¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Àngel Ferrero
Entrevista a Rafael Poch-de-Feliu
¿Cómo ves Europa en comparación con China y América Latina (economía, dinámica social)?
Regresar a Europa tras más de veinte años fuera, fue encontrarse con un bostezo. Los años noventa y la primera década del siglo han sido socialmente somnolientos, de gran apatía social. En los ochenta el continente estaba dividido en dos amalgamas estrambóticas: capitalismo y democracia en el Oeste y socialismo y dictadura en el Este. La tensión entre aquellas amalgamas moderaba algo el capitalismo en el Oeste. Hoy Europa se ha unificado con el resultado de más desigualdad y más explotación, tanto en el Este como en el Oeste. Pero ese cambio, que evidentemente no es igual en todos los países, no ha sido contestado. En el Este seguramente por el desprestigio que las dictaduras imprimieron a lo social y el «sálvese quien pueda» en el que se convirtió la mera supervivencia para mucha gente en muchos países. En el Oeste los motivos también varían de un país a otro. En España, por ejemplo, se produjo lo que yo denomino como el «asfaltado intelectual» de la sociedad: cierta americanización, cierto espíritu cutre de nuevo rico hipotecado… En cualquier caso el resultado final fue parecido en todas partes: retroceso de los movimientos sociales y de la conciencia crítica. Mientras tanto, en China se vivía un extraordinario avance de la economía y de la contaminación, regado por el mayor proceso de urbanización de la historia. Un dinamismo extraordinario. Un cambio social vertiginoso difícil de caracterizar con un solo brochazo. De América Latina sólo puedo hablar de oídas, pero es evidente que ha habido un despertar social que ha tenido consecuencias políticas en media docena de países con el resultado de una inusitada capacidad de autonomía con respecto al gran vecino del Norte, Estados Unidos, y toda una serie de iniciativas coordinadas en el Sur, algo novedoso y esperanzador. Volviendo a Europa, parece que ahora nos encontramos en una especie de divisoria, pues vemos indicios de cambio de signo contradictorio. Algo se va a mover.
En un artículo cita una frase de Merkel «Nada debería dar por supuesto otro medio siglo de paz y prosperidad en Europa». ¿La puede comentar?
Contiene una gran verdad, aunque seguramente la frase fue introducida en el discurso como mero adorno retórico por algún asesor de la canciller. El hecho es que la estabilidad en la que han vivido los europeos en las últimas dos o tres generaciones se sostiene sobre unas bases muy frágiles que ahora la crisis pone en cuestión. Pero en Occidente no hay conciencia de la posibilidad de un hundimiento -lo que pasó en la URSS en los noventa, en Argentina con el corralito, o la normalidad de cualquier nepalí medio es un hundimiento. Los europeos occidentales y sus dirigentes no tienen experiencia de eso. Eso hace que se continúe bailando sobre la cubierta del Titanic o que se crea que por tener un camarote de primera están a salvo del naufragio. En Alemania es significativo que la generación que conoció el desastre de 1945, los viejos, sean los únicos que dicen cosas sensatas sobre Europa y la euro crisis. Pero cuando hablo de crisis me refiero a un asunto de tres niveles. Uno es el financiero, el desmoronamiento del piramidal castillo de naipes especulativo/ladrón. El segundo es la consecuencia que ese desmoronamiento tiene en la «economía real», con empresas que cierran, sectores inflados que se desinflan, gente que pierde su trabajo y una generación de jóvenes sin futuro. El tercer nivel es el principal: se trata de la crisis asociada al «cambio global antropogénico» del que el calentamiento global es el escenario más conocido y popular. Este tercer nivel es superior, porque contiene los demás niveles y mucho más. A su lado la crisis del neoliberalismo es algo anecdótico, casi una nota a pie de página, podríamos decir…
El reto de la «crisis neoliberal», cuando apareció en 2008, era aprovecharla para atajar toda la crisis en su conjunto, con una transición energética, un cambio de modelo, de contabilidad, de racionalidad económica, de relación con el medio y, naturalmente, de valores. Avanzar en esa dirección. Lo que se denominó «New Green Deal». De momento ni siquiera se ha reconocido la crisis del neoliberalismo y la crisis financiera se afronta con recetas neoliberales y leyendas nacionales que nos llevan de regreso al siglo XIX. Respecto a la gran crisis, la cumbre de la ONU sobre cambio climático de Durban ha dejado bien claro el desfase entre la urgencia del cambio que se precisa y la ceguera de la respuesta. Todo sumado, resulta difícil imaginar una situación más necia y miserable.
Cuando las instituciones internacionales como la ONU, ya llevan años dedicando grandes eventos, esfuerzos y acuerdos al calentamiento global, las políticas económicas nacionales deberían poner el cambio de modelo en el centro de su estrategia a medio y largo plazo. Ni siquiera en Alemania, uno de los países pioneros del movimiento «verde», se habla de eso en las instituciones como se debería. Y no es casualidad. Por un lado, las instituciones de nuestras democracias no están diseñadas para el largo plazo, sino para un «usar y tirar» de cuatro o cinco años. La transición energética exige estrategias a quince, veinte, treinta años vista, pero la mirada de nuestros gobernantes no alcanza mucho más allá de las próximas elecciones. Por otro lado, la estructura económica-empresarial regida por el beneficio determina mucho cualquier proyecto de cambio energético: los mismos monopolios e intereses que alimentan el calentamiento son los nuevos líderes eólicos y solares. Las nuevas energías en manos de las viejas estructuras sin duda no son lo mismo, pero tampoco son la solución. No se saldrá de esta crisis sin profundas reformas estructurales e institucionales. Tales reformas precisan de un fuerte movimiento social internacional.
A Alemania le favoreció la burbuja inmobiliaria española. ¿Qué hay detrás de la propaganda contra los «vagos del sur»?
Ante todo la vana esperanza de que el país puede salir ileso de la crisis. Alemania había sido un país de relativa nivelación social, como Japón, con un estado social generoso y unas relaciones laborales mucho más decentes que la media europea. En 1990, la anexión de la RDA, que costó un billón de euros, acabó con el espantajo comunista, que era el principal incentivo para el «modelo social alemán». La mayor competitividad de los productos alemanes, en Europa y en el mundo, se logró, en gran parte, congelando salarios y generalizando la precariedad laboral en Alemania. Ese desmonte social-laboral contribuyó afirmar la potencia exportadora alemana en una época en la que aparecían nuevos desafíos competidores en Asia, pero desequilibró aun más internamente la zona euro.
Desde la introducción del euro Alemania generó un superávit comercial de 800.000 millones de euros dentro de la euro zona, lo que creó un agujero equivalente en los países menos competitivos del grupo. Esta es la «unión de transferencias» de la que no se habla en Alemania, donde bajo ese concepto sólo se entiende los subsidios y fondos de compensación al sur de Europa que Alemania y otros países ricos desembolsaron. En cualquier caso, las empresas alemanas (no «los alemanes») ganaron mucho dinero e invirtieron gran parte de sus beneficios en el exterior, capitalizando la estafa inmobiliaria de Estados Unidos, la destrucción del litoral español y buena parte de las fantasías irlandesas o griegas, etc., etc. Desentenderse de eso y hacer ver que la situación es resultado del maniqueísmo entre países virtuosos y manirrotos, denota una gran desvergüenza, porque el problema no es nacional. La crisis fue desencadenada por el sector privado, especialmente por los bancos que financiaron la pirámide inmobiliaria que se desmoronó. Para atajarla, los países europeos han dado a los bancos 4,6 billones de euros desde 2008 –esa es la cifra facilitada por el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso. Además, hubo otro enorme desembolso de dinero público en los programas de estímulo keynesianos del 2008. Todo ello incrementó, evidentemente, la actual deuda pública.
Que hoy el debate esté centrado en la crisis de la deuda pública, y no sobre el casino que la ocasionó, se debe, fundamentalmente, a que el poder financiero controla gobiernos y medios de comunicación e impone la leyenda que más le conviene. El gobierno alemán ha sido particularmente activo en ese frente. Su nacional-populismo acerca de que el problema son unos países del sur gastadores que no «hicieron sus deberes» y en los que la gente común vivió «por encima de sus posibilidades», le permite canalizar el descontento de los contribuyentes alemanes por los centenares de millones transferidos a los bancos como consecuencia de la irresponsabilidad de estos invirtiendo en el casino global. Reconocer la realidad significaría revisar los últimos veinte años de política económica y social alemana que se han vendido como exitosos y modélicos para el resto de Europa.
Pero ¿no lo fueron?
Solo fueron exitosos para los empresarios y para los más ricos. Desde la anexión de la RDA la economía alemana ha crecido alrededor de un 30%, pero el resultado no ha sido una prosperidad general, sino un enorme incremento de la desigualdad. Desde 1990 los impuestos a los más ricos bajaron un 10% y la imposición fiscal a la clase media subió un 13%, los salarios reales se redujeron un 0,9% y los ingresos por beneficio y patrimonio aumentaron un 36%. Desde el punto de vista de la (des) nivelación social, Alemania es hoy un país europeo normal: el 1% más rico de su población concentra el 23% de la riqueza (una relación similar a la existente en Estados Unidos en 2007) y el 10% más favorecido el 60% de ella, mientras la mitad de la población sólo dispone del 2%.
¿Por qué siguen rechazando los eurobonos?
En parte porque el gobierno alemán es rehén de su propia leyenda populista. La leyenda afirma que Alemania es el gran pagador de Europa, la gran víctima. Su contribución a los rescates europeos es, efectivamente, la mayor en términos absolutos, pero sólo porque su economía y su población son las mayores. La contribución alemana per cápita es la sexta entre 17 países, y según la parte del PNB dedicada es la décima, pero eso no se dice, como tampoco se dice que han sido los mayores beneficiarios de la existencia de una moneda única. Entonces, si la música con la que se desayunan diariamente los alemanes les dice que ellos son los que más pagan y que ellos lo han hecho todo «bien», acceder a los eurobonos significa socializar el desbarajuste de quienes lo hicieron «mal». Salir de este enredo significaría reconocer la interrelación de la euro crisis y corregir la leyenda, lo que resulta muy complicado para el conjunto del establishment alemán porque supone cuestionar la política de los últimos veinte años. No es un problema de gobierno, sino también de la actual oposición: recordemos que fue un gobierno de socialdemócratas y verdes quien realizó la última gran ofensiva neoliberal en el país, con la llamada «Agenda 2010» de Schröder y abriendo las puertas a los hedge funds… Además de esto, también hay un punto de dogmatismo ideológico neoliberal.
Pero sería injusto no añadir algo: si la actitud alemana es obtusa, ¿cómo calificar el disciplinado seguidismo masoquista de los gobiernos de Francia, España y los demás, que ni siquiera defienden los vanos intereses nacionales de una estrategia exportadora y consienten una política que incrementa su crisis? En España ni siquiera ha habido un «mea culpa» por el ladrillo. Ningún aeropuerto inútil o destrucción del litoral ha llevado a nadie a la cárcel. Al revés, el discurso político del PP reivindica aquella «etapa de crecimiento». Es una casa de locos… Hemos de ponernos de acuerdo en una cosa: en la Europa de hoy la estupidez es internacional. Frente a la división de una Europa en países virtuosos y manirrotos, que pretende disolver problemas sociales en cuestiones nacionales, el internacionalismo ciudadano debe constatar la absoluta unidad de la estupidez europea como primer paso.
¿Qué queda del proyecto europeo, ahora que ya se habla de dos zonas euro, pero además con una clara división los europeos buenos y los malos?
Ese discurso introduce una tendencia desintegradora y disolvente en la Unión Europea. Con el, Alemania ha abierto una caja de Pandora muy peligrosa. Es un discurso que divide Europa y que ofenda a sus pueblos. Lo hemos visto en Grecia donde se demoniza a Alemania, y se empieza a ver en España. Cuando llegué a Berlín en 2008, Merkel era considerada en España como el paradigma de la buena gobernante. Desde el año pasado su prestigio y el de Alemania han caído por los suelos. Todo esto es disolvente para la cohesión europea, pues abre una espiral desintegradora. Los alemanes, a los que siempre les ha costado mucho ponerse en el lugar de los otros, no son conscientes de lo que están sembrando. Cuando el año pasado le pregunté al ministro de Exteriores alemán, Guido Westerwelle, sobre el resentimiento que sembraba en Europa el discurso aleccionador de una Alemania virtuosa, me miró como si le hablara en chino… Todo esto es muy malo, pues la Unión Europea, vista con perspectiva histórica, es una buena solución a lo que había antes: naciones que guerreaban constantemente entre sí. Por eso hay que conservarla, reformándola. Para ello hay que poner los intereses generales de la ciudadanía por delante del negocio, lo político por delante de lo económico, y no pedir peras al olmo, no pretender hacer un superestado europeo a partir de la idealización del continente como sugiere Jürgen Habermas en su «Zur Verfassung Europas». En la proyección exterior de la Unión Europea, hay que conformarse con una ambigua y paquidérmica estructura común que no le complique la vida al resto del mundo. Lograr que esa estructura no sea imperialista, ya sería un enorme avance histórico.
¿Y sobre el peligro de los populismos, que en lo económico vienen con propuestas que deberían haber llegado desde la izquierda? ¿Estamos ante una repetición de los 30?
Antes he mencionado que Europa está en una divisoria, que algo se va a mover, porque se ha creado un agujero y hay una demanda de respuesta a la nueva situación. La dirección que van a tomar las cosas es opinable. Tenemos tanto indicios de 1930 -el aumento del desprecio al débil, el darwinismo social, el racismo y el auge del discurso y la practica de la extrema derecha, con situaciones que en algunos casos parecen calcar el mapa de la Europa de los años treinta y cuarenta- como indicios de 1848, de una «primavera de los pueblos» internacionalista, ciudadana y social. Pero, no nos engañemos, este segundo escenario positivo precisa trabajo, compromiso y organización. El espontaneísmo festivo-narcisista y el happening «on line» no son suficientes. Los ejemplos que mencionas advierten que el populismo de extrema derecha puede rellenar el agujero y ganar la calle.
Mirando la toma de decisiones en España o Italia, en relación a los recortes, ¿hacia donde vamos? Se modificó la Constitución sin referéndum, ya no se consulta a los ciudadanos sobre los nuevos recortes…
Cierta austeridad popular a cambio de un desmonte del casino podría haber sido aceptable, por lo menos en los países más ricos de Europa, pero el intento de hacer regresar a Europa al siglo XIX en lo social y laboral, sin tocar el casino y por decreto, evidentemente, no es democrático. Rompe lo que quedaba del contrato social europeo de posguerra, allí donde lo hubo. La imposición de las políticas de ajuste ha reventado la soberanía nacional, que por otra parte nunca gobernó ni decidió las cuestiones económicas principales. Aunque no todas las democracias son iguales (en Noruega hay mucha más democracia que en España, en España más que en Rusia y en Rusia más que en Haití), la democracia realmente existente tiene muy poco que ver con su sentido genuino de «poder popular». La tendencia que hoy gobierna Europa disuelve incluso esa caricatura de democracia. Como lo social y lo político van unidos a la degradación de lo primero le corresponde la degradación de lo segundo. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, «reformar el derecho de huelga», como se dice ahora en España, en el actual contexto? Evidentemente se trata de restringir. ¿Cómo se lee que hombres de Goldman Sachs estén al frente del gobierno griego, en Italia, o en el Banco Central Europeo, o rodeando y asesorando a Merkel en Berlín y a Obama en Washington? Todo eso lanza un desafío directo a los pueblos de Europa que esperamos se dirima en una primavera rebelde a la 1848 y no en un auge de la extrema derecha el militarismo y de la irracionalidad. En España el regreso de los postfranquistas al gobierno es un incentivo para los movimientos sociales porque crea condiciones más confortables para una contestación ciudadana sin complejos de «hacer el juego a la derecha».
¿Pueden cambiar las cosas en Alemania en las elecciones de septiembre de 2013?
En Alemania hay una clara mayoría para desplazar a los conservadores del gobierno en 2013. Esa mayoría se logra mediante la suma de los socialdemócratas (SPD), los verdes, y los socialdemócratas de izquierda de Die Linke. El problema es que la obvia viabilidad de este tripartito es tabú en Alemania. Die Linke es el único partido opuesto al orden neoliberal y sin responsabilidades en los recortes sociales de los últimos diez años. Eso explica que sea tratado como una especie de «partido demente», del que se dice que es «incapaz para gobernar», cuando la realidad es que es, fundamentalmente, una fuerza socialdemócrata que lleva mucho tiempo gobernando en coalición en diversas regiones del país. Die Linke se opone, además, a la participación alemana en guerras imperiales. Esas dos virtudes, con las que sociológicamente están de acuerdo el 60% o el 70% de los alemanes, marcan una divisoria de respetabilidad institucional: pertenecer o no al establishment. SPD y verdes prefieren perder las elecciones y que gobiernen los conservadores antes que aliarse con Die Linke, entre otras cosas porque tal alianza significaría auto criticarse por los años de gobierno en los que iniciaron el gran recorte social y metieron, por primera vez desde Hitler, al país en guerras. Tal autocrítica implicaría no sólo un cambio de programa sino de dirigentes, pues los líderes de ambos partidos fueron los que gobernaron y adoptaron aquellas decisiones. Así pues, descartado ese tripartito, al día de hoy la suma de verdes y SPD no alcanza para gobernar. Eso quiere decir que Merkel puede volver a ganar (a menos que la incierta estabilidad exportadora se hunda, lo que es muy posible), o que vuelva a gobernar en coalición con el SPD, o con los verdes. En ambos casos un cambio de gobierno no alteraría nada fundamental. Para convencerse de ello basta mirar hacia atrás: no sólo en Alemania, también en España, en Francia y en el Reino Unido, el neoliberalismo se introdujo, o fue potenciado, de la mano de los socialdemócratas. Y en ninguno de esos países hay indicios de corrección en esos partidos. En ausencia de tal corrección, quien quiera un cambio razonable, ¿puede seguir apostando por ellos? Dicho esto, una caída de Sarkozy la próxima primavera en Francia podría complicarle las cosas a Merkel. Lo decisivo, sin embargo, debe venir de abajo. Es sorprendente que, ante una situación que es claramente supranacional, todavía no se hable de coordinar las jornadas de huelga general entre varios países europeos. La falta de solidaridad y empatía hasta ahora demostrada hacia la canallada que están haciendo con la población de Grecia, es una prueba a la dignidad de los otros países de la UE. Por el momento triunfa el reflejo cobarde y mezquino del «nosotros no somos como Grecia». Además de mezquino es suicida, porque los recortes que se van a aplicar en España introducirán escenarios griegos. De momento, con el billón de euros de dinero público prestado a bajo interés a la banca privada desde diciembre por el Banco Central Europeo, parece que han conseguido comprar cierto tiempo de tranquilidad bursátil… Esa parece ser la alternativa de la derecha a los eurobonos.
¿Cómo ha gestionado China la crisis?
China fue el único país que era consciente de su crítica posición en la globalización antes de la aparición de la crisis. En 2002, cuando llegue a Pekín, sus dirigentes ya pensaban en cambiar el modelo: en pasar de un modelo puramente exportador, muy dependiente del mercado global y expuesto a sus vaivenes, a un tipo de desarrollo más endógeno y basado en el consumo interno. Para ello era necesario invertir más en la población pobre, para que ésta pudiera consumir y alimentar el nuevo esquema con su consumo. De ahí nació la recuperación del concepto confucioniano de «pequeño bienestar» (Xiakoang) y la retórica de la «sociedad armoniosa». China se propone ahora crear un sistema de seguridad social para su enorme población. Si en los noventa realizaba experimentos capitalistas en ciertas regiones, ahora hay experimentos «sociales» como el de Chongqing, que recuperan cierto discurso maoísta nivelador. Todo eso, unido a la supremacía de lo político, al control que el partido tiene de las finanzas (el jefe del Banco central es nombrado por el partido y los jefes de los principales bancos son miembros del comité central), le permite un control de la situación y una capacidad de juego mayor que la que existe en Occidente. China es un país que ha protagonizado enormes cambios de línea en su historia reciente. Si fuera necesario, creo que podría volverse a poner el uniforme maoísta, no para hacer la política de los años sesenta, pero sí para cambiar radicalmente de línea… Dicho esto, hay que recordar lo más importante: que el país presenta las contradicciones planetarias en su máxima concentración. Si el crecimiento se detiene, el país puede inaugurar un nuevo «gran desorden» (da luan), un concepto chino parecido al ruso de «smuta» que describe las etapas de caos que jalonan su historia. Que sus dirigentes sean conscientes de la fragilidad que gobiernan, no significa que vayan a tener éxito.
En tu libro sobre China, afirmas «Nuestro porvenir depende de China y todos los problemas de la crisis están en ella».
Mi libro intenta presentar un país que es paradigma de la crisis mundial, algo que me parece más realista y adecuado que recrearse en las leyendas de la «nueva amenaza china» y la «próxima superpotencia hegemónica», que nos vende el «mainstream» mediático. La expansión desarrollista china evidencia, en última instancia, la inviabilidad de la economía mundial inventada por Occidente. Los éxitos chinos de los últimos treinta años se han realizado sobre modelos en crisis, lo que contiene más certezas que sospechas de que hay muchos desastres incluidos en ellos. Lo que afirmo es que si los chinos logran salir de la crisis antropogénica, de la crisis de civilización mundial, pese a su manifiesta desventaja en población, recursos etc., entonces quiere decir que todos los demás podemos salir de ella. Esa es la gran «Actualidad de China», que da título a mi libro.
[Fuente: SinPermiso]
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4 /
2012