido especial. Su obra ofrecía las tesis históricas que el Frente Popular necesitaba. Democracia y socialismo eran la misma cosa desde los tiempos del joven Marx. La derrota de la Comuna de París y la miopía política de los dirigentes de la Segunda Internacional rompieron temporalmente el vínculo entre el socialismo y la democracia revolucionaria y dieron paso a una política obrerista, despreocupada del resto de clases populares. Lenin, el marxista que lideró una revolución victoriosa, fue el encargado de reconciliar el socialismo con el movimiento democrático. El reencuentro fue breve, debido a las peculiaridades y las durezas de la nueva Rusia soviética. Ahora el empuje del fascismo exigía retomar, a través de los Frentes Populares, la vieja tradición marxista. El movimiento obrero debía intentar liderar una coalición interclasista con un programa mínimo de radicalidad democrática. Para hacer realidad este programa, era imprescindible el abandono de la doctrina del pacifismo abstracto, un dogma compartido por el movimiento obrero socialista y por la vieja democracia liberal, pero totalmente ajeno al pensamiento político de Marx y Engels y a la tradición de la democracia revolucionaria. En este sentido, la política exterior del Frente Popular —defensa de la política de seguridad colectiva, según la cual, en caso de conflicto, las sanciones contra las naciones agresoras debían de ir acompañadas de medidas de auxilio para las naciones agredidas— suponía un cambio de gran significación histórica.
Arthur Rosenberg es, hoy en día, un intelectual bastante olvidado [4]. El historiador Joaquín Miras atribuye el desconocimiento general de Rosenberg a su radicalidad política e independencia de criterio (en afortunada expresión de Luciano Canfora, Rosenberg fue un comunista sin partido), así como al poco interés general por la historia de la democracia como movimiento sociopolítico de las clases populares [5]. Sin duda, la obra de Rosenberg presenta debilidades que no pueden escapar al lector crítico de hoy, especialmente su manifiesta incapacidad para integrar el racismo y el colonialismo en su relato historiográfico. Pero, más allá de los aciertos e insuficiencias de la obra historiográfica de Rosenberg, Democracia y Socialismo mantiene todo el interés por su significación política, muy representativa del espíritu de la época frentepopulista. Refutar la pretendida antinomia entre comunismo y democracia representa una tarea intelectual que no parece muy alejada del significado histórico del Frente Popular, entendido como la reconciliación del comunismo con el movimiento democrático y la rectificación inconfesada respecto a muchas de las premisas que habían provocado la ruptura con los socialistas, incluyendo la diferencia sobre la inminencia de la revolución.
Volver a leer a Arthur Rosenberg hoy
En la lectura de las obras de Rosenberg, se pueden encontrar muchas lecciones útiles para los que luchan hoy por una democracia real. Quizás la más importante sea la constatación histórica de que la democracia, además de un ideal político, es también un movimiento. Su avance depende de la articulación de un amplio frente de movilización social, que ponga fin a la fragmentación de las clases populares e implante un programa de desarrollo democrático. En una situación de crisis y ante el pánico represivo de las clases dirigentes, el primer y más inmediato objetivo del movimiento democrático pasa por la defensa del derecho a la protesta. A medio plazo, cualquier programa democrático serio tendrá que proponerse eliminar la excesiva concentración de poder económico y político por parte de la clase dominante. Esto sólo será posible si se recuperan objetivos tradicionales del movimiento democrático como la renacionalización de los oligopolios privatizados, la financiación pública y transparente de las campañas electorales, la expropiación de los grandes de medios de comunicación en manos privadas, la nacionalización de la banca, la implantación de una fiscalidad progresiva y la mejora de unos servicios públicos en sanidad y educación que neutralicen en gran medida los efectos del azar de cuna. Sólo con medidas drásticas se facilitará la cesión del poder secuestrado por las minorías plutocráticas a la mayoría popular y el establecimiento de un marco verdaderamente pacífico para la solución de los conflictos sociales.
La otra gran lección de Rosenberg tiene que ver con la relación entre capitalismo, socialismo y democracia. Después de cuatro años de dura crisis económica, la conciencia de vivir en una democracia de cartón está muy extendida. En menor medida, también es relativamente fácil escuchar lamentos sobre la incompatibilidad de la democracia con la lógica expropiadora y cortoplacista del capitalismo y sus insostenibles objetivos de incrementos constantes en las tasas de beneficio empresarial caiga quien caiga. Sin embargo, los debates sobre la necesidad del socialismo o sobre la relación entre socialismo y democracia siguen sin estar presentes en la agenda de la mayor parte de la izquierda intelectual. Parece que, como respuesta a la radicalización derechista de las élites políticas y económicas, gran parte de la izquierda ha buscado refugio en la franja más progresista dentro del espectro de lo políticamente respetable. En España, esta desmoralización ideológica provoca situaciones francamente extravagantes. Un ejemplo de ello se encuentra en el espejo estadounidense. ¿Cómo es posible que la izquierda española tienda a reverenciar a keynesianos conservadores como Paul Krugman y Joseph Stiglitz en detrimento de la figura más destacada del socialismo norteamericano, John Bellamy Foster, editor de Monthly Review?
Con un socialismo pluralista que ha cosechado considerables éxitos en América Latina y con la esperanzadora ola de movimiento democrático mundial —desde el 15-M hasta el movimiento Occupy Wall Street—, la lectura de la obra de Rosenberg puede resultar una refrescante invitación para retomar la tarea de batallar intelectualmente por el socialismo, conectándolo con la lucha por una democracia real. Y es que, para evitar el inminente colapso social y medioambiental, la propaganda por el socialismo como principio de organización social que sitúa la satisfacción de necesidades humanas y ecológicas en el centro de sus prioridades presenta una afinidad mucho más coherente con los anhelos democráticos de la mayoría que la defensa de un retorno a los niveles de falsa prosperidad de antes de la crisis.
Notas
[1] Carsten, Francis L., “Arthur Rosenberg: Ancient Historian into Leading Communist”, Journal of Contemporary History, vol. 8, núm. 1, enero de 1973, pp. 63-75.
[2] Rosenberg, Arthur, Democracia y lucha de clases en la Antigüedad (1921), Barcelona, El Viejo Topo, 2006 (prólogo de Joaquín Miras), p. 45.
[3] Rosenberg, Arthur, Democracy and Socialism. Contribution to the Political History of the past 150 Years, Nova York, Alfred A. Knopf, 1939 (traducción de George Rosen).
[4] A pesar del olvido aparente de Rosenberg, su obra ha dejado huella entre destacados intelectuales de izquierda. El caso más relevante es el de Noam Chomsky, quien leyó Democracia y Socialismo cuando era adolescente y frecuentaba el entorno de Avukah, la misma organización sionista de izquierdas en la que Rosenberg colaboró en sus últimos años. La historia del grupo Avukah y su relación con Arthur Rosenberg y Noam Chomsky, en: Barsky, Robert F., Noam Chomsky. A life of dissent, Cambridge, The MIT Press, 1998, pp. 58-70.
[5] Prólogo de Joaquín Miras en Rosenberg, Arthur, Democracia y lucha de clases en la Antigüedad (1921), Barcelona, El Viejo Topo, 2006, pp. 7-40. La excepción más notable al desinterés por la historia de la democracia en una perspectiva similar a la de Rosenberg la encontramos en: Canfora, Luciano, La democracia. Historia de una ideología, Barcelona, Crítica, 2004. En el campo de la filosofía política, otra obra igualmente excepcional y con un enfoque parecido: Domènech, Antoni, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004.
[Andreu Espasa es historiador y profesor de lengua catalana en la Universidad de Harvard. El presente ensayo es la versión ampliada y actualizada de un texto que fue publicado en catalán por la revista L’Espurna en 2009]
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