¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
El Lobo Feroz
La cocina
La cuina catalana
Empecemos por aquí: el president de la Generalitat catalana, el del Institut d’Estudis Catalans, el subvencionado Institut Català de la Cuina, ínclitos cocineros (llamados ahora restauradores) y otras gentes del mismo barco proponen que la Unesco declare a la cocina catalana patrimonio de la humanidad. (Luego se irán apuntando todas las demás cocinas, o hasta se podría discutir si tienen precedencia platos determinados como los spaguetti, la tortilla de patatas, el bife de chorizo o preparaciones como el chimichurri).
Por supuesto, la escudella i carn d’olla, la butifarra amb seques, los peus de porc amb llenegues, el conill amb allioli y sobre todo los cargols y los identitarios calçots forman parte del patrimonio de la humanidad. Toda la cultura es patrimonio de la humanidad (¿de quién va a ser, si no?), aunque no todos sus bienes estén declarados tales por la Unesco y a pesar de que algunos de ellos estén, hoy por hoy, en este sistema económico, patentados. Lo significativo es que gentes embarcadas en gobernarnos o en torearnos hayan considerado legítimo, con la que está cayendo, gastar tiempo y dinero de los contribuyentes en buscar protección para algo que se protege solito.
Propuestas como la comentada, en la república virtual en la que mora el feroz Lobo que suscribe, son juzgadas malversación del crédito público y condenadas a universal escarnio.
Y hablando de escarnio: en cambio…
El Poder Judicial se deslegitima solito
Monseñor Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo, está preocupado por la imagen del poder que preside —al que tiene el común vicio de llamar la Justicia—, tras la condena del juez Garzón por prevaricador o, como se podría decir tal como van las cosas, por prevaricata.
Por la imagen, no por la zarrapastrosa realidad.
Como cuestión de imagen, la de Dívar al hacerle genuflexiones a Ratzinger, descuidando que quien saludaba a un jefe de estado extranjero representaba a una institución española —en vez de levitar por allí como una persona particular de la misma cuerda que el saludado—, era una imagen que no resultaba particularmente edificante el pasado verano, sino más bien de vergüenza ajena. Este destacado magistrado no se ha enterado, como la mayoría de los de su gremio y jerarquía, de que su elevación a la condición de autoridad, en democracia, es puramente funcional, y no debe gozar de más privilegios que el elevado salario que los contribuyentes pagan y los estrictamente indispensables para el ejercicio de su función. Pero que no tiene patente de corso. Y que las regalías hijas de la costumbre —esas deferentes invitaciones, esos lechales y demás consideraciones— son —por decirlo con una palabra ahora también puesta de moda— impropias. Tan impropias como las genuflexiones y no tanto, por decirlo todo, como el cohecho impropio.
Otros magistrados parecen creer igualmente que tienen bula, como el magistrado con marbete progresista Luciano Varela, que tras una instrucción manifiestamente no neutral para el juez Garzón en el caso de los crímenes del franquismo, no se inhibe de formar parte del tribunal que juzga al mismo juez por las escuchas a los abogados de la trama Gürtel, y también sus colegas de la sala correspondiente del Tribunal Supremo que se lo consienten. O ese otro magistrado, Manuel Marchena, que somete a Garzón a pena de telediario durante meses, descubre luego que el supuesto delito habría prescrito y así lo declara en un auto en el que, de paso, como última palabra (con bula), afirma que Garzón ha delinquido de todos modos, arrogándose un papel de enjuiciador que nadie le ha dado. Hasta ahora no se han oído protestas por estos hechos de los garantistas que consideran dolosa la actuación de Garzón en el caso de la trama Gürtel.
La Suprema Corte de Faraón —añadió aquí un Duende de Imprenta—.
En el caso de las escuchas a los abogados de la trama Gürtel hay un asunto que merece consideración: la por lo menos ambigua redacción de la norma sobre las intervenciones telefónicas de los detenidos. El art. 51 de la Ley Orgánica Penitenciaria dispone en su 2º párrafo que las comunicaciones de los internos con el Abogado defensor «no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo».
Al Lobo que suscribe le sobra una conjunción copulativa (con perdón): le sobra la conjunción y. Ese lenguaje legal, ¿está lejos de la precisión que Stendhal admiraba en él o por el contrario la conserva?
Todo estaría claro si se dijera: «… salvo por orden de la autoridad judicial en los supuestos de terrorismo». Pero, se repite el Lobo, ¿por qué esa y? ¿Es inimaginable que un juez pueda entender el precepto mencionado como el establecimiento de dos posibilidades de suspensión de la confidencialidad entre detenido y defensor, una de las cuales sería el supuesto de terrorismo y otra la orden de la Autoridad Judicial? ¿No es lógica esta interpretación, cuando el párrafo 2º del art. 51 de la ley penitenciaria está destinado a sustraer tal suspensión a la autoridad administrativa? La sala del T. S. juzgadora de Garzón y los «garantistas» entienden en cambio que la redacción del mencionado artículo es clara, negándose a ver una conjunción copulativa. (Por menos, por una coma, hubo de cambiarse en su día la norma por la que se juzgó a los jefes nazis en Nüremberg.)
El garantismo se ha negado a concederle a Garzón la presunción de inocencia. Si hablamos de cuestiones de fondo, y no de forma —pero los jueces no deben saltarse las formas ni comerse las conjunciones, como en este caso, sin deslegitimarse—, lo que procede es, primero, aplicar los principios penales generales: la presunción de inocencia, el in dubio —y el dubio es aquí como una catedral— pro reo. Quizá Garzón se equivocó al pretender evitar con su controvertido auto que unos sinvergüenzas ocultaran su dinero mal ganado, como hacen siempre los sinvegüenzas relacionados con el poder, pero este Lobo no advierte que el posible error entrañe dolo, intención antijurídica, y menos, como hacen sus jueces al sentenciarle, mala intención totalitaria. Garzón tal vez ande por la vida algo sobrado, pero desde luego no va de sobrado totalitario.
(Otra cosa es que se intervenga la comunicación entre detenidos y abogados con excesiva alegría —comunicación con todos los abogados— como hizo Garzón. Aquí no se le puede seguir. Pero que no se le pueda seguir no significa que haya que condenarle por prevaricador. Los tribunales superiores corrigen a menudo a los magistrados por sus decisiones, pero raramente les condenan por ello como prevaricatas.)
En conclusión: ¿creen los magistrados del Supremo que el público que les observa es menor de edad? ¿O confunden la conciencia social con la conciencia jurídica, que no es más que un instrumento de la primera?
Para quien quiera ver el fondo del problema lo que procede es, segundo, tomar en consideración dos asuntos distintos. De un lado, el otro aspecto de la trama Gürtel, no el de los personajillos que se lucraban sino el de los que les facilitaban lucrarse y probablemente se lucraban también: los pajaritos posados en las ramas de las administraciones públicas. Cuyos cantos se oyen a kilómetros de distancia. Pueden ser oídos por los demás poderes del Estado.
De otro lado, tomar en consideración una discusión renovada sobre las garantías teniendo en cuenta que el derecho no está cerrado en sí mismo, como axiomáticamente (pero con escaso realismo) se suele suponer, sino que está impregnado de política, de interferencias y adherencias políticas y, entre otras cosas, de animosidades humanas, demasiado humanas. La finalidad de las garantías es que no pueda ser condenado un inocente, pero es preciso configurarlas para que no instrumenten la impunidad de los culpables.
Esa impunidad, sobre todo la de los poderosos de estado y de mercado, es la que resulta insoportable para las gentes corrientes. Cierto que algunas de éstas, irritadas, pueden proponer todo tipo de desatinos autoritarios (penas mayores, etc.) y de rebote hacerle el caldo gordo a la derecha social, a los de arriba, por decirlo claro. Pero no es menos cierto que nada hay peor para el pueblo, en este campo, que la desigualdad judicial: ya soporta bastante la desigualdad social; sólo falta que el uso continuado consagre la desigualdad jurídica.
A la gente corriente no se le ocultará nunca, por incompetente que hubiere podido mostrarse el juez Garzón, que el Tribunal Supremo ha caído por triplicado sobre él cuando ha pretendido enchiquerar a unos corruptos poderosos y sobre todo desenterrar los imprescriptibles crímenes del franquismo.
La ley no es igual para todos: según cuándo, y sobre todo según quién —un juez molesto, unos manifestantes, unos desahuciados—, golpea como un martillo sin dueño… que lo tiene en realidad: los dueños son los de siempre, servidos a veces por gentes cargadas de buenas intenciones.
De modo que el Poder Judicial —volviendo al tema general de estas líneas— se sabe deslegitimar él solito, se lo cocina él solito. El Lobo no lo propondría a la Unesco como patrimonio inmaterial de la humanidad.
Eso de deslegitimarse lo hace realmente muy bien. Por ejemplo, uno de sus más destacados magistrados declaraba hace poco que el Poder Judicial está legitimado por su obediencia a las leyes. Nunca se formuló peor la legitimación de un poder. Justamente porque si algo puede hacer claramente el Poder Judicial es desobedecer a las leyes.
El Poder Judicial español ha estado en la práctica gobernado por los dos principales partidos del Parlamento, por los propios representantes corporativos de sus titulares o por una mezcla de las dos cosas. Ninguno de esos instrumentos de gobierno de los jueces parece suficiente ni adecuado en una democracia. Si el Poder Judicial se encomienda a una magistratura profesionalizada, entonces el gobierno de tal magistratura debe buscar entroncar directamente con la soberanía popular. En el régimen actual esto no existe. Una república bien ordenada —discurre el Lobo— habrá de institucionalizar algo distinto.
Algo que permita gobernar con garantías a quienes juzgan sin permitirles ir por libre.
24 /
2 /
2012