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La redacción de mientras tanto

La Huelga General del 29-M: un nuevo escenario social

Medir el éxito o el fracaso de una huelga general es siempre un ejercicio complejo si se reduce a su evaluación cuantitativa. Y la evaluación cambia si se tienen en cuenta el contexto y la forma en que se ha producido. La evaluación cuantitativa es difícil porque no suele haber forma de contar quién se ha adherido a la huelga, quién ha trabajado por imposición de servicios mínimos o por coacción directa del empresariado (los sindicatos han recibido un alud de denuncias anónimas de este tipo de presiones), quién no ha trabajado finalmente por la acción colectiva y quién ha acudido el empleo de forma vergonzante apelando a cualquier justificación individual. La única posibilidad de paralización total de un país es la que generaría un lock-out patronal, apoyado por el gobierno. Las huelgas generales de verdad son siempre movilizaciones a medias, que permiten dar cuenta del grado de malestar, de movilización, de apoyo que la propuesta alcanza entre las clases trabajadoras.

Si, en cambio, se atiende a los condicionantes y al proceso, resulta claro que esta huelga ha sido un éxito rotundo. No sólo porque el paro ha tenido un amplio seguimiento en los sectores que tradicionalmente se movilizan (industria, transporte público, etc.), sino también porque ha tenido un eco importante en la Administración pública, un sector tradicionalmente poco movilizado en anteriores huelgas generales. El colectivo Economistas Frente a la Crisis (www.economistasfrentealacrisis.com) ha evaluado en un 87,7% la caída del consumo eléctrico en las actividades económicas, por el método de comparar el consumo de un día laboral normal con el de un día festivo normal. Aunque se trata solo de un indicador, la cifra es bastante elocuente de lo que muchas personas percibían: que la movilización era importante. Los mismos medios de comunicación que hablan de éxito moderado alegan que la apertura generalizada del comercio es lo que permite rebajar el impacto. Pero es de sobra conocido que en el comercio coexisten empresas familiares, centros de trabajo de pequeñas dimensiones y grandes empresas que practican sistemáticamente una feroz actividad antisindical. Empresas que, como El Corte Inglés o Caprabo, suman una buena serie de condenas por violaciones de derechos laborales y colectivos, y que plantean el boicot a la huelga como un objetivo irreductible. Sí, en cambio, que pudimos percibir el cierre voluntario de pequeños comercios, incluso en algunos barrios con escasa presencia de piquetes, lo que podría indicar una voluntad de quedar bien con la clientela (y con la percepción de que las políticas que generan paro, rebajan salarios y promueven la expansión de las grandes cadenas, afectan también a su supervivencia).

Ésta ha sido una huelga convocada con escaso margen de tiempo para “calentar motores”, que ha padecido una nueva edición de acoso a los sindicatos en la prensa reaccionaria y un auténtico apagón informativo en los medios “liberales”. Que ha tenido que hacer frente al machacón argumento de su inutilidad, a la presión política y simbólica de las autoridades europeas, al insistente discurso del “no hay alternativa”, de la necesidad de asumir el ajuste con buen humor… Y a pesar de todo ello, y de los recelos que los sindicatos mayoritarios generan en una parte no despreciable de la ciudadanía activa, la movilización ha sido impresionante.

Lo que le ha dado el tono definitivo han sido las masivas manifestaciones de la tarde, no sólo en Madrid y Barcelona, sino en muchas otras ciudades menores donde el éxito de convocatoria ha sido notable. Cualquiera que tenga memoria de otras huelgas recordará que la manifestación de la tarde era sólo el encuentro de los activistas más resistentes, mientras que en esta ocasión la manifestación ha servido para cerrar la boca a todos los que pretendían dar la huelga por fracasada. No ha sido una casualidad. Las personas activas a lo largo de toda la jornada ya contaban que las acciones de la mañana, los piquetes informativos de barrio y las concentraciones locales ya habían superado los niveles de otras veces, ya habían reunido a mucha gente. Las manifestaciones de la tarde del 29 de marzo de 2012 muestran la continuidad de un proceso movilizador que arrancó en mayo del año pasado y que, con convocantes diversos (unas veces el 15M y otras los sindicatos y organizaciones sociales tradicionales), han sacado una y otra vez a la calle a cientos de miles de personas. Si por un lado hemos pasado de la crisis financiera a la depresión generalizada y al asalto a los derechos sociales, por otro se ha producido un cambio desde la expectación a la movilización activa.

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El cambio se ha producido por la acumulación de factores. Del lado de las organizaciones tradicionales, especialmente de los sindicatos, la creciente conciencia de que las políticas neoliberales adoptadas por los diversos gobiernos constituyen un ataque en toda regla a los derechos laborales y sociales, a las condiciones de vida de sus representados y a su propio papel organizativo e institucional. El cinismo con el que la patronal firmó un pacto sobre el empleo pocos días antes de la aprobación de una reforma laboral que lo dejaba totalmente inactivo, merecería por sí mismo una respuesta contundente. A los sindicatos la reforma les cierra muchas puertas, es en sí misma una declaración de guerra a la acción sindical y una amenaza al resto de los derechos laborales aún vigentes. Puede criticarse la actuación sindical como excesivamente zigzagueante, contradictoria, pero de lo que no cabe duda es de que en los últimos meses han estado promovido una serie de movilizaciones (contra la reforma de la Constitución, los recortes, el empleo público) e iniciativas (como en Cataluña las “Taules contra les retallades” o los encierros en las escuelas) que han elevado la presencia pública y la acción colectiva. A ello hay que sumar, y no es poco, que a la convocatoria de la huelga se han sumado todos los sindicatos minoritarios, lo que ha permitido plantear el día de huelga como una respuesta auténticamente de clase.

Por otro lado, la irrupción del 15M —con todas sus contradicciones, sus discursos ambiguos en algunos casos, pero con un notable nivel de activismo social— ha constituido un importante soplo de energía, de renovación y de politización en sectores desencantados o ajenos a la acción colectiva. Sus movilizaciones han tenido notables momentos de éxito, y la persistencia de grupos locales ha permitido generar una nueva red organizativa que a veces compite y a veces coopera con los viejos tejidos organizativos. En Barcelona, donde tenemos nuestro particular observatorio social, ha sido esta red la principal impulsora de los piquetes de huelga en los barrios, aunque en muchos de ellos han contado con la participación de activistas vecinales tradicionales y en unos pocos (allí donde ya existe una vieja tradición de activismo organizado) se han incorporado a comités unitarios más amplios. En conjunto su acción ha sumado, por más que persistan muchos resquemores entre estos sectores y el movimiento sindical tradicional.

Más allá de estos activismos paralelos, hay un proceso social que favorece la movilización masiva y la heterogeneidad social que se percibe en las grandes movilizaciones. Hasta hace bien poco, la segmentación social que divide a la población asalariada se reflejaba en una fuerte diferenciación de comportamientos ante las grandes convocatorias. La mayor parte de las huelgas generales anteriores eran, fundamentalmente, huelgas de los trabajadores manuales, huelgas “obreras”, con poca participación de empleados públicos y empleados de cuello blanco. Los ataques a las condiciones laborales de los empleados públicos y los recortes en sanidad y enseñanza están contribuyendo a generar otra percepción social, así como la brutal destrucción de las expectativas laborales de la juventud educada y la extensión de los empleos precarios. Las políticas neoliberales están golpeando a mucha más gente, están mostrando de forma más descarnada la diferencia radical entre capital y trabajo, y están destruyendo parte de las estructuras que sostenían a las clases medias asalariadas. Aún de forma incipiente, la brutalidad de la crisis abre las puertas a una reconstrucción del sujeto colectivo, de la autorrepresentación de la clase obrera como un grupo social diferenciado. Es sin duda un proceso en ciernes (por ejemplo, destaca la mucha mayor presencia de los enseñantes respecto al personal sanitario en las movilizaciones más recientes) y contradictorio, pero que debe considerarse en serio a la hora de elaborar propuestas, movilizaciones, discurso social.

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La suerte de este proceso depende de la inteligencia y la capacidad de sus actores principales para desarrollar un nuevo proceso social. A corto y medio plazo, la cuestión fundamental es cómo proseguir con la movilización. Parece claro que las élites en el poder, en todos los niveles, están dispuestas a sostener con intransigencia sus planteamientos. Y que no van a ceder con unas pocas manifestaciones masivas (en este sentido, Grecia muestra el camino). Cuentan con que el agotamiento y el desánimo conduzcan a la rendición final de la población. Por eso es tan crucial saber elegir un camino de movilización que sea capaz de resistir el desgaste pero que mantenga la tensión. No hay una solución fácil a este dilema. Y es posible que florezcan las respuestas centrífugas, separadoras.

La insistente demanda de negociación por parte de los sindicatos parece más dirigida a neutralizar a las bases sociales de la gente de orden que a dar ideas precisas a las suyas propias. Resultan un tanto incomprensibles cuando es evidente que el antagonista no tiene, a corto plazo, ganas de negociar nada serio. Generan resquemor en los aliados más alejados y no clarifican socialmente lo que en este momento parece crucial: explicar bien al conjunto de la sociedad cuáles son las líneas que ninguna sociedad decente puede franquear, explicar muy bien cuáles son las contradicciones, las injusticias, las sinrazones de las políticas actuales, explicar bien las propuestas básicas de regulación que hay que conseguir imponer. Sólo generando en las propias bases y propuestas claras podrán los sindicatos ampliar su legitimidad en sectores sociales que deben ser sus aliados naturales, especialmente en una coyuntura en que la negociación a puerta cerrada parece más bien a una vía abierta a la concesión sin contrapartidas.

Pero, asimismo, el éxito de la huelga no puede hacernos pensar que la vía de la movilización permanente es una vía posible. La huelga general es una acción costosa, difícil. Es optar siempre por la ofensiva general. Los activistas más decididos corren siempre el peligro de ignorar estos costes, de olvidar el desgaste que afecta a la gente que no comparte por entero sus planteamientos. Y que la propia clase trabajadora está ante un nivel tal de indefensión (paro, endeudamiento, precariedad…) que limita sus fuerzas. Sería bueno que todas las partes reconocieran, cuando menos, un marco común de problemas y se centraran en elaborar propuestas para llevar a cabo una campaña de movilización sostenida y sostenible, que avanzaran en generar propuestas comunes y que abrieran espacios de confianza y de unidad. Ésta es una tarea urgente y necesaria para todas aquellas personas que lideran, promueven y alientan organizaciones y campañas, que siguen pensando que es necesario oponerse a la barbarie actual. Empezando por los principales líderes sindicales y siguiendo por toda la larga serie de activistas de los diversos movimientos sociales.

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El único punto negro que ha podido explotar la derecha es el de las acciones violentas que han tenido lugar sobre todo en Barcelona. De una violencia más simbólica que real, pero totalmente gratuita e injustificada. Quemar contenedores de basura no tiene ni siquiera el simbolismo que podía tener la quema de coches ni el ataque a tiendas de lujo de otros tiempos; es simplemente pensar que el enfrentamiento en sí mismo tiene algún significado. Ni tiene que ver con los piquetes de huelga que actúan como fuerza colectiva para extenderla y hacerla visible. Por desgracia, estos grupúsculos aparecen a menudo en las grandes acciones y juegan un papel distorsionador de la movilización social. Permiten crear una cortina de humo que no sólo oculta la violencia patronal, la coacción individual que han padecido miles de trabajadores para no ir a la huelga, sino también los excesos de las propias fuerzas de orden público. Y es que, ciertamente, muchos manifestantes pacíficos del 29-M se indignaban al ver el humo de los contenedores. Pero también muchos padecieron el uso de porras metálicas, pelotas de goma  y gases lacrimógenos que utilizaron unos Mossos d’Esquadra que, una vez más, demostraron su incompetencia en este tipo de situaciones. Y muchos aún nos preguntamos cómo es posible que, si estos grupos están tan identificados como pregona el conseller de Interior, señor Puig, la policía es incapaz de realizar una acción preventiva eficaz. O es que, a lo mejor, entre la incompetencia y la provocación circula alguna de esas cloacas del Estado que tan eficaz resulta para mantener a raya a las clases trabajadoras. En las semanas anteriores pudo percibirse, sobre todo en algunas facultades, la aparición de propuestas sin firma que promovían la violencia, cuyas características invitan a pensar que entre los organizadores pueden facilmente convivir jóvenes inexpertos con provocadores organizados desde espacios de poder. En todo caso, el agravamiento de la situación social da alas a nuevas respuestas violentas (facilitando también la intoxicación de agitadores pagados para desprestigiar las movilizaciones) y obliga, también en este campo, a pensar en alternativas que impidan que lo vistoso sirva para tapar lo necesario.

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Esta huelga ha sido un éxito. Y deberíamos empezar por felicitar a toda la gente que ha trabajado para que así fuera. Que ha demostrado que la diferencia y la unidad podían convivir. Que las políticas neoliberales merecen el rechazo masivo. Que somos millones de personas las que queremos un orden social más justo. Y este éxito nos emplaza a no desfallecer, a seguir peleando por generar un amplio movimiento de respuesta, a fortalecer la unidad frente a la minoría social que sigue concibiendo el mundo como una finca particular y a las personas que la habitamos como esclavos de sus intereses. Sindicalistas y activistas diversos hemos trabajado codo con codo para que ello sucediera. Lo debemos considerar como un estímulo para dar nuevos pasos, para generar sinergias, para encontrar nuevos caminos de cambio social.

30 /

3 /

2012

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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